Buendía: Maestro del retrato - Revista Mexicana de Comunicación

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Buendía: Maestro del retrato
Revista Mexicana de Comunicación
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“Blinded By Journalism 1”. Ahmad Hammoud @Flickr
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Red privada: Un medio de denuncia contra la impunidad.
Por Alejandro Gómez Arias
Publicado originalmente en RMC 86
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Oponiéndose a las manifestaciones visibles e inmediatas de la corrupción absoluta luchó don Manuel
Buendía. Su desaparición física parece trágicamente lógica y queda dentro de un proceso que iba –o
va– cumpliéndose con inexorable exactitud: el agrupamiento de las fuerzas de la derecha mexicana o
extranjera, con propósitos de dominación y consecuentemente de transformación política.
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El desastre político, social, moral de la República del que el sacrificio de Buendía es solamente un
capítulo –cargado de consecuencias y resonancias por la relevante personalidad del escritor– tiene
significación mucho más grave porque descubre, para decirlo con un poco de humor negro, las
garantías que protegen a la delincuencia. Un cuerpo de prevención prácticamente convertido en
enemigo del pueblo, un ministerio público débil y teorizante, coronados por organismos judiciales
lentos, no pueden alcanzar la seguridad personal de nadie ni la paz social. Cuando la comunidad vive
poseída por un confuso pero real sentimiento de incertidumbre y si se leen o escuchan relatos de
violencia que se pierden y olvidan, es que lo esencial está roto y el orden colectivo, un engaño que va
creando nuevos conceptos de la moral y una distinta calificación del bien y el mal.
No eran otras cosas las que denunciaba, señalando no tanto al fenómeno en su conjunto, sino a
numerosos personajes, don Manuel Buendía, sin que le importara la inutilidad aparente de sus
trabajos, porque si es verdad que muchas de sus “Red Privada” caían en el vacío, la impunidad que
esto producía era el testimonio vigoroso y la prueba indeleble de lo certero de sus juicios. Lo que en
el fondo de sus denuncias quedaba era la evidencia de la impunidad, la aceptación táctica de una
siniestra regla impuesta por las fuerzas dominantes a la sociedad civil. ¿Cuándo se investigaron los
hechos que el gran periodista describía? Los que debían oírlo nunca lo hicieron y por ello,
paradójicamente, el columnista más leído, vivo y actual, escribía para el futuro. La nómina de los
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primeros actores y los partiquinos de la corrupción mexicana y la lista de las organizaciones,
nuestras o extranjeras, son ahora y lo serán más cuando transcurran los años, las claves para
entender un momento –éste– tal vez decisivo para la nación.
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Buendía no ignoraba hasta dónde podían llegar sus denuncias. Conocía los obstáculos, las
limitaciones y, sobre todo, los peligros que sus palabras levantaban, pero le interesaba la verdad y
cuando creía tenerla no la ocultaba. Podía equivocarse –pocas veces porque su archivo y sus fuentes
eran extraordinarias– pero nunca porque dejara de ser un observador objetivo y, contra lo que a
menudo se piensa, se perdiera en imaginaciones y fantasías. Su técnica se apartaba de la de los
columnistas o comentaristas y se aproximaba al estilo del gran reportaje. Le atraía, con profundo
sentido periodístico, lo inmediato. Los problemas de una sociedad en descomposición no eran para él
material para elaborar teorías complicadas. No contemplaba el horizonte brumoso, sino lo próximo y
cercano. No fue –si es posible decirlo de esta manera– un paisajista, sino un cruel y exacto maestro
del retrato, que logró en su especialidad excepcionales creaciones dibujadas con mano tan firme
como audaz y valiente. Trazadas para la vida breve de los diarios perdurarán porque forman una
galería que los historiadores tendrán que recorrer y analizar si se atreven a explorar estos días
oscuros.
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Los puntos desconocidos del caso Buendía en mucho tiempo no serán despejados. ¿Se le sacrificó
por cuanto había escrito o por algo que se preparaba a revelar? Lo determinante y explosivo fue, tal
vez, alguna de sus “Red”, pero supongo que el conjunto de sus trabajos llegó a ser inadmisible. Se
convirtió así –ahora lo vemos claro– en un escritor de la disidencia. Quedaba en ese grupo, tan
reducido, el periodismo nacional cuyos escritos no son parte de una campaña de oposición ni de una
protesta ocasional, sino de la inconformidad que resulta, inocultable, del análisis de los hombres y su
conducta.
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Todos los sistemas tienen un grado de tolerancia, un máximo que, a su juicio, la crítica no debe
rebasar. Cuando escribo sistemas no quiero decir solamente los gobiernos sino ese amplio complejo
de individuos, ideas o intereses, prejuicios y resentimientos que constituyen una sociedad en un
lapso histórico preciso. Se escoge entonces a una víctima representativa –la vieja tesis del castigo
ejemplar– cuya desaparición, se piensa absurdamente, detiene las censuras y paraliza las
desviaciones heterodoxas. Es la teoría de la muerte necesaria, de la violencia como última razón
que, por supuesto, siempre produce resultados imprevisibles y jamás logra el silencio.
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Si se quisiera reducir a unas cuantas líneas el medio en que transcurrieron los trabajos finales de
don Manuel Buendía, podrían señalarse lo que ahora se llama corrupción, que es la pérdida de la
moral social; la impunidad, que es la desaparición de la justa autoridad del Estado y, por último, el
miedo, que es complicidad involuntaria o pasiva. Y voluntaria cuando una parte importante de la
sociedad civil se suma a la corrupción e incluso la reconoce como normal, la dignifica.
Oponiéndose a las manifestaciones visibles e inmediatas de la corrupción absoluta luchó don Manuel
Buendía. Su desaparición física parece trágicamente lógica y queda dentro de un proceso que iba –o
va– cumpliéndose con inexorable exactitud: el agrupamiento de las fuerzas de la derecha mexicana o
extranjera, con propósitos de dominación y consecuentemente de transformación política.
Pero más allá del dolor y la indignación que el atentado provoca, es preciso afirmar que de él no
resulta la derrota del periodista ni la inutilidad de su riesgosa empresa. Sus páginas no contenían
motivaciones subjetivas, personales, que pudieran deshacerse. Eran observaciones de una realidad
tangible. No entregaba a sus lectores opiniones controvertibles ni frágiles hipótesis. Mostraba
hechos y seres reales vivos y peligrosos. Descorría el telón del gran teatro nacional y parecían,
inconfundibles, los actores sin máscaras ni disfraces, con sus nombres y rostros desnudos. Realismo
que el sistema no podía absorber. Tampoco ciertos individuos o instituciones. Era un estilo de crítica
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implacable pero también de colaboración que el Estado no supo recoger ni entender. Pero sus
excelentes “Red Privada” quedan no sólo como testimonios secos y estériles, sino como posibles
guías de acción para futuros regímenes verdaderamente depuradores y patrióticos.
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