Victorias y derrotas P. Fernando Pascual ¿Basta mucho o basta poco para alcanzar una meta muy soñada, una victoria que deseamos con todo el corazón? La respuesta depende de muchos factores: de la grandeza de la meta perseguida, de los medios que tenemos a nuestro alcance, del empuje y fuerza de la propia voluntad, de las dificultades que surgen aquí o allá mientras luchamos por llegar al objetivo. La vida está llena de retos, de sueños, de esperanzas, de esfuerzos, de luchas. A veces, logramos la victoria: conseguimos un trabajo, conquistamos una virtud, solucionamos un problema en la familia, tapamos una gotera (molesta y peligrosa) que cae desde nuestro techo. Otras veces, el esfuerzo no fue suficiente para conquistar la meta deseada. La derrota ha llegado a nuestras puertas. Es entonces cuando lloramos porque la medicina no logró el efecto deseado, porque la carta que iba a mejorar la situación familiar no llegó nunca a su destinatario, porque un coche se cruzó en nuestro camino y cambió completamente los planes que teníamos entre las manos. Cada victoria, cada derrota, afecta en mayor o menor medida a las personas. Normalmente la victoria genera una sensación de alegría, de triunfo, de optimismo. La derrota, en cambio, puede desencadenar sentimientos de amargura, frustración, desengaño, apatía. Mientras avanzamos, entre victorias y derrotas, brilla un horizonte que interpela a los seres humanos de distintas formas: lo que se consigue tras la muerte. Porque si nuestra alma es inmortal, si nuestros actos quedan escritos en el corazón de Dios, si tenemos un enemigo que busca apartarnos del bien y encadenarnos al mal, entonces la victoria verdadera o la derrota más amarga quedan a la vista cuando cruzamos la frontera de la muerte. ¿Me preocupa esa victoria decisiva? ¿Trabajo en serio por llegar a la casa donde me espera un Padre bueno? ¿Quiero que también mis familiares, mis amigos, mis conocidos, incluso mis enemigos y tantas personas que me resultan más o menos extrañas, consigan llegar al cielo? La vida sigue con sus alegrías, sus prisas, sus lágrimas, sus momentos de amarga monotonía (esa de los hospitales, de las cárceles, del paro, de las derrotas y heridas que hunden a miles de personas en la angustia) o sus días de victoria y de dicha (una boda, un nacimiento, el reencuentro de un amigo). Mientras seguimos en camino, Cristo nos ofrece su Sangre y su Cuerpo, su Amor sin límites, su ayuda, su Espíritu. Cuando acogemos su presencia, cuando le abrimos las puertas del alma, es posible que hasta un condenado a muerte (un fracasado, un derrotado, un criminal) puede lograr la victoria más hermosa de la vida humana, desde esa su fe humilde que sabe decir, simplemente: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (Lc 23,42).