MESA REDONDA SOBRE LA POESÍA DE ANTONIO ESTEBAN AGÜERO PROVINCIA DE SAN LUIS CASA DE SAN LUIS (Año - 1972) ANTONIO ESTEBAN AGÜERO Fotografía del poeta tomada en abril de 1969 durante una conferencia sobre “La poesía nacional” en el Club Social de Villa Mercedes (San Luis). Prefacio Cuando un poeta ha logrado decir el alma de su pueblo, ese pueblo “elegido”, puede, por la gracia de su poesía, trascender sus fronteras, darse a los otros en la más pura esencia de su ser. Esta afirmación incontrovertible fue la que nos impulsó desde esta Casa de San Luis en Buenos Aires a la empresa de ofrecer una Mesa Redonda sobre “La Poesía de Antonio Esteban Agüero”. Celebración ésta que por su carácter y por el reconocido prestigio de sus participantes, había de resultar, como lo fue, un Homenaje Nacional al Poeta de las Cantatas. Y un homenaje a Antonio Esteban Agüero significa desde aquí, desde la Capital de la Argentina, un homenaje a San Luis: gentes, ámbito, poesía. Por eso nos conmueve recordar que esa tarde del 26 de agosto de 1972, en la amplia sala del Centro Cultural San Martín se consiguiera una comunicación honda y definitiva. Comunicación que, por otra parte, fuera preparada desde el tiempo -breve, lúcido, reciente- del vate sanluiseño. Creemos que el latir de los cantos de Agüero ha de salvarse desde la redención más pura que entregan sus creaturas con las circunstancias de nuestra soledosa San Luis. Tierra de destino, desde esta oportunidad, para muchos, tierra de afirmación. DELIA MARIA MONTIVEROS DE MOLLO Buenos Aires, febrero de 1973. PARTICIPARON COMO EXPOSITORES EN LA MESA REDONDA: Dardo Cúneo María Alicia Domínguez Antonio de la Torre Hugo Arnaldo Fourcade Enrique Menoyo César Rosales Coordinadora: Delia María Montiveros de Mollo DARDO CUNEO “Agüero: entero, poeta salvador” Es un periodista cuyo prestigio ha recorrido todo el continente. Perteneció a los Diarios “La Razón”, “La Vanguardia” y “El Mundo”. Ocupó cargos públicos de relevante importancia: -Secretario de Prensa de la Presidencia de la Nación. -Representante ante la Organización de Estados Americanos con el rango de Ministro Consejero y Ministro Plenipotenciario. -Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en la Conferencia de Cancilleres de Punta de Este. Actualmente es Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. Publicó una veintena de libros, entre los que citamos: “Esquemas Americanos” “Sarmiento y Unamuno” “El Romanticismo Político” “Breve Historia de América Latina” “Ensayos de Concordia y Discordia” Dijo: Deseo en mi participación rendir homenaje a su más reciente poesía, donde nos dice de su país profundo y regional. Releo las pruebas de este libro que publicará Colombo, y advierto algo más que el inventario poético de su región. Ahí están sus digos alusivos, efusivos, descriptivos y anecdóticos, en que cada significación regional se relaciona en un panorama exigido por memorias de la sangre y de su pueblo. El verso hace de correo entre los tiempos, y la rememoración forma parte de una nueva orden de partida. Porque la de Antonio Esteban Agüero no es región quieta; se la sabe, se la ve reordenándose para la marcha profunda, para rehacer el camino reandándolo, apreciación ésta suficiente para enterarse de que la estrategia del poeta corresponde a un gran poeta, cuyas credenciales withmanianas están dadas por él así: Yo soy joven y sano, y me navegan Tradiciones y música la sangre. Navegaciones en la sangre, desde la sangre. La tradición no es cosa que se queda: acompaña al poeta y a éste le sirve para los nuevos actos que son recreaciones de energía en planos de impaciente vigencia. Sus digos no retienen al tiempo; mucho más: lo transfieren para la convivencia activa de una historia, que desde entonces hasta aquí, viene violentando clausura de fronteras. Lo que seguirá ocurriendo en verso abierto, que lo requiere como intérprete de continuidad dinámica, hacedor a la mitad de los caminos de patria de siempre y de renuevo, pequeño Dios, comarcano Dios poeta, entre guitarras del pueblo y tonadas provinciales de perduración. Así Agüero y su orden vivo, su enumeración comprometida, su conformidad con el lenguaje cotidiano que le permite construir poesía -lo hizo Unamuno con asociación de nombres geográficos- enlistando los nombres de las mujeres de su pueblo: Doña Mercho Cornejo, Lola López Francisca Cuello, Evangelina Páez Reginalda Lucero, Pancha Orozco Adelina Yanzón, Rosario Báez Clara Chirino, Petrolina Gómez Minerva Leyes -prima de mi padreDoña Delia Baigorria, Doña Isaura Sara Bedoya, Encarnación Morales, y una anónima joven de Punilla y la por siempre recordada Cármen. Y de los paisanos de oficio Yo saludo la sombra campesina de nativos y honrados Carpinteros Mauricio Barrera, Juan Orozco, Pablo Aguilera, Sebastián Moyano Dolores Luna, Sinibaldo Funes, Crisanto Núñez, Juan Daniel Romero. El inventario sostiene la energía del planteo poético, reiterando tonadas que son como memoria de mujer descalza; y desde ahí hace pie el ejercicio de la profecía cuando su digo presenta el maíz alimento. Cosa antigua es consumir mazamorra entre americanas gentes populares: La mazamorra, sabes?, es el pan de los pobres, la leche de las madres con sus senos vacíos. Desde su Villa de Merlo, en la punta de San Luis, la alusión reverencial al diario maíz lo solidariza con las gentes populares de América morena, y se sitúa entre ellas, habitante de su cultura, de su fidelidad, de sus disidencias, para que su poesía asuma puntualmente el temblor y el desafío de los próximos días, para que el poeta se salve. Nadie indicó mejor el camino de la salvación: La noche en que fusilen canciones y poetas por haber traicionado, por haber corrompido la música y el polen, los pájaros y el fuego, quizás a mí me salven estos versos que digo... Agüero: entero, poeta salvador. MARIA ALICIA DOMINGUEZ “Tenía la visión Zahorí para ver en las otras almas...”. Nació en Buenos Aires. Ejerció la docencia secundaria; miembro honoraria y miembro de número de varias academias; del Instituto Gran Mariscal Ramón Castilla; del Instituto Argentino-Hispánico; Centro de Estudios de la Lengua (Córdoba); Instituto Cultural Argentino-Dinamarqués y Argentino-Boliviano; miembro de la S.A.D.E. y el Pen Club. Su producción literaria cuenta con trece obras poéticas y catorce en prosa, además de traducciones y cuentos infantiles. Obtuvo, entre otros los siguientes premios: -Municipal de Poesía -Faja de Honor de la S.A.D.E. -Premio Concepción Arenal Dijo: La imagen, el nombre del poeta que hoy tan justicieramente celebramos, están unidos para mí a la emoción de su provincia. Porque yo conocía a Agüero al mismo tiempo que a San Luis y los dos se me quedaron para siempre en mis afectos. Ha pasado agua bajo los puentes desde entonces. Yo era muy joven y empezaba a escribir con devoción. El universo me parecía una creación concertada, una obra maestra de armonía y por eso, San Luis apareció ante mi deslumbramiento como una página de ese concierto. Y me daba alegría oírle al muchachito Agüero la apasionada letanía de su amor por las cosas del terruño. Formaba parte de una hermosa juventud, la del Ateneo, que apadrinaba ese campeón de la provincia cuyana, ese maestro de la palabra encendida, Víctor Saá. Invitada por él y su Ateneo de la Juventud hice el precioso viaje y tuve la dicha de verme en medio de chicos y chicas entusiastas, fervorosos de la poesía, del arte, de la amistad de su tierra y también de la polémica. Agüero florecía entre todos, con el alma a flor de piel en los versos aislados que le gustaba decir, como sonándolos a la vez, dentro de aquella especie de azoro, de expectativa ante la vida que yo recuerdo -no sé si fielmente- como rasgo distintivo de su expresión. Antonio Esteban tenía -y eso yo tampoco podría olvidarlo, porque es cualidad que mucho valoro- la devoción más grande por los poetas, por los maestros; para él estaban realmente hechos a imagen de Dios, como también lo está toda la naturaleza. de ahí que fundiera en uno esos dos amores. Vinculó su imagen a la sierra y al cielo, a la piedra y al agua. ¿Cómo no iban a afirmar a aquel corazón sensible en su credo poético, los elementos naturales que tanto admiráramos en aquellos paseos, muchachas y muchachos, llenos de risas, de bromas, de felicidad? Todo estaba por hacerse y por padecerse: el combate contra las fuerzas de lo ínfimo, la lucha por lo inmediato, el sueño a prueba de contraste. Yo recuerdo cómo nos quedábamos suspensos ante el ímpetu titánico de la roca en la Quebrada de los Cóndores. Para Antonio Esteban Agüero compenetrado con su medio, allí había una perdurable lección: el arranque derecho de la piedra que sube, las generosas piedras florecidas en la altura, el exquisito frescor que baja las piedras y que asciende del agua. Verdaderamente, yo pensaba que el azul fuerte del cielo ungiendo los paisajes de San Luis, la tierra del mármol verde y luminoso, inspirarían siempre al muchacho todavía lleno de proyectos y de ensueños que le gustaba tanto enunciar, anunciar. En esos años sus estudios y balbuceos literarios Antonio Esteban Agüero mantenía en alto, casi alegremente, esa esperanza indefinida que es el tesoro de la juventud. Tenía la visión zahorí para ver en otras almas; bien lo recuerdo, pues bajo mi alegría supo descubrir lo que entonces me desvelaba y lo dijo bellamente en un romance que me dedicó y que no pude encontrar ahora, para esta ocasión, en mi archivo muy numeroso y poco ordenado. Eso sí recuerdo que yo le parecí nacida en tierras cuyanas; eso lo decía en verso y me puso muy contenta porque ya estaba fascinada por San Luis. Pasó todo aquello; la afinidad entre los poetas quizás no fuera tan total como creíamos. Quizás el sueño y la meta del sueño son diferentes en uno y otro caso. Yo su siempre de Agüero -a quien no volví a ver- por amigos comunes supe de su afirmación lírica, de sus afanes, supe que había leído poemas suyos a Lugones, y que siempre soñaba y sufría. Después su muerte cuando todavía era dado esperar mucho de la madurez y la experiencia. Y ahora, cuando Antonio Esteban Agüero pertenece a la patria donde el hombre pierde su sombra, volvemos a reunirnos los poetas al amparo de la Casa de San Luis para aproximarle la flor pura y fresca del recuerdo y de la valoración. El tiempo transcurrido parece una sucesión de instantes -¿no es cierto Antonio de la Torre?-. Después de ellos, nuestro amigo pertenece a una realidad invisible y nosotros nos reunimos para recordar que en este mundo turbio y confuso de los hechos mutables, la poesía sigue perteneciendo al mundo de los valores eternos. ANTONIO DE LA TORRE “Antonio Esteban Agüero es la tierra Que canta, la bella tierra de San Luis...” Transcripción de la cinta grabada durante la Mesa Redonda de pieza oratoria -no leídadel poeta Antonio de la Torre Nació en San Juan. Profesor Universitario en la Facultad de Filosofía y Letras de Mendoza, y en las Facultades de Ingeniería y Ciencias Exactas de San Juan. Miembro correspondiente a la Academia de Letras; miembro fundador de la S.A.D.E. (fue Presidente de la Institución en San Juan). Colaborador en los Diarios “La Prensa” y “La Nación”. Obtuvo premios como la Faja de Honor de la S.A.D.E. Premio del Consejo del Escritor, por su libro “Humanismo y Técnica”. Ha publicado quince libros, de los que mencionamos: “Gleba” “La Tierra Encendida” “Rama Nueva” “La Llama en el Tiempo” “San Juan, Voz de la Tierra y el Hombre” “España Incógnita” Dijo: Dichosos los pueblos que tienen poetas. Y sobre todo, cuando, como en este caso se trata de grandes poetas. Decía Rodó que los pueblos que no tienen poetas son como los jardines que no dan flores. Pero a las flores hay que cultivarlas y colocarlas en un lugar donde resplandezca su belleza. Así, los pueblos tienen también la obligación de cuidar a sus poetas, de darles el lugar que verdaderamente ocupan en la historia, especialmente en la historia de la cultura. Hoy rememoramos, aquí, en esta ciudad multánime, trepidante y soledosa a pesar de sus multitudes; rememoramos aquí, digo, a aquel poeta de la soledad, de la tierra nutricia que, arraigado en su gleba, se elevaba como un árbol al cielo, buscando la comunión de los elementos divergentes que hacen inteligible al mundo. Antonio Esteban Agüero sabía bien que sobre las contingencias de la vida “lo único verdadero es la poesía”, como decía Novalis. El poeta no tiene un concepto ordenado del mundo, un saber racional como el filósofo sino que crea su propio mundo a medida que vive. En su desvelo perenne, el poeta no es sino un oído alerta al mundo cambiante y especialmente al tiempo, que es “la imagen móvil de la eternidad”. Es un ser ungido por vaya a saber qué poder -diríamos ungido por Dios- capaz de detener las cosas perecederas y entregarlas a la eternidad, por virtud de su canto. Así, los grandes poetas de todos los tiempos: Homero, con su Grecia germinal; Horacio y Virgilio, con la imperial Roma; Cervantes, con su Castilla quijotesca...La poesía, tiene “curas de almas”, como decía Víctor Hugo; tiene ese poder mágico de consolación y plegaria. Un poeta español lo ha dicho definitivamente: “la poesía es la palabra esencial en el tiempo”. Antonio Machado cuando dijo esto, estaría escuchando su propio corazón, en el que repercutía el latido de su tiempo y su contorno. Los poetas del interior -y es bueno recordarlo aquí en Buenos Airesvivimos rodeados de soledad. Tenemos la desventaja, a veces, de carecer de medios de publicidad, y de no poder mirar el mundo desde el balcón de América, que es esta gran capital. Pero, en cambio, tenemos otras ventajas: nos podemos demorar en el tiempo, sentir profundamente esa misteriosa que se llama la querencia y que nos adentra en el paisaje y nos hermana con el pueblo. Yo también soy hombre de Cuyo. Y los sanjuaninos dicen: “Mire, vea” ¿Qué quiere decir? Mire, pero vea. No vaya a suceder que se mire y no se vea. En Buenos Aires se mira, se mira siempre a todas partes. Y hay que andar con los ojos muy alertas, por las muchas cosas que se presentan a nuestra atención y por los múltiples peligros que nos acechan. Y con los ojos muy abiertos, a veces no vemos lo que tenemos por delante: nuestro país, nuestro vasto país, doliente y esperanzado, que espera la acción de nuestro cariño y nuestro ensueño, que, al final, el hombre -como lo dice Shakespeareno es sino la medida del ensueño. Antonio Esteban Agüero está en la mejor corriente de la literatura nacional. Todo país que ha creado una literatura que pueda llamarse tal, es porque ha tenido verdaderos intérpretes de la compleja realidad y de su tiempo. Ellos han partido de lo regional y vivencial para alcanzar categoría universal. Nuestra literatura tiene magníficos ejemplos Esteban Echeverría fue el espíritu avizor; nos dio la doctrina verdadera: ver lo nuestro, comprender lo nuestro, demorarnos en lo argentino e interpretarlo con plenitud. Esa es la línea que han seguido los grandes escritores: Sarmiento, Hernández, Joaquín V. González, Lugones, Güiraldes... Ellos han comprendido vivencialmente su paisaje y su país, arraigado en algunas de sus porciones y siendo auténticamente argentinos, como se es español, o italiano, cuando se pertenece a esas respectivas patrias; queriendo, sufriendo, recreando, que eso es la poesía: recreación. La naturaleza, o sea el medio -ya lo decía Croce- solo da la media palabra; es el poeta, el artista, el que integra el misterio total del mundo a través de sus vivencias, como un acto de amor. Y Antonio Esteban Agüero, en su sencillez de muchacho atribulado frente al mundo de las dificultades materiales, sabía, sí, demorarse junto al árbol, para oírlo respirar y crecer. Admiraba al “abuelo algarrobo”, de “barbas vegetales”, que acaudillaba la autoctonía arbórea, cual si él fuera el señor de su paisaje y el abrigo de su pueblo. Bécquer dice en un poema inolvidable: “Hoy la he visto...la he visto y me ha mirado... ¡Hoy creo en Dios! Así como el poeta de las rimas se sentía feliz reflejándose en los ojos de la amada, nuestro poeta se regodea, pánicamente, con su paisaje natal: “Hoy he hallado a Dios en la sencillez nativa de estos campos”. Eso dice en “Poemas Lugareños”, de 1937, su primer libro. Y al año siguiente, “Romancero Aldeano”, afirma con franciscana conformidad: “Quiero vivir donde vivo, deseando lo que deseo y mirando lo que miro”. Fue fiel a su paisaje hasta su muerte. Muchos poetas se vienen a Buenos Aires para huir de las soledades provincianas, y luego los hallamos enfermos de añoranzas, comprobando que aquí sí se sienten incomprendidos frente a la compleja realidad de la urbe. Por querer captar el país todo desde Buenos Aires, viven desarraigados y no son de ninguna parte. Antonio Esteban Agüero es de los poetas que se quedaron en su terruño, como Juan Carlos Dávalos, como José Pedroni, y sus versos tienen resonancias universales. En el “Romancero de Niños”, de 1964, hay una poesía que para mí tiene hondo significado. Ya sabemos que nuestro poeta se inspiraba en la naturaleza, en el amor, en los niños, en las tradiciones y costumbres de su pueblo. Y en el poema aludido, “Romance y Mana”, creo que el poeta no se refiere a la hija de la carne, sino a la hija del espíritu, la poesía: “La niña tendrá tu cara y mi frente pensativa tus ojos de suave sombra, alegres como agua viva, y mi frente que rodean alondras y golondrinas .................................... Arboledas y caminos bestezuelas y avecillas, hánme visto caminar soñando una niña mía no me despertéis, dejadme, en el sueño está la niña...” ...................................... Esta niña es la poesía que hoy lo trae a Buenos Aires; la poesía que lo resume y que integra, líricamente, nuestro país. No hay poetas de aquí o de allá. Hay poetas argentinos solamente, cuando desde cualquier parte del país se interpreta, esencialmente lo nacional. Esta condición de escritor argentino se resolvió en 1965, después de haberlo discutido suficientemente en un Encuentro de Escritores realizado en Buenos Aires. Antonio Esteban Agüero, es, pues, un poeta nacional de altas calidades; a veces tímido y sencillo; a veces caudaloso y arrebatada, como en las “Cantatas del Arbol” o en algunos temas de “Un hombre dice su pequeño país”. Pero siempre es poeta como una fatalidad de su destino. Leyéndolo, he pensado muchas veces en el mito de Marsías, el luminoso sátiro que irrumpió en el Olimpo y se atrevió a competir musicalmente con Apolo, tocando una modesta flauta de caña. En “Las Cantatas del Arbol” 1953- sobre todo, se advierte esa fuerza telúrica que tendría el viejo sátiro y que hacía cantar la tierra a través de su flauta primitiva. El llevaba, todavía adherido a su cuerpo, el barro elemental de su creación terrígena. Y como en el poema de Víctor Hugo, en él cantaba lo sublime y lo sombrío, la fuerza genesíaca y el infinito anhelo. Con el sátiro cantaba, pues, toda la tierra, lo humano y lo divino. Con ese panteísmo sagrado que siente Agüero por su terruño, nos refiere los milagros de la fauna y de la flora, de la montaña y el agua. Alguna vez nos dijo, debajo del algarrobo centenario: “aquí me siento en plenitud, oyendo cantar los pájaros, rezar el viento, ascender la savia que late con mi sangre...” De tal modo se había consustanciado con los elementos de su paisaje, del cual él se sentía una prolongación: “Algarrobo natal, abuelo nuestro, catedral de los pájaros...” ¡Catedral de los pájaros! ¡Qué maravilloso! Los pájaros estaban entre los ramajes, loando el milagro de la naturaleza que en ascensión vegetal se unía al cielo: “Padre y Señor del bosque, abuelo de barbas vegetales, yo quisiera mi canto como torre para poder alzarla en tu homenaje; no el canto pequeño de la flauta dulce, delgado, suave la de cantar la rosa y la muchacha, sino el cantar del mar, un canto grave, con olores de vida y con el pulso musical y viviente de la sangre”. El era un poeta así, con todas las ganas. Por eso me recuerda el mito de Marsías. En alguna parte, cuando ve los molles dice: “De pronto la memoria se azula y tornasola y el corazón se llena de fragancia y de cerros...” Yo sé de estos momentos, oyéndome, todos vosotros que sois puntanos, estaréis imaginando los recios algarrobos, los azulados molles y se os azula la mirada y se os llena el corazón del perfume sagrado de vuestros campos. Frente al bosque natal, este poeta pánico se siente dominado por la tierra, integrado con todos sus elementos, como si estuviera constituido de carne vegetal. Poco a poco la tierra me domina, y en su regazo la conciencia pierdo: soy vegetal, un vegetal yacente, sí, vegetal, un vegetal naciendo raíces los pies, el torso tallo, ramas los brazos y también los dedos, flores los ojos y los labios frutos, y follaje la piel donde presiento la alquimia del sol que se transforma en clorofila de verdor intenso; por las venas la sangre me circula clara y oleosa, con el ritmo lento de la vida silvestre que no miden clepsidra antigua ni reloj moderno”. Por eso es fiel intérprete de su paisaje y canta como la urpila la melodía de la soledad. Antonio Esteban Agüero da así su lección de amor a su terruño, con autenticidad de árbol. Pensando en lo doloroso de su vivir, en lo olvidado que a veces se encontraba, hay que señalar las injusticias que cometen con los poetas estos pueblos distraídos y directos beneficiarios de sus creaciones, que a veces no saben valorar. Los poetas, son, en ocasiones, como esas florecillas humildes, pisoteadas por los viandantes apresurados, o, según la imagen lugoniana, son como esos pródigos rosales de cerco, que no se cansan de dar flores para ofrecerlas, generosamente a quienes pasan a su lado. Pensando en esto, digamos que debemos estar alertas cuando nazca un poeta. Hay que protegerlo y alentarlo, porque sus creaciones representan nuestro mejor patrimonio. Vosotros, los puntanos, queréis a vuestro poeta. Y es aleccionador proclamarlo con este magnífico acto, desde Buenos Aires, a veces tan olvidadizo... La obra de Agüero ingresa al acervo de nuestra riqueza espiritual, la que no perece nunca, porque está tocada por la gracia que derrota a la muerte. No quiero terminar sin referirme a un poemita, publicado en “La Prensa” de Buenos Aires, en 1959, que contiene las características pánicas de su mejor poesía. Se llama “Canción para comer las uvas”: “Con un hambre de bestia primitiva lleno de flores en la sangre oscura y una sed animal por la garganta, yo como las uvas. ................................................ Me desnudo de torpes apariencias, ¡oh, disfraces de raza o de cultura, y olvido el idioma y las fronteras mientras como las uvas! La espontaneidad de su vivir desprevenido, entregándose al canto y al azar. Confraternizando con su pueblo, le han hecho acreedor al conocimiento de sus coterráneos. Antonio Esteban Agüero es la tierra que canta, la bella tierra de San Luis, a la que esta tarde rendimos homenaje. HUGO ARNALDO FOURCADE LA VERTIENTE NACIONAL DE LA POESIA DE ANTONIO E. AGÜERO* “Agüero, montañés auténtico, ha evocado con delectación el contorno esperanzado de su predio natal y desde la provincianía fue capaz de dar al enfoque local su más justo renombre en el concierto nacional. Su parcialidad sanluiseña no desmerece en nada su sabor argentino”. * Fragmento de la obra “Antonio E. Agüero, autor de la puntanidad”, inédita. San Luis 1970. Escritor puntano, desempeñó la Docencia Primaria, Secundaria y Universitaria por 25 años. Fue Decano de la Facultad de Ciencias en la Universidad de Cuyo en el período comprendido entre los años 1967-69. Fue Presidente del Consejo de Educación; actualmente es director de la Escuela Normal y Profesor en la Facultad de Psicología y Pedagogía. Colabora en la revista “Virorco” -órgano de la S.A.D.E. de San Luisdesde su fundación. Posee alrededor de veinte trabajos sobre temas pedagógicos, y ha dictado más de cincuenta conferencias en distintas ciudades del interior del país, varias de ellas dedicadas a Antonio Esteban Agüero, sobre el que realizó, por otra parte, un trabajo de investigación, becado por el Fondo Nacional de las Artes. Dijo: Se nos antoja indudable que Agüero es, como algunos grandes poetas, un traductor del mundo, de la realidad óntica en la cual, como persona, hállase inserta De ahí que, desde el comienzo mismo de su quehacer estético su cantor imponga o patentice la “La modestia de/las/ cosas rurales” (Poemas Lugareños. Pág.9) lo equivale a decir el contorno y el paisaje donde encontró las motivaciones de su inspiración, el norte auténtico de su hazaña creadora. El descubrimiento de esas “cosas rurales”, el medio campesino, o según sus palabras, las “delicias del campo”, serán el parámetro y la medida rectora de su visión primigenia del mundo. De donde el primer material convertido en documento poético no es sino la realidad más vulgar más humilde y más rutinaria que lo rodea. Y, consecuentemente, como todo poeta de envergadura, Agüero es capaz de crear con esos elementos, comunes y triviales, una “circunstancia” de contornos originales, frescos y amables, la cual “transitoria existencia -pobre, tristetendrá/en la luz de/su/cantar” (Poemas Lugareños. Página 16) De ninguna manera, es justo advertirle, la pequeñez de los motivos poéticos le resta valor a la iluminación. Antes por el contrario el “lugareño”, que canta lo exterior soltando sus miradas, -“dos jóvenes potrillos”-, inserta el lector en esa realidad inmediata, embellecida y ennoblecida por el sentimiento y el lenguaje del canto, y poseedora ella misma, de la parte de Belleza y Bondad que es de la índole de la Creación entera. La interpretación de la realidad, su genuina intención, es, en Agüero, predominantemente cosmológica. Como la inicial faena de la filosofía. Lo cual no entraña, por cierto, confusión de campos. El poeta es, en alguna medida, un metafísico. “La metafísica y el Arte tienen que ver con las esencias reales. Pero llegan a ellas por diversos caminos, con diferentes fines y con distintos medios y recursos. Una, se interesa por esas estructuras inteligibles desde el punto de vista del conocimiento discursivo y racional. Atiende la dimensión universal, necesaria de las cosas, sin detenerse en la cobertura contingente y cambiable que envuelve las esencias existenciadas. El otro, el Arte muestra actitud diversa. No trata de aprehender las esencias y las propiedades o accidentes propios que reposan sobre las primeras, con fines de conocimiento y sabiduría. Capta intuitivamente las esencias con el propósito de imitar, expresar o manifestar su belleza, con recursos sensibles”. Agüero no desmiente la filiación, antes por el contrario va mostrándose la evidencia del ser desde el otero de la percepción artística (de ahí el carácter óntico de su obra); la excelencia de las cosas, aunque humildes, ya se trate de un muro derruido, de un meloncito de olor, un lugar, una montaña, quizás una estrella o una flor o un aire con suspiros... Es curioso advertir que en el primero de los volúmenes publicados por Agüero, el ámbito de su apetencia poética está constituido prioritariamente por pintura de cosas y paisajes y realidades vecinas, de tal suerte, que apenas transitan sus versos quejas líricas muy breves, trasuntos de un amor o de un dolor oculto o sosegado. Aunque se podría decir, ya mismo, que el descubrimiento del mundo de Agüero explicita en sus “Poemas Lugareños” le conduce en “Religiosa” (Pág.101) al hallazgo de Dios -por el simple hallazgo de las cosas, como el camino racional que una vez señalara Aquinatense. Claro es, que el poeta realista, consubstanciado con su paisaje montañés, enamorado de su mundo circundante el que proclama proyecta su visión, En la entraña vieja de mi tierra canto Solo, solo, solo doy mi verso claro (Romancero aldeano, Pág.7) la afina y precisa desde los “Poemas Lugareños” hasta “Las Cantatas del Arbol”, incluyendo el “Romancero de Niños” que podría parecer desconectado de la trilogía que completa “Pastorales”. Agüero se revela poseído de la temática lugareña en las tres primeras obras de su producción aunque, desde el “Romancero Aldeano” haya volcado parte de su inspirado estro al tratamiento recatado y dolido del tema amoroso. pero desde “Pastorales” la fuerza del mensaje poético no es sólo descriptiva o enumerativa de los elementos materiales o de los seres vivos que integran la realidad. El poeta siente y goza la totalidad amable de lo que lo circunda como un abrazo apretado. Pero no todo se resuelve con ver.Agüero quiere poseer y ser esa misma realidad que canta y sueña y líricamente expresa en sus versos. Lo que en mínima forma expresa en “Romancero Aldeano”, despunta en “Pastorales” con expresiones tan elocuentes como ésta: “Siendo que el mundo es obra de mis sanos sentidos mundo de luz, de sombra de olores y sonidos” (“Pastorales”. Pág. 86)) Obsérvese entonces que el Poeta no sólo descubre y canta al mundo: “Sierras azules, de azul morado donde la roca es un cristal celeste nos invaden el ver enamorado...” (”Las Cantatas del Arbol”. Pág. 47) sino que comienza a reclamar para sí la gestación de lo real, en tanto, que, por el conocimiento sensorial se hace o deviene esa misma realidad. Y todavía más. Agüero desea una identificación plena con lo circundante. No sólo ser realidad por el conocimiento, sino compenetrarse de esa realidad, hacerse parte, transfundiéndose u objetivándose en su seno, con la delectación de un pagano, con la inquietud de un espíritu panteísta: “Oh tenderme en la hierba largo a largo de cara a los árboles y al cielo aspirando la esencia de la tierra que me penetra lentamente el cuerpo... para concluir con estas frases definitorias: “Poco a poco la tierra me domina y en rezago la conciencia pierdo: soy vegetal, un vegetal yacente Sí vegetal, un vegetal naciendo... ................................................... Ya no soy yo, porque ya soy un árbol para todos los días en el tiempo. (“Las Cantatas del Arbol”. Pág. 43 y ss) Desde esta perspectiva el Poeta expresará en la “Oda a la Cigarra” de la III Cantanta del Bosque Natal, en la obra precedentemente citada, la más profunda, la más esplendente invocación a la vida natural, a la vida libre del campo, esa sola y única existencia donde aparentemente es posible verse realizado. Pero, indudablemente, es en “Las Canciones para la voz humana” donde el terrigenismo esencial, o, más bien el cosmologismo totalizador de Agüero, alcanza su más remontado vuelo, su más ardorosa clarificación: “Rubio sol otoñal y delicioso sabor a tierra germinada y húmeda me navegan la sangre sensitiva...” dice en su “Canción para comer las uvas”, afirmando también en la “Canción para decir en la calle”: “Sin nada más vivamos, en reposo total como la hierba que nos da su regazo...” El hombre dominador y dominante que el Poeta ejemplifica ansía la libertad -como su atmósfera existensiva- la ama con desesperación y la proclama con intensidad inquietante: “Yo no quiero ser nada que no sea un hombre libre, el hombre libre, el hombre de pié sobre el tiempo de los astros...” (Canción del no) un hombre tal, plenitud de naturaleza, luz del cosmos, aunque igualmente buscador de su más primitivo origen, como un equivocado caminante de la nada: “Ya navego la sangre hacia raíces quiero buscar el animal perdido” (Canción del animal perdido) No cabe duda que Agüero fue un ser aferrado fuertemente a la tierra a la tierra fundamental, materia y polvo y a la tierra natal que se constituye también con los más puros sentimientos. Un pintor de los seres y las cosas tal vez, antes que un descifrador del Ser por Quien todos, seres y cosas, son. Lo cual facilita aseverar en qué medida el Poeta, con el acento del hombre-que-estáen-el-mundo, canta con belleza y precisión singular todo el ámbito campesino y este adjetivado serrano o montañés. Es notorio, se ha dicho, un vínculo sustancial entre espíritu y naturaleza en el hombre, entendiéndose naturaleza en el sentido de exterioridad, de ser físico, es decir extraño en sí mismo a la espiritualidad y que sólo participa como materia, en toda existencia informada por aquélla. Y ese vínculo aparece claro, meridiamente luminoso en la relación del montañés con el contorno eje de su existir. En la montaña -mejor sería hablar del valle rodeado por un cordón pétreo- no se da la indeterminación de la pampa, sino la determinación y el límite. No es el lugar que impulsa hacia afuera sino que es el lar que recoge al hombre y lo hace creador de una cultura interior. De ahí la circunstancia fáctica que preside todo quehacer, la inteligencia y la previsión que reclama el agro y la fijación del hombre en un mundo clauso, ajustado a derecho. Sin ser abusiva, la dependencia del hombre con la naturaleza es real como es real la dependencia de cada uno con los demás, alcanzándose así una suerte solidaria de comunidad, apta no sólo para subsistir, sino más que eso, para convivir, tanto en la fatiga como en la ansiedad, en el sufrimiento como en la alegría. Este apego con la madre-montaña “Piedra infinita, remontada roca sólido azul, pradera encabritada, roto horizonte y geografía loca, mar vertical y tempestad anclada”. (“Las Cantatas del Arbol”. Pág. 47) maduró Agüero en los largos años de la vigilia de Merlo. Con razón el poeta, desde “Poemas Lugareños” insistirá en ser “el hombre que vive entre montañas”, y dirá, con emoción entrañable su canto a la “Sierra de Comechingones”, para concluir en “palabra final”: “con el fiel amor que desde niño he sentido por piedras y montañas” (”Poemas Lugareños”. Pág. 108) Así es como en “Pastorales” afirmará su adhesión al medio comarcano expresando en “Epílogo de la golondrina” (Pág. 97) “Qué cosa bella en el mundo grande, grande, habrá mejor que estos montes en la tarde?...” haciendo además en “Las Cantatas del Arbol” que las montañas azules o las verdes colinas sean siempre el sustentáculo o basamento invisible e insustituible de su inspiración, hasta rematar en “Un hombre dice su pequeño país” con las sierras a cuya vera se hizo naciente San Luis de La Punta y encontrarse con los roquedos a partir de los cuales, como desde una altura formidable, el legendario Francisco de César. “sintió que a los ojos le venía sobre luz amaneciente y bella, horizontes del valle del Conlara en verde, azul y vegetal marea”. Agüero, montañés auténtico, ha evocado con delectación el contorno esperanzado de su predio natal y desde la provincianía fue capaz de dar, al enfoque local su más justo renombre en el concierto nacional. Su parcialidad sanluiseña no desmerece en nada el sabor argentino. Al buscar, como dice de los ríos nativos, “las arterias musicales de la roca”, hurgó apasionadamente la entraña de la tierra que amó y sirvió con lealtad inalterable y fue capaz de darle a su pueblo, como en “Un hombre dice su pequeño país”, la explicación más bella de su origen y convocarlo a la realización perfectiva de su destino. Cuando asume este oficio tremendo deviene Nombrador, Cantor, Aeda Intérprete de la comunidad y como tal intérprete genuino de la más genuina tradición nacional. Si bien el paisajista, el buceador del contorno nativo, el pintor de las realidades inmediatas -seres y cosas de la dilatada geografía regional- ya estaba maduro en “Las Cantatas del Arbol”, es verdad que en el poemario nombrado “Un hombre dice su pequeño país” el artista logra dar forma al más conmovido y remontado canto destinado a exaltar a la Naturaleza y al Hombre de a propia Tierra, constituyéndose por tal motivo esa obra, en una fidedigna expresión del alma provinciana. La insobornable fidelidad que Agüero patentiza en este libro, aún no publicado, hacia la total extensión del medio humano y físico del terruño, cobra así su acento nuevo. Un acento del poeta que, a medida que nombra, a medida que rescata del olvido la historia, la leyenda, las costumbres, los oficios, los seres y las cosas del dolido territorio de su nacimiento, las constituye en el ser, las instala en una realidad cuya subsistencia, por la Palabra, les ha sido asegurada para siempre. Cuántos ejemplos sería preciso acompañar para certificar, con soberana elocuencia, la modesta apreciación apuntada. Allí están los cantos incomparables con que Antonio Esteban Agüero abre rumbos de ficción y de certeza a la búsqueda de los orígenes. Allí mismo, inmediatamente, será el rumor colosal de los aceros fundacionales; la humanidad morena que se entrega al ideal de la libertad de América; la evocación del acento conque los puntos vienen comunicándose desde siglos. Páginas más adelante la fraternidad del mate; el esplendor de la fauna y la flora; la felicidad del agua siempre esquiva. Finalmente la valoración de los quehaceres humildes y de los oficios, donde sólo el trabajo ennoblece; la unitiva solidaridad de “la minga”, y, ese himno acompasado con que el Poeta, convocando a sus paisanos para la unidad y para la paz, formula, en el acento de las guitarras innumerables, la más íntima, la más auténtica invitación para construir la comunidad verdadera, en el amor y en la esperanza de un destino colectivo. Cómo no sintetizar entonces que el mensaje estético de Agüero es sencillamente, el testimonio de la devoción y el apego a la patria pequeña donde se ha nacido, el “país” que “dice” en sus versos, ya inmortales. O, tal vez, más precisamente, la revelación raigal de lo que nos individualiza en el concierto nacional, incluso valorando, franca y fuertemente, el predio único y hasta el substratum social que parecería sernos distintivo. Sobre este anhelo de clarificación de las fuentes se moviliza Agüero en su valoración del aporte indígena a la cultura local. Pero este hecho singular nos abre otra perspectiva de análisis. Alguna vez dijimos que el genio poético de Agüero fue creciendo desde una lírica de raigambre lugareña (cultura y expresión rural) hasta una profunda poesía metafísica y religiosa, con lo que completó su cosmogénesis inicial centrada en la Naturaleza y en el Hombre. No sabríamos hoy certificar la bondad del acerto, tras haber meditado en la totalidad de la obra conocida de Agüero. A la manera de Lugones como lo quería Tello fue Agüero primero un poeta cosmológico para devenir vate antropológico, es decir paisajista inicial y luego pintor de caracteres. Nervi, que advirtió la coyuntura dijo una vez: “Su encuentro con el verso viene del hallazgo de la naturaleza. De su instintiva botánica de sangre, allí donde hay más savia que linfa y acaso el hombre crezca en la recreada estatura del árbol. Hijo dilecto de Inti, pagano medular, cree como sarmiento más en el hombre que en Dios. Y el hombre, de pie sobre sí mismo, con la verticalidad del álamo, nutre su poesía de emoción sin tregua”. El tema del hombre se nos antoja tardío en Agüero. Aunque antes que “Un hombre dice su pequeño país” y “Canciones para la voz humana” haya plasmado con emoción de lágrimas las legítimas figuras infantiles de su “Romancero de Niños”, -las que supuesta la influencia lorquiana- ejemplifican con autenticidad, aunque envueltos en una niebla trágica, casi obsesiva, a muchos de los pequeños serranos que habitan la dura comarca sanluiseña. Y esa comarca, esos lindes de su asombro y aventura, Agüero los vio en “Las Cantatas del Arbol” “con oscuros guerreros que danzaban junto a los fuegos al caer la tarde... (Pág. 17) y vislumbró igualmente una tierra sin mapas ni ciudades, ignorante de las amarras y el ancha de las naves. Estas vendrían después como sus antepasados, para domeñar al aborigen, con la misma fuerza del idioma imperial que venció las voces ancestrales: “zorzales y tímidas bumbunas que la voz y la sangre circulaban del abuelo diaguita o michilingue con persistencia de remota llama...” (Digo la Tonada) mordiendo o destruyendo la pureza original de la autoctonía -ebrios de odios los hierros coloniales-, como si esta pudiera ser la imagen de la empresa conquistadora hispánica, en el nuevo mundo. Por otra parte origen michilingue le atribuye Agüero, sin fundamento histórico alguno, a Juana Koslay, supuesta madre de la progenie puntana iniciadora legendaria del mestizaje, éste sí cierto, que se produjo en la comarca. ...tú fuiste semilla nuestra y nos diste color americano centurias antes que la patria fuera (Digo a Juana Koslay) Esta alabanza de los naturales, los vencidos de los primeros días, los desplazados de siempre, conlleva una especie de hispanofobia, inexplicable en Agüero, tan buen conocedor de lo que España dio a América. De todos modos ese “son y zumo de tierra americana, explícito en diversos paisajes de sus poemarios, le da a éstos, una dimensión mayor que la frontera nacional, comprometiendo su voz, su parlante postura, con una extensión geográfica y humana que tanto y tanto, sentía como propia. No en vano, Agüero jamás se hizo esquivo a una concepción política (esa que lo llevó al quehacer público) asimiladora de los valores significativos que entendió insertos en las corrientes de cuño más radicalmente argentino y de más honda vibración popular. De ahí también su exultante anhelo de libertad, la única estatura que era capaz de imaginar para el hombre. De ahí su rechazo sistemático de todas las presiones, de todas las fuerzas opresoras, de todas las injusticias. Agüero había aprendido en la montaña, “la poderosa libertad del águila”, la libertad del vendaval, de la fronda verde, la libre libertad del agua. Desde esa perspectiva libertaria (o quizá liberadora) su indigenismo mismo mirador abraza con calor al hombre que en la “minga” se siente le endurece las palabras referenciales sobre el blanco español; desde ese “el hermano del hombre, de las cosas de la tierra y el cielo” ; desde esta tesitura suyo es el dolor de los braceros puntanos/esos que van a “soportar los filos de la chala/el mordisco sutil de la mazorca/las ofensas del cardo/la urticaria de la arpillera burda sobre el hombro/y la lepra del amo que les muerde la espalda/ ; la humildad de las cebadoras, la honesta y sin igual presencia de los que honran el oficio, ciencia sin libros o menester campesino y hasta su propia industria de poeta que le ha dado la dicha de sentirse. “boca de hombre y corazón del Pueblo” (Digo los Oficios) Tal vez no estén en Agüero perfiladas con elegancia preciosista, los caracteres, el toque psicológico que desnuda a un personaje. Pero es cierto que en la adultez de su vida volvió con placer al pasado, buscó huellas y derroteros perdidos, fue nombrando hombres y mujeres concretos, rescatándolos del olvido. Reunidos como en una gran familia, fundadores, pobladores, pastores, montañeses, granaderos, son la síntesis de la tradición de un pueblo, el sanluiseño, argentino como el más y americano. Las semillas que cayeron de sus manos sembradoras, hechas verso, romance, oda, soneto o canción, aún fecundan el humus fraterno de la más genuina puntanidad. ENRIQUE MENOYO * “Eras el lírico testigo de tu pequeño pueblo, pero tu voz -acaso como esos árboles centenarios [que cantastese levantaba sin olvidar sus raíces, era voz para el mundo, para los hombres...”] * Poesía incluida en el número especial de VIRORCO (revista SADE, San Luis) en homenaje a Antonio Esteban Agüero -Julio-Diciembre 1970. Año VI. Nº 21.- Poeta cordobés que vive en Justo Daract (San Luis). Entre sus obras poéticas, pueden mencionarse: “Retorno”, que obtuvo el premio de Literatura de Córdoba. “Los Días”, Premio del Consejo de Escritores de Buenos Aires. “Realidad Cautiva” “Afán de la Vida” Colabora en el Diario “La Prensa”, es además, cofundador de “Laurel”, revista Literaria de Córdoba. Ha sido incluido en la “Antología de Poetas del Interior”, editado por la S.A.D.E. Dijo: Y de repente comprendí que se nos había ido en poesía un amigo mayor. Comprendí, también, que se nos había ido un gran amigo. Porque Antonio Esteban Agüero además de haber sido un poeta nacional, era un gran amigo. Tenía ese don de la amistad. Conservaba intactas esas cosas tal vez aprendidas en la infancia, con el continuo mirar y tocar de rocas, árboles y la montaña que él cantó maravillosamente. Los que tuvimos la suerte de ser sus amigos, sabemos de su corazón bondadoso, de su asombro de niño que -como dije- jamás perdió. Antonio Esteban Agüero soñaba con un mundo mejor y creía -no ingenuamente, como muchas veces se entiende- que por medio de la poesía la humanidad ha de alcanzar su pleno entendimiento. Yo comparto esa idea magnífica de nuestro gran poeta. Para rendirle homenaje voy a leerles un poema que escribí todavía lleno de lágrimas, al poco tiempo de fallecer nuestro poeta. Este poema algo dice de lo mucho que fue Antonio Esteban Agüero, en su dimensión humana...Porque, como ha dicho Antonio de la Torre, su poesía, cuya temática esencial es el paisaje, la naturaleza toda, se agrandó en los últimos años de su vida con un tema social, ese tema que era para Antonio Esteban Agüero, mediante la poesía, una solución para la comprensión de la humanidad. A Antonio Esteban Agüero En este bar pienso tu muerte. Medito tu nombre como una gran ausencia desde hace un mes, Antonio. Aquí vinimos muchas noches. Aquí lucubrabas poéticamente y tu soledad era menos premiosa. Porque estabas solo -como todo gran poetatal vez desde la infancia -o acaso antesy quién iba a consolarte a ti que conocías la desesperación de la sangre, lo apocalíptico del mundo; pero también los ríos, los árboles, esos otros seres; y los felices pájaros. Y todo en ti se mezclaba paganamente, cristianamente, se hacía un caos poético como el de la creación. Y así cantaste las sencillas cosas; las cosas cotidianas y las otras se insinuaban en tus poemas como verdades que sólo un poeta descubre y arroja a veces, sin saber. Eras el lírico testigo de tu pequeño pueblo, pero tu voz -acaso como esos árboles centenarios que cantastese levantaba, y sin olvidar sus raíces, era la voz para el mundo, para los hombres... Renunciaste a las ciudades tal vez para cumplir mejor tu gran destino, y lo sabías. Sabías que la poesía es el idioma para conocer, para hacer amor nuestro sueño. Nada, poeta te fue extraño, y desde la mariposa a la montaña creaste un mundo, un tiempo tuyo, donde vivías y morías alegremente, tristemente; y tu pecado era ese fuego de crear de nuevo las cosas, de celebrarlas diariamente, de hacerlas familiares, y de todos. Vivías en poesía -como te gustaba decircon el sol y la luna, con la tierra. Ah, tu Dios hecho de todos los elementos. Quién como tú ha mirado esos campos, ese valle del Conlara, esas serranías trepadas por molles azules, vigiladas por cabras... Quién como tú ha mirado esos cielos y sus relámpagos, sus nubes... Quién como tú peregrinó por ciudades y pueblos llevando la poesía. Y tu masculina voz en una plaza congregaba a la gente, y eras el poeta -totalmente el poetael nombrador de lo diminuto y lo grande. Una ausencia muy dolorosa me sigue con tu muerte. Antes sentía que desde tu pequeño Merlo, -desde tu casa soledosa y franciscanavigilabas las noches y los días. Vigilabas una parte del mundo. oh poeta, me cuesta creer en tu muerte. Pero ví tu muerte. Vi que tu sonrisa de niño adulto no brotaba. Definitivamente triste. Definitivamente triste te vi. Pero tu poesía vuela como bandadas de pájaros, como ramas desprendidas de centenarios árboles, y aunque no me consuela, ello seguirá registrando, celebrando la vida. CESAR ROSALES MI ENCUENTRO CON ANTONIO ESTEBAN AGÜERO Y SU POESIA “Antonio Esteban Agüero partió sin preocuparse mayormente por la resonancia y la trascendencia que su canto podía alcanzar en el ámbito de las letras hispanoamericanas contemporáneas”. Nació en San Martín, Provincia de San Luis. Integró el movimiento poético conocido como “Generación del 40”, que editó la revista “El 40”. Colaborador y Redactor del Diario “La Nación”. Jefe de Prensa de la Universidad de Buenos Aires. Es miembro de la S.A.D.E., del Pen Club y de numerosos institutos. Publicó nueve obras poéticas. De entre ellas: “Después del olvido”, Premio Municipal de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires, y Faja de Honor de la S.A.D.E. “Vengo a dar Testimonio” Primer Premio Municipal de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires. “Cantos de la Edad de Oro” Gran Premio Nacional de las Letras de la Ciudad de Necochea (1968), instituido por la Subsecretaría de Cultura de la provincia de Buenos Aires. Ha producido, además, ensayos, obras en prosa y traducciones. Integra la “Antología de Poetas del Interior”, editada por la S.A.D.E. Conocí a Antonio Esteban Agüero en el verano de 1946. Había publicado yo el año anterior mi primer libro de poemas: “Después del Olvido”. Pero no era un principiante en las letras, puesto que desde varios años antes venía publicando versos y prosas, primero en el lejano y solitario Sur, donde me inicié en el obstinado, misterioso y cotidiano oficio de escribir; después en Buenos Aires, a donde vine a residir finalmente. Agüero llevaba publicado entonces tres poemarios: “Poemas Lugareños” (1937), “Romancero Aldeano” (1938) y “Pastorales” (1940). Siendo un poco más joven que yo, se había adelantado en la empresa del libro, no en la aventura de la poesía, cuyos comienzos son posteriores a los míos. Aquel verano de 1946 -creo que era en el mes del nacimiento de Agüero, que vio la luz el 7 de febrero de 1917- pasábamos mi esposa y yo unos días de vacaciones en Rincón del Este, paraje serrano muy próximo a la pintoresca, tranquila y eglógica Villa de Merlo, pueblo natal del poeta puntano, donde vivió y escribió la mayor parte de su vida, hasta pocas horas antes de su muerte, ocurrida el 18 de junio de 1970 en la capital de San Luis. Un día de esos apacibles y luminosos que son tan frecuentes en aquella región de bucólica paz, ensueño y maravilla -y no es mucho decir-, un amigo ocasional nos invitó a conocer la vieja estancia del Molino- la estancia del viejo molino, como a mí me gustaba llamarle, por tener esa forma verbal una resonancia más poética. Y en realidad eso era lo cierto, porque lo más vetusto de todo aquello era precisamente el semiderruído molino abandonado cuya construcción es un sobreviviente vestigio de la época colonial, como es hoy todavía la encalada iglesia emplazada sobre el costado oriental de la única plaza de Villa de Merlo, auténtica reliquia del pasado. Aceptada la invitación, al promediar una serena tarde de aire embalsamado por el intenso aroma de la flora silvestre, fuimos con Mercau tal era el apellido de nuestro circunstancial cicerone a visitar la estancia del viejo molino. Después de ver los agrietados muros y la desvencijada presa de piedra, desiertos y silenciosos como todas las ruinas, nos encaminamos hacia el casco de la estancia, rodeado por frondosa arboleda. A poca distancia de allí, cerca de Piedra Blanca y su arroyo serrano, entre la soleada y verde vegetación, levantaba su gigantesca talla un añoso algarrobo de intrincada y tupida ramazón cenicienta. No había otro igual en todo el contorno comarcano. Corpulento y majestuoso, era padre y señor de la floresta. Observamos detenidamente su tronco robusto y rugoso, como la piel de un viejo paquidermo, y vimos que había en él una especie de gruta vertical o cavidad excavada por los garfios del tiempo, que es un ave presa que socava y carcome la materia perecedera: podría refugiarse allí un hombre parado, de elevada estatura. A unos tres metros de altura, el tronco secular se bifurcaba en una enorme orqueta, donde muy bien podían encabalgarse varias personas juntas. Cada una de los gajos que partían de la primera bifurcación se iban ramificando a su vez en sucesivas arterias leñosas y así hasta formar allá arriba una cimbreante copa, una hirsuta corona. Lo describo como era cuando lo vi aquella vez no sólo por que se trata de un ejemplar excepcional y descollante de la flora autóctona del norte sanluiseño, sino, principalmente, porque ese era “el abuelo algarrobo” que Antonio Agüero habría de exaltar años más tarde en una de sus mejores “Cantatas del Árbol”, la más alta y depurada expresión de su poesía recogida en libros hasta el presente. Lejos estaba yo de suponer, y no sé si el propio autor que era su amigo y admirador ferviente, que ese árbol magnífico, ese cacique indígena de la tribu forestal, iba a ser la futura figura protagónica y el símbolo telúrico de una epopeya del paisaje que el poeta aldeano, el rapsoda lugareño, personificaría en una constelación viva y palpitante de seres y cosas elementales de la naturaleza, particularmente de su agreste comarca nativa. Instantes después buscábamos en el patio de la casa campestre, el amparo de los árboles sombra fresca y propicia contra el rigor de la canícula, que a esa hora aguijoneaba la piel. Nos encontramos de pronto en una rueda de rostros y manos que se nos tendían en cordial saludo. Y de pronto también, en un intervalo de improvisado diálogo, alguien, uno de los circunstantes, que me arroja una inquisidora pregunta “Conoce usted, en Buenos Aires, a César Rosales?”. Si... lo conozco: César Rosales soy yo”, contesté, no sin cierta extrañeza, como si la pregunta se le hubiese formulado a otra persona y no a mí. Mayor fue la extrañeza de Agüero ―porque se trataba del propio Agüero y yo tampoco sabía que era él quien preguntaba― al oír mi respuesta. Demás está decir la sorpresa de tal fortuito encuentro y la gracia que nos hizo a todos esta suerte de prólogo de comedia de equivocaciones. Mientras conversábamos animadamente a la sombra de los frondosos árboles, en el patio sombreado de la antigua estancia, miraba yo, contemplativo, la escarpada muralla de la vecina sierra de Comechingones, largo telón de fondo de aquel escenario de bucólica paz e idílica dulzura que es el dilatado valle sobre cuya pendiente oriental se recuesta el blanco caserío de Villa de Merlo y otras poblaciones aledañas diseminadas, entre matas y riscos, sembradíos y arroyos cristalinos, en las estribaciones faldeñas de la gran sierra fronteriza, cuyas cumbres enfiladas de norte a sur marcan línea divisoria de San Luis y Córdoba. Al evocar ahora aquella visión hermosa y deslumbrante, viene a mi memoria otra visión de mi niñez y con ella un venero escondido de secretas vivencias, de puras emociones que sólo se sienten una vez, y no más acaso, por que brotan del hontanar del corazón en un tiempo sagrado, el de la edad de oro de la infancia y en un reino inviolable y mágico, el de la tierra que nos vio nacer y nos dio, como un don celestial, como un tesoro divino, el aire y la luz, el agua y la sal de la vida, nuestros primeros alimentos terrestres, que por ser los primeros serán también los últimos. Y esto porque en la circunferencia del eterno retorno los extremos se tocan, y el Alfa y el Omega, el principio y el fin forman el nudo y el sello de la Alianza absoluta, en cuya cifra misteriosa se resuelve la ecuación cósmica y metafísica del Uno y del Todo, puesto que Uno es Todo y Todo es uno, que es la unidad de todo lo creado y aún lo increado que puede crearse alguna vez, aquí o más allá, ahora o en el más insondable y remoto porvenir. ¿De qué visión hablaba, a cuál me refería? No se trataba de una visión interior, ontológica o mística, sino de una simple y clara visión sensible, visual y objetiva en apariencia, pero emotiva y lírica en el fondo. Cuando era todavía un niño solía yo, camino del valle de la Media Luna ―cerca de La Huertita― hacia la pequeña villa natal de San Martín, antes de Santa Bárbara y originariamente el Rincón de los Rosales, descender a caballo una fragosa y extendida pendiente, desde un paraje denominado. La Mesilla hasta la estancia Los Nogales, donde más que los nogales que allí había me gustaba mirar los rumorosos olmos que sombreaban el patio frontal donde se ataban las cabalgaduras. Mientras recorría ese trayecto, desde cuya pendiente se dominaba con la vista grandes distancias, me daba a contemplar la borrosa y fascinante lejanía, hasta el último confín. Y allá lejos, mirando hacia el este, veía el gran cordón azul de la sierra de Comechingones, donde por las noches brotaban de sus pliegues misteriosas hogueras. ¡Qué rara sugestión, que sortilegio mágico tenía para mí aquel azul de sólido zafiro contra el azul clarísimo del cielo! Y no sabía yo que allá lejos, al pie de la montaña, ya vivía y soñaba un niño predestinado a ser poeta, aquel que conocí, hombre ya, una tarde estival, por un feliz designio del azar, a la sombra de sus amados árboles nativos, rumorosos de pájaros, como el recio algarrobo secular, “padre y señor del bosque”... Unido por los vínculos de la sangre y el espíritu a la realidad telúrica y vital de su medio circundante y a la realidad del mundo hacia cuyos vastos horizontes se proyectaba la voz nacida en su corazón y modulada en su garganta, Antonio Esteban Agüero partió, como quería Unamuno, de la intrahistoria de su patria chica, de su pequeño terruño serrano y labriego, sin preocuparse mayormente por la resonancia y la trascendencia que su canto podía alcanzar en el ámbito de las letras hispanoamericanas contemporáneas. Poeta de la naturaleza y del paisaje, de aliento terrígeno, cantó donde vivió lo que era su medio y su contorno geográfico y humano, y lo hizo con la naturalidad, la transparencia y la hondura de quien no necesita de trampas ni artificios para expresar lo que sentía. Vivía en paz consigo mismo ―lo que no quiere decir conformismo― y con los demás, con los hombres de su tierra y con los animales y las plantas, las piedras y las aguas de esa eglógica Arcadia provinciana que es su comarca pastoral salpicada de valles y empinados promontorios rocosos que se extiende hacia el nordeste de San Luis entre el Río Conlara y la alta sierra fronteriza. El mismo lo dijo ya: “Quiero vivir donde vivo./ Deseando lo que deseo,/y mirando lo que miro”. Luego era feliz y cantaba esa felicidad. Pienso que Teócrito y Virgilio, Garcilaso y Pascoli, Francis James y Antonio Machado hubieran vivido a gusto en esta tierra de ensueño y maravilla, como hubieran vivido en mi terruño del noroeste, San Martín, distante poco menos de unas veinte leguas de Merlo, en el nunca olvidado y casi desconocido rincón de mis mayores. La poesía de Agüero es tersa y fluyente como el agua, a veces remansada, a veces tumultuosa sino torrencial, de los raudales serranos que enumera en su poema “Los arroyos”, publicado por primera vez en el diario “La Prensa”, de Buenos Aires, el 4 de marzo de 1956, y cuyos versos finales dicen así: “Oh arroyos de mi tierra. Sangre/ leve y azul de mi terruño amado;/ musicales arterias de la roca donde se escucha el corazón puntano./ ¡Arpa de agua, San Luis, guitarra verde/ cuyo cordaje son arroyos claros!”. Y arroyos claros son sus poemas y canciones. Dicho con una metáfora sencilla: espejos del paisaje nativo, como espejos son esas corrientes cristalinas que alegran las pupilas, refrescan la piel, aplacan la sed y embellecen la vida del hombre. Desde el punto de vista estructural y constructivo, la poesía de Agüero, de raíz telúrica y unitaria su esencia y en su expresiva, muestra un registro temático, métrico y léxico circunscripto y ceñido a pautas tradicionales. Se sirve así de moldes clásicos para comunicar su caudal emotivo, su fluencia lírica, con acento cada vez más personal y despojado de influencias que en sus primeros libros eran ostensibles. Algunos clásicos españoles, desde Gonzalo de Berceo hasta Carcilaso, ejercieron sin duda, a través de frecuentes lecturas, una saludable influencia formativa en su etapa inicial. Luego Antonio Machado y Federico García Lorca en su “Romancero de Niños”, publicado en 1946, deja su impronta inconfundible en el estilo y el lenguaje metafórico de nuestro coterráneo. De nuestros poetas mayores, es Leopoldo Lugones quién tiene preeminencia de paradigma, tanto en su forma de concebir como de elaborar la poesía. En las “Cantatas del Árbol”, su expresión culminante, y en otras composiciones de tono mayor, está presente la huella conceptual y formal de Lugones, sobre todo el autor de “El libro de los paisajes”, “Poemas Solariegos” y “Romances de Río Seco”. Para cerrar esta parábola humana y poética de Antonio Esteban Agüero volveré con ustedes al momento inicial de mi encuentro con el poeta merlino. Era, como he dicho, una tarde del verano de 1946. Nos conocíamos ya sin habernos visto nunca hasta entonces. Nos prometimos volvernos a ver, y así fue. Otro día fuimos hasta su casa, una casona blanca y soledosa, de líneas casi coloniales, con alero de tejas, una puerta frontal labrada y maciza y angostas ventanas con visillos, emplazadas sobre una esquina desde la cual se dominaba gran parte del poblado. Llamamos una, dos, tres veces. Salió a recibirnos una mujer que no era su madre, compañera inseparable del hijo poeta. Por esa mujer supimos que Agüero había partido el día anterior en una gira por distintos pueblos de la provincia, tal vez como candidato o simplemente como representante de la agrupación política a la cual pertenecía. Sabía entonces que Agüero era poeta, pero no hombre político. La verdad es que fue ésta, la del político, otra faceta de su personalidad, que afortunadamente no sufrió mengua ni se escindió o disoció por ello, como hubiese ocurrido, tal vez, con quién no hubiese sido, como él, esencialmente poeta, un ser de sentimiento, y un ser estético. Sin duda la actividad política, que lo llevó a desempeñar más tarde importantes cargos públicos en su provincia, le retaceó tiempo y volumen a su obra literaria, pero no calidad, esa calidad que mantuvo incólume, inalterable como un noble metal. Si triunfos y derrotas, furias y penas, júbilo y desaliento es parte de la trama vital de la existencia humana y él tuvo su parte, la que le correspondió por elección y por destino, lo cierto es que azares y contingencias, favorables y adversos, no alteraron la condición esencial de lo que fue por sobre todo; fundamentalmente poeta, es decir, hombre sensible, contemplativo, reflexivo, humano. Y por muchos que hubiesen sido los infortunios y sinsabores, y los hubo en su vida, no le faltaba temple ni fuerzas morales para sobrellevarlos, pues, qué son después de todo, comparados con los males engendrados por el egoísmo, la injusticia, la violencia y la crueldad de los hombres. Reconfortémonos, entretanto, y a la espera de tiempos mejores para la humanidad, pensando que Antonio Esteban Agüero vivió al fin como quiso: cantando la naturaleza y la vida; combatiendo con denuedo lo que no creía justo y bueno. Por eso pudo decir con humilde y sencilla alegría, dichoso de saberse lo que era en su viejo terruño montañés: “Aquí qué fácil es/ ser lo que soy: Poeta”. Y eso fue esencialmente en la vida que pasó y en la obra que queda: ¡Poeta!. Poesías de Antonio Esteban Agüero grabadas por el Autor varios años antes de su fallecimiento, que fueron escuchadas en la parte final del acto. DIGO LA MAZAMORRA La Mazamorra, ¿sabes?, es el pan de los pobres, la leche de las madres con los senos vacíos, ―yo le beso las manos al Inca Viracocha porque inventó el Maíz y enseñó su cultivo― Sobre una artesa viene para unir la familia, saludada por viejos, festejada por niños, allá donde las cabras remontan el silencio y el hambre es una nube con las alas de trigo. Todo es hermoso en ella: la mazamorra madura, que desgranan en noches de viento campesino, el mortero y la moza con trenzas sobre el hombro que entre los granos mezcla rubores y suspiros. Si la quieres perfecta busca un cuenco de barro, y espésala con leves ademanes prolijos del mecedor cortado de ramas de la higuera que en el patio da sombra, benteveos, e higos. Y agrégale una pizca de ceniza de jume, la planta que resume los desiertos salinos, y deja que la llama le trasmita su fuerza hasta que asuma un tinte levemente ambarino. Cuando la comes sientes que el Pueblo te acompaña a lo largo de valles, por recodos de ríos, entre las grandes rocas, debajo de cardones que arañan con espinas el cristal del estío. El Pueblo te acompaña cada vez que la comes, llega a tu lado, ¿sabes?, se te pone al oído y te murmura voces que suben a tu sangre para romper la niebla del mortal egoísmo. Porque eres uno y todos, comiendo el alimento de todos, en la fiesta del almuerzo tranquilo: la Mazamorra dulce que es el pan de los pobres, y la leche de las madres con los senos vacíos. Cuando la comes sientes que la tierra es tu madre, más que la anciana triste que espera en el camino tu regreso del campo, la madre de tu madre, ―su cara es una piedra trabajada por siglos―. Las ciudades ignoran su gesto americano, y muchos ya no saben su sabor argentino, pero ella será siempre lo que fue por el Inca: nodriza de los pueblos en el páramo andino. La noche en que fusilen canciones y poetas por haber traicionado, por haber corrompido la música y el polen, los pájaros y el fuego quizás a mí me salven estos versos que digo... De: “Un hombre dice su pequeño país” ROMANCE DEL NIÑO DEL AGUA El niño llegó del agua, asombrado y conmovido, diciéndole a la madre: ―Madre, en el agua hay otro niño, un niño que me hace señas con la mano, madre, un niño que habla si yo le hablo y mira si yo le miro. Qué país tan bello, madre, el país del otro niño. Las ranas juegan con él y los grises pececillos le velan el sueño cuando él reposa sobre el limbo. Qué país hermoso, madre el país del otro niño. Tiene nubes, tiene estrellas, nogales y juncos finos, pero todo transparente, todo puro y cristalino. La madre lo escucha atenta y le dice con cariño: ―No quiero que vayas más al remanso, niño mío. El agua también engaña, así como engaña el vidrio que copia a distantes nubes y milanos fugitivos. Y el niño responde: ―Madre, en el agua hay otro niño con estos azules ojos que tú besas, madre he visto la frente de lisa luna, los ojos color jacinto. La madre se calla y luego le besa con un suspiro las sienes por donde sube la marea del delirio. Al pie de la leña verde que se inclina sobre el río hallaron después la blusa aún mojada de rocío. De: “Romancero de Niños” DIGO LA TONADA El Idioma nos vino con las naves, sobre arcabuces y metal de espada, cabalgado la muerte y destruyendo la memoria y el equipo del Amauta; fue contienda también la del Idioma, dura guerra también, sorda batalla, entre un bando de oscuros ruiseñores con su pico de sierpe acorazada y zorzales y tímidas bumbunas que la voz y la sangre circulaban del abuelo diaguita o michilingue con persistencia de remota llama; rotas fueron las voces ancestrales, perseguidas, mordidas, martilladas por un loco rencor sobre la boca del hombre inerme y la mujer violada. Y el Idioma triunfó, los ruiseñores de Castilla vencieron, la calandria cuya voz era tierra, barro nuestro, son y zumo de tierra americana de repente calló cuando los hierros agrios del odio en su color de fragua le marcaron el pecho que gemía y segaron la luz de su garganta... Pero la lucha prosiguió en la sombra, una guerra de acentos y palabras, de fugitivas voces y vocablos con las venas sangrantes que buscaban refugiarse en la frente o esconderse en la nocturna claridad del alma perdiendo expresión y contenido, la sonora raíz, la leve gracia, el poder bautismal y la semilla para ser sólo la sutil fragancia que nos sella la voz con el anillo popular y común de la Tonada: Yo entrecierro los ojos y la escucho venir y llegar hasta mi almohada como un largo rumor de caracola, como memoria de una mujer descalza, como llega la música en la brisa si la brisa es arroyo de guitarra; y la siento volar en la tertulia de labio en labio, mariposa mansa, suave cuerda que vibra, quena sorda, o fugaz sugerencia de campana; y la escucho en la voz que me despierta con el mate y su luz en la mañana cuando el sol es un padre que nos dona el reciente verdor de la esperanza; y la escucho en un niño que transita por el sendero que trazó la cabra y me grita: ¡Buen día! y me conforta con la sonrisa de su alegre cara; de repente la siento que rodea mi corazón con una mano blanda si la voz de la madre o la esposa se florece con íntimas palabras; alguna noche la escuché en Rosario en la voz de una joven que pasaba y eso sólo bastó para que viera amanecer los cerros del Conlara; y otra noche la oía en Buenos Aires, en muchedumbre de no se qué plaza, sobre un grito vibrante que decía titulares de prensa cotidiana; cómo es dulce sentirla cuando llega desde una boca de mujer besada con el “sí” suspirado que promete una cálida rosa para el ansia; y la escucho sonar entre los niños de un pueblecito que se dice Larca mientras mueven las manos en el juego escolar y rural de la payana; y la siento rezar en el velorio, y saltar en el arco de la taba, y volverse puñal en el insulto, y suspirar en la recién casada. Donde quiera que esté yo la descubro y tras ella regreso a la comarca donde soy una piedra, una semilla, una nube y un pájaro que canta... No tenemos bandera que nos cubra tremolando en el aire de la plaza, ni canción que nos diga entre los pueblos cuando suene el clarín, y la proclama desanude las últimas cadenas y destruya el alambre y la muralla, pero tenemos esta luz secreta, esta música muestra soterrada, este leve clamor, esta cadencia, este cuño solar, esta venganza este oscuro puñal inadvertido, este perfil oral, esta campana este mágico son que nos describe, esta flor en la voz: nuestra Tonada. De: “Un hombre dice su pequeño país” ***FIN***