GABRIEL GARCIA MARQUEZ Germán Vargas Cantillo 1 Durante varias semanas el Centro Cayena organizó un curso sobre “Novela latinoamericana contemporánea” dentro del cual se expusieron la vida y obra de los novelistas más representativos. Sobre García Márquez disertó el periodista Germán Vargas considerado como testigo único de la obra de dicho autor. Ofrecemos a nuestros lectores algunos apartes interesantes de esa disertación. En la primera charla habíamos tratado de indagar cual era la tradición literaria colombiana que explicara el surgimiento de un nuevo escritor, de un narrador tan excepcional, tan extraordinario, cuyo nombre es hoy tan vastamente conocido, como no lo fue nunca antes ningún escritor colombiano, ni siquiera Vargas Vila, que gozó de fama a comienzos de este siglo en América y España solamente. Adentrémonos ahora en lo que podríamos llamar la prehistoria literaria de García Márquez. Es bien sabido que el primer cuento que apareció publicado fue “La 2 Tercera Resignación”, incluido por Eduardo Zalamea Borda en la sección “Fin de Semana” del entonces vespertino El Espectador, de Bogotá. Fue el 13 de Septiembre de 1947. Entre este relato interesante, algo completamente diferente a lo que se escribía entonces en el país y a lo que se escribiría todavía años después, y la primera novela de García Márquez, “La Hojarasca”, hay dieciocho relatos, algunos de ellos nunca publicados en libro. Más de un mes después se inserta en la misma página el segundo cuento de García Márquez, “Eva está dentro de su gato”. El tercero, “Tubal-Caín forja una estrella”, fue publicado también en la página semanal que dirigía Eduardo Zalamea el 17 de enero de 1948. Por esa época, Gabriel García -así se le conoció en Barranquilla cuando estudiaba en el Colegio San José- era estudiante de Derecho en la Universidad Nacional. Ese mismo año del 48, después del asesinato de Gaitán, García Márquez regresó a la Costa, a Cartagena, donde comenzó su carrera periodística en el diario El Universal, en el cual era jefe de redacción Clemente Manuel Zavala, excelente escritor, y escribía el poeta, novelista y pintor Héctor Rojas Herazo. El grupo lo completaban, entre otros, Ramiro de la Espriella y Gustavo Ibarra Merlano. Poco tiempo después llega a Barranquilla. Aquí escribe, ya despojado de muchas arandelas retóricas, dos de los que son quizá sus mejores cuentos de la primera época. “La noche de los alcaravanes” y “Alguien desordena esas rosas”. Era ya 1950, escribía su famosísima columna, “La Jirafa”, que aparecía diariamente en El Heraldo y ejercía la jefatura de redacción del semanario Crónica, dirigido por Alfonso Fuenmayor y trabajaba rudamente, después de la medianoche, en una inconmensurable novela, “La Casa”, que nunca terminó ni menos publicó con ese nombre, pero no cabe duda de que en ella, que llamábamos el mamotreto, estaban quizá un poco en bruto mucho de los cuentos y algunas de las novelas que asombrarían más tarde a los lectores y críticos. 3 El propio García Márquez recuerda así esos años. “En Barranquilla yo tenía que escribir mucho. En un día me tocaba escribir una jirafa y a veces un editorial además de otra nota anónima. Esto me planteaba problemas, a veces. Todo era encontrar el tema: una vez que tenía el tema, me sentaba en la máquina y ahí mismo, de un solo jalón, escribía mi jirafa. Esto lo recuerdo con nostalgia ahora que me cuesta tanto terminar una sola página en, a veces, varias semanas de trabajo intenso. Y después salía tan tranquilo a emborracharme por ahí. Es evidente que a veces sentía una terrible desesperación por encontrar un tema para mi jirafa, hasta acudir a la falta de tema como tema. Así me servía de cualquier cosa; retomaba textos viejos, escritos en Cartagena y editados allí, usaba apuntes que tenia engavetados, y también fragmentos de lo que había de ser un libro, fuera “La Casa” o “La Hojarasca”, Me acuerdo de mis “Palabras a una Reina” que leí en el carnaval de Baranoa y que publiqué al día siguiente en la Jirafa, ese día nos reíamos mucho. Don Ramón Vinyes me decía que era una desgracia que a las reinas de la belleza de la capital les hacían unos discursos estúpidos y grandilocuentes, que toda la prensa reproducía, y que en cambio había que ir hasta Baranoa para oír por fin una coronación de calidad literaria”. Fascimil de la carátula de la última novela de Gabito Fue en 1950, cuando en un viaje a Aracataca, que hizo con su madre, doña Luisa Santiaga, para vender una casa, la primera vez que García Márquez vio el letrero con el nombre de una finca que se llamaba Macondo. Veamos como lo relata él mismo en una de sus cartas: “En realidad, ese letrero con el nombre de la finca pienso que seguramente lo vi muchas veces en mi niñez al pasar en el tren, pero 4 lo había olvidado por completo cuando lo volví a ver en el año 50 y decidí adoptarlo para mi evocación literaria de Aracataca. Yo supe más tarde que el macondo es un tipo de árbol en la Costa y todavía hoy ignoro de qué árbol se trata; no lo sabría designar. También me enteré mucho más tarde que el macondo es o fue en la costa un juego de azar, que se practica con dados”. De regreso de sus viajes, sus cuentos cambiaron en forma radical. Entonces ya, a partir de ahí, el pueblo de casi todas sus novelas, viene a ser Macondo, con su calor y su polvo. Es a mediados de 1950 cuando García Márquez se puso a escribir, ya concretamente, La Hojarasca. Cuando estaba apenas en los comienzos de la redacción de La Hojarasca, un día que llovía a torrentes, Alfonso Fuenmayor llamó su atención, diciéndole: “Mire, maestro, qué vaina tan rara”. Y le señaló el extraño efecto que hacía la lluvia con la fachada del edificio de enfrente. En esa fachada habían hecho como llamas de cemento; como la lluvia era tan fuerte, tan violenta, que deformaba los objetos, las llamas de cemento parecían llamas de verdad, porque la lluvia daba la impresión de que se movían. Hay en la vida, digamos literaria, de García Márquez un episodio casi completamente olvidado, y por muchos hasta ignorado. Fue quizá en 1952 cuando García Márquez hizo la adaptación radiofónica de una novela recién publicada en Barranquilla, de una narradora Barranquillera. El Libro se llamaba “Se han cerrado los Caminos” y su autora Oiga Salceda de Medina. La radionovela fue transmitida, si no estoy mal de recuerdos, por la Emisora Atlántico. Y, de eso sí me acuerdo bien, yo fui el narrador. Los episodios fueron seguidos por los radioescuchas con mucho interés. En alguna parte, en alguna de las incontables entrevistas que le han hecho, García Márquez cuenta que a él siempre le ha interesado la radionovela, y refiere cómo, en uno de sus viajes a Cuba, quiso conocer a Félix B.. Caignet, el autor de 5 “El derecho de nacer”. Lo visitó y le preguntó: “Maestro, dígame a qué atribuye el éxito de sus obras”? y él, ya viejo, le respondió tranquilamente: “La gente quiere llorar y yo solamente pongo el pretexto. Cuando en 1955, García Márquez publica “La Hojarasca” ocupa de hecho un lugar de primerísimo orden en el pequeño mundo literario colombiano. Y es así como la segunda edición de esta su primera novela aparece publicada en lo que se llamó el primer festival del libro colombiano, a finales de la década del cincuenta. Y en una edición de 250 mil ejemplares en total. Los otros nueve títulos son los siguientes: Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá, de Cordovez Moure; sus mejores cuentos, de Tomás Carrasquilla; Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda; El cristo de espaldas, de Caballero Calderón; Sus mejores prosas, de Hernando Téllez; El gran Burundún Burundá ha muerto, de Jorge Zalamea; El caballero de El Dorado, de Germán Arciniegas; Los mejores cuentos colombianos y Las mejores poesías colombianas. Es decir, está ya García Márquez con lo que Agustín Lara llamaría “La crema de la intelectualidad”. “La Hojarasca” es, desde luego, un libro embrionario, apenas una promesa, un anticipo de lo que siguió. Pero está pleno de drama y de colorido y además rebosante de hechos históricos que servirán de telón de fondo al resto de su obra. Extraños, tortuosos monólogos que giran en torno a un cadáver en su féretro evocan la epopeya del auge y la decadencia de Macondo reflejada en los destinos de una familia a lo largo de tres generaciones. En ella, una novela malograda en parte y con un idioma prestado que nunca llega a ser un lenguaje personal, como apunta Luis Harss, se pueden observar ya, muy claramente, ciertas características distintivas del estilo de García Márquez que tendrán más relieve en obras posteriores. Hay despilfarro pero no hay por qué 6 desesperar. Ya vendrá la economía absoluta. Y ésta llega, con su segunda novela, que para mí, personalmente sigue siendo la mejor de sus obras: “El coronel no tiene quien le escriba”. Y ello a pesar de “Cien Años de Soledad”, de “El Otoño del Patriarca”, que son casos aparte. Cosas enteramente diferentes. Y a pesar también de “Crónica de una muerte anunciada”. En “El Coronel no tiene quien le escriba”, ya García Márquez se maneja solo. Sabe hacerlo. La precisión, la claridad, la reticencia, la economía idiomática le tuercen el cuello a la retórica, “de engañoso plumaje” que dijo el poeta. Hay un halo de cosas apenas sugeridas, de medias luces, de silencios elocuentes, de milagros secretos. Un soplo de misterio recorre este libro prodigioso de apenas 90 páginas. No hay “lastre” en él. El Coronel es uno de los grandes personajes de la narrativa latinoamericana de todas las épocas. Es de los que quedaron para siempre fijados en la memoria. No solo tiene personalidad, también tiene alma. Un crítico europeo señala cómo en las primeras novelas de García Márquez “los hombres son criaturas caprichosas y quiméricas, soñadores siempre propensos a la ilusión fútil, capaces de momentos de grandeza pero fundamentalmente débiles y descarriados. Las mujeres, en cambio suelen ser sólidas, sensatas y constantes, modelos de orden y de estabilidad. Parecen estar mejor adaptadas al mundo, más profundamente arraigadas en su naturaleza, más cerca del centro de gravedad". García Márquez lo dice de otro modo: “Mis mujeres son masculinas”. O, más bien, son genéricas, como efigies. El las ve de perfil, y en general son menos complejas que sus hombres, casi abstractas estáticas. Resulta curioso hacer esta acotación: en la actualidad, y a partir de “Cien años de soledad”, los editores se pelean por editar los libros de García Márquez. Los nuevos y los anteriores. Y hacen tirajes descomunales. El contraste es muy 7 grande cuando se recuerdan las vicisitudes que hubo de pasar para editar “La Hojarasca” y las posteriores, cuando casi la totalidad de la edición fue retenida o embargada por un juez en juicio contra el editor, un judío uruguayo llamado Samuel Wisman Baum, por razones que nada tenían que ver con la novela. O las enormes dificultades que se presentaron para editar “El coronel no tiene quien le escriba”, cuyos originales llevé de editorial en editorial de Bogotá para obtener en todas la misma respuesta, una vez revisados por sus llamados “lectores” editoriales: “Parece interesante, pero no podemos arriesgarnos. Si usted paga la edición, sí la haremos”. Finalmente, se publicó la breve novela en uno de los números de la revista Mito, de Jorge Gaitán Durán, en 1958. Y tres años después en 1961, apareció la primera edición en libro. La hizo el librero-editor antioqueño Alberto Aguirre. Hay una anécdota que puede resultar interesante para algunos y que yo he contado en alguna parte, en no sé qué escrito. Cuando García Márquez, en París, en 1957, estaba escribiendo “El coronel no tiene quien le escriba”, recibí en Bogotá una carta suya. Me pedía que le consiguiera un memorando de alguien que supiera de gallos, que le explicara las distintas razas y sus propiedades, cómo funcionaban las galleras, en fin el mayor número de informaciones concretas sobre el asunto. La única persona amiga mía que sabía de gallos de pelea, cuyos gallos además yo conocía por haberlos visto en su preparación y en sus peleas pues tenía “cuerda” en Soledad, era Quique Scoppell. Pero estaba en Cuba, en La Habana, a donde se había ido a vivir. Le escribí a Quique y la respuesta fue todo un tratado sobre gallos sumamente interesante y completo, que cometí la estupidez de empacar y remitir de inmediato al novelista a París, sin haber tenido la precaución de sacar siquiera una copia. Supe que le fue de mucha utilidad para ambientarse y para ambientar su novela. Pero yo perdí lo que estoy seguro hubiera sido un estupendo libro, de gran éxito, además, entre los galleros.