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ADIÓS
AL
HUÁSCAR
El Huáscar es ese buque que peleó por el Perú en la Guerra del
Pacifico, hasta que se lo quitó Chile, donde aún permanece. Hoy es un
museo flotante. Para unos, es un símbolo de la victoria. Para otros, un
espacio donde se honra a los héroes de ambos países. ¿Pueden durar
tanto las consecuencias de una guerra del siglo XIX?
una crónica de daniel titinger
fotografías de santiago porter
14_ DERROTAS
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ira como
mato
etiqueta negra
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peruanos, papá, mira.
El niño tiene unos
siete años y una capucha naranja que le cubre la cabeza.
Ahora se detiene detrás del cañón que
ya no dispara, sostiene unas manijas
largas de madera que son puro adorno, pero al menos sirven para que
el niño cierre apenas los ojos como
buscando un blanco a través de una
mirilla y «ta-ta-ta-ta», haga un ruido
furioso con la boca, como si disparase una ametralladora y no un cañón.
El niño mata peruanos en su cándida
imaginación.
El papá se ríe, el hijo es muy bromista.
Es el mismo papá que hace unos minutos, en el piso de abajo que aquí en
el barco llaman «segunda cubierta»
y huele insoportablemente a barniz,
estuvo tan gracioso que hasta hizo sonreír a un joven
marinero de gorrita blanca, encargado de cuidar que
nadie toque nada y de responder preguntas que casi
siempre son la misma.
–¿Y esto qué es?
Sobre un estante de madera hay un proyectil
enano y al lado una inscripción: «Proyectil donado
por el almirante don Miguel Grau a la srta. Carmencita Pomareda».
–Se ve que Grau era mujeriego –dice el papá en voz alta.
Fue chistoso para algunos: risas.
Miguel Grau, el héroe máximo del Perú, el Caballero de los Mares, el
comandante del monitor Huáscar hasta que murió combatiendo contra
Chile, 1879, cuando las guerras eran más nobles, pero guerras al fin y al
cabo, es ahora mujeriego en la versión del padre. Grau, decía, murió en el
Huáscar, y no quedó casi nada de él luego de un cañonazo del enemigo de
ese entonces. Y del Huáscar, al Perú, no le quedó nada.
Estamos, obvio, en Chile, ciento veintipico años después abordo del
Huáscar. Un día antes, en Viña del Mar, el almirante en retiro Jorge Patricio Arancibia, ex edecán de Pinochet, senador, calvicie avanzada, pulóver
marrón, me había advertido que al pisar el Huáscar se me iban a poner
los pelos de punta. Eso dijo: «Vas a pisar el Huáscar y te vas a dar cuenta
de que es un santuario».
Pero quizá vine un mal día.
Es domingo, once de la mañana, y el puerto de Talcahuano, al sur
del país del sur, es, visto desde la orilla, un conjunto de cerros verdes –pinos y casitas– que dan al mar: una bahía en medialuna, una lengua, casi
una laguna de mar. En el mar, el Huáscar.
Las visitas al Huáscar son grupales, mil pesos por cabeza, un frío
que atraviesa dos casacas y avancen hasta el muelle de la Base Naval, por
favor. En ese destino que también pudo no ser me tocó en el grupo esta
familia de chilenos: un cañón para matar peruanos, el mujeriego almirante Grau. Mala suerte.
Desde el muelle, una balsita de madera nos lleva hasta el buque. Se
lo ve inofensivo, bonito como el juguete de un coleccionista. Un Huáscar
recién pintado, con sesenta metros de largo que aquí le dicen «eslora» y
que lo hacen ver bastante más chico de lo que imaginé: la realidad echando por la borda todos esos años de remota imaginación escolar, con el
inmenso y majestuoso Huáscar que luchó contra los crueles enemigos
chilenos en esa guerra de los libros de Historia del Perú, y que de pronto,
unos metros más allá, es (sólo) eso.
–Ve cómo flota sin ayuda –es el consuelo de un marinero que empuja la balsa a través de unas sogas que van del muelle al Huáscar y del
Huáscar al muelle, de martes a domingo, dice un letrero, desde las 09.30
a 12.30 horas y desde 13.30 a 19.30 horas.
El Huáscar es el segundo museo más visitado de Chile.
Ahora estoy, entonces, en un museo flotante, y no se me erizan los
pelos, no lloro de emoción, no grito: «Chile, devuélvenos el Huáscar»,
que es casi una muletilla en el Perú, mi país.
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Algunos libros de Historia, en el Perú, dicen que Arturo Prat
jamás saltó al abordaje del Huáscar, sino que cayó allí
luego del espolonazo, y que hasta gritó: «¡Viva el Perú!»
en señal de rendición. Algunos libros de Historia, en Chile,
aseguran que Miguel Grau había sido un traficante de chinos.
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Se escucha un disparo.
Hay unos altavoces en distintos lugares del buque.
He visto uno frente a la torre giratoria de dos cañones,
lo último de la tecnología bélica allá por mil ochocientos
sesenta y tantos, cuando el Huáscar se construyó en Inglaterra y se le bautizó así en honor al inca Huáscar, hijo
de Huayna Cápac y Ráhuac Ocllo. Los disparos salen de
allí. No de esos cañones estáticos que ni siquiera son los
originales –para desilusión de los turistas, un veinte por
ciento del casco del buque no es el original–, sino de allí:
de los altavoces. Se trata de una grabación, la recreación
de un combate naval en la agitada voz de un periodista
que supuestamente es de guerra, despachando supuestamente desde el mismo epicentro del combate naval,
que no es cualquier combate, sino el de Iquique.
21 de mayo de 1879. Iquique, Perú.
Flameaba en el Huáscar la bandera peruana. (Entre paréntesis: Iquique y el Huáscar son hoy chilenos).
Grau estaba al mando. En la otra esquina, la Esmeralda, buque de Chile comandado por Arturo Prat. Ocho
de la mañana. El Huáscar dispara el primer tiro. Mala
puntería: cae en el agua. La Esmeralda, en una maniobra bien estudiada, se pega mucho a la orilla para que
el adversario deje de disparar. El almirante Grau era
conocido por su caballerosidad y jamás iba a poner en
riesgo a la población de enfrente. Entonces el Caballero de los Mares deja de hacer ruido con su cañonería y
embiste a la Esmeralda con su espolón de proa. Diez de
la mañana. Tan pegados estaban el Huáscar y la Esmeralda que Prat se lanza al abordaje del buque peruano.
–¿Qué pasa con el comandante Prat? ¿Dónde lo
ves? –grita hoy una voz por los altavoces del Huáscar,
el buque-museo.
Decía que es bonito el Huáscar. Los chilenos lo
han cuidado bien, después de todo. El camarote del
comandante hasta tiene la foto de Grau, «es un cabro
flaco, Grau», dice el papá y el hijo se ríe. Jorge Figueroa, ex publicista,
alargado y viejo como el Quijote, presidente de la Corporación de Defensa
de la Soberanía de Chile, me dijo hace unos días que «se visita el Huáscar
como una capilla». Mientras que Sergio Villalobos, Premio Nacional de
Historia de Chile, nacionalista al extremo, según cuentan, lentes anchos
como fondos de botella, dice que «el Huáscar es parte de la gloria nacional». La de Chile. «No sólo por habérselo quitado al Perú, sino por los actos heroicos que hubo en él». Prat saltando al Huáscar es, dice Villalobos,
un acto heroico.
–¡Muerto! ¡Muerto! –se escucha ahora por los altavoces–. ¡El comandante Prat tiene la frente destrozada!
El supuesto reportero de guerra llora a mares e inunda el Huáscarmuseo con su propio melodrama.
–¿Y esto qué es? –le pregunto a un marinero, señalándole otro altavoz en la parte trasera del barco.
–Es para que la gente entienda mejor –dice.
Pero han pasado ciento veintiocho años y la gente aún no entiende.
Prat murió por su patria y Chile, al final, ganó la guerra. Meses después,
Grau moriría por su propio bando. El Perú perdió. Vencedores y vencidos
se encargarían de crear sus propios héroes, y «desgraciado el país que necesita héroes», dijo Brecht. Cada tanto, Chile y el Perú pelean una guerra
que podría ser la misma o no ser, y esas voces grabadas que se escuchan
en el Huáscar le dejan al visitante la extraña sensación de que todo sucede
en tiempo real.
El tiempo real puede ser hostil.
Se crean héroes, se inventan historias, se veneran símbolos como
si el amor a la patria fuese una religión: el Huáscar es, entonces, un convento.
Al final, lo más devastador de una guerra son las esquirlas que deja.
El día después. Lo raro es que este después dure tanto y que sea tan distinto, dependiendo del mirador de cada país.
Hay una versión de los vencidos: Grau, el Caballero de los Mares, el
Huáscar que nos quitó Chile, la frontera que estaba más al sur, el enemigo
es soberbio, expansionista, el resquemor.
Hay una versión de los vencedores. La historia es cíclica, se muerde la cola:
–Mira cómo mato peruanos, papá, mira.
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***
Jura que es el sobrino bisnieto de Miguel Grau. Su
máximo sueño, dice, es trabajar en el Huáscar, pararse
en la cubierta del monitor todos los días y recibir visitantes como si fuera el mismo Grau quien lo hiciera.
–¿Te imaginas? –me dice, muy serio–, sólo yo
tengo la cara para hacerlo.
El tipo es idéntico a Grau. Tiene el rostro abultado, la barba gruesa y tupida que sólo deja al descubierto el mentón circular, algo tosco, pasadísimo de moda.
Tiene una calva prominente, una nariz como estrellada
en la pared, ojos claros, hasta una insospechada voz de
niño que no hace juego con su cara de Grau, o sí: «voz
de timbre femenino», decía un cronista que tenía el héroe del Perú, y este supuesto sobrino bisnieto lo copia
también en un gabán azul oscuro que casi le llega a los
talones en esta noche helada, en Lima, frente al mar.
Al mar, aquí en el Perú, se le llama Mar de Grau.
–Yo podría ir al Huáscar como enviado del Perú
–dice Germán Seminario, el sobrino bisnieto–, ya estuve tres veces allí y cuando me ven va mucha gente.
No es muy alto, Grau tampoco lo era.
El sobrino bisnieto tiene cincuenta y tres años, una
barba pintada de negro porque el tiempo no pasa en
vano y «Grau murió joven, qué puedo hacer». Hoy ha
llegado hasta el malecón con vista al mar en el distrito
de Miraflores, que en el espejo retrovisor de la historia
sólo puede ser la batalla de Miraflores, un 15 de enero
de 1881, Perú versus Chile. Ganó Chile. Luego moriría
Grau, el Huáscar cambiaría de bandera, y «cuando perdimos el Huáscar perdimos la guerra», me había dicho
el historiador peruano Joseph Dager, en su oficina azul
de la Universidad Católica de Lima.
Perdimos el Huáscar, ganaron el mar, y después avanzaron de sur a norte hasta Lima, veinte
mil soldados chilenos, saqueos, violaciones, robos
que Sergio Villalobos, ultranacionalista, dice que
nunca hubo, y ahora Germán Seminario, el sobrino
bisnieto, carga un maletín negro lleno de papeles:
recortes de prensa con su fotografía y titulares del
tipo «Soy la reencarnación de Miguel Grau»; invitaciones a colegios en el Perú y en Chile, a ceremonias de la Marina de Guerra del Perú, un diploma,
algunas cartas, y una hoja desteñida con el árbol
genealógico de su familia. Mira. «Éstos son los Se-
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minario, éstos los Grau, y éste de la izquierda es Miguel Grau Seminario, ¿ves?».
–Ése no es nada de Grau –me había advertido un día antes, en su
oficina del Museo Naval del Perú, en el Callao, el contralmirante en retiro
y director del museo, Fernando Casaretto.
Pero el sobrino bisnieto, o quién sabe qué, no ve por el ojo izquierdo.
Esa falla genética truncó, dice él, su «brillante futuro» en la Marina de
Guerra del Perú. Germán Seminario sueña con trabajar en el Huáscar pero
hoy camina por el malecón de Miraflores, pasos cortos, mirada al frente,
«buenas noches, caballero», la espalda tan recta que parece que tuviera un
dolor muscular, y los transeúntes –«te juro que siempre es así, me ven y
me quieren»– se le acercan sin miedo, «buenas noches», «yo lo he visto en
televisión, mis respetos, señor», «caballero, cuánto gusto», le dan la mano,
una palmada en la espalda, lo señalan de lejos, «habla, Bolognesi», le gritan, y es que los jóvenes de ahora, qué pena, no saben nada de los héroes de
antes. Ya nadie es tan valiente de morir por su país. Como el chileno Prat, o
como Grau, porque nadie puede aspirar a ser Grau, óyelo bien, o como ese
otro héroe peruano, Francisco Bolognesi, «habla, Bolognesi», le gritan, y en
Chile, cuenta Germán Seminario, a él hasta lo han confundido con Prat.
Algunos libros de Historia, en el Perú, dicen que Arturo Prat jamás
saltó al abordaje del Huáscar, sino que cayó allí luego del espolonazo, y
que hasta gritó: «¡Viva el Perú!» en señal de rendición.
Algunos libros de Historia, en Chile, aseguran que Miguel Grau había sido un traficante de chinos.
Todo puede ser verdad, todo es cuestión de matices y «cualquier
versión oficial es dudosa», me había dicho, en Santiago, el historiador
chileno Alfredo Jocelyn-Holt. Lo único cierto, en los libros de historia de
ambos países, es que hubo una guerra.
Algunos libros de Historia, en el Perú, dicen que el Perú no deseaba
la guerra y que Chile la preparaba.
Algunos libros de Historia, en Chile, dicen que el Perú y Bolivia se
habían aliado para atacarlos.
–Creo que en cualquier situación de conflicto, incluso entre dos
personas, hay mucha razón y sinrazón de ambos lados –me dijo Alfredo
Jocelyn-Holt.
Es una mañana fría en Santiago y Jocelyn-Holt está sentado en su biblioteca de estanterías blancas, una barba alargada, un cigarro Drum extinguiéndose en su mano derecha, una alfombra kilim y un busto de piedra.
–Los historiadores tienen que jugar un papel racionalizador –dice
él–. Tienen que escuchar los dos lados y tratar de encontrar un sentido.
Pero ésa es tarea de los historiadores. El intelectual es consciente de
que el pasado nos condena; el ciudadano de la calle, el hombre de a pie,
sólo vive el día y está donde le acomoda mejor. En las portadas de prensa,
por ejemplo, en la TV, en los políticos que amenazan con invadir el país
de enfrente, en los símbolos, en internet, asolapado en la seguridad del
anonimato, diciendo lo que le da la gana, lo que realmente piensa.
18_ DERROTAS
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Usted no cierre los ojos. Lea estos comentarios del
ciberespacio, en voz alta, y no se tape los oídos: no le de
la espalda a la realidad.
–Muerte a los rotos, bloquiemos la frontera…
Chile es Caín.
–A ya po’ a weonao, manda tu wea de submarino
para que la coloquemos al lado del Huáscar gil culiao. Y
otra cosa, la nana que tengo pa’ lo mandados en la casa
seguramente es familiar tuyo.
–Los chilenos son cruce de payaso y prostituta.
–Chile devuélvenos el Huáscar.
–Viva Chile, ejército vencedor, jamás vencido.
El sobrino bisnieto, o imitador de Grau, o lo que
fuera, dice que no quiere hablar de la guerra. Que todo
el mundo quiere hacerlo pero él no, que no le importa
miliar de Grau le gustaría instalarse en Talcahuano, ir directo al Huáscar,
«ese buque me llama», y desde allí iniciar su propia cruzada de valores.
–Los niños sienten que soy un clon de Grau y hay que aprovecharlo.
Toda guerra es absurda y decir eso es tan obvio como disfrazarse de
Grau. ¿Por qué fuimos a la guerra? ¿Por qué peleamos? ¿Por qué hay peruanos que odian a los chilenos? ¿Por qué hay chilenos que se sienten superiores a los peruanos? ¿En verdad es así? ¿Tan longevas pueden ser las
consecuencias de una guerra? «Es que las guerras hacen mucho daño»,
dice por fin, sobre la guerra, Germán Seminario, idéntico a Grau, «pero
lo que hay que rescatar son los valores», continúa con su monólogo antes
de cruzar una calle, «buenas noches, señor», un auto que se aproxima y él
que se detiene para dejarlo pasar, la mano derecha dentro del gabán azul,
el auto que ahora se detiene y el chofer haciéndole una señal con la mano:
«Pase». El sobrino bisnieto me mira, como para que lo entienda de una
vez por todas: lo importante que son los héroes.
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Decía que es bonito el Huáscar. Los chilenos lo
han cuidado bien, después de todo. El camarote del
comandante hasta tiene la foto de Grau. Sergio
Villalobos, Premio Nacional de Historia de Chile,
nacionalista al extremo, según cuentan, dice que «el
Huáscar es parte de la gloria nacional». La de Chile.
la guerra, dice, que nunca ha leído los foros en internet
pero que hasta su madre tiene algo que decirle sobre
eso, «ten cuidado, no te vayan a matar los chilenos»,
muerta de miedo cuando él viaja a ese país para visitar
colegios, museos, el Huáscar, y siempre para hablar
de lo mismo.
–A mí lo que me gusta es hablar de los valores, no
de la guerra –dice Germán Seminario.
También dice que el gobierno del Perú debería
pagarle un sueldo decente para trabajar en Chile –que
lo apunte en mi libreta, por favor, que lo diga en el artículo– y huir por fin de su trabajo de oficina, sellando
papeles en el Ministerio de Transportes, y huir de su
casa sin desagüe –¿acaso a nadie le importan ya los héroes?–, y huir de los medios que lo tratan de loco, de
que quiere parecerse a Grau, «pero yo no quiero parecerme a Grau, yo me parezco». Luego, al supuesto fa-
–¿Ves? –dice Germán Seminario, antes de desaparecer en la noche–.
Ésos son los privilegios que uno tiene.
***
Es feriado en Chile. En Talcahuano decían que iba a llover, pero
amaneció despejado. Pasa siempre.
Hoy, el puerto tiene la apariencia disipada de un domingo y el olor a
buñuelo de una feria. Es lunes. Es 21 de mayo. Es el combate de Iquique, el
Día de las Glorias Navales, le dicen aquí, y las calles han sido tomadas por
ambulantes que ofrecen cualquier cosa: flores artificiales sin espinas, ratones verdes de peluche, hombres araña montando patinetas, ande, llévelo, el
Huáscar en miniatura.
–Cuatro mil pesos –dice un vendedor sin dientes, señalando con los
ojos el barquito de plástico.
El hombre sospecha que la venta es inminente. El cliente evalúa
el producto, no sé, está algo dañado por estribor.
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–Me lo llevo al Perú, por si acaso.
–Oye, gallo, éste te lo llevai a donde quieras –me
dice–, pero el otro ya ni navega.
El otro sólo puede ser uno.
El vendedor sonríe, con suerte le quedan tres muelas, amablemente.
Al final de la calle, en las faldas del Cerro
Alegre, hay un estrado azul con hombres uniformados: un militar envuelto en una capa gris me
recuerda a Pinochet.
Al lado del estrado azul va a empezar un desfile
militar, pero antes, como suele pasar en las ceremonias
castrenses, alguien dará un discurso, porque «vale la
pena hacer un alto en el camino y recordar qué es lo
que nos convoca», grita al micrófono el comandante de
la Segunda Zona Naval. Presenten armas. Bayonetas.
Himno nacional. Hay mucha gente en los cerros, los
cerros son muy verdes y hay niños detrás de una valla
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sacudiendo, felices, sus banderitas de Chile recién compradas. Talcahuano es un puerto, una ciudad, una congeladora en el invierno y un teatro
importante para la Armada de Chile. A veces es el cementerio de algunos
barcos. A veces sólo es el taller de mantenimiento.
A veces es las dos cosas y entonces Talcahuano es el Huáscar y el
Huáscar es, dicen aquí, un museo flotante para honrar a los héroes del
Perú y de Chile. No sé, quizá vine un mal día, otra vez.
Hoy es feriado en todo el país y «en la corbeta Esmeralda brillaba la
serenidad de don Arturo Prat», continúa el discurso del comandante. «Si
el enemigo era superior, no importaba». «En medio del fragor del combate, el comandante salta al abordaje e inicia su inmortal viaje a la gloria». «Los chilenos celebramos el 21 de mayo, pues nos sentimos interpretados por las acciones de los hombres». Viva Chile. Aplausos. Empieza el desfile militar. Siempre detesté la altanería de los desfiles militares,
pero éste dura poco. Más aplausos. Banderitas al viento: los chilenos han
aprendido a celebrar su victoria conmemorando una derrota. En el Perú
sucede algo tibiamente parecido: se recuerda la derrota conmemorando
las derrotas. Es extraño el porvenir de los héroes. Pero «ya va a empezar
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lo importante y vamos rápido al Huáscar», me dice la
encargada de prensa de la Segunda Zona Naval.
–¿Y si le digo que Chile devuelva el Huáscar? –le
había preguntado al edecán de Pinochet–. ¿Sería un
gesto importante?
–Es impensable –contestó con la rapidez de una
metralleta–, allí murió Prat.
El Huáscar ya no puede navegar. Sólo flota, como
una maderita. Hoy han maquillado al Huáscar, lo han
dejado más lindo, con banderas de colores que van de
la proa a la popa, como en la carpa de un circo, porque
«cada país tiene derecho a hacer su circo». Ahora sale
un sol estridente, inesperado pero frío, el clima perfecto
para conversar sobre el clima cuando otro periodista te
pregunta: «¿Y qué hace un peruano aquí?». La balsa
de madera se aproxima al buque y aparecen unas escalinatas para subir. «Huáscar», dice en un cartel: los
símbolos tienden a ser redundantes.
Sobre el puente de mando –que no es el original–
todo resulta más claro: el mundo siempre se ve mejor
desde arriba. El piso de madera vieja, la torre giratoria
con orificios parchados e inscripciones que dicen, por
ejemplo, «Rasmilladuras causadas por fragmentos de
granadas», o «Perforación de la coraza. Angamos, 8-X1879», justo del día en que murió Miguel Grau y aquí hay
un monolito de bronce en honor a Miguel Grau. Más allá,
una placa dice: «Han rodado en mis entrañas minutos
eternos de eterno heroísmo». Hay un par de salvavidas
con las palabras «Huáscar» y «Chile» estampadas una
sobre otra. Hay una campana que dice «Huáscar». Hay
tres banderas de Chile y anotaciones por todos lados que
dicen «Armada de Chile». A mí no me parece mucho un
museo, con Grau y todo, es como pelear para arranchar
una cartera y honrar, con el tiempo, a la mujer perjudicada. Pero quién soy yo para hablar de eso; mi posición
es parcial y un periodista debe mantener la imparcialidad, ser objetivo. Hay otro monolito que indica el punto
exacto donde Arturo Prat recibió el disparo en la frente
y justo adelante están paradas las autoridades de Talcahuano, que han empezado a colocar ofrendas florales.
–Corneta, toque silencio –grita alguien, y un marinero aprieta los ojos, se lleva una corneta a la boca y la
hace sonar en toda la bahía.
No entiendo bien cómo es eso de tocar silencio,
pero ahora no se escucha nada, salvo el ruido destemplado de la corneta. Es una quietud extraña, improba-
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ble: lo que el Huáscar suele generar es mucho ruido. Chile, devuélvenos el
Huáscar, dicen los foros en internet, los nacionalistas acalorados, «es un
trofeo de guerra», dicen, «es un símbolo de su soberbia», «es un buque
peruano». Se pide la devolución del Huáscar con la misma obstinación
con la que nos acercamos a una sección de «objetos perdidos». Allí murió
Grau, y la devolución del Huáscar sería, dicen algunos, «un imperativo
moral», una forma de curar heridas. Chile, devuélvenos el Huáscar. Devuélvenos los libros de la Biblioteca Nacional del Perú, fruto de saqueos
e incendios, dicen, y los leones de la avenida Providencia, en Santiago,
que también son peruanos, y la Pila de Ganso, esa estatua de la alameda Bernardo O’Higgins, y los adornos del cerro Santa Lucía, y muchos
monumentos de Valparaíso, devuélvenos, etcétera. La guerra con Chile
nos mató. «Se llevaron cuanto hay –dijo Francisco Miró Quesada en El
Comercio de Lima–. El paseo Colón estaba lleno de leones, se los llevaron. Fue terrible». Pero siempre hay dos versiones, ya se sabe, y a mí me
toca ser imparcial: en el Huáscar murió Prat, su monolito de bronce, el
combate de Iquique, y la corneta que toca silencio, en este instante, en
homenaje a todo eso.
–Yo no se lo devolvería a nadie –me había dicho el ex publicista
chileno Jorge Figueroa–, el Huáscar es un barco maravilloso, elegante,
finísimo, no es un trofeo de guerra sino un santuario.
Hay chilenos que pensaron distinto. Era 1968 y al senador Tomás
Pablo Elorza se le ocurrió decir que su país, Chile, en un gesto de hermandad debería devolver el Huáscar al Perú. Indignación. Cómo se le pudo
ocurrir eso. Pablo Elorza sí se hundió, políticamente, y El senador que
quiso devolver el Huáscar fue su largo sobrenombre desde ese momento.
«No lo eligieron nunca más nunca», me dijo en Viña del Mar el edecán
de Pinochet. El psicólogo chileno Jaime Collyer escribe en una página de
opinión del diario Últimas Noticias, de Chile: «Esa reliquia oxidada a ras
de agua, proveniente de una contienda infame con nuestros vecinos». Un
doctor en derecho, de Chile, pide devolver el Huáscar y reemplazar el 21
de mayo «por su carácter militarista y triunfalista», y el escritor chileno Pablo Huneeus escribe en un libro: «Hace muchas décadas que [el
Huáscar] se encuentra inactivo en Talcahuano, cumpliendo funciones de
reliquia [...]. Visitarlo es una decepción. Luego de los trámites y controles
propios del ingreso a una Base Naval, uno se encuentra ante un pontón de
fierro, sin la gracia de los veleros antiguos». Existe un Comité Chileno por
la Devolución del Huáscar al Perú, y todo bien, salvo que estos ejemplos
son aislados, peticiones imposibles, manotazos de ahogado.
–Los peruanos consideran al Huáscar como peruano –me dijo el
nacionalistísimo Sergio Villalobos–, pero también fue chileno y es parte
de nuestra gloria nacional.
El Huáscar, incluso, peleó en la guerra contra el Perú, a favor de Chile. Fue peruano quince años. Angamos, 8-X-1879. Granadas, disparos,
cañonazos, muere Grau, se crea un héroe, cadáveres y cuerpos mutilados por todas partes, y los sobrevivientes del Huáscar quisieron hundirlo
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Al final, lo más devastador de una guerra son las
esquirlas que deja. El día después. Lo raro es que este
después dure tanto y que sea tan distinto, dependiendo del
mirador de cada país. Se crean héroes, se inventan historias,
se veneran símbolos como si el amor a la patria fuese una
religión: el Huáscar es, entonces, un convento.
antes de que lo tome el enemigo. No pudieron, obvio,
el Huáscar está aquí, en Talcahuano, ciento veintiocho
años después porque los chilenos llegaron a tiempo.
–Corneta, toque romper el fuego –grita alguien,
y el mismo marinero de antes hace sonar la corneta en
toda la bahía.
Se escucha un disparo. Luego otro, y otro.
–¿Por qué los disparos? –le pregunto a un marinero que tengo al lado.
Nadie habla, hay una inmovilidad absoluta, hay
un minuto de silencio y mi pregunta suena como un
lunar en la cara.
–Es el momento en que murió Prat –me dice, incómodo, el marinero.
Semanas después, el historiador peruano Joseph
Dager, camisa verde, en su oficina azul de la Universidad Católica de Lima, un estante con unos cuantos libros, Qué es la historia, dice un título, asegura que no
tiene mucho sentido que el Perú pida la devolución del
Huáscar. «Fue importante para el Perú y hoy es un museo en Chile que para mi gusto es un poco destemplado, descomedido. Podría ser un poco menos pedante en
recrear el triunfo». Claro, luego Dager se da cuenta de
que puede estar hablando desde la derrota (yo también).
«Para ellos es una forma de crear identidad», da el tiro
de gracia. Un ejército jamás vencido y un buque para
demostrarlo. ¿Qué hubiese pasado si el Perú ganaba esa
guerra? ¿Acaso no sería todo al revés? Los chilenos organizan una lectura de poesía a bordo del Huáscar entre
poetas de ambos países, marzo, 2007, y Rocío Silva Santisteban, poetisa peruana, no quiso ir por tratarse de «un
espacio simbólicamente denso –opinó–, un lugar donde
la herida de nuestra nación sigue palpitando».
–Es indigno pedir el Huáscar –me diría también
el contralmirante Fernando Casaretto, en su oficina del
Museo Naval–. Es un trofeo de guerra que ellos ganaron, yo no lo podría aceptar, tendría que hundirlo.
Pero son casos aislados, las mismas peticiones imposibles desde el otro bando.
Chile, devuélvenos el Huáscar. Es la única verdad.
A veces los complejos de la historia son inmensos y hasta Alan García, el presidente del Perú, ha dicho que no descarta que la repatriación
del Huáscar pueda darse «en algún momento». ¿Qué hubiese pasado si
el Perú ganaba la guerra? La improbabilidad de cambiar ese pasado hace
que pensemos en otra cosa, «y yo siempre le digo a mis alumnos –dice el
chileno Joselyn-Holt– que de llegar a tener una guerra, las probabilidades son de casi noventa por ciento que será con el Perú».
–En el nombre del padre, del hijo... –un sacerdote termina la ceremonia en el Huáscar y dice que Jesucristo, El Señor de los Mares, le
otorgue a Prat «el descanso eterno».
Ahora el monolito a Prat está lleno de flores, muy colorido, así es
todos los años, luego nos piden abandonar el buque porque le toca ingresar a la gente, al ciudadano de la calle que hace fila, afuera, desde muy
temprano. A la gente le gustan estas cosas, por suerte no llueve, está lindo
el clima. Otros años han tenido que suspender la ceremonia en el Huáscar y hacer el desfile militar bajo techo, sólo con invitados oficiales, «da
pena», dice la encargada de prensa de la Segunda Zona Naval, «esto es
importante para ellos». Un sargento a cargo del Huáscar me invita a un
último recorrido antes de bajar. Estoy mareado y me duele la cabeza, el
Huáscar flota por sí solo y se mueve de un lado a otro así sea imperceptible. Vamos. Aquí estaban las calderas que ya no existen, estos son los
cañones que no son los originales, éste el puente de mando que tampoco,
esta capillita antes no existía, y abajo se le ha dado más peso al buque para
que no se dé vuelta. Pero flota solo.
–¿Puede navegar?
–No –intuye la trayectoria de mi duda, la esquiva, se defiende–: cuando
se lleva a mantenimiento, cada tres años, se necesitan dos remolcadoras.
Es un buque viejo, el Huáscar. Collyer, el psicólogo chileno, habló de «esa reliquia oxidada a ras de agua» y luego propuso que una
comisión de los dos países «vaya un día a pararse en el muelle y hunda, de común acuerdo, el Huáscar». Adiós al Huáscar, sí. O mejor:
que se remolque hasta la frontera de los dos países, que la Armada
de Chile y la Marina de Guerra del Perú le rindan honores, Grau,
Prat, la importancia de los símbolos, que una corneta toque silencio,
que no se escuche nada salvo eso y el ruido de una nave atravesando
el agua, por fin, adiós al Huáscar, lentamente, que la corneta toque
romper el fuego.
Que se escuche un disparo y que sea el último.
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