LAT I NOAMÉ R I CA volumen 13 • número 3 julio-septiembre 2013 El poder del papa Francisco Cita recomendada: Cobo, Pedro Javier; Barquet, Patricia Georgina, (2013) “El poder del papa Francisco”, Foreign Affairs Latinoamérica, Vol. 13: Núm. 3, pp. 26-33. Disponible en: www.fal.itam.mx El poder del papa Francisco Pedro Javier Cobo y Patricia Georgina Barquet S i lo medimos por su presencia pública, la fuerza que tiene el Vaticano es rotunda: aunque el Papa no tiene cañones (suponiendo que Yosef Stalin hubiera hecho esa extraña pregunta), la elección del sucesor de San Pedro estalló en los gadgets de todo el mundo. El habemus papam se convirtió en el hashtag más popular del año con #habemuspapam, #Francisco1, #humoblanco. Tuiteado por siete millones de usuarios, arañó el récord Guinness que ostenta orgullosamente #obama2012 y #4MoreYears. Éste es un fenómeno realmente extraño para una institución que es la antítesis de lo que significa la posmodernidad. Tras la sorprendente renuncia del papa Benedicto xvi, el Papa número 266 fue elegido tras una sucesión ininterrumpida desde los albores del cristianismo. Una vez más, el Estado Vaticano, el más pequeño en el concierto de las naciones, con un territorio que apenas alcanza los 0.44 kilómetros cuadrados, dejó en evidencia su poderío suave dentro del contexto internacional. El papado es una anomalía —de eso no cabe la menor duda—, por lo menos desde el punto de vista histórico. No hay ninguna institución tan antigua que permanezca en el concierto de las naciones. Existe aun antes de que se estructurara el concepto de Estado-nación en el Tratado de Westfalia y se ha mantenido como un actor en la escena internacional. El Vaticano es un Estado-nación atípico que no cumple con lo establecido por el Tratado de Montevideo, por no contar con una población definida ni poseer un territorio que pueda ser transitado a pie. Sin embargo, cuenta con reconocimiento internacional y su Jefe de Estado es uno de los más invitados y vitoreados cuando pisa tierras extranjeras —a la vez que es una de las personalidades más criticadas en los medios de comunicación—. La Santa Sede es un actor internacional que ha sido poco analizado por los estudiosos de las Relaciones Internacionales, y si se le intenta definir, se llega a la conclusión de que es una entidad única que no encaja en su totalidad ni en la teoría realista ni en la liberal, la institucionalista o en la de las organizaciones transnacionales. De PEDRO JAVIER COBO es doctor en Historia por la Universidad de Málaga y autor de El origen del Estado de Israel: biografía de Theodor Herzl. Es profesor del itam y miembro de Sistema Nacional de Investigadores de México. Sígalo en Twitter en @pcobo. PATRICIA GEORGINA BARQUET es maestra en Políticas Públicas por la Universidad de Texas y licenciada en Relaciones Internacionales por el itam. Julio/Septiembre 2013 26 Pedro Javier Cobo y Patricia Georgina Barquet esta manera, constituye una variable exógena dentro de las teorías tradicionales de las Relaciones Internacionales, que puede ser estudiada, como propone Alexander Wendt, a través de la construcción de identidades sociales con otros Estados, o bien, deconstruida desde la versión posmodernista de David Boje. En la historia de la humanidad, no hay otra institución que haya dejado tanta impronta en sus destinos; lo más cercano —salvando todas las diferencias— fue el Califato, que duró 1 500 años. Pero este poder duro, desde el concepto de Joseph Nye, se fue perdiendo. De ser martirizados en los primeros siglos y oponerse con su sola presencia al poder del omnipotente Atila, los Papas pasaron a influir en la designación y deposición de emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. Transitaron de vivir en la pobreza y de celebrar sus reuniones en catacumbas a repartir la mitad del orbe entre España y Portugal o a conciliar alianzas para frenar al Turco en Lepanto. Gracias a Dios —nunca mejor dicho— esos tiempos pasaron. En el mismo año en que el Papa se calificaba a sí mismo y a sus sucesores como infalible en temas de fe y moral, en 1870, el triunfante Víctor Manuel ii acababa con más de 1 300 años de poder papal terrenal. Una superficie de 0.44 kilómetros cuadrados y algunas basílicas son testimonio de glorias —y penas— pasadas. Pío ix se consideró prisionero en tan pequeño espacio. El papado no sólo había roto con la modernidad decimonónica al condenar la democracia liberal (Syllabus de errores), sino también con la comunidad internacional. Los Tratados de Letrán (1929) lo sacaron de su aislamiento y lo incorporaron como miembro entre el concierto de las naciones; eso sí, con una condición: no se podría inmiscuir en las rivalidades temporales. En 1964, fue aceptado en Naciones Unidas como observador permanente: tenía voz pero no voto. A pesar de lo anterior, en la primera mitad del siglo xx, el papado tuvo una enorme importancia en los acontecimientos internacionales: el triunfo de las tropas de Franco es tan sólo una muestra de lo importante que puede ser un plácet para apoyar a una parte de los contendientes. Ya en tiempos más cercanos, Juan Pablo II recordó la relevancia del posicionamiento del Vaticano en los asuntos internacionales. Asimismo, participó con éxito en el conflicto entre Argentina y Chile —en el conflicto por el canal de Beagle— y fue líder en el capítulo de la condonación de la deuda a los países más pobres con motivo del jubileo de 2000. Pero su mayor gloria consiste en haber pasado a la historia como el Papa que derrotó al comunismo. EL PODER SUAVE DE LA IGLESIA La Iglesia católica es respetada por el alcance que tiene su poder suave. Si perdió su poderío duro y temporal, hay pocos países que no deseen tener relaciones diplomáticas con el pequeño Estado: desde las nacientes repúblicas latinoamericanas en el siglo xix, pasando por Croacia (el Vaticano fue el segundo Estado, tras Alemania, que lo reconoció como país), hasta Israel, cuando estableció relaciones en 1992 tras un largo y complicado forcejeo. Esa constante siguió durante la Guerra Fría: numerosos países buscaban la visita de Juan Pablo ii para legitimar sus acciones o como medio para mejorar su puntuación frente a su posible entrada en la Unión Europea 27 f o r e i g n a f fa i r s l a t i n o a m é r i c a · Volumen 13 Número 3 El poder del papa Francisco —Grecia y Turquía, por ejemplo—. Ahora, la pregunta que aflora es la siguiente: en un mundo donde el pensamiento light ha invadido a todo Occidente —la era del vacío de Gilles Lipovetsky—, la Iglesia, como institución jerárquica y supuesta depositaria de la verdad última sobre el hombre, la historia y el cosmos, ¿puede tener algún tipo de influencia, aunque sólo sea a través de su poder suave? A su favor están los datos duros. La Iglesia cuenta con cerca de 1 200 millones de fieles repartidos por todo el mundo, unos 5 000 obispos, más de 400 000 sacerdotes y 700 000 religiosas, más de 2 millones de catequistas y cientos de miles de instituciones caritativas (sólo en España, son más de 40 000). Además, muchos católicos encabezan revistas, estaciones de radio, televisoras y páginas de Internet. La cifra es imponente. A través de personas e instituciones, el Vaticano puede recabar información de primera mano e influir de alguna u otra forma en buena parte del mundo. Son las redes que se generan a través de sus diócesis, abadías, vicariatos y prefecturas apostólicas las que sostienen su fortaleza como institución internacional. Es esta interconexión la que renueva su poder suave y sustenta su política de actor unitario, ya que también puede incidir fácilmente en el ámbito nacional de los Estados. Pero la Iglesia católica también tiene mucho en contra. Es claro que, de los 1 200 millones de católicos, un porcentaje altísimo lo es sólo de nombre y se deja influir poco o nada por las directrices de la Santa Sede (la asistencia a misa en muchos países no supera el 20% de sus fieles). Prácticamente ninguno de los grandes medios de comunicación (The New York Times, Times, El País, Reforma, abc, cnn, entre otros) están en manos de personas que difundan una visión positiva de los fundamentos de la Iglesia católica. Y quizá por lo anterior, el pensamiento dominante en la actualidad es, en cierta manera, diametralmente opuesto a lo que representa. La Iglesia católica se define a sí misma como jerárquica por deseo divino —no cabe la democracia—; es, en el mundo occidental, la mayor crítica del relativismo; asimismo, defiende una moral sexual que va a contracorriente con lo que viven muchos de sus propios fieles, no está dispuesta a dejar que las mujeres ocupen puestos dentro de la estructura sacerdotal (sacerdotes y obispos) y no aprueba la homosexualidad. Por consiguiente, a simple vista, uno puede suponer que ese poder suave está más blando que nunca. LA IGLESIA PIENSA EN SIGLOS, NO EN PERÍODOS Políticos Para muchos, influidos por los ideales marxistas o liberales, el dinero mueve al mundo; para otros —como el famoso vaticanista George Weigel en su artículo “Papacy and Power” (First Things, 2001)— y para los que escriben estas líneas, el verdadero motor de la historia son las ideas. Fueron más perdurables las ideas de Sócrates que la imponente maquinaria de la guerra persa, y han dejado más huella en la humanidad los Diez Mandamientos que los carros egipcios. Difícilmente tendríamos hoy una Declaración Universal de los Derechos Humanos si no hubiera existido la creencia judía de que todos los hombres somos hechos, uno a uno, por un Dios que confirió la posibilidad de participar en su intimidad (así lo afirma el agnóstico y senador italiano Marcello Pera en su libro Por qué debemos considerarnos cristianos. Un alegato liberal). Julio/Septiembre 2013 28 Pedro Javier Cobo y Patricia Georgina Barquet Si se parte de esta premisa, se puede comprender por qué la Iglesia Católica tiene un poder suave con muchas ventajas a su favor. Una de ellas es que, al tener más de 2 000 años de existencia, la jerarquía católica puede darse el lujo de pensar en términos de siglos, no en períodos cortos, como los presidenciales, por ejemplo. Sin duda existen ideas que ya llevan varias centurias y que son contrarias a los postulados papales. Pero los hombres de Iglesia —especialmente los obispos, los cardenales y el propio Papa, que suelen ser personas mayores de 50 años de edad— son conocedores de la historia de la humanidad y saben que esas mismas ideas son cíclicas y que la Iglesia permanece a pesar de ellas. Además, gozan de la certeza de que Dios está con ellos, y esto les da una percepción de fuerza nada despreciable y los arma con una posición moral inigualable. Es cierto que Juan Pablo ii no pudo evitar la guerra de Iraq, pero su condena provocó en algunos la reflexión sobre el origen inmoral de la acción. Asimismo, esta posición moral también vulnera a la Iglesia, pues el hecho de que existan escándalos sexuales motiva a que la condena sea asfixiante, justamente porque se le exige más a esta institución que a otros actores internacionales. LOS CAÑONES DEL PAPA FRANCISCO ¿Cuánto poder puede tener el nuevo Papa? En principio, poco. En parte, porque su vida al frente de la Iglesia no se prevé larga. Tiene 77 años y es difícil pensar que va a estar en el cargo por más de 10 años; eso si no se decide a dimitir antes de su muerte (pensamos que el ejemplo de Benedicto xvi puede cundir en el futuro). Por otra parte, es un Papa occidental que procede de un país que, si bien es latinoamericano, no deja de tener raíces italianas y españolas. Hoy en día, Latinoamérica, aun con sus enormes problemas, no es la Europa Oriental comunista de los años setenta. El Papa no va a dirigir ningún movimiento intenso para cambiar regímenes ni se espera que intervenga en el contencioso de las Malvinas. No es un papa chino, indio, africano o del Medio Oriente. Si lo fuese, quizá las especulaciones habrían girado hacia la posibilidad de que su poder pudiera ser canalizado para catalizar fuerzas contenidas durante siglos. Aun así, este Papa tiene una enorme fuerza al ser el líder de la Iglesia más numerosa del mundo. Además, empieza su pontificado con una enorme ventaja: podrá recoger los frutos del Concilio Vaticano ii en un clima mucho más sereno de lo que pudieron hacerlo Pablo vi, los dos Juan Pablos y Benedicto xvi. El Concilio Vaticano ii fue un revulsivo de incalculables consecuencias. La Iglesia, apartada de la modernidad, crítica acérrima del sistema democrático durante la mayor parte del siglo xix y enemiga de la separación Iglesia-Estado (Gregorio xvi, Mirari vos; Pío ix, Syllabus de errores), fue aceptando poco a poco la convivencia con la modernidad política (León xiii, Inmortale Dei) y la libertad religiosa (Concilio Vaticano ii, Dignitatis Humanae). La Iglesia católica reconoció el derecho de los hombres de profesar su religión en igualdad de condiciones y promovió el diálogo sincero con el resto de las religiones (Concilio Vaticano ii, Nostra Aetate). De forma clara y tajante, los Papas 29 f o r e i g n a f fa i r s l a t i n o a m é r i c a · Volumen 13 Número 3 El poder del papa Francisco (Juan xxiii, Pacem in Terris; Juan Pablo ii, Centesimus annus) se reconciliaron con la democracia denostada por sus antecesores, sin por ello caer en el relativismo moral ni en el la indiferencia religiosa. La Iglesia de la segunda mitad del siglo xx seguía defendiendo su vocación original —difundir un mensaje—, pero el cambio había sido profundo: entendió que la lucha por defender esos ideales debía realizarse en el marco del juego democrático y no necesariamente desde una posición de privilegio. Atrás quedaron las luchas por acabar con regímenes liberales; había que transformarlos desde dentro, y no como una mera táctica sino mediante una profundización de la libertad que Dios les había dado a los hombres, incluso para equivocarse. En los albores del siglo xxi, difundir el catolicismo es sinónimo de difundir la democracia. Pero estos grandes y positivos cambios generaron un verdadero terremoto que cimbró los pilares de la Iglesia. Decenas de miles de sacerdotes, religiosos, monjas y laicos tuvieron una grave crisis de conciencia y dejaron los hábitos, y en muchos casos también su religión. El afán misionero decayó tras, quizá, un mal entendimiento de las teorías de Karl Rahner acerca del “cristiano anónimo” o de las de Jacques Dupuis sobre el pluralismo religioso, según las cuales se podía entender que el cristianismo poco podía ofrecer a las otras religiones, ya que todas eran un camino válido de salvación. Con ello, a una buena parte de la Iglesia católica le pareció que la labor evangelizadora dejaba de tener sentido. Por otra parte, la Teología de la Liberación —en buena parte teñida de análisis marxista— hacía prescindible una iglesia jerárquica y sacramental que elevara al hombre hacia Dios. Se mutó la salvación trascendental en la salvación terrena y, por lo tanto, se volvió inútil la misión del sacerdote como cauce de una gracia salvadora; con ello, una buena parte de la jerarquía y del clero cayó en una gravísima crisis de identidad y, en consecuencia, en una clara disminución de la influencia de Iglesia en el mundo. Si bien estas visiones no han desaparecido, lo cierto es que han sufrido un enorme deterioro por la presión del Vaticano. La Teología de la Liberación declinó tras el encuentro en Puebla de 1979 y como resultado de la Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación de 1984 (escrita por el entonces cardenal Joseph Ratzinger). Con respecto a la necesidad de la evangelización, Juan Pablo ii, en la Redemptoris Missio, expuso claramente la validez y la necesidad del mandato misionero. Asimismo, la Congregación para la Doctrina de la Fe le pidió a Jacques Dupuis que revisara algunas de sus doctrinas. Aunado a esto, la publicación del Nuevo Catecismo de la Iglesia en la década de los noventa (el anterior era de la época del Concilio de Trento) asentó lo que es la Iglesia y su función en el mundo moderno. Los escritos teológicos de Juan Pablo ii, y especialmente los de Benedicto xvi —considerado por muchos como uno de los grandes teólogos de toda la historia de la Iglesia—, establecen que el papado ha encarado un diálogo con la modernidad y la posmodernidad —como lo han reconocido Jürgen Habermas, Mario Vargas Llosa, Marcello Pera y otros grandes intelectuales agnósticos—. En esos textos, se pone en la mesa de discusión el valor de la razón para poder dilucidar los grandes problemas de la humanidad y, entre ellos, el de una fe razonada que rechace la violencia en nombre de Dios (como expresó Benedicto xvi en su discurso en la Universidad de Ratisbona). Julio/Septiembre 2013 30 Pedro Javier Cobo y Patricia Georgina Barquet Es ahí justamente donde el nuevo Papa se encuentra en un terreno abonado para influir en el mundo de principios de siglo. A su favor está el hecho significativo de que la caída en las vocaciones sacerdotales, que viene desde los años setenta, se frenara en 2000 y desde ese momento ha aumentado (de unos 400 000 en 2000 a unos 410 000 en 2012). Lo anterior es una clara muestra de los frutos del Concilio Vaticano ii y de cómo la Iglesia católica está retomando nuevos bríos. EL DIÁLOGO DE CIVILIZACIONES Siguiendo a George Weigel, el nuevo papado —y los dos anteriores también— se enfrenta a dos enormes retos: en el mundo occidental, con la enorme crisis de valores y el relativismo; en otras partes del mundo, con el ascenso del fundamentalismo religioso. Ante estos retos, algunos intelectuales agnósticos han propuesto retomar los valores judeocristianos como fundamento para salvaguardar una sociedad liberal (Marcello Pera lo hace de forma tajante, y de forma un poco más ambigua, Habermas y Richard Rorty). La idea es simple: los fundamentalismos pueden degradar la voluntad popular roussoniana hasta el extremo de imponer la voluntad de una mayoría a una minoría (el caso del nazismo fue paradigmático); entonces, hay que recurrir a los fundamentos que aseguren que todos los hombres son iguales y, para eso, la herencia judeocristiana es útil. Y he ahí la posible convivencia entre los liberales y el papado que defiende la razón para llegar a la fe, por una parte, pero por otra, a un mejoramiento de las relaciones entre los humanos y las naciones a través del diálogo razonado. En este sentido, el nuevo Papa puede sobresalir: conoce de primera mano la pobreza, es un enorme crítico de la deshumanización del capital y sostiene que no es posible una relación entre las naciones sin que haya antes una convivencia entre las distintas clases sociales. A su vez, está convencido de la necesidad de las relaciones interculturales con otros pueblos, basadas en el diálogo sin imposición de ideas y fundadas en el profundo respeto de la identidad de los demás (véase Sobre el cielo y la tierra, de Jorge Bergoglio y Abraham Skorka). Como Arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio cambió la tradición de que los representantes de las otras religiones participaran únicamente como invitados en el anual Te Deum en la catedral de Buenos Aires, a la que de forma habitual asistía el Presidente de la República. En esta ceremonia nacional, Bergoglio pidió que el Presidente saludara a los representantes de las otras religiones y que se incluyese su rezo. Como Cardenal, asistió a ceremonias multitudinarias donde grupos protestantes rezaban por él, mientras arrodillado lo agradecía; asimismo, acudió varias veces a la sinagoga y escribió, tras largas conversaciones basadas en el respeto y en el encuentro de otras religiones, un libro con un rabino. El papa Francisco se ha declarado enemigo de todo tipo de fundamentalismos y también se ha alejado de una religión encorsetada en normas y falta de espíritu. Como provincial de los jesuitas y Arzobispo, ha demostrado que es necesaria una evangelización más profunda, y ha pedido a sus fieles que sean portadores del mensaje típicamente cristiano. Además, ha mantenido diálogos con ateos y agnósticos a 31 f o r e i g n a f fa i r s l a t i n o a m é r i c a · Volumen 13 Número 3 El poder del papa Francisco los que no se propone convertir, sino simplemente escuchar y comprender. Si conjuntamos estas características —deseo sincero de diálogo, respeto a las creencias del otro y convencimiento de la bondad y verdad de la propia religión (que hay que llevar a todo el mundo y hasta los rincones de todas las parroquias)—, podemos elucubrar un poco acerca de lo que puede suponer este papado. Por una parte, se puede esperar una profundización en la búsqueda de valores comunes entre los intelectuales occidentales —creyentes o no—, preocupados por buscar fundamentos sólidos donde asentar los valores de la libertad, tolerancia y respeto a los derechos humanos. Si se sigue en ese camino, es posible que en unas décadas los valores de la Iglesia puedan tener mayor calado en una sociedad secular, sin que por ello se retorne a los antiguos esquemas de una Iglesia dentro del Estado. Éste sustentaría la idea de Habermas (La voz pública de la religión) de que la religión todavía tiene mucho que decirle al mundo liberal. Esto podría tener consecuencias con respecto a otro de los grandes temas: el fundamentalismo islámico. En la actualidad, en especial en Europa, muchos musulmanes se sienten alejados de las sociedades democráticas que los albergan al sentirse extraños en un mundo donde sus valores no son apreciados. Una mejora en la relación Iglesia-Estado y una profundización en el valor de la herencia cristiana europea más que alejar a los musulmanes les permitirá compartir muchos valores. Esto ayudaría mucho en la reafirmación de las ventajas que supone una adecuada separación Iglesia-Estado, así como la tolerancia y el diálogo con otras religiones y con el propio ateísmo o agnosticismo. Asimismo, puede sugerirles, basado en el ejemplo, que acepten el juego democrático a la hora de dilucidar los complejos problemas del Estado, sin tener que renunciar por ello a los fundamentos de su fe. Una buena relación en Europa entre el cristianismo y el islam podría repercutir positivamente en zonas del Medio Oriente donde las minorías no musulmanas son perseguidas y, en algunos casos, martirizadas. Con respecto al Oriente, no hay que olvidar que el papa Francisco es jesuita y que fueron los jesuitas los grandes evangelizadores de China y de la India. Con ello introdujeron —no sin reticencias por parte del Vaticano— el tema de la inculturación del cristianismo en esas civilizaciones. Hoy en día, de los 19 000 jesuitas del mundo, 4 000 son indios. Si partimos del supuesto de que los jesuitas pueden tener un nuevo aire por contar con un Papa de su propia orden, después de haber sobrellevado una crisis profunda (pasaron de ser más de 36 000 en los finales de la década de los setenta a 19 000 en la actualidad, y poco después del Concilio Vaticano ii, 8 000 dejaron la orden), es predecible que esta fuerza misionera coadyuve a expandir el catolicismo en la India. Con esto se puede esperar que, en el largo plazo, se procure una mejor comprensión entre Oriente y Occidente, tal y como lo pretendía el pionero jesuita Roberto de Nobili en el siglo xvii. Por otra parte, es poco probable que durante el período del papado de Francisco haya cambios importantes en China. Aun así, también gracias a la audacia de los jesuitas y de otras instituciones —como el Opus Dei o los neocatecumanales que ya tienen medio pie en ella— es posible que la evangelización penetre con más fuerza Julio/Septiembre 2013 32 Pedro Javier Cobo y Patricia Georgina Barquet durante el próximo decenio. Como es bien sabido, el mundo budista, por su doctrina, es mucho más proclive a la conversión a otras religiones que los hindúes o que los musulmanes. El encuentro de culturas bien podría ayudar a evitar una conflagración entre hegemonías occidentales y orientales. Finalmente, el papa Francisco debe atender la enorme asignatura pendiente que tiene el Vaticano desde el siglo xi: la relación con la Iglesia ortodoxa. A Juan Pablo ii le fue imposible visitar Rusia, a pesar de sus numerosos intentos. Es difícil pensar que lo pueda hacer el papa Francisco, ya que las relaciones siguen siendo tensas. En cualquier caso, un acercamiento a la Iglesia de Moscú sería un enorme avance en todos los sentidos. Un buen diálogo permitiría una mejor comprensión por ambas partes, quizá una aceptación por parte de la Iglesia ortodoxa de la praxis de separación Iglesia-Estado y una disminución del nacionalismo que tanto las autoridades rusas como la cúpula de la Iglesia ortodoxa están explotando. (Así lo describe el vaticanista Giacomo Galeazzi en su artículo “El Patriarca se vuelve asesor religioso del Kremlin”, publicado en Vatican Insider.) Todo lo anterior son tan sólo supuestos. Lo que sí podemos pronosticar es que, si no hay un movimiento profundo y sólido hacia la alianza de civilizaciones, la profecía de Huntington se convertirá en un hecho devastador. Si hay alguien que puede ayudar a roturar ese camino hacia el encuentro de culturas, convirtiendo el poder suave en una verdadera revolución, es sin lugar a dudas el papa Francisco. Parece que no le faltan ganas, pero ¿le dará tiempo? Ñ 33 f o r e i g n a f fa i r s l a t i n o a m é r i c a · Volumen 13 Número 3