HOMILÍA Renato R. Cardenal Martino Presidente del Pontificio Consejo «Justicia y Paz» Santo Domingo, República Dominicana 19 de Febrero de 2006 ________________________________________________________________________________ Muy queridos hermanos y hermanas. Al inicio del Evangelio que acabamos de escuchar se nos dice que apenas se corre la voz de que Jesús estaba presente de nuevo en Cafarnaúm, todos acuden a Él, todos lo buscan y bloquean todo acceso al lugar donde se encuentra. Pero ¿por qué tantos querían conocerlo? La respuesta está implícita, querían ser curados. El Evangelio de este Domingo nos presenta también un milagro de curación. La semana pasada Jesús curó a un leproso. Ahora se trata de un paralítico que es conducido hasta Jesús que, al ver la fe de quienes lo cargaban, lo sana. Ciertamente ellos esperaban que hiciera ésto, pero Jesús hace todavía algo más, le perdona sus pecados. El Señor siempre supera nuestras expectativas, nos da mucho más de lo que le pedimos, pero sobre todo nos da lo que más nos conviene. El evangelista San Marcos, nos presenta al Señor en un progresivo contacto con las miserias y los sufrimientos humanos que piden ser sanados y salvados. La realidad de nuestro mundo también está marcada por innumerables situaciones de dolor y sufrimiento físico y moral: hambre, pobreza, enfermedades, falta de libertad y de democracia en muchos lugares del mundo, conflictos armados, odios y rencores, esclavitudes de diversa índole... los hombres y las mujeres de hoy siguen buscando curación y salvación. La narración evangélica que nos presenta a Jesús pronunciando primero una palabra de perdón para el hombre postrado y portado en una camilla, nos indica que el pecado es la primera enfermedad de la cual debemos ser sanados. Así como la enfermedad consume la vida del hombre, así el pecado acaba con su serenidad, lo esclaviza y le impide caminar con gozo y sentido por la vida. Jesús, con su perdón, le devuelve la paz, la serenidad y el sentido a su vida. Antes de devolverle el movimiento 1 a sus piernas, le restituye su libertad interior. El pecado es una cuestión muy seria: es la condición misma del hombre que se caracteriza como una impotencia de hacer lo que debe hacer, es un vacío, una pérdida... esta condición del hombre es comparada por Jesús con la parálisis. Y la parálisis profunda de la humanidad sólo Dios puede curarla, sólo Él puede perdonar los pecados. Los escribas tenían razón. Una cosa que hemos notado es que el paralítico, lógicamente, no era capaz de llegar por sí solo hasta Jesús y es conducido hasta Él por cuatro personas. Con mucha frecuencia también nosotros somos incapaces de llegar solos hasta el Señor y tenemos necesidad de ser “conducidos” hasta Dios. Él se vale de diversos medios y por muchos caminos hace que lo encontremos: una enfermedad, una circunstancia por la que atraviesa nuestra vida, el testimonio de tantas personas generosas y comprometidas con los demás, una palabra de aliento, la oración de la comunidad cristiana... basta que nos hagamos más sensibles a la presencia de Dios en nuestras vidas y a la Misericordia con que nos trata. Por otra parte, también nosotros tenemos el deber de conducir a los demás hacia Dios, propiciar su encuentro con Él. Al salir de nuestra Eucaristía, y a lo largo de toda la semana, tendremos oportunidad de encontrarnos con una infinidad de personas, no desperdiciemos la ocasión para conducirlas a Jesús, con nuestro testimonio de vida, con una palabra adecuada en el momento oportuno, con nuestra oración... quien ha encontrado verdaderamente a Jesús, no puede no desear que los demás también lo encuentren. El Evangelio concluye diciendo que «todos asombrados glorificaban a Dios». Y nosotros... ¿agradecemos a Dios todos los dones que continuamente recibimos? ¿sabemos reconocer lo bueno y positivo que nos da en nuestra vida o sólo sabemos lamentarnos? Yo espero que la participación en el trabajo de reflexión que hemos realizado esta mañana, les ayude –o mejor dicho– , nos ayude a todos, a cumplir con la misión que se nos ha confiado a cada uno, según su estado de vida, de anunciar a Jesucristo, y que la doctrina social de la Iglesia sea una fuente de inspiración que nos indique los caminos para conducir a los hombres a Dios. Así sea. 2