140.Domingo 5 de Cuaresma.21-III

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Domingo 5 de Cuaresma
21 de marzo de 2010
Is 43, 16-21. Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?.
Sal 125. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Fil 3, 8-14. La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón.
Jn 8, 1-11. Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. No peques más.
La mirada que salva
El Evangelio de hoy nos sitúa en la trayectoria de empezar a entender algo de lo
que significa las palabras misericordia y perdón. Contemplando la actitud de Jesús ante
la probable ejecución de una mujer sorprendida en pecado, es todo el pueblo quien tiene
que escuchar el misericordioso ofrecimiento de un perdón ilimitado. Jesús quiere que
nos abstengamos de todo juicio sobre el otro al decir «no juzguéis y no seréis juzgados»
(Mt 7,1). Más aún, pide esta actitud cuando se trata no sólo de un juicio, sino que lleva
incorporada una agresión a la integridad moral y física de las personas. La
desproporción resulta tan grande que parece impensable poder conciliar un ajuste de
cuentas con la propuesta de perdón que proviene de Jesús.
Éste era el desafío que enfrentaba la visión tradicional de la religión judía
encarnada por el Sanedrín, los escribas y los fariseos con la visión de quien era capaz de
decir que se cumpliría hasta la última letra de la ley, porque no había venido a abolirla,
sino a darle su cumplimiento. Jesús había dicho: «si vuestra justicia no es mayor que la
de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). Con ello,
está pidiendo una justicia de mayor calidad, lo que significa recuperar la centralidad de
la voluntad de Dios afirmando la primacía del amor. Éste es el núcleo del Evangelio que
nos lleva a la conciencia de ser cristianos, lo que equivale a la convicción de ser «hijo
de Dios, plenamente amado por Él» y «portador del Amor hecho perdón hasta el
extremo».
La mirada de Jesús es una mirada que salva, y con ella, una pregunta que en
esta ocasión va dirigida a una mujer. En otros momentos se había acercado a un ciego
de nacimiento, a un paralítico, a diez leprosos, a una samaritana, hechos que le habían
provocado una situación de conflicto porque cualquier gesto en favor de un marginado
significaba una oposición declarada a unas tradiciones sagradas. Igual que los
marginados, Jesús es acusado por los jueces de turno, implacables, señalando con el
dedo el pecado en nombre de la ley, levantando las manos cargadas de piedras para
descargarlas implacablemente sobre la persona pecadora.
Esta vez es Jesús el que se acerca a la mujer acusada de adulterio. Pero es
importante que, para situarnos ante la pregunta de Jesús, hagamos rodar la escena en
torno a la mirada. La de los judíos: saturada de rabia, rencor e intolerancia. La de la
mujer: inundada por el dolor, el arrepentimiento y la afrenta pública. La de Jesús: llena
de proximidad, de amor misericordioso y perdón. Por otra parte, la actuación humana
es, a menudo, implacable e intransigente. El delito es evidente; los testigos, presentes;
las piedras en las manos y la ley que manda matar. Una buena oportunidad para poner
una trampa a Jesús, como tantas otras veces, para ver si escapa de ella: «Y tú, ¿qué
dices?» (Evangelio). La pregunta es para tentarle y poderle acusar.
Jesús, que es un hombre libre, opta por una comprensión profunda de las cosas,
poniendo en primer lugar la dignidad de la persona humana y la igualdad entre el
hombre y la mujer (cf. CDSI, 145-147). Éste ha sido siempre el pensamiento social de la
Iglesia. En este caso que nos presenta el Evangelio, Jesús no ve a una pecadora a quien
condenar, sino a una mujer a quien amar, perdonar y salvar. Esta es la grandeza de
Jesús y la grandeza que nos pide a nosotros, los cristianos y a la Iglesia a la hora de
actuar. En desacuerdo total con el pecado, pero tendiendo siempre la mano al pecador.
Ante el griterío de los acusadores, hemos de contemplar el silencio de Jesús y
sacar conclusiones. El silencio de Jesús es más fuerte que todos los gritos y acusaciones.
Dice Juan en el evangelio que «Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo».
El silencio de Dios se hace revelador. Inclinar la cabeza, como ella, y callar: es la
solidaridad con el pecador compartiendo su situación de postración para sacarlo del
pecado y liberarlo desde el amor. A veces ante los gritos, las acusaciones y la venganza,
optar por el silencio y tratar de reconducir toda la escena dramática que se produce,
puede llegar a ser una buena noticia. También está en nuestra mano hacerlo.
Sin embargo, ha de llegar el momento de la decisión y del desenlace. Jesús habla
y habla claro; pero lo hace con un lenguaje interpelador, no hiriente ni insultante. No se
suma al griterío acusador ni se dirige a la mujer sumándose al complot condenatorio, ni
siquiera con otras palabras. Jesús dice en nombre de Dios lo que piensa: «El que esté
sin pecado, que le tire la primera piedra» (Evangelio). Es la afirmación más contundente
que se ha podido escuchar contra la pena de muerte. Tenemos que aprender de esto.
Jesús ha desbloqueado una situación difícil mostrándonos una manera de actuar a la que
no estamos acostumbrados. Nos enseña una pedagogía diferente que quiere ayudar a las
personas a entrar en razón y a repensar las propias actitudes antes de atreverse a emitir
juicios severos contra los otros. El espacio y el tiempo parece que se ensanchan y las
personas recuperan el aliento. Es el Espíritu de Dios que entra en nuestros corazones y
nos ayuda a respirar a su ritmo y, con su aliento, nos hace abandonar antiguos rencores.
Por ello, nos dice también hoy: «¿No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo;
mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando ¿no lo notáis?» (1ª lectura).
Como en toda relación de amor limpio, las palabras sobran. La mirada, el gesto,
el silencio, la interpelación, han transformado los corazones. Las palabras finales sólo
ayudan al reconocimiento del amor infinito de Dios, como en el sacramento del perdón:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿ninguno te ha condenado?» Ella contestó:
«Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante, no
peques más» (Evangelio). El perdón implica la conversión. Es lo que Jesús pide a cambio.
Tenemos mucho que aprender. Quizá nos sentimos identificados con todos los
papeles de quienes han entrado en escena. Unas veces nos sentimos acusados,
maltratados, calumniados, como la mujer pecadora; otras veces somos nosotros los
acusadores implacables a gran escala o en pequeños detalles como los maestros de la ley
y los fariseos. Pero sobretodo, intentemos que en muchos momentos nuestra actuación
sea como la de Jesús: mirando a los demás con una mirada limpia, acogedora,
salvadora, que ayude a recuperarlos y los haga felices, porque habrán descubierto que
Alguien les quiere. Nos habremos convertido en «sacramento», en signo visible del
amor de Dios. Así, nuestro seguimiento del Señor nos hará decir como San Pablo: «todo
lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor» (2ª lectura). En la Eucaristía, este conocimiento se hace encuentro real con Él,
para poder existir en Él. Con Cristo, nuestra vida recupera su verdadera dimensión.
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