… Fernando, que ardía sin tardanza por colorar su lança en turca sangre. Garcilaso de la Vega, Al duque d’Alva En los reinos de la península Ibérica, los años centrales del siglo xv serían recordados durante mucho tiempo como un periodo de interminables alteraciones. Cierto cortesano de la época habló de «los escuros e turbados tiempos que en Castilla acaescian». Los cronistas encontraban poco que elogiar en los reyes que gobernaban en aquel tiempo o en los nobles que sacaban provecho de la anarquía reinante. Las tierras de Castilla, que ocupaban dos terceras partes de España, fueron las que más sufrieron los conflictos de sucesión. El monarca Enrique IV, que reinó entre 1454 y 1474, era un hombre modesto y cultivado pero incapaz de controlar las ambiciones de sus nobles o los complots de su hermanastra Isabel, que acabaría por sucederle. Durante los últimos años de vida de este rey, la lucha por el poder aumentó. Por otra parte, el soberano del vecino Portugal envió pequeños ejércitos para hacer presión en favor de sus demandas y en el principado de Cataluña estalló una rebelión contra el monarca. Para muchas familias nobiliarias españolas la mejor protección consistía en permanecer armadas y aliarse en el momento oportuno con los señores más poderosos. En opinión de un cronista, los problemas eran una hidra de innúmeras cabezas a la que no era posible someter: 'Ca acabado de pacificar e de sosegar un fecho, nascian e recrescian luego otro y otros, en grand muchedumbre'. La paz llegó por fin en 1476, año en que todos aceptaron a Isabel como reina de Castilla. En 1469, cuando todavía era princesa, se había casado con Fernando, el joven príncipe de Aragón, en un momento decisivo de las guerras civiles. En 1476, la paz llegó también a Cataluña, de donde Fernando era el nuevo monarca. Isabel y Fernando reinaron de forma separada sobre sus reinos de Castilla y Aragón. Años más tarde, recibieron del papa el título que a partir de ese momento emplearon con orgullo, el de 'Reyes Católicos', pero quien en verdad ostentaba el poder en sus dominios eran los nobles, cuyo apoyo a Isabel había decidido el resultado del conflicto. Poco después de la muerte de Enrique IV, la mayor parte de los nobles de Castilla decidieron que les convenía más apoyar a Isabel que a la joven hija del rey, Juana, a quien el monarca había dejado como heredera. Entre aquellos que optaron por esta opción se encontraba el conde de Alba de Tormes. Alba era una localidad pequeña y modesta situada a orillas del río Tormes, a 15 kilómetros de la ciudad de Salamanca. No existen cifras fiables que nos permitan precisar cuántos habitantes tenía hacia el año 1500, pero sí sabemos que dos siglos más tarde era la tercera ciudad de la provincia y tenía una octava parte de los habitantes de Salamanca. En el siglo xvi, las tierras que pertenecían a Alba de Tormes comprendían en torno a sesenta pueblos más pequeños. Desde 1369, esas tierras eran propiedad de la familia Álvarez de Toledo, cuyo pequeño castillo medieval en Alba fue reformado y transformado en el siglo xvi y convertido en un palacio renacentista de estilo italianizante. A partir de 1439, el jefe de la familia Alba disfrutaba del título de «conde». En 1470, García, segundo conde de Alba, recibió en pago por sus servicios al rey Enrique IV el título de «duque de Alba». En torno a la misma época, las tierras ligadas a la posesión del título fueron agrupadas en un mayorazgo que vinculaba las reglas de sucesión a la propiedad. Cinco años después de recibir su nuevo título, García abandonó al rey y se unió a la causa de la princesa Isabel. Tenía motivos para hacerlo, y es que su esposa, María Enríquez, era hija del almirante de Castilla y hermana de la madre de Fernando de Aragón. De este modo, el duque de Alba vinculaba directamente su suerte a la familia real que forjó los destinos de la España moderna. Alba tomó parte en las batallas de la guerra civil de Castilla, particularmente en la decisiva victoria de Toro de marzo de 1476, que a partir de entonces fue celebrada en las propiedades de Alba como un día de especial regocijo. Los Álvarez de Toledo de Castilla procedían de una sola familia y, por tanto, de un solo apellido, pero hacia el siglo xv formaban ya distintos linajes y habían adquirido diversos títulos -Alba, Oropesa, Villafranca- y fortalecido su considerable poder con matrimonios interparentales. Fadrique, hijo de García y segundo duque de Alba, sucedió a su padre en 1488. Fadrique gozaba, además, de los títulos de marqués de Coria, conde de Salvatierra y Piedrahita y señor de Valdecorneja; que se correspondían con las posesiones más importantes de la familia. El fiel servicio prestado al rey Fernando el Católico reportó sustanciales beneficios a los Toledo. Fadrique estuvo al mando del ejército que se opuso a los franceses en la frontera catalana en 1503 y dirigió las tropas que invadieron y conquistaron Navarra en 1512. Además, desempeñó un papel muy relevante como capitán general del rey en Andalucía, donde se le entregó la posesión de la ciudad de Huéscar (1513) como recompensa a los servicios prestados en Navarra. A su muerte, Fadrique había ampliado los dominios familiares en el valle del Tormes hasta Salamanca y se había hecho con el dominio de grandes franjas de tierra en el norte de Extremadura. Su matrimonio con Isabel de Zúñiga (1480) le bendijo con cinco hijos: García, el primogénito y heredero; Pedro, que más tarde se convirtió en marqués de Villafranca y, en 1532, en virrey de Nápoles; Diego, que obtuvo el título de prior de Castilla de la orden de San Juan; Juan, que llegó a cardenal al servicio del papa; y Hernando, que acabaría siendo comendador mayor de la orden de Alcántara. Su hija Leonor se casó con el conde de Alba de Liste. En todos los sectores donde intervenía la nobleza castellana, la familia Alba ocupaba los cargos más altos e influyentes. Como muchas otras familias nobles europeas, los Alba no tenían más que una obsesión que perseguían con apasionamiento, la de mantener el honor de su casa mediante el servicio a la Corona. La resuelta dedicación de la familia Toledo al servicio público rindió beneficios. Mucho antes del fin del reinado de los monarcas católicos, el duque de Alba, como mayordomo mayor del rey Fernando, gozaba de una posición privilegiada entre los consejeros de la Corona. A la reina Isabel, que murió en 1504, le sucedió en el trono de Castilla su hija Juana (hija también de Fernando). Al poco, el rey se vio obligado a asumir el cargo de regente de Castilla a causa de la inestabilidad mental de Juana. Fernando esperaba que fuera el duque quien le sucediera a él en la regencia, pero el hombre finalmente elegido fue el cardenal Cisneros de Toledo, que se encontraba a la sazón en la cumbre de su trayectoria política. La rivalidad existente entre Cisneros y Alba no menoscabó la influencia de éste. Cuando en 1515, en Aranda de Duero, Fernando redactó su último testamento, el duque se encontraba entre los siete nobles escogidos como testigos. En 1516, Alba se encontraba también junto al lecho del rey moribundo en la villa de Madrigalejo. El poder de la familia, sin embargo, no se limitaba a Castilla. También mantenía sólidas posiciones en los dominios de la Corona en el Mediterráneo. La influencia de los Toledo en Italia se derivaba enteramente de los fructíferos esfuerzos del rey de Aragón por consolidar allí su poder. La familia de Fernando, los Trastámara, había gobernado en el pasado el reino de Nápoles y aún conservaba el título y la posesión del reino de Sicilia. En las guerras que Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, su jefe militar, libró en Nápoles en su nombre, Fernando consiguió el control de todo el reino. El sagaz monarca había tomado la decisión de forjar una sólida cadena de alianzas y, entre tanto, de aliarse con las familias más importantes de la Italia central y del sur, creando 'una densa trama de intereses, reclamaciones feudales y expectativas de aumento familiar'. El heredero de Fernando de Aragón fue su nieto Carlos de Habsburgo, el joven duque de Borgoña, que accedió simultáneamente al trono de Castilla (donde su madre, la reina Juana la Loca, fue reconocida como monarca en igualdad de condiciones con él hasta su muerte). Cuando, en 1516, Carlos viajó a España para hacerse cargo de sus dominios, el duque de Alba se encontraba entre los nobles que le esperaban para recibirle en Valladolid y no tardó en ascender de empleo para convertirse en un consejero tan fiel del nuevo monarca como lo había sido del anterior. En marzo de 1519, cuando Carlos convocó al primer capítulo de la orden borgoñona del Toisón de Oro en Barcelona, Fadrique se encontraba entre los pocos nobles castellanos honrados con la investidura de caballero. La familia Alba se comprometió a participar en un destino que no limitaba su alcance al Mediterráneo sino que abrazaba a Europa entera, y es que en 1520 el nuevo rey fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano y tuvo que marchar a Alemania a reclamar su corona. De todos sus nietos varones, Fernando, el mayor, es el protagonista de nuestro relato. García, el hijo de Fadrique, llegó a convertirse en comandante de la flota mediterránea del rey, que habitualmente tenía sus bases en Nápoles y Sicilia. Se casó con Beatriz de Pimentel, hija del conde de Benavente, y tuvo con ella cuatro hijos: Catalina, María, Fernando y Bernardino. Fernando nació el 29 de octubre de 1507 en el convento de la aldea familiar de Piedrahita. García era heredero del ducado de su padre, pero murió en una campaña militar, sin haber vivido lo suficiente para tomar posesión del título. En agosto de 1510, en uno de sus intentos por consolidar sus posiciones en la costa norteafricana, los españoles concentraron en Trípoli, el punto de reunión de la expedición, un total de quince mil hombres al mando de Pedro Navarro, conde de Oliveto, y de García de Toledo. Su objetivo, en apariencia sencillo, era la isla de Gelves (Djerba), que sólo tenía una localidad habitada. Era pleno verano, y el ejército cometió el error de transportar muy poca agua. Aquellos que no murieron de sed bajo el sol africano lo hicieron a manos de los habitantes de la isla. Fallecieron más de tres mil hombres, entre los que se encontraba don García, y quinientos fueron capturados. Otro millar de soldados perdió la vida cuando algunas de las galeras en fuga volcaron. El hijo mayor de García se vio privado de todo recuerdo de su padre. En una sociedad sometida a una violencia persistente, epidemias frecuentes y unas expectativas de vida muy bajas, la pérdida de un padre era una incidencia habitual. Por otra parte, en el caso de Fernando acabaría por desempeñar un papel fundamental en su formación y carácter. Se aferró estrechamente a la familia que le quedaba -su madre y sus hermanos-, pero aprendió a tomar sus decisiones guiándose por su propio juicio. Creció (podemos concluir por el modo en que más tarde desarrolló su personalidad) como un joven introspectivo con una lealtad feroz hacia los de su clase y con una confianza absoluta en el acierto de sus propias resoluciones. No hay, por desgracia, documentos que nos guíen en el estudio de sus primeros años y sólo conocemos los incidentes que sus biógrafos prefieren subrayar. El duque Fadrique quiso dirigir la educación de su nieto huérfano. Fernando iba con él a todas partes. No tenía más que seis años cuando acompañó a su abuelo con el ejército que llevó a cabo la conquista de Navarra. Desde su infancia, la guerra y el choque de las armas se convirtieron en sus entornos preferidos. Sin embargo, aunque creció como un soldado, no se vio privado de los componentes de una vida normal. Pasó sus primeros años sobre todo con su familia en las tres residencias que ésta poseía en Alba, Piedrahita y Coria. Cuando Carlos V abandonó España en dirección al norte de Europa para su coronación como emperador, el duque, a quien acompañaban sus hijos y sus nietos (en realidad toda una casa nobiliaria, porque un cronista menciona a los «hijos y nietos y parientes y criados» del duque), formaba parte de la flotilla que zarpó de La Coruña dos horas antes del alba del 20 de mayo de 1520. No existen testimonios directos sobre el papel de la familia Alba en la actividad del emperador, pero sabemos que permaneció a su lado en todo momento, que formaba parte de su séquito. Fernando tenía ya la edad suficiente para apreciar las maravillas de un continente que no había visto y en el que pasaría la mayor parte de su larga carrera. Su primer contacto con el norte de Europa fue Inglaterra. La tarde del 25 de mayo, los barcos del emperador electo arribaron a Dover, dispuestos a esperar al resto de la flotilla. Cuando los ingleses se enteraron de la llegada de Carlos, se apresuraron a saludarle y le convencieron de que desembarcase. Carlos montó a caballo junto a los nobles ingleses y se dirigió a Canterbury, donde, durante dos días, fue invitado del rey Enrique VIII, casado en aquel tiempo con su tía Catalina de Aragón. Luego, Enrique escoltó a Carlos y a su grupo de vuelta a Dover, donde el rey español reanudó su viaje hacia los Países Bajos. Enrique cruzó el canal de La Mancha poco después y se dirigió a Francia, donde mantuvo su famoso encuentro con el rey Francisco I en el Campo del Paño de Oro. El joven duque de Alba se vio en el centro de un torbellino de actividad diplomática y diversiones. En julio, tan pronto como concluyeron sus respectivos asuntos en los Países Bajos y en Francia, los dos reyes volvieron a reunirse en la frontera de estos países. «Tomando la mano derecha el emperador, fueronse ambos principes juntos a Gravelines, donde Su Majestad dio al Rey de Inglaterra una solemnísima cena la cual y la musica que allí hubo duró hasta que los despertió el día.» Dos días después, y con Enrique VIII como anfitrión, se celebró un banquete semejante en el puerto inglés de Calais. Carlos llegó a Brujas algo más tarde y en otoño toda la comitiva imperial se dirigió hacia el sur, a Aquisgrán, donde, a finales de octubre, el rey español fue coronado emperador del Sacro Imperio Romano en una ceremonia magnífica (que para el joven Fernando debió de resultar inolvidable). Su estancia en Alemania fue muy prolongada. Con toda certeza, fue en este periodo cuando el joven duque aprendió el alemán suficiente para mantener una conversación. Sin duda se encontraba en Worms cuando se celebró la reunión de la Dieta Imperial en enero de 1522 (la Dieta era el parlamento de las ciudades y los príncipes alemanes), pero no hay pruebas de que estuviera presente en la famosa sesión en la que el emperador se enfrentó a un fraile desafiante, Martín Lutero, instigador del movimiento de protesta que llegó a ser conocido por el nombre de 'Reforma'. La familia Toledo se encontraba junto al emperador cuando éste tomó la decisión de regresar a España por la misma ruta que ya habían recorrido tras salir de ella, esto es, a través de Inglaterra. En la tercera semana de mayo de 1522, el séquito imperial zarpó de Calais y desembarcó en Dover, donde el rey inglés los recibió y entretuvo. Una semana después, disfrutaron en Londres de diversos banquetes y torneos medievales y pasaron la fiesta del Corpus Christi en Windsor, donde los dos monarcas emitieron una declaración de guerra conjunta contra Francisco I de Francia. Los españoles, además, se internaron en la campiña y visitaron Winchester. Querían ver la famosa Tabla Redonda a la que, según se decía, se habían sentado los caballeros del rey Arturo. Finalmente el 6 de julio, cuando Carlos zarpó del puerto de Southampton, formaban su gran flota 'ochenta velas, e iban en ellas 6.000 alemanes y muchos españoles e italianos'. Diez días más tarde, llegó al puerto de Santander. Mucho había cambiado el país desde su partida. Durante su ausencia, el emperador había permanecido al tanto de los acontecimientos de Castilla, donde ya antes de su marcha se habían sublevado los Comuneros. Fue un levantamiento de las ciudades principales del norte de Castilla que dejó huella en la nación durante décadas, pero ni el duque de Alba ni su nieto vivieron los agitados sucesos de aquellos años. Hacia 1522, las revueltas habían sido suprimidas y Carlos comenzó a poner orden en su gobierno. En 1526, Fadrique fue nombrado miembro del Consejo de Estado y al año siguiente asistió a la ceremonia bautismal del príncipe Felipe. Desde esta época, la vida del duque se vio irreparablemente dominada por la enfermedad, lo que le obligó a recluirse en Alba de Tormes casi ininterrumpidamente hasta su muerte, que acaeció en 1531. Tuvo al menos la satisfacción de saber que había contribuido de forma decisiva a que aumentasen la influencia y fortuna de su familia, que, en opinión de un coetáneo, se encontraba entre las seis más ricas del reino de Castilla.