CHECK-IN Enrique Herrero Heras DESPERTAR Eran casi las 6 de la mañana del 25 de junio. La radio decía que amanecería en 20 minutos pero él pensó que para entonces los primeros rayos del Sol ya habrían rescatado a la ciudad de su anonimato nocturno. A esas horas a Malik le fascinaba asomarse a la ventana de la planta cuarta en que vivía, otear primero la calle desde de la alcoba, estirarse, sacudirse el sueño de su cuerpo y fijar la mirada en la línea del horizonte de la urbe devoradora; dejar que aquella visión arrastrase sus pensamientos durante unos minutos, pensar qué haría esa jornada, qué le aguardaría, cuánto le daría de si o si encontraría la suerte o la muerte. Era el ritual con que comenzaba los días de su vida, siempre, desde que llegó a España y sólo después de aquella liturgia, cuyos detalles reproducía cada mañana con la precisión de un reloj suizo, abría los cristales y sumergía sus sentidos en el ruido denso del monstruo. En realidad ese ceremonial daba cobertura a una teoría acerca de las metrópolis y sus ritmos vitales que había elaborado en los cuatro años que llevaba residiendo en Madrid. Según esta idea la vida de una ciudad podía medirse por el volumen de los rugidos que salen de sus entrañas, que comienza siempre bajo, alcanza un nivel máximo a mediodía y se apaga al caer la noche. En el momento en que él despertaba Madrid emitía un simple bostezo que incrementaba gradualmente su nivel en apenas un par de horas. Y cuando abría las ventanas para escuchar, en su mente se agolpaban todos los sonidos generados en cualquier punto de la ciudad y acumulados en su particular dejavù diario. Era una vorágine de coches y bocinas, de Metros que echan a andar, de cucharillas de cafés, de emisoras que desgranan a toda prisa los minutos del amanecer con los dedos de la actualidad; de cierres de tiendas, de ambulancias y policías, del tráfico ensordecedor y asfixiante... Todos ellos juntos explotaban al unísono en el aire y creaban la atmósfera sin la cual ninguna metrópolis existía; era el despertador más eficaz, el que nunca jamás fallaba. Daba igual que tuvieses sueño o que no hubieses descansado lo suficiente. Pasara lo que pasara, con aquel ruido implacable la ciudad echaba a andar. Pero ese día Malik había abierto los ojos mucho antes de que sonara el reloj. Ese día era especial para él porque tenía que coger un avión que le devolvería por una semana a su patria, a Utonde, la localidad guineana que le vio nacer y crecer y que había abandonado cuatro años antes en busca de un futuro mejor. Salvo los dos o tres primeros meses, cuando todo parecía ser novedoso, el resto de los amaneceres en Madrid se habían convertido en pura rutina para él. El futuro que andaba persiguiendo no dejaba de cambiar de posición y cualquier empeño por agarrarlo había resultado hasta ahora infructuoso. Ningún trabajo, ningún traslado de domicilio, ningún amigo, nada de eso dejaba rastro del porvenir prometedor que alguna vez pasó por su imaginación. Por lo general se consolaba con la idea de no estar muriéndose de asco, mano sobre mano, junto a sus colegas de la infancia, o también pensando que él era inasequible al desaliento, sobre todo cuando reflexionaba acerca de las tareas que había desempeñado desde que llegó aquí y que habrían resultado desoladoras para la mayoría de los mortales. Había hecho de todo, trabajado de todo, comido de todo, visto de todo y quizás por ello su enorme cuerpo de ébano había forjado en torno a sí una piel resistente como la madera, capaz de soportar condiciones verdaderamente adversas. Pero aquel día habría un paréntesis en su monotonía. Era el momento del regreso y, aunque breve, se merecía un tratamiento especial, como el de un niño en su cumpleaños. Tal vez sopesando que diría hasta luego a Madrid durante un tiempo, alargó su reflexión unos minutos más, perdió su mirada a través de la ventana y el sentido de la realidad y se abstrajo hacia la nada más absoluta. Y sólo cuando el Sol comenzaba a molestar en sus ojos volvió en sí, dio media vuelta y empezó a ejecutar los pasos que llevaba diseñando desde hacía unas semanas. Abandonó su habitación y caminó despacio hacia el aseo procurando no añadir el ruido de sus pisadas a los de la ciudad. El despertador había sonado sólo para él y sus cinco compañeros de piso descansaban aún a la espera del Sol de manta que custodiaba sus jornales; compartir piso con todos ellos generaba ciertos problemas de espacio y ritmos que aquella mañana Malik deseaba evitar a toda costa. Tomarse el despertar con calma era ahora su prioridad y asegurarse un aseo correcto y tranquilo se encontraba en el segundo punto del orden del día. Entró en el baño, cerró la puerta con delicadeza y dejó correr el grifo del agua fría. Pese a lo temprano del momento se barruntaba ya calor para las próximas horas y no era plan de una ducha siquiera templada; además, escuchar el sonido del chorro golpeando contra la piedra, corriendo por las tuberías viejas, era algo que le provocaba cierto placer. Se acercó al espejo, recorrió cada poro de su piel con los ojos y paseó su palma derecha por el rostro despertando así el vello al que poco después segaría la vida. Esbozó entonces una sonrisa porque sintió que aquella mezcla de sonidos, el del agua salpicando y el de su barba en contacto con las palmas de sus manos, continuaba dando forma a un amanecer de manual. Extrajo una cuchilla nueva del envoltorio, se enjabonó los dedos a modo y extendió la crema por la piel. Recreó una vez más la imagen del contraste entre su dermis marrón y el jabón blanquecino y sonrió porque siempre le había parecido divertida la discrepancia entre su piel, morena, y los dientes y la crema, blancos resplandecientes. Cuando acabó de afeitarse volvió a pasar las manos por el rostro pero en esta ocasión para comprobar que estaba tan liso como el espejo en que se reflejaba. Luego comenzó a desvestirse y lo hizo con total parsimonia, dejando caer la ropa al suelo para poder pisar sobre ella. Al final se introdujo en la bañera con la mente puesta por completo en intentar disfrutar de ese instante húmedo a solas a pesar del inconveniente de su tamaño. Malik era un chico enorme y su cuerpo apenas cabía en aquel recipiente pensado más bien para otro tipo de personas. No sólo era su altura, que pasaba del 1,90; es que su genética y los muchos kilómetros nadados en el Atlántico, en las costas de Guinea, habían procurado una suerte de fisonomía espectacularmente voluminosa que no admitía matices. Sus hombros estaban a la altura de un rascacielos; su pectoral era enorme, absolutamente rotundo; sus brazos preciosos, perfectos, tanto que parecían modelados a torno por un alfarero. Desde ahí hacia abajo el perímetro se reducía poco a poco hasta el abdomen, perfectamente definido, sin exageración, y hasta las caderas, finas y tensas. Sus piernas eran inacabables, largas y musculadas, y daba la sensación que sus articulaciones estaban cinceladas con níquel. Aunque nunca se jactó de ello, aunque siempre se consideró a sí mismo como un chico normal, el cuerpo de Malik era increíble; compararlo con el de cualquiera de aquellos con quienes se cruzaba en Metro cada mañana habría resultado insultante. Pues así tal cual era, introdujo primero una pierna en la bañera llena de agua helada, y luego la otra; y tiritó, y castañeó los dientes un poco y dejó sus labios sueltos para relinchar por el frío. Pero antes de arrepentirse dobló las rodillas y sumergió casi de golpe el cuerpo entero dejándose deslizar por la piedra hasta el final, hasta hundir por completo la cabeza. Y comenzó a contar los segundos que aguantaba de esa guisa, con la mirada fija en el techo, la boca sellada y los oídos ajenos al ruido de la ciudad: 5, 10, 20, 30… 38 segundos. Un récord para esas condiciones, con un agua tan fría. Siguiendo con el ritual se incorporó de golpe y enjugó las gotas de su cuerpo primero con sus manos; luego enganchó la toalla más grande que había en la casa y empezó a secar su piel sin ninguna prisa. Salió de la bañera y se perfumó con sencillez a base de agua de colonia de bebé, como siempre hacía, porque le encantaban los olores dulzones y suaves. Secó sus pies en la alfombra y, sin hacer demasiado ruido, puso rumbo a la cocina. De cualquier manera aquel juego no era lo más importante ese día sino poder convertir cada uno de los instantes en momentos para disfrutar y dar forma así a una jornada especial. Regresar a Guinea tenía el sentido de poder ver la poca familia que le quedaba allí - su hermana Teresa y los hijos de ésta - pero para él significaba que ellos podrían dejar de llorar por su suerte al menos durante una semana. Significaba que le verían vivo, entero y sano, y reirían y se alegrarían por ello. También implicaba la contrapartida de aguantar las preguntas sobre las formas de vida aquí y posiblemente que intentaran persuadirle para que no regresase nunca más a España, aunque ese arsenal de admoniciones no parecía un peaje demasiado elevado si a cambio conseguía recuperar en unos días parte de los años perdidos. Pero no quería que las cosas salieran mal durante el reencuentro y por eso había pasado las últimas horas en Madrid cavilando la manera en que respondería los interrogantes que pudiera plantearle su hermana. Lo más probable es que no llegase nunca a contarle toda la verdad pero si se viese obligado trataría de edulcorarla para hacérsela tragar mejor. Eso implicaba multitud de riesgos pues Teresa no era no era estúpida. Había acabado con su marido percutiendo su corazón a base de veneno sin que nadie se percatara de ello, y no caería en la trampa de creer que la vida en España para su hermano era como un cuento de hadas. Malik debería suavizar ciertas aristas, esconderle algunos detalles y modificar pequeños elementos que estaban aún en su contra pero sin pasarse. Pensó que no le diría lo de los cuatro meses trabajando sin cobrar en la M-30, ni tampoco su breve estancia en la comisaría de Carabanchel, donde fue conducido por practicar el top manta. No le hablaría de las miserias que cenaba en ocasiones, aunque podría contarles a sus sobrinos algo acerca de los coches que circulan por las calles o de los centros comerciales y sus luces de neón. Posiblemente así distraería la atención de su hermana durante un rato, el suficiente como para pasar las veladas sin demasiados compromisos. Toda aquella reflexión le había dado el apetito del Polifemo así que entró en la cocina y se sirvió un desayuno contundente. De lo poquito que España le había concedido casi como un favor estaba poder comer fruta todas las mañanas, fruta fresca, bastante buena y no demasiado cara. La noche anterior había estado comprándola en el puesto de Yusuf, un turco con el que había trabado amistad en apenas seis meses y que siempre le reservaba las mejores piezas. Ataviado con la toalla en la cintura se sentó de espaldas a la ventana de aquella minúscula habitación, cruzó sus piernas y empezó a dar cuenta de dos plátanos, dos naranjas y un tazón de fresas con leche. No contento ni saciado con aquello se sirvió otro tazón de leche, que condimentó con todos los cereales que cabían en él y con un par de magdalenas que andaban huérfanas. Sí. Definitivamente, aquel sería un día especial para Malik. Al terminar de mascar perdió su mirada en el reloj e irguió su cuerpo para sacar el aire que había entrado con tamaña vianda. Así sentado notó los gases subir con rapidez hacia su cuello y finalmente soltó un eructo seco y silencioso. Y sonrió. Sonrió al principio pero aquello le pareció tan placentero que acabó por descojonarse él solo de la situación, recordando que de haberlo hecho acompañado de sus amigos hubiera comenzado entre ellos una ración de golpes en la espalda y risas sin descanso, aderezadas con los sonidos guturales propios de unos cuantos negros sorprendidos por el mal gusto. Sin abandonar la carcajada se dirigió al salón donde la noche anterior había dejado la ropa perfectamente planchada y perfumada. Se trataba de un pantalón de lino beis que combinaría con una camisa negra, también de lino, tan impecable como sus dientes blancos y que conjuntaban con sus sandalias nuevas de cuero, sencillas y grandes. A Malik le encantaba el lino porque al deslizarlo por la piel su tacto le recordaba las caricias de una mujer que hacía tanto no sentía. Se situó frente al espejo de la entradita y encendió la luz para ver mejor. Abrochó los botones despacio y dejó los dos de arriba sin cerrar, sugiriendo a la imaginación de los demás su potente torso; sacudió y estiró sus brazos como si estuviese probándose un traje aunque la camisa sin mangas no daba para tanto. Sería que el día requería gestos grandilocuentes y aquella forma de atusarse proporcionaba sensaciones de importancia. Se descalzó de nuevo para no crujir la madera del suelo y se encaminó al pequeño cuarto que servía de trastero en el piso, una habitación minúscula que daba cobijo a casi cualquier objeto extraño que perteneciera a alguno de los cinco amigos. No disponía de iluminación natural y la bombilla se había fundido semanas atrás sin que nadie hubiese tenido desde entonces los santos huevos de cambiarla. Pero Malik sabía lo que quería y sabía dónde encontrarlo: tanteó con las manos la posición de los objetos que habitualmente estaban por allí tirados y entre medias de dos bolsas llenas de relojes de imitación encontró una maleta pequeña de color naranja, que distinguió del resto de bultos por la dureza de sus tapas y porque su peso daba cuenta de la multitud de regalos que llevaba para sus sobrinos y su hermana. Pero pese a todo la enganchó en volandas como si en vez de regalos llevase papel y recorrió el pasillo con ella hasta la puerta sin dejar que las ruedas tocasen el suelo. Al agarrar el pomo giró su cabeza de nuevo hacia el espejo del vestíbulo y con su voz grave sugirió a la imagen reflejada: - Hoy puede ser un buen día para vivir. ESTRÉS Las pilas del despertador caído habían desaparecido debajo de la cama y no era el momento de pararse a buscarlas. Marc maldecía el ruido que él mismo había generado porque al tantear con su mano para encontrar el reloj y detener de cualquier manera su sonido martilleante lo había desplazado por los aires, hacia el suelo, y lo que venía a continuación amenazaba con cortar sus mejores sueños. Lo sentía sobre todo porque al caer habían despertado a Pamela de manera súbita y sabía que aquellos amaneceres inesperados anunciaban mosqueo y día complicado casi con total seguridad. En efecto, la primera palabra que escuchó de su esposa fue un sonoro joder, que creó eco en su cabeza y le hizo a él repetirlo con igual intensidad pero diferente sentido. El joder de Pam venía a significar algo así como ya estamos otra vez, como siempre, mientras que el de Marc era una mezcla entre ya la he jodido, ya está esta tía y menuda forma de empezar precisamente hoy. Ambos resoplaron muy bajito, lo suficiente como para advertir al otro pero sin llegar a irritarle en demasía. Eran los primeros minutos y bastaba simplemente con marcar las intenciones. Aunque hacía unas horas que habían estado follando intensamente, por sus gestos cualquiera diría que apenas si se conocían entre sí. Desde un tiempo a esta parte hacer el amor no era para ellos la sublimación de un deseo sino más bien la enajenación de algunas de sus frustraciones. Lo cierto es que eran bastante buenos en eso, casi malabaristas del sexo, y al contrario de otras parejas que finiquitan una pelea con un buen polvo, ellos habían llegado a un punto en el que después de la pelea se sentían ajenos y aquello multiplicaba por diez el placer de hacerlo porque era como hacerlo con alguien nuevo. Pero al amanecer esa mañana no había aún peleas, ni ganas ni tiempo para un revolcón así que después de unos burocráticos buenos días comenzaron a preguntarse por la lista de las tareas que habían de solucionar antes de dirigirse al aeropuerto. Como casi siempre en las vísperas de un viaje habían resuelto no dejar nada para última hora pero a la vista de lo que quedaba por delante aquello no fue sino una quimera más. Y cuando se percataron que de lo que les faltaba por hacer entonces la conversación empezó a escribirse con mayúsculas agitadas. Atravesaron reproches muy duros entre ellos, tan duros que las explicaciones, justas en ambos casos, rebotaban entre los insultos y se partían en mil añicos cuyos filos horadaban más y más su relación. Marc era ingeniero; un tipo listo y ácido, tan brillante en su trabajo como frío en sus relaciones personales. Había hecho de su profesión y de su inteligencia los ladrillos del muro que nadie podía escalar nunca, en la creencia de ser superior a los demás y toda su personalidad estaba al servicio de su arrogancia y vanidad. Quizás por ello, para no dejarse ver ni exponerse demasiado a alguien que pudiera descubrir sus fallos, Marc estaba obsesionado con la idea de trabajar de Sol a Sol y si podía, de paso, ganar mucho dinero porque con él cimentaba su imagen de chico triunfador. Prefería derrochar su vida entre planos y proyectos que aprovecharla cultivando su espíritu, que a esas alturas no se llenaría más. Hablaba poco y cuando lo hacía no dejaba de tratar asuntos absolutamente superficiales; le gustaba su coche, su casa, sus amigos y el Real Madrid; vestir bien y estar acompañado de una chica guapa – e inteligente – como era Pam. Pero de ella no esperaba más que quedara bien a su lado; que no desentonase en las fiestas de empresa y que se ajustase a sus cánones de estética femenina, arreglada, sofisticada, moderna y urbana. A fuerza de vivir juntos Pamela había ido esculpiendo su imagen observándose en el espejo de Marc. Ella era más intuitiva y sensible y con diferencia bastante mejor persona pero eso no le libró de enamorarse de él porque incluso los inteligentes y las buenas personas cometen errores comunes. Cuando le conoció, a los 17 años, le preocupaban más los asuntos de los demás que los suyos propios; por aquel entonces disponía de un alma honda que fue apartando de sí a medida que unía su vida a la de Marc. Primero fueron sus aficiones, luego sus amigos y, finalmente todo rastro de las inquietudes que en un tiempo la movieron. En sus años jóvenes le preocupaba bastante poco la moda; vestía informal pero su sencillez dibujaba elegancia a cada paso que daba. Tampoco le interesaba el dinero o la seguridad económica en el futuro; su intención era cursar educación infantil y luego opositar para dedicarse de lleno a los niños. Pero conoció a Marc y quizá porque él era diametralmente opuesto a ella le picó la curiosidad el conocerle un poco más; quizá por eso, quizá porque todo el mundo comete errores comunes o quizá porque, estando más preocupada de los problemas de los demás, entendió que aquel muchacho altivo necesitaba ayuda y ella podría prestársela. Y sin saber cómo acabó perdiendo su personalidad y adoptando la que él le daba a ratos sí y a ratos le quitaba. De informal pasó a sofisticada; cambió los Kicker´s por Manolo´s, el vaquero campana por minifalda ajustada y los largos paseos los daba ahora montada en el coupé recién estrenado. Abandonó la idea de la pedagogía y se centró en las ciencias económicas para ser auditora de empresas; ya nadie la llamaba Pamela, como había sido siempre. Con la excepción de su familia, ahora todos los que la llamaban hablaban de Pam. Pero Pam o Pamela en ese instante daba igual; sin calentamiento previo los malos modales producto de años de infelicidad en su matrimonio afloraban sin posibilidad de remisión. Apartó la sábana con el brazo, abandonó aquel lecho infructuoso de un salto y se encerró en el baño con la intención de tomar una ducha rápida, pero incluso esa necesidad cotidiana se vio frustrada porque el agua caliente no acababa de llegar. Tecleó la bañera con sus uñas de manera alternativa, esperando que por fin saliese vapor, se acordó del refrán que dice vísteme despacio que tengo prisa y calculó que en el tiempo que estaba tardando, Marc ya debería haber hecho la cama y recogido los enseres de la alcoba. Pero el agua caliente seguía sin salir de la cañería así que decidió resolver ese contratiempo aunque fuera golpeando la caldera. Le ofuscaba el poco tiempo disponible para preparar las maletas y que hubiera que soportar este tipo de inconvenientes impropios de una casa tan pija como esa. Salió del aseo con la determinación de expulsar su ira a golpe de exabrupto mientras recorría los pasillos hacia la terraza pero fue detenida en seco por Marc, que había calculado de manera inversa que en el tiempo empleado para hacer la cama y recoger la alcoba, Pam ya se habría duchado. Por lo general una situación como esa hubiera sido el detonante de una discusión de sordos en la que se recriminarían la impaciencia por terminar antes de haber comenzado. Pero en ese instante se hizo la excepción quizá porque era el primer día de la semana de vacaciones que ambos habían tomado para viajar a Nueva York y enderezar su relación. Aunque habían visitado en alguna otra ocasión la capital del mundo ésta tenía algo de intrigante porque sería la última si finalmente no eran capaces de arreglar sus desavenencias. Pamela lo había planteado como un ultimátum: si no salía bien no habría retorno o, mejor dicho, cada uno haría el suyo por su lado. Durante años ella había estado cediendo parcelas de intimidad, día a día, situación tras situación, y ahora el control la convivencia pertenecía casi en todo a Marc. Pero hacía un par de meses que decidió retomar las riendas, amotinarse hasta gobernar de nuevo los mandos y virar por completo su existencia. El primer bandazo consistía en recuperar las sensaciones que vivieron en su luna de miel en la ciudad de los rascacielos y a esta tarea se había dedicado ella de manera meticulosa en las últimas semanas. No escatimó en detalles caros; viajarían en bussines, se alojarían en el Astoria y cenarían una noche en Masa. A todo esto Marc dijo que sí pero mientras ella creía que su aquiescencia se debía a un intento por salvar la relación, en realidad ocurría que a él le hubiera parecido igual de bien viajar en low cost, alojarse en un B&B y cenar perritos y hamburguesas. En los últimos días de preparativos, mientras ella hablaba y hablaba sin cesar, ilusionada, y le contaba los pormenores del viaje él daba vueltas en su cabeza a los planos de una obra que no acababan de cuadrar, y aunque su boca asintiera su mente sólo hacía que recordarle que cuanto antes partiesen antes regresarían de aquel estúpido viaje. Pero llegado el día él trató de relajarse y disfrutar porque tampoco había otra salida que aquella y por eso estrechó fingidamente a Pam entre sus brazos y le dijo: - No pasa nada, cariño. Seguro que hoy todo nos sale a pedir de boca. Verás qué bien nos lo vamos a pasar estos días. Y le soltó un beso en la frente que a Pam le supo a condescendencia insoportable. ¿Cómo podía saber él que se lo iban a pasar bien si no había movido un dedo para programar nada del viaje? ¿Cómo podía saber él que se lo iban a pasar bien si aún no habían salido de casa y ya estaban mosqueados? ¿Cómo no sabía él que ella atravesaba la máscara hasta llegar a su lado más hipócrita y descubría un día sí y otro también que detrás no había sino un vacío irrecuperable? Por dentro pensó que sólo eran palabras huecas que aunque hieren al ser pronunciadas sin embargo no ajan a quien las reciben. Así que ella también se contuvo porque no estaba dispuesta a arruinar su viaje a las primeras de cambio y le explicó tan suavemente como pudo el problema de la caldera y del agua caliente. Marc se dirigió a la cocina para ver qué era lo que ocurría y tras examinar el calentador entendió que tal vez Pam no había esperado lo suficiente pero se abstuvo de emitir su juicio en alto dado que hacerlo habría encendido no la llama de la caldera sino los ánimos de su mujer. Y resolvió mentirle y decirle que había perdido presión y que por eso no llegaba el agua caliente mientras para sí deseaba que aquel fierabrás improvisado sirviera para algo. Para ganar tiempo se duchó él primero, con agua fría, claro, porque el problema no era ese que había inventado sino cualquier otro que no acertaba a adivinar. Pero la suerte vino a echarle una mano porque cuando ya concluía con su baño el agua comenzó a coger temperatura, momento que aprovechó para avisar a Pam y decirle que se metiera rápido en la bañera, no fuese que aquel golpe de suerte se esfumara tal cual había llegado. Se asearon finalmente juntos y rápido, sin tiempo para concesiones ni alegrías. Primero salió Marc, se secó a toda pastilla y empezó una actividad frenética recogiendo trastos y poniendo un poco de orden en todo el equipaje que deberían llevar a los Estados Unidos. Sacó algunos de los bultos al vestíbulo sin pararse a revisar si se hallaban completos o no; tan solo comprobó que estuviese dentro una mochila vacía que traerían hasta arriba de prendas de algodón americano, pero del resto ni rastro de preocupación. Lo que sí hizo con cuidado fue preparar la bolsa de los dispositivos electrónicos, la última generación de todo tipo de cacharros, los más pequeños, los más potentes, casi los más exclusivos: móvil táctil, I-Pod y una potente cámara reflex más todos los cargadores, que introdujo, numerándolos, en una bolsa que simulaba fibra de carbono en el exterior. Esa la llevaría fuera del equipaje facturado, cerca de sus manos, porque en ella viajaría también la documentación, los billetes del vuelo y la cartera con el dinero y las tarjetas de crédito. Pam, entretanto, acababa de secarse el pelo y se encontraba inmersa en la tareas del maquillaje y el arreglo de las que renegaba cada día más. No dejaba de pensar que algo fallaba si para coger un vuelo le resultaba imprescindible salir impecable de casa pero lo cierto es que tenía ya una maña increíble con aquello y no se demoraría ni cinco minutos más. De hecho, aprovechó que se alisaba el cabello para retornar a su sitio los botes de champú y gel que habían utilizado en la ducha, hacer un gurruño con la ropa interior y echarla en el cubo a sabiendas que permanecería allí al menos una semana, hasta el regreso. Cuando terminó recogió el alisador, se atusó el pelo y salió disparada a la cocina. Abrió la nevera y enganchó un zumo anticalórico y leche de soja; del armario de la despensa escogió los cereales con fibra y titubeó durante cinco segundos si aderezarlo todo con un bollito dietético o dejarlo correr. Sin el bollito se encaminó al salón para acompañar a Marc en el desayuno, que había dado comienzo escasos minutos antes. Mas cuál sería su sorpresa cuando observó que Marc no hacía ni caso a lo que engullía, absorto como estaba revisando en el portátil los correos que la empresa le había enviado a última hora. - ¿Has terminado con lo tuyo?, preguntó. - Ujú, respondió él sin abrir la boca. Pam intuyó que Marc había querido decir que sí, aunque dudaba mucho si en realidad le estaría haciendo algún caso. Y lo dudaba porque él se introdujo el trozo de bizcocho en la boca y lo sujetó sólo con los dientes con el fin de liberar las manos que rápido comenzaron a teclear. Aquella imagen dibujó en ella un rostro que mezclaba sorpresa, indignación e incredulidad ante la idea de que él hiciese tan poco caso al viaje que ahora comenzaban; un rostro lleno de furia que no debió pasar desapercibido para Marc, porque ipso facto dejó de mirar la pantalla y atendió de lleno a su mujer, aunque esa maniobra, además de repetida, llegaba ya un poco tarde. Y como de perdidos al río, volvió de nuevo a los mensajes que le entraban y siguió respondiendo aquellos que le parecieron más urgentes sin reparar en que los que Pam le enviaba eran sin duda los más importantes. Ella meneó la cabeza con rabia hacia los dos lados y escribió así en el aire el gesto de la negación, en realidad un sucedáneo del que debería ser, el de la indignación y la frustración que le provocaban situaciones como aquellas. Dio media vuelta y terminó de comer en la cocina, sentada de espaldas a la ventana por la que entraba la luz; allí comenzó a divagar, a dejar de lado el viaje o parte del viaje y de los motivos que a él le habían llevado y comenzó a planificarlo para ella, a su gusto y antojo, según sus criterios y sus intereses. Cancelaría algunas de las excursiones programadas y se dejaría tiempo para ella sola; visitaría sola lugares menos románticos y posiblemente mucho menos emblemáticos, pero seguro más entretenidos. Y pasearía por las calles de Nueva York sin reparar en sus pasos ni tampoco en lo que dejaría atrás con cada uno de ellos. Por estos pensamientos, cuando Marc entró en la cocina encontró a Pam sonriendo suavemente, con los ojos ligeramente humedecidos por sus divagaciones, y no dio crédito a lo que sucedía. Minutos antes ella lloraba por la rabia y ahora no era capaz de quitar la sonrisa de sus labios. Y así, mientras enjuagaba los cacharros y los apilaba en el secaplatos pensó que su mujer estaba algo loca. CAMINO Malik bajó las escaleras del pasillo más despacio que de costumbre; aquel edificio era un inmueble antiguo construido a base de yeso y madera, vidrio y forja, que no había sido remodelado prácticamente desde que se erigió. Sus paredes reflejaban el paso del tiempo igual que los rostros de algunos de sus inquilinos, los que aún sobrevivían de aquellos que lo inauguraron. La mitad de los pisos los habitaban personas ahora mayores, los jóvenes que emigraron del campo a la ciudad tras la Guerra Civil y que dieron con sus espaldas en aquellos pequeños cuchitriles en los que reposar las ánimas después de las interminables jornadas de trabajo a las que les sometía la dictadura. La otra mitad de los pisos la ocupaban chicos como Malik, inmigrantes también, venidos de la miseria también, apaleados también por las interminables jornadas de trabajo que les infligía ahora el nuevo capitalismo democrático. Aquel edificio, y otros tantos como él de alrededor, parecían haber sido construidos para albergar seres inanimados cuya única misión consistía en trabajar de Sol a Sol y de no ser por las pequeñas alegrías cotidianas, que pintaban las paredes de colores vivos y mantenían el cemento incorrupto, se hubiera derrumbado ya corroído por la pena que rezumaban las vidas perdidas entre el sacrificio y el esfuerzo. Durante medio siglo habitáculos de no más de cincuenta metros habían estado cobijando las intimidades de decenas de familias obreras, sus deseos inacabados y la esclavitud de tener que malvender su tiempo a los tiranos que les permitían mantenerse con vida. A fuerza de observar esta rutina demoledora el edificio había adquirido la idiosincrasia propia del emigrante; dentro de él Malik tenía la sensación de encontrarse en las entrañas de un vejete adorable que cuidaba y mimaba como podía a otros tantos como él hasta el punto de crear un ecosistema específico, original, sólo comprensible si se labra día a día el sentimiento de pertenencia al grupo de los desharrapados. Malik era uno de ellos, igual que Julián y Socorro, que habían llegado a Madrid en el 43 desde Toledo huyendo de la muerte y la pobreza y ahora ocupaban el piso contiguo al suyo. Se acordó de ellos mientras cerraba la puerta porque la noche anterior estuvieron de cháchara un rato en la corrala, mitigando el calor con una cerveza en la mano y una conversación intrascendente en los labios. Había sido una charla agradable, en chanclas, pantalón corto y camisa de raso, con los antebrazos apoyados en la barandilla de la corrala y la cabeza asintiendo constantemente, hubiera razón o no, se estuviese de acuerdo o en franca contradicción. Pero aquello entusiasmaba a Malik más que nada en esta vida; la posibilidad de mezclarse de manera honrada con sus semejantes, sentir que orígenes extraños y absolutamente ajenos entre sí les habían hecho compartir vivencias idénticas. Encontrar seres prácticamente iguales a él y desnudar su conciencia por completo delante de ellos, poder mostrar la cotidianeidad tal cual él la iba interiorizando, sin matices, sin temor a ser estigmatizado por ello. Como si de una escena de humo se tratara, Malik atravesó esa última conversación mientras arrastraba la maleta repleta de sueños. A esas horas, madrugadoras aún, no había vecinos en la corrala pero a medida que avanzara la mañana sus pasillos se llenarían de vecinas, mujeres bulliciosas y tranquilas que comentarían los pormenores del día anterior o los augurios sobre el siguiente. Y seguro que Socorro contaría a las demás que unas pocas horas antes había estado departiendo tranquilamente con Malik. Porque era un chico querido dentro de la comunidad. Querido hasta el punto en que alguien como aquellas mujeres podían querer a alguien como Malik, en un ámbito en el que el cariño se funde de manera inexorable con la lástima de observarse uno mismo en el espejo del tiempo. Ni Malik ni sus amigos originaban molestias para sus vecinos. El piso estaba al corriente de todos los pagos, no eran chavales ruidosos y rara vez se les veía llamar la atención. Eran sumamente discretos tal vez porque así agradecían cada mañana que la vida les permitiese seguir adelante un día más. Bajar las escaleras despacio suponía no provocar eco con sus grandes sandalias de cuero negro. Ni había despertado a sus compañeros ni quería que vecino alguno notase su presencia. Recorrió el pasillo bajo y abrió el portal que le sumergía en el ruido inmenso del centro de la ciudad. Su primer paso le dio de bruces con la realidad de la urbe, pues nada más pisar la acera una inmensa nube de humo negro procedente del 34 le sacudió en sus grandes narices e hizo que perdiera parte del encanto que tanto esfuerzo le había costado llevar consigo ese día. Atravesó la calle y se apostó en la parada de enfrente para enganchar en dirección contraria el mismo 34, que habría de llevarle hasta Nuevos Ministerios para enlazar allí con la línea 8 de Metro hasta el aeropuerto. La parada estaba atiborrada, para variar. Con tanto esmero en su cuidado personal el tiempo había volado y la hora punta se había echado encima como siempre con su velocidad silenciosa. Llena la parada, lleno el bus, apenas si quedaba espacio para la maleta, que tuvo que colocar entre sus piernas. Aquella postura no era todo lo agradable que hubiera deseado y empezó a arrepentirse de no haber tomado un taxi, aunque en seguida recordó que esto le hubiera supuesto un desembolso económico demasiado grande en relación a su maltrecha capacidad. En cualquier caso se conformó pensando que le gustaba viajar con estrechez o tal vez es que a fuerza de verse obligado a hacerlo así a lo largo de su vida le había terminado cogiendo el tranquillo. Le resultaba curioso que en las ciudades, donde las personas son casi siempre anónimas para las demás, existieran espacios tan intensamente compartidos. A Malik le chocaba el que cientos de ajenos entre sí estuviesen pegaditos los unos a los otros dentro del transporte público, como si les fuese la vida en ello. Le hacía gracia pensar que cualquier alienígena que visitara nuestro planeta se llevaría seguramente una impresión equivocada al respecto de nuestras relaciones sociales, pues tal vez concluiría que los humanos son seres afectivamente muy cercanos los unos de los otros aunque casi seguro se preguntaría por qué razón ese exceso de roce no se convertía con mayor frecuencia en algún tipo de cariño. Por si entraba algún marciano en ese momento y realizaba una inspección visual, Malik dejó caer sus ojos en la chica que ocupaba el medio metro cuadrado contiguo al suyo. Y lo hizo mientras esbozaba una sonrisa tan pícara que a ella no le quedó más remedio que inquietarse, intrigarse e interrogarse por dentro acerca del significado de aquellos ojos. Ella era rubia y de pupilas claras, bastante delgada y ciertamente alta. Vestía informal, con sandalias blancas de tiras, falda ancha violeta, algo tableada por los bajos y suéter blanco con mucho escote. El pelo lacio como hilos de oro y recogido con una coleta alta, que parecía la crin de un caballo recién cepillada. En los brazos, cruzados, una carpeta y dos cuadernos de colores mil, gruesos, impecablemente cuidados y aparentemente muy trabajados. Al hombro, un bolso de Mandarina cuyos colores tenues y discretos coqueteaban con el resto del conjunto. A simple vista, a Malik le pareció una chica extrovertida, sensualmente divertida y, casi con seguridad, una excelente compañera para tan breve viaje. De inmediato trazó un plan de conquista efímera para iniciar conversación. Empezó a seleccionar posibilidades a toda velocidad, a descartarlas con no menos premura y no dejó de dar vueltas hasta encontrar una puerta que consideró relativamente asequible. Pensó en los cuadernos, pero él no era chico de estudios así que ahí no tenía recorrido alguno; luego se centró en el físico, pero aquellos no eran horas ni lugares para lisonjear a una dama. Así que le hablaría de los complementos, porque de eso tal vez podría saber algo que ella desconociese. Al fin y al cabo, Malik había vendido imitaciones de ese mismo modelo hacía apenas unos meses y apostaría que el que ella llevaba se lo habría adjudicado con suerte algún amigo suyo. De ahí la sonrisa pícara que junto a la mirada fija en el bolso venían a indicarle a la chica que aquel negro buscaba cháchara. Por si no le había quedado suficientemente claro, Malik le dijo: - Ese bolso tuyo me suena. Yo he vendido unos cuantos en primavera. Para mí es el más bonito de todos, aunque no es el que más se llevaban las chicas. Como si de leer una partitura se tratase, Malik había dado comienzo en parte a una suerte de seducción de perfil muy bajo. Aunque ambos se encontraban a una distancia suficiente como para no escucharse con el ruido del autobús él no movió sus pies un ápice al hablar. De sobra sabía que si la chica estaba interesada en su conversación sería ella la que correría ficha hacia delante y, si no, lo dejaría correr a base de sonrisa diplomática. Además necesitaba evitar la sensación de atropello que pudiera generar un chico negro a esas horas de la mañana con una conversación intrascendente en un lugar por completo inusual. Aunque ella no respondía al estereotipo de persona intolerante no sería la primera ocasión que un mal paso le había provocado incidentes molestos. En experiencias propias o muy cercanas Malik había encontrado las fauces afiladas de la intransigencia e iniciar con la muchacha una relación efímera como sería aquella no compensaba ciertos peajes. Pero era un chico de intuición y poco se equivocó en sus pronósticos. Al principio ella se quedó bloqueada, no porque no supiera qué responder ante esas palabras sino porque, en efecto, la tesitura de encontrarse a un negrazo a las siete de la mañana en el autobús, de camino a la facultad, hablándole de su bolso le había descolocado por completo. Así interpretó Malik el silencio y en consecuencia decidió actuar permitiendo que los segundos calmasen las olas de la extrañeza, cediendo espacio, invitando a entrar, dejando caer los ojos lánguidamente para erguirlos de nuevo y trasmitir una seguridad que ella había perdido por completo en ese lapso. Como si de un resorte se tratase la sonrisa apareció en los labios de la chica para expulsar en un soplo de aire la curiosidad del momento y sólo cuando hubo pasado de largo, acertó a pronunciar sus primeras palabras. - ¿El qué? Ah, el bolso… Sí, sí, es bonito, claro… Es muy bonito… Por eso me lo he comprado yo. Y soltó una carcajada con la que apeaba todo el lastre de su sorpresa en esa misma parada de Atocha en que ya se encontraban. Mientras Malik esbozaba una leve sonrisa y dejaba entrever su inmensa dentadura ella empezó a pensar que con aquellas frases no había hecho sino quedar al descubierto casi por completo. Pero al mismo tiempo le invadió una tranquilizante sensación de seguridad porque en la práctica se trataba de una conversación trivial que a ningún lado llegaría. Incluso alcanzó a considerar que finalizaría en el momento en que uno de los dos se bajase del autobús, instante incierto en el caso del chico negro, y por eso su ánimo tornó en segundos, a la velocidad de la luz, como si de repente hubiese comprendido que el problema no era la situación chocante en sí, sino la escasez del tiempo con que contaba para hacer que aquel trayecto, aquel día, se saliese por fin de la rutina. Así que sin perder tiempo comenzó un interrogatorio casi frenético que no conseguía sin embargo el tono que hubiera considerado adecuado a esas circunstancias. Al contrario, cuanto más se esforzaba por desenredar a base de preguntas la madeja que él le había tendido más se percataba de lo insustancial de sus propuestas. Una vez que entendió que Malik se dedicaba al trapicheo de bolsos y demás pormenores casi todo su repertorio se redujo a interpelaciones sobre los complementos que se llevaban esa temporada o los que habrían de llevarse en la siguiente. Y esa espiral le estaba empezando a consumir por dentro porque aspiraba a extraer algo más de aquella interesante coincidencia pero lo único que veía era detenerse al autobús, con su periodicidad metódica, parada tras parada, y sentía reparo, cuando no pena, de que la siguiente pudiera significar el final del encuentro. Sorprendido con aquella algarabía de cuestiones que se le venían encima, Malik dudó si tomar la palabra o dejar que el vendaval se terminara un par de kilómetros más adelante, al llegar a los Nuevos Ministerios. Es posible que se hubiera equivocado con la chica; es posible que bajo la apariencia de muchacha sensible e inteligente sólo hubiese alguien preocupado por la estética. Posible pero no probable. Así que ante la tesitura de dejarse llevar por sus ganas en ese momento o confiar plenamente en su primera impresión abogó por lo segundo, de manera tan decidida que cortó de un plumazo la verborrea de su compañera y le formuló varias preguntas sencillas y directas, fáciles de responder, en la idea de evitar otro laberinto del que no sabría ni querría salir en esta ocasión. Al frenazo respondió ella con un estacazo de realidad, como el de los esquizos cuando acaban de tomar su medicación, y a los meandros del interrogatorio siguió el curso bajo de las réplicas tranquilas, con la mirada perdida, mientras trataba de explicar que se llamaba Amanda, que estudiaba Historia en la Complutense y que tenía 22 años; que se dirigía a Nuevos Ministerios y desde allí a Cuatro Caminos, donde cogería el “F” que le dejaría en la mismísima puerta de la facultad. Con ese nuevo sosiego a Malik le estaba dando tiempo para escuchar las pequeñas pinceladas que ella le contaba de su vida y, por lo que adivinaba, la de aquella chica parecía no excesivamente intensa pero sí suficientemente interesante. Pensó en su nombre mientras ella continuaba hablando y le resultó muy chulo, ajustado al perfil que entregaba en aquel momento en que la había conocido. Amanda, pensó, debía venir del verbo Amar, pero sobre todo de su acción continuada, y le vino a la cabeza una caricatura suya en la que se le representaba como una inmensa flor de la que manaban pétalos de amor sin cesar. En los minutos siguientes Malik no paró de gesticular con la boca; se mordió los labios, pasó el inferior sobre el superior, los abrió, los cerró e interpuso su lengua en ellos como diciendo a todo que sí. Del bolso de marras había germinado un breve brote que perfumaría posiblemente su día con un aroma suave y dulzón, como los que le gustaban a él. Amanda le había dejado un buen recuerdo en su memoria y pensaría en ella hasta llegar al aeropuerto ahora que se separaban en los torniquetes de los Nuevos Ministerios. TAXI Pam y Marc cogieron de la entrada las maletas, a toda prisa, sin saber a ciencia cierta si en ellas se encontraba todo lo que habían planeado llevar al viaje. Pero esas dudas no podían suponer de ninguna manera un retraso en la hora de salida, así que confiaron en que de haber dejado algo al menos habrían metido lo imprescindible como para no tener que darse media vuelta al llegar al aeropuerto. Revisaron únicamente la documentación y el contenido de las carteras, sobre todo la presencia de las tarjetas de crédito con las que asumieron deberían comprar todo aquello que hubiesen olvidado en Madrid. Marc salió y entró varias veces antes de cerrar del todo y lo hizo a la vista de Pamela, algo que le enojaba porque en parte dejaba al descubierto una de sus debilidades: la inseguridad. Pero siempre le había estremecido la posibilidad de abandonar la casa con las luces encendidas o las ventanas o el gas abiertos, y entre que eso ocurriera y mostrarse como era en realidad prefería sin ambages lo segundo. Cuando por fin se hubo asegurado que el interior estaba en orden, clausuró los cierres, tiró y empujó la puerta como si se pudiese abrir y giró la cabeza hacia Pamela para analizar su mirada escudriñadora, temeroso de encontrar en su rostro una sonrisa maliciosa. Pero cuál sería su sorpresa que ella ni siquiera había reparado en todo aquel embrollo momentáneo y se encontraba chequeando los billetes de avión, cerciorándose de la hora en que debían facturar y embarcar, no fuera que con tanto trajín se le hubiese pasado algo por alto. Alterado por este estado de las cosas, contrariado por hallarlas de manera muy distinta a como fugazmente las había podido imaginar, enfadado casi con la sensación de estar pasando por completo desapercibido, Marc detuvo su frenesí unos segundos. No era habitual que ella dejase escapar una oportunidad así para sacudir sus paños menores y airearlos en sus morros, consecuencia seguramente de que él solía hacerlo en sentido contrario siempre que podía. En general aquellos ataques habían adquirido tintes algo cómicos y se había instalado entre ellos cierto tipo de guasas con las que, de verdad, pasaban muy buenos ratos, aunque él solía llevar la voz cantante o, cuando menos, fijar siempre la última palabra antes que ella acabase por mosquearse del todo. Recorrió el camino que les separaba a ambos, entre la puerta y el ascensor, preocupado por este asunto, reflexionando sobre la mejor manera de dejarlo pasar. No era tan importante o no era cuestión de otorgarle más importancia de la debida o tal vez se trataba de no volver a ponerse en evidencia delante de Pamela. O quizás lo más adecuado era reconocer por una vez las miserias propias y entender que el resto de los mortales puede en ocasiones incluso llevar la razón de su parte. Y se sinceró consigo mismo hasta el punto de recular y comportarse como debería haberlo hecho desde el principio, preocupándose al menos un poquito del viaje y de su esposa. Mientras descendían y atravesaban el vestíbulo le pidió permiso para ver los billetes y comenzó a preguntarle por algunos de los pormenores del trayecto por los que hasta ahora no se había interesado: clase y ubicación de los asientos, compañía y desplazamientos hasta el hotel. Pamela quedó descolocada durante unos segundos por este cambio de actitud aunque bajo ningún concepto habría dejado traslucir sus sensaciones al exterior ni mucho menos mostrárselas a Marc. Por vez primera en lo que iba de mañana sentía que algo estaba cambiando y eso podía ser el preludio, aunque con todas las expectativas por cumplir aún, de que los goznes de la costumbre pudieran ceder ante su empuje. Mas en ese instante de felicidad vino a presentarse la mala suerte en la figura del vecino del cuarto, Bosco, un chico superfluo hasta la médula, mimetizado con aquella comunidad de vecinos, nacido del dinero de la empresa de su padre y forjado en torno al vacío más absoluto. Sólo con verle Pam formulaba de manera casi automática dos pensamientos paralelos: si era cansino escuchar la moviola de sus días, por los que transitaba sin dar palo al agua, mucho más lo era tener que soportar a su Marc intentando mear más lejos en una competición carente de contenido, machaconamente tediosa. Por un segundo creyó que Bosco vendría a rescatarla de la magnífica ilusión que había supuesto para ella el interrogatorio de su esposo al respecto del viaje, a devolverla a la cruda realidad de dos gallos que pelean en medio de un páramo intelectual. Sin embargo Marc dio por zanjada la conversación que pretendía su vecino con la evidencia de la prisa que les embargaba. Bien es cierto que el taxi aguardaba en la puerta de la urbanización y el tiempo y la carrera habían empezado ya a jugar en su contra, pero aquello no podía ser considerado como una razón pues en otras circunstancias Marc no hubiese tenido reparo en derrochar el dinero ni las horas con tal de vencer a su contrincante. Cuando Bosco quiso tirarle de la lengua preguntando por el hotel en que se alojarían y preparando una respuesta completamente diferente a la que ellos hubieran elegido, fuera cual fuera, con el único ánimo de polemizar, Marc sencillamente dijo que tenían prisa y que hablarían a la vuelta. Era obvio que había recogido el guante y que aquel duelo se celebraría sí o sí tras el regreso pero entendía de forma meridiana que enrollarse con aquel pesado podría suponer perder el vuelo y eso no se lo hubiera perdonado nunca, mucho menos contando que el motivo fuese el plasta de su vecino. Pamela se metió en el taxi con la incredulidad en los ojos. Había perdido el habla y sus pensamientos se vaciaron de sustancia; quedó en blanco, sin saber qué decir ni por dónde salir porque de todas las reacciones que esperaba de Marc aquella no era la última, es que ni siquiera la había barajado entre las posibles y por eso tardó en reaccionar un buen rato, el que transcurrió hasta que el taxi enganchó la circunvalación M-40. Durante estos minutos Marc no dejaba de comprobar que todo estaba no sólo en orden sino básicamente bajo su control. Enganchó el móvil, accedió a Internet y confirmó en la web de AENA que su vuelo estaba en hora, que no había previstos retrasos y que hasta ese momento de la mañana Barajas funcionaba con normalidad. Entró en varias páginas de meteorología para consultar el estado del tiempo en el Atlántico y la temperatura en Nueva York. Le comentó a Pamela que si todo seguía así su segunda luna de miel no tendría problemas con el clima e incluso departió amigablemente con el taxista, al que conocía porque era uno de los habituales en las rutas de su empresa. Recibió un par de llamadas de trabajo que atendió con distinto carácter. La primera era de su compañera Mo, el mote cariñoso con que él se refería a Mónica, la ayudante que asumiría las tareas de mando en el proyecto durante su ausencia. A Mo la trató con enorme cortesía, de manera elegante incluso, pero sin adulaciones baratas ni lisonjeos fuera de lugar. Tan cordial y correcto parecía aquello que despertó las orejas de Pam, poco acostumbrada a recibir para sí el tono que su marido estaba empleando con aquella chica. Mas sus temores quedaron difuminados cuando él hizo varias referencias al viaje y a la idoneidad del momento y de la compañía, que no era otra que ella misma. La segunda comunicación la tuvo con su jefe y aquí Pam no pudo menos que sorprenderse por su elocuencia y la manera tan sutil de mandarle lejos a él y no menos cerca a todas y cada una de las proposiciones que le hacía, encaminadas a que redujera el tiempo de su viaje, a que acelerara su vuelta ante el miedo de que Mo no estuviese a la altura de las circunstancias. Marc finiquitó de un plumazo ligero dos problemas que a otros hubieran causado incesantes quebraderos de cabeza y acto seguido se olvidó de ellos, los encerró en un sarcófago de siete llaves y los enterró tan hondo que su retorno se antojaba imposible. Pam no salía de su asombro no tanto porque no confiase que su marido era capaz de eso – de eso y de mucho más – sino porque pensaba que el viaje no sería motivo suficiente para hacerlo. Había movido ficha y ahora le tocaba a ella situarse a la altura de los umbrales marcados así que empezó a cavilar sobre la forma en que le ataría lo justo, lo suficiente como para no perder la cresta de esa ola, lo imprescindible para no mostrar la cara de la entrega total. Durante unos cuantos segundos le miró de manera sosegada, como abriendo despacito las puertas de su confianza, como si su crédito con él no hubiese llegado a un punto sin fondos o se hubiese producido un reseteo de la relación tal como la habían comenzado apenas un par de horas antes. Después deslizó la mano por el asiento y la acercó a la suya hasta hacer encontrar las yemas de los dedos, que no dejaron de acariciarse en adelante, hasta el final del trayecto. Él respondió haciendo bailar los suyos en círculos concéntricos sobre la palma de ella, y con cada giro la mente de Pam comenzó a rescatar del recuerdo detalles concretos de sus vidas en común. Mientras atravesaba el cristal y fijaba su mirada hasta la línea de hormigón de la ciudad revivió el momento preciso en que se conocieron, en el fragor del COU que habían cursado juntos siete años antes. En medio del ajetreo, entre exámenes caóticos y agitados, apenas si había tenido tiempo para posar sus ojos adolescentes en los chicos de su instituto. Había visto de hecho a Marc mil veces recorriendo los mismos pasillos en igual o diferente dirección pero jamás le dirigió la palabra ni intercambiaron saludo alguno. Sin embargo hubo un día en que coincidieron, el día en que todos los grupos de su centro visitaban la Complutense para recibir información sobre las carreras que podrían cursar a partir del año siguiente. Pam deambulaba por las carpas con la mente puesta en hablar con los universitarios de pedagogía, el futuro que había estado escribiendo desde años atrás, cuando divisó un pequeño grupo arremolinado en torno a alguien que lanzaba soflamas incomprensibles desde la distancia. Al acercarse pudo comprobar que era un muchacho de su instituto, al que conocía de vista pero poco más. Aquel chico, que mostraba al hablar en público una desenvoltura inusual para alguien de su edad, había sido elegido al azar por los alumnos de la facultad de comunicación para rodar un corto acerca del evento y de las actividades que allí se estaban llevando a cabo. Aquel chico había sido puesto a prueba de sopetón porque se le requería que hablase ante un escenario improvisado sobre el asunto que él mismo eligiese. Y con un margen de apenas cinco minutos de preparación aquel chico se subió al estrado y encandiló a los presentes con un discurso acerca del fracaso del sistema universitario y de su visión acerca del mismo como una incesante factoría de parados y frustrados. Andando el tiempo Pam entendió que la proeza de aquel chico, que no era otro que Marc, había resultado doblemente genial, primero porque nadie más de su clase se había atrevido con el reto y sin embargo a él le faltó tiempo para agarrar el micro y enardecer a los espectadores. Segundo porque nada de lo que pudo decir desde allí arriba se correspondía con lo que pensaba en realidad sino que él siempre había relacionado el estudio de ciertas carreras con éxito profesional, estatus diferenciado y reconocimiento social, así que moduló un discurso absolutamente falso pero interpretado con tal ardor y eficacia que nadie hubiera apostado porque su cerebro emitiera señales totalmente contrarias a las que reproducía con sus labios. Esto último no lo supo Pam hasta mucho después y mientras pasaban las dos últimas evaluaciones cayó sin darse cuenta en las redes de la elocuencia de aquel chico con el que ahora compartía taxi. Por él cambió su destino, por él y por sus palabras acerca de un futuro que ella imaginó pronto compartido aunque seguramente diferente al actual. Sin embargo instantes como el que le acababa de brindar él despachando a modo a sus interlocutores, Bosco, Mo y su jefe, le permitían recuperar todas las esperanzas que había puesto antes del viaje y los brazos que conectaban ahora a través de sus dedos en aquel lugar insospechado simulaban el puente que intentaba reconstruir a base de los detalles que había dibujado para él durante los próximos días. Sin saber cómo ni porqué el trayecto en taxi desde su casa al aeropuerto había representado justo lo que ella quería para sí y para los dos, sólo un ratito de calma en el día a día en el que revivir las sensaciones que le hicieron enamorarse de Marc siete años antes. Y con toda la ilusión del mundo bajó del vehículo, se embozó tras sus gafas de sol y susurró para sí: - Hoy puede ser un buen día para vivir. BASTIAN Cuando los dos muchachos negros abandonaron aquel tugurio llevaban la expresión del horror cincelada en su rostro. Su mirada al frente indicaba que la situación era lo suficientemente seria como para tomarse las cosas con verdadero interés. Más que eso; su vida dependería de lo que hicieran o dejasen de hacer en las próximas horas con el agravante de que cualquier decisión, fuese cual fuese su sentido, podría acarrear consecuencias desastrosas para ellos. Salieron el uno detrás del otro, despacio, meditabundos, sin hacer ruido. Como si utilizaran su silencio para no despertar más de lo que ya estaba el genio del individuo que se encontraba dentro del local; la ira del personaje que ahora quedaba a sus espaldas pero que les había amenazado por delante con visitarles en apenas unas horas si ellos no cumplían con la parte que, desesperados, se habían visto obligados a pactar. El individuo en que pensaban no era demasiada cosa en los barrios bajos pero precisamente esa falta de relevancia constituía su peor característica porque el deseo de hacerse notar ante los verdaderos jefes le había convertido en un ser malo, despiadado, capaz de cualquier fechoría que alguien pudiese reconocer o con la que pudiese ser reconocido por alguien peor que él. Ese individuo se llamaba Bastian y era un sádico redomado que se jactaba de sus delitos y de haber construido su personalidad en torno a ellos. Quizás así se explicaba su indumentaria, su aspecto y toda su estética que encajaba en él como un guante aterciopelado que encubría la mano de hierro con la que manejaba las situaciones. Gustaba de botas de serpiente blancas o grises, o blancas y grises, mucho cuero a ser posible color tostado para sus largas y finas piernas y camisas de seda muy ajustadas que abrochaba muy poco dejando ver así unos cuantos pelos negrísimos, rizados como sus maquiavélicos pensamientos. Había adornado su dentadura con varias piezas de oro a los lados y con un paleto de plata que él identificaba con las balas que reservaba para sus enemigos. Lo cutre del asunto es que toda aquella parafernalia ni siquiera era original suya sino que consistía en realidad en una visión algo deformada de Richard Roundtree y las Noches negras de Harlem, la cinta que pasaba en aquel tugurio, a la postre suyo, varias veces cada mes a altas horas de la madrugada, cuando los clientes habían desaparecido y él hacía recuento de la caja de su avaricia. Bastian había amenzazado a los dos muchachos negros con rajarles su rostro ahora desencajado si no le devolvían el dinero que le habían pedido para poder pagar a su vez los meses que debían al casero. Y lo haría, y muy pronto, porque ese dinero prestado era a su vez prestado y así seguramente un par de veces más hasta llegar arriba del todo, hasta el que de verdad ordenaba el sistema. Bastian había amenazado y ejecutaría la amenaza porque otra peor se cerniría sobre él si aquellos dos muchachos negros no cumplían los pactos y sobre todo los plazos que se cerrarían como paréntesis matemáticos en la ecuación perfecta del hampa en que todos ellos se movían. Les había dado una semana exacta; pasados siete días deberían atravesar de nuevo las puertas del tugurio en sentido contrario, con la expresión del horror borrada de sus caras. O eso o la metáfora, como en el cuento de la Cenicienta, se tornaría horriblemente real y dejaría ver con ansiedad el secreto que enmascaraba. Pero en esos siete días además Bastian debía zanjar otro asunto mucho más urgente e infinitamente más importante para él que aquella trama en realidad habitual. Un asunto encerrado en una maleta azul que ese que organizaba le había encomendado trasladar intacta a Guinea el 25 de junio. Bastian desconocía el contenido de la maleta y sólo tenía una idea muy vaga acerca de quién ordenaba el porte aunque el recado estaba muy claro y las condiciones, mínimas, exigentes al cien por cien. Si el envío se efectuaba correctamente entonces habría una cascada de recompensas para él, se le abrirían nuevas puertas y oportunidades de negocio que hasta ahora no se le habían presentado, casi con seguridad abandonaría el local y comenzaría con tareas de gestión y supervisión del sistema. Pero si se detectaba el más mínimo fallo en la entrega entonces posiblemente moriría asesinado, sin remisión, el castigo sería atroz y se llevaría a cabo con un gran despliegue de publicidad porque quien falla en esos niveles debe prestarse a servir como cebo para tiburones. Nadie le había obligado a asumir esta responsabilidad cuando le propusieron el encargo; sencillamente se lo dejaron caer, como el que no quiere la cosa, bajo la amenaza de que no aceptarlo implicaba en cualquier caso mantener la boca cosida sobre el asunto. Pero él recogió el testigo movido como siempre por su insaciable sed de poder; ni siquiera titubeó cuando dio por sentado que sobrepasaba sus posibilidades. Moriría en el intento si fuera preciso pero lo intentaría en cualquier caso. Caviló toda la noche y conjeturó acerca del contenido del paquete y de la maleta azul pero no llegó a conclusión alguna. Drogas seguramente no; era poco peso. Joyas o piedras preciosas y caras tampoco, pues existían cauces más o menos normalizados y bastante más adecuados que él. ¿Quizá la pieza de algún puzzle que ni siquiera podría imaginar? Con la marcha de los dos amedrentados Bastian se quedó a solas con su codicia y en ese ambiente tan proclive a elucubrar dio los últimos retoques a su estrategia. Recogió el dinero efectivo que había recaudado esa noche, apenas 200 euros, y los completó con el que había ahorrado durante todo el mes, escondido en una caja de caudales sencilla oculta tras un cuadro del cuchitril que utilizaba como despacho. Entre todo sumaban algo más de 2000 euros en billetes no superiores de 50, suficiente como para efectuar aquel negocio y justo como para no despertar las sospechas en el aeropuerto en caso de presentarse complicaciones. Se aseó como pudo en los lavabos, por partes, una tarea en la que parecía tener bastante experiencia, quizás porque así lo había estado haciendo durante muchos años en Guinea, en la casa menesterosa de sus padres que le vieron partir junto a otro centenar de chavales en una patera sin destino definitivo. Se desvistió y cambió toda su ropa llamativa por otra de aspecto mucho más discreto: mocasines castaños, pantalones cortos de cuadros azules y negros y camisa de color marrón, que abrochó más de lo habitual. Se deshizo de todos los avalorios dorados que llevaba encima, cadenas, pulseras, anillos y pendientes, y tan solo dejó sobre su cuello una cadena fina de la que pendía un crucifijo pequeño, ambos de oro. Se cepilló los dientes a conciencia y enjuagó su boca varias veces con un colutorio muy potente con la idea de no dejar más rastro de su ritmo de vida que el que protagonizaban las fundas de sus piezas. Finalizó el disfraz con unas gafas de pasta y cristales sin graduar y un libro de macroeconomía que había comprado sin entender días antes. Y se miró en el espejo para convencerse a sí mismo de ofrecer la imagen de chico africano de la clase alta que había venido a España a culminar sus estudios superiores. Y quedó satisfecho con lo que vio porque, efectivamente, así ataviado parecía otro muy distinto a quien planea cometer un delito. Enganchó el maletín azul, salió del garito y echó el cierre con mucha suavidad, a diferencia de como lo hacía siempre. Otros días trataba de que los demás notaran su presencia, de marcar el territorio, pero hoy la idea era pasar por completo desapercibido, como uno más dentro de la manada. Quería borrar cualquier antecedente sospechoso de su figura, a ser posible que sólo llamase la atención el color negruzco de su piel, y si éste lo hubiese podido cambiar por otro lo habría hecho sin dudar. Caminó diez minutos hasta perder prácticamente de vista su barrio, de Lavapiés hasta Atocha, y se detuvo en las cabinas de la plaza del Reina Sofía. Extrajo una tarjeta telefónica del envoltorio, la introdujo en la ranura y marcó un número extraño y muy largo escrito en un papel arrugado que luego se comió. Aguardó un rato que le pareció interminable y a la voz de la operadora susurró un nombre, sin duda una clave secreta que le daba paso a otra conferencia. Finalmente escuchó con atención las instrucciones que le remitía desde no sabía qué parte del mundo una voz muy grave, casi circunstancial. No tomó nota alguna más que en los huecos de su memoria, de donde no podría salir jamás. Si todo iba bien recordaría aquellos datos como la llave que le abría las puertas de su fortuna pero si algo fallaba moriría con el secreto. Cuando terminó sacó la tarjeta de la cabina e intentó partirla. Pero no pudo así que la guardó en uno de los bolsillos a la espera de disponer de un rato más tranquilo donde poder desmenuzarla, con los dientes si fuera preciso. Recorrió el camino en sentido inverso, hasta la calle del local, y se metió en su coche mientras miraba de un lado a otro. A esas horas de la mañana no había nadie de quien preocuparse más que la angustia de la realidad en que se había envuelto, que comenzaba a olisquear su cuello de manera ciertamente insidiosa. Pero por si acaso repitió la operación varias veces más. Cualquier otro día se habría encontrado con un auto muy sucio por fuera pero mucho más aún por dentro. Sin embargo unas horas antes lo había depositado en un taller de lavado cercano que se lo había dejado niquelado, impecable. No había otro igual de limpio por los alrededores, seguro, y así debería permanecer durante el tiempo que durase el encargo. Echó los pestillos y comenzó a conducir como si de un ciudadano ejemplar se tratase, respetando todas y cada una de las normas de circulación y las señales que encontraba en su camino hacia la M-30. Pese a los nervios, o precisamente por su culpa, no dejaba de avistar todos los lados de las calles por las que circulaba. Entendía que aquel objeto que portaba en el asiento del copiloto debía ser lo suficientemente valioso como para que más de uno estuviese deseando echarle el guante, por supuesto mucho más que su desastrosa y maligna existencia. Puso atención en los peatones que se acercaban, en todos sin excepción, porque cualquiera de ellos podía encerrar razones ocultas muy peligrosas para su seguridad. Y sólo se encontró a salvo cuando enlazó con la circunvalación porque ahí las probabilidades de encontrar amenazas se reducían notablemente. Un golpe en marcha requería una infraestructura y una planificación que no estaban al alcance de un cualquiera. Más tranquilo, encendió la radio y se relajó sintiendo bajito algunas piezas de soul, más apropiadas que el jazz a todo volumen que solía escuchar habitualmente. Condujo el coche hasta Barajas Pueblo y allí dio con la calle escondida y tranquila que había estado buscando en Internet días atrás. Se dirigió hacia la parada de taxis del centro y le pidió al conductor que le llevase hasta Torrejón de Ardoz. Se bajó, caminó en redondo varios minutos y paró otro taxi que venía de camino por azar. Se montó e indicó al taxista que pusiese rumbo al aeropuerto. Quería haber cruzado algunas palabras con su interlocutor que parecía un tío majete y que reproducía comentarios al hilo de los de la emisora que escuchaba. Pero entre los escasos segundos que transcurrían entre comentario y comentario y los nervios que ya le atenazaban ante la inminencia de presumibles peligros, Bastian permaneció mudo durante todo el trayecto. No podía ni atinaba a articular palabra y casi mejor que no lo hiciera, porque su imaginación sólo era capaz de dibujar la maleta que portaba consigo y que ahora agarraba con las manos casi con desesperación. Aunque había diseñado con minuciosidad cualquier pormenor, aunque había desarrollado estrategias para solventar cualquier eventualidad, incluidas las preguntas de los taxistas, sin embargo ahora que llegaba la hora de la verdad habría apostado algo a que en una de esas conversaciones dejaría escapar algún detalle que pudiera vincularle en el futuro con el bulto que transportaba. Cuando se detuvo frente a la terminal 3, Bastian soltó un suspiro de alivio porque hasta el momento el plan trazado estaba dando sus frutos, era eficaz. Pero pronto retornaron sus temores ante la evidencia de que en aquel trasiego de personas y mercancías habría escondidos riesgos imposibles de calcular. Y ya era tarde; hubiese metido la pata o no con su decisión sólo existía un camino y ese se encontraba frente a sus ojos. Por eso, mientras el taxi abandonaba la escena en busca de otro cliente, Bastian se dijo para sus adentros. - Adelante; ya es tarde para echarse atrás. CONTACTO Malik aprovechó el trayecto en Metro para echar una cabezada. La estación del aeropuerto era la última de la línea y no había posibilidad de pasarse de largo. No se durmió pero dejó volar su imaginación a lomos de la alegría del retorno. Por primera vez desde que había resuelto regresar no le preocupaba en absoluto cómo sería su estancia en su casa, con su familia. Pensó que el conjunto sería una experiencia maravillosa; cómo no iba a serlo si vería a su hermana y sus sobrinos. Y comenzó a escuchar en su interior los latidos del corazón a ritmo de las canciones lentas del gospell que oía en la parroquia de Utonde los domingos, cuando su hermana le obligaba a acudir a misa. No era creyente, desde luego. Nunca lo había sido porque pensaba que de existir un dios todopoderoso no permitiría la pobreza en la que viven millones de seres humanos, excluidos del paraíso del progreso técnico. No discutía si las religiones eran parte o consecuencia del problema, pero sí tenía claro que no le solucionaban la vida y, por tanto, acudir a misa o rezar le parecían sencillamente pérdidas de tiempo. Sin embargo el momento del canto en gospell le llamaba la atención porque movía muy bien las caderas y eso le facilitaba la tarea de conocer chicas con las que luego quedar. De conocer estas intenciones reales a su hermana le hubiera dado un patatús o tal vez le habría cruzado la cara, pero la realidad de la vida es muy diferente y está muy por delante de la ficción que vendía el pastor respecto de una vida ulterior. Seducir y ser seducido era algo tangible y los sermones dominicales pura filfa. No había color. De todas formas se apañaría con lo que llevaba y acompañaría a Teresa a misa si se lo pidiese, y si se lo pidiese también leería los evangelios y contaría su vida en verso. Haría lo que fuese porque todos se sintieran satisfechos a ritmo de las canciones negras de los tiempos esclavistas que aún duraban en su aldea. Cuando la voz mecánica anunció Próxima estación: aeropuerto Malik olvidó sus pensamientos y saltó como un muelle. Su corazón latía ahora porque el momento se aproximaba y como si de una competición se tratase, como si el avión anticipara su partida porque él saliese antes del vagón, se apostó el primero ante la puerta. También había cierto prurito en sus intenciones. Acostumbrado a montar en Metro aquello del avión le sonaba a viajeros privilegiados y aunque él no pertenecería nunca a ese grupo no dejaba de pensar que el viaje de ida lo había hecho en patera, atravesando como pudo el océano, con penurias, durante días y días, y hoy haría la vuelta en pocas horas y con un traslado relativamente cómodo. En la cinta mecánica pudo escuchar la conversación de los dos que caminaban delante de él acerca los inconvenientes del vuelo low cost que habían contratado por Internet, y no daba crédito a sus oídos. Mientras el uno decía no sé qué del precio del exceso de equipaje, el otro asentía y maldecía y hacía referencia a la escasa distancia entre asiento y asiento y el jet lag. Malik no sabía si intervenir para contarles su experiencia o directamente darles un par de hostias a cada uno para que descabalgaran de una vez de la arrogancia de su suerte. Obviamente prefirió dejarlo pasar. Ningún día era propicio para irrumpir de esa manera, mucho menos hoy que todo el viento le soplaba por la espalda. Se sentía infinitamente contento de poder probar en sus carnes qué significa divisar el mar desde arriba y le intrigaba saber si durante el vuelo podría ver a otros como él surcando el agua en busca de un futuro mejor. Malik desconocía por completo lo que implicaba viajar en avión; no tenía ni idea de si le daría miedo o si le fascinaría, y le chiflaba poder circular a gran velocidad por la pista durante el despegue. Estaba como un niño con zapatos nuevos y nada ni nadie podrían pisárselos ni ensuciarlos con sus menudencias. Era feliz. A todo esto decidió adelantar a los dos mentecatos insidiosos y revenidos y aceleró el paso por la cinta mecánica mientras observaba absorto el lujo y la limpieza que rodeaba aquel medio de transporte. Los pasillos nada tenían que ver con los andenes del Metro en que vendía cachivaches; eran limpios, se respiraba pulcritud por todos lados y los viajeros se ordenaban de manera metódica, hablaban bajo y hablaban mucho por teléfono móvil. Aquello era una novedad tras otra. Y tan fascinado estaba que no se percató que al final de la cinta un individuo se hallaba detenido en posición genuflexa para atarse los cordones de sus náuticos. Tropezó con él ligeramente, como sin querer, y de manera instintiva bajó la mirada, evaluó los daños y pidió disculpas sin reparar si había sido responsabilidad suya o del otro. Ante actitud tan sumisa el individuo de los náuticos dijo que no había pasado nada y los tres prosiguieron su camino. Los tres porque aquel chico iba acompañado de una muchacha cuya belleza no pasó desapercibida para Malik que empezó a desmenuzarla con tranquilidad mientras caminaban por la cinta contigua. Pudo hacerlo así porque esa pareja no cruzó palabra en los minutos siguientes y no tuvo que reparar en su conversación siquiera un ápice. Y vio que se trataba de una chica de estatura media, de buenas hechuras, que se movía como un colibrí, de forma cimbreante. Malik tuvo la sensación de que aquello reflejaba una manera de comportamiento que no daba importancia a los entremeses y lo dejaba todo para el final. Al contrario de lo que le ocurría a él, a quien cada detalle se le antojaba un mundo, esa mujer se notaba habituada a cada uno de los pasos que tenía que dar, mimetizada con el ambiente del aeropuerto. Sabía dónde se dirigía y sus movimientos parecían prolongaciones naturales de su carácter; miraba las pantallas de aviso con agilidad y echaba un vistazo a su reloj de vez en cuando para comprobar, seguramente, si todo seguía el plan previsto. Ese contraste de comportamientos, el suyo y el de ella, le resultó curioso, y mucho más aún el del chico que iba al lado. Ni una sola vez reparó en su acompañante, sumido como se encontraba en quién sabe qué clase de pensamientos. Malik empezó a especular que si él fuera su pareja no cesaría de mirarla una y otra vez y que seguramente se dejaría llevar a sabiendas que ese ritmo frenético serían unos buenos brazos en los que cobijarse. Y la miró de arriba abajo intentando escrutar sus pensamientos e inventó una rápida historia paralela sobre ambos en la que el chico no le prestaba la atención debida y quizás por esto las maneras eléctricas de ella. Y mientras la analizaba de esa forma ella giró la cabeza y le pilló desprevenido en su imaginación y él se sintió en una situación comprometida porque la mirada de la chica era absolutamente intimidatoria. Hasta el punto que mantuvo sus ojos sobre él durante unos segundos y a él no le quedó más remedio que ceder y volver el cuello hacia atrás, evadiendo así explicaciones imposibles. Pero su sorpresa aumentó cuando al retornar la vista al frente comprobó que la muchacha de pelo largo azabache seguía mirándole. ¿Qué significaba esa actitud? ¿Que tal vez ella se hubiese admirado por su físico? ¿Que tal vez se hubiera sentido ofendida? ¿Que tal vez hubiese encontrado alguien que le prestara algo de atención? Malik estaba en un fregado que no sabía cómo resolver. Su curiosidad le había introducido en un atasco cuyo origen conocía pero cuya salida entendía complicada. Y no había tiempo para concesiones ni para estudiar la situación. Sólo para un acto reflejo en el que le salió de manera espontánea una risa mitad fingida mitad real. Su piel oscura disimuló malamente los coloretes de sus mejillas, y para esconderlos del todo tuvo que hacer como que se ajustaba las sandalias o como que una china se hubiera clavado en sus suelas, lo que fuera con tal de despistar las inquisitorias salvas de la chica. Con tan mala suerte que la cinta llegaba al final y al final debería levantarse para ver qué era lo que pasaba. Y lo que pasó fue que la pareja se había esfumado a la misma velocidad de los movimientos de ella, posiblemente porque las pantallas habían anunciado algo que les resultaba de mayor importancia que ese juego transitorio. Malik se sintió desorientado y por un momento dudó si buscarla o empezar a chequear los paneles que le indicaban el camino a su puerta de embarque. Tras unos segundos se centró en su objetivo real que no era otro que no despistarse y perderse en la infinidad de cruces de caminos o en su falta de conocimiento sobre la idiosincrasia de un aeropuerto. No le importaba parecer un paleto, un provinciano en una fiesta de la jet, pero sí lamentaría extraviarse y tener que deambular preguntando luego, agitado, a diestro y siniestro, cuál sería su camino. Había contratado su vuelo con Air Europa y el logotipo de esa compañía fue lo primero que buscó. Anduvo durante un rato hasta que por fin encontró el mostrador de facturación abierto, el 323, y supuso que ese sería el primer paso. Disimulando un poco su inopia y elaborando las preguntas correctas podría obtener allí la información necesaria. Se colocó al final de la fila, que ya era larga, e incluso dejó pasar disimuladamente a varias familias que viajaban juntas y que portaban equipajes gigantescos con el fin de estudiar el procedimiento. Al contrario que todos sus compañeros de viaje, que miraban a un lado y a otro para mitigar el tedio de la espera Malik prestaba toda la atención a lo que ocurría con cada pasajero que llegaba al mostrador. Vio que no todo el mundo colocaba la maleta en la cinta transportadora sino que aquellos que viajaban con un solo bulto no demasiado grande la recogían de nuevo a la entrega del billete y la llevaban consigo. Comprobó que la diferencia entre unos y otros la establecía el tamaño del paquete, que si cabía en un hueco metálico situado al lado del mostrador entonces no se facturaba. Le sorprendió la tangana que se formó en el momento en que un chico, posiblemente tan poco ducho como él, tuvo que sacar 100 euros de la billetera para poder introducir en el vuelo su segunda maleta, porque excedía el volumen del hueco metálico. Pese a su insistencia el tipo tuvo que decidir finalmente entre acoquinar o dejar el trasto allí mismo y lo resolvió como cualquier otro que hubiera dispuesto del dinero. Se rió de esto pensando en que si a él le pasase lo mismo abriría de inmediato la maleta y se colocaría encima toda la ropa que llevara dentro, aunque se encontrase en el medio, como entonces, de una canícula de espanto. Por si las moscas, preguntó a un grupo de azafatas de la compañía que pasaba por allí, seguramente en dirección hacia un avión de partida inminente. Una de las muchachas, que respondía al prototipo de delgadez y altura del colectivo, le explicó los pasos con todo lujo de detalle y Malik por fin respiró aliviado: ahora que entendía bien cómo funcionaban las cosas pudo mirar de un lado a otro como el resto de los de la fila. Y fue entonces que se percató que eso de mirar no sólo paliaba la espera sino que hacía ésta mucho más interesante porque permitía mirar cómo los demás mitigaban la suya haciendo lo mismo, es decir, mirando cómo miras para aliviar la tuya. En este embrollo de curiosidades cruzadas Malik volvió a divisar a la pareja con la que había tenido contacto en la cinta transportadora y que se encontraban en el mostrador 333, de Iberia. Entre ellos el silencio árido de entonces se había convertido en una conversación bastante animada e incluso parecía que divertida. Intentó leer sus labios o por lo menos adivinar entre líneas el contenido de lo que se decían pero no pudo y comenzó de nuevo a inventar posibles. Pensó que antes se habría equivocado y en realidad se trataba de una pareja feliz de haberse conocido en algún momento, que tenían pinta de iniciar un viaje hacia un lugar interesante y que quien en verdad no tenía quien le mirase era él. Pero además de esas elucubraciones observó que su pulso no andaba fino ahora que miraba a la chica por segunda vez. Reparó en detalles que antes, con las prisas, habían pasado totalmente desapercibidos como su figura fina y su mirada dulce. La analizó de manera pormenorizada y exquisita, extrayendo siempre consideraciones harto positivas y halagüeñas y consideró que en cada uno de sus gestos había materia como para escribir un cuento. Del lapso vino a sacarle una mujer con cara de malhumorada que aguardaba tras él y que le recriminó algo airada que la fila había avanzado sin que se diera cuenta. Malik la miró de reojo, sin desprecio, pero dejando caer con su expresión que sus formas broncas no le habían gustado lo más mínimo. Vino a decirle sin abrir la boca que si la cola se había movido lo único que tenía que hacer era decirlo, no chillarlo ni mucho menos vincularlo con el color de su piel o su procedencia. La mujer, que parecía tener ganas de armar jaleo, se encaró con él y montó un pequeño escándalo que muchos aprovecharon para salir del tedio en que se encontraban y curiosear en la fila del mostrador 323 de Air Europa. Esa situación le incomodaba no tanto porque la mujer le asustara sino porque podía llegar a llamar la atención de todos los demás y por un instante pensó que no le gustaría nada que la chica del mostrador de Iberia pudiese girar la cabeza y verle envuelto en el embrollo. Bastante había tenido con el tropezón de antes como para llamar su atención una vez más de manera tan poco interesante. Así que hizo como que nada de eso iba con él, se giró y revisó de nuevo su billete con la intención de que su decisión serenase las aguas y cada cual dentro de la terminal volviese de nuevo a sus asuntos. Como había previsto la mujer abandonó el tono beligerante de su amonestación, bajó el volumen de sus amenazas y finalmente escondió su ira en la aquiescencia de otra mujer mayor que se encontraba justo detrás de ella. Malik dejó pasar un tiempo que consideró prudencial en todos los sentidos y cuando entendió que el fuego de la discusión había sido sofocado dirigió de nuevo su mirada hacia la chica que le había llamado tanto la atención. Pero ahí estaba ella con la mirada atenta a lo que había ocurrido en lo que adivinó como un gesto de reprobación hacia la actitud de la mujer y de solidaridad hacia él. Y por un lado se sintió bien porque extrapoló aquella sensación hacia el resto de los viajeros pero por otro lado no dejaba de sacudirle la responsabilidad de haber captado el interés de la chica, del que seguramente no podría separarse hasta que cada uno se dirigiera hacia su puerta de embarque. En cualquier caso la segunda sensación venció a la primera y por eso en señal de agradecimiento y también de vergüenza no disimulada le envió una sonrisa dulce, cariñosa, que ella respondió con otra un poco más irreverente y pícara. Lo quisiera él o no, fueran cuales fueran el origen y las consecuencias de aquel episodio, el contacto entre ambos acababa de establecerse. SUDOR Malik acababa de escuchar su nombre pronunciado por una voz grave que le resultaba terriblemente familiar. Tan familiar que la reconoció al instante, tan terrible que sus ojos se cerraron por un momento con la esperanza de no tener que ver confirmados sus temores. Aguardó unos segundos que se hicieron eternos. Si algo no deseaba en ese instante es que esa voz conocida volviese a llamarle por segunda vez porque su propietario era el camino más corto hacia cualquier clase de peligro. Pero articuló de nuevo su nombre y lo hizo más alto y más claro, mucho más profundo que la primera ocasión, así que no había dudas. Sabía que al girar su cabeza encontraría a Bastian y la única incertidumbre era conocer si ambos compartían la misma fila de embarque o no. No hizo falta que transcurriera mucho tiempo, ni siquiera que volviese la cabeza para confirmarlo porque de pronto sintió una mano sacudir con energía su hombro. Y aquella mano era, sin duda, la mano negra de Bastian. Bastian y Malik se habían conocido por puro azar en la patera que trajo a ambos a rastras desde Guinea. Los dos habían embarcado en Utonde aunque Bastian no hubiera nacido allí, como él, sino en Malabo. Desde un principio se percibía que era un muchacho dotado con una personalidad muy fuerte pero también bastante poco transparente. Malik lo había deducido porque de todos esos valientes Bastian era el único que se jactaba de haber reunido el dinero en poco tiempo, cuando todo el mundo tenía claro que ahorrar en Guinea el dinero para embarcar suponía un esfuerzo inmenso. Bien es verdad que Malik también había tardado apenas cinco minutos en juntarlo porque en realidad se lo había encontrado en una noche oscura oculto en un maletín extraviado. Pero nunca hizo mención al golpe de suerte porque entendía que una fortuna así podía levantar ampollas entre quienes habrían consagrado años en conseguir su proyecto. Sin embargo Bastian dejó caer en varias ocasiones que él no había tardado más de un mes y que eso era consecuencia de ciertos trabajos que le habían encargado algunos de los mafiosos locales más conocidos. Jugaba con la baza de que nadie se atrevería a interrogarle para descubrir si se trataba de un farol o de la realidad pura y dura. Bastaba con mencionar ciertos apodos para infundir miedo suficiente y además casi todo el mundo en la patera se encontraba más pendiente de evitar la muerte que de escuchar historias gangsteriles. Pero Malik tuvo la mala pata de sentarse a su lado durante prácticamente todo el trayecto. El embarco se hizo de noche para evitar los guardacostas enviados por el gobierno español así que cada cual ocupó el asiento que pudo sin reparar en detalles como la comodidad y la compañía. Cada cual excepto Malik, que vislumbró la posibilidad de que Bastian cayese al lado de alguien menos ajado que él y terminara metido en un gran apuro y decidió evitar ese trance a las chicas y a varios menores de edad que también viajaban en ese mísero cascarón. Nada más partir Malik y Bastian comenzaron a hablar en voz bajita pero pronto toda la embarcación sabía de sus patrañas que, o bien contaba él mismo o bien corrían de boca en boca con mayor distorsión si cabe que la que él procuraba. De todas formas no fue esto lo que hizo entender a Malik que aquel tipo era de poco fiar. No fueron las palabras sino sus acciones y sus gestos, pequeños grandes detalles que asustaron a más de uno durante el viaje y que acabaron por abrir un círculo entre ellos y los demás. Y dio igual que Malik se distanciara cuanto pudo y dio igual que al final de los días ya no cruzase con él ni palabra, porque allí dentro Bastian no dejaba de ser uno más, ligeramente ostensible tal vez, pero uno más al fin y al cabo que necesitaría al resto en determinadas circunstancias. Y Malik significaba la cobertura gracias a la cual algunos consideraron que Bastian era igual al resto tanto para lo bueno como para lo malo, con independencia de si en algún momento del periplo hubiese merecido perecer ahogado. Al segundo día de partida uno de los chicos, Antonio, entró en estado de shock. Antes de salir de Utonde el patrón de la patera les había reunido a todos para explicarles algunos de los pormenores del viaje que les aguardaba. Y recalcó tanto cuanto le fue posible que había multitud de factores que, combinados, convertían aquello en una aventura que no todo el mundo tenía capacidad para soportar: el calor, el hambre, la sed, la angustia de ver sólo agua durante días... Lo comparó con la sensación que experimentaría un claustrofóbico si tuviese que evadirse de la cárcel por un túnel de dimensiones reducidas, con el agravante de que una vez comenzada la travesía no había vuelta atrás. Hacerse a la mar significaba continuar adelante siempre con todas las consecuencias. Pero el miedo a la miseria era demasiado fuerte y Antonio se dispuso a correr los riesgos. O eso o aquel patrón sólo acertó a describir los escenarios pero no fue capaz de transmitir la sensación exacta del agobio que significaba verse en un momento rodeado de mar por todas partes, a cientos de millas del lugar emergido más cercano. Por lo que fuera Antonio no comprendió que no era un viaje para él y decidió embarcarse hacia el futuro. Y al segundo día ocurrió lo que tenía que ocurrir, que se encontró fuera de sí, ido por completo, enajenado, y no cesaba de gritar que quería volver, de suplicar que alguien le apoyase en sus pretensiones de regreso. Muchos, los más cercanos sobre todo, familiares y amigos, intentaron aplacar sus nervios pero fue en vano. Antonio no recuperó la lógica con los comentarios de los demás. Al contrario, cuanto más le intentaban hacer comprender la situación, cuanto más le explicaban que era imposible dar media vuelta, más perdía él el juicio y más incrementaba el volumen de su desesperación. Su actitud se volvió violenta, agónica y fue en el clímax de su locura que enganchó a una muchacha y amenazó con arrojarla por la borda si no accedían a sus pretensiones. Esto marcó su final porque Bastian, que quedaba detrás de él en la patera se levantó sigilosamente, se acercó a él por la espalda y le propinó en la nuca un puñetazo con toda su alma, que le sumió en la inconsciencia y solventó el problema al menos de manera temporal. Mas cuando todos en la barcaza pensaban que aquel episodio había sido sólo una mala experiencia Bastian enganchó a Antonio por las axilas, le arrastró por encima de los cuerpos atónitos e hizo el ademán de arrojarlo por la popa. Por unos instantes la confusión se adueñó del ambiente hasta el punto que todo el mundo dentro cambió los pensamientos sobre las penurias por la evaluación de una circunstancia tan insólita como esa. Los gritos se fundieron con las escaramuzas y éstas con los intentos de evitar a toda costa un final trágico. Dos de los familiares de Antonio lograron al fin imponer la cordura sobre la locura y acercaron hacia sus propósitos a una decena de hombres que interpelaron a Bastian para que desistiera de los suyos. Pero Bastian no iba de farol y continuó tirando del cuerpo inconsciente, elevándolo entre la multitud para soltarlo en medio del océano inmisericorde. Como las súplicas no llegaron a buen puerto esos dos se abalanzaron sobre Bastian para disuadirle por la fuerza pero en ese instante él se zafó de Antonio y en apenas unas décimas de segundo se encontraba blandiendo un revólver ante la mirada muda de toda la embarcación. El patrón detuvo entonces los motores porque ocurriese lo que ocurriese nada bueno podía salir de aquel embrollo y si necesitaba tomar una decisión mejor sería sin el bamboleo de las olas. La situación era muy tensa: los amigos de Antonio obviamente estaban decididos a intervenir por salvarle la vida pero se notaba que Bastian no era novato con las armas y tampoco parecía tenerle demasiado miedo a las consecuencias de su uso. Si la mecha empezaba a arder nadie saldría bien parado. En realidad nadie podría salir de allí porque fuera del trozo de madera sólo había agua salada y eso multiplicaba por mil la tensión del momento. Dos mujeres que sollozaban en la proa vinieron a sacar el ambiente del monumental atasco en que se encontraba. Las dos eran hermanas de Antonio y las dos repetían sin cesar en bajo por favor, por favor, dejadle vivir, nosotras cuidaremos de él. Llevaban diciéndolo desde el comienzo del episodio pero el rugido de la furia lo había ahogado hasta hacerlo imperceptible y sólo el sosiego promovido por el arma había conseguido volverlo audible. Los amigos de Antonio rebajaron la intensidad de la amenaza y Bastian entendió que si disparaba una sola vez él también sería pasto de los tiburones. Aunque fuese el más rápido disparando no había balas suficientes como para acabar con cada uno de los más de 100 ocupantes de la patera y a estas alturas de la cuestión todo el mundo estaba ya claramente en su contra. Si existía alguna posibilidad de remansar las aguas pasaba desde luego por esconder el arma, soltar a Antonio y esconderse tanto como pudiera de las miradas inquisitivas de los demás hasta el final del trayecto. Y eso fue lo que pasó, que desde entonces nadie en la barca se atrevió a dirigirle la palabra, algunos por asco, otros por miedo y otros porque bastante tenían con cuidar de sí mismos. Pero también pasó que Bastian buscó cobijo en Malik, que no supo cómo decirle que no y que a partir de ahí se encontró con un equilibrio más que mantener, el de la barca dentro del agua y el de sus conversaciones con Bastian y los demás dentro de la barca. Evidentemente no le hacía ninguna gracia soportar a Bastian; más de una vez pensó en aplicarle la medicina que había pautado él para Antonio pero siempre le disuadía la visión del arma en el aire preparada para entrar en acción a la mínima de cambio. Su viaje se convirtió sin quererlo en una odisea psicológica de tal calibre que pasó los días sin preocuparle demasiado si se ahogaban o no. Por momentos le asustaba más la idea de que en medio del mar algunos decidieran pasar por la quilla a Bastian y hacer también tabla rasa con él, desembarazarse del peligro y de su compañero, por más que intentara marcar las distancias y provocar que los demás tuviesen clara la diferencia entre ambos. Llegó a pasar incluso noches en vela conversando con los compañeros, explicándoles que él no conocía de nada a aquel sinvergüenza y que le odiaba tanto como podían hacerlo ellos. Pero nunca halló aquiescencia en sus comentarios; todo lo más que obtuvo fueron silencios que interpretó como evidentes incertidumbres. Cuando regresaba a su hueco y pensaba en esto siempre llegaba a la conclusión de que mientras durase el viaje no podría hacer amigos, al contrario de lo que había imaginado que ocurriría antes de embarcarse en él. Las circunstancias durísimas que lo rodeaban, expuestas con toda su crudeza en lo que había ocurrido con Antonio, eran mil veces más poderosas que cualquier sentimiento de solidaridad. Y nadie daría un duro por creer, por más que fuera cierto, que sus conversaciones con Bastian no albergaban nada más que extrañas casualidades, que entre ellos no había existido unión con anterioridad. Al llegar a la Península Malik puso tierra de por medio en cuanto pudo. El CIE de Carabanchel fue el último lugar en que tuvo contacto con él porque quiso la casualidad y la buena suerte que la policía soltara le soltara dos días antes, tiempo suficiente como para organizar su vida lejos de sus presencias amenazadoras. Durante los dos años que vivió por Avenida de América no volvió a tener noticias suyas, hasta el punto que terminó casi por olvidarle. Sólo cuando se juntaban varios como él y contaban las historias de sus viajes desde África Malik sacaba a relucir la de la pistola, posiblemente una de las más truculentas de cuantas podían escucharse. Pero sólo se decidió a recordarla cuando entendió que se trataba de un episodio tan pasado que nunca más volvería a cruzarse en su camino. Sin embargo a los dos años de vivir en Madrid tuvo que cambiar de domicilio y fijó su residencia en la glorieta de Embajadores sin saber que unas calles más arriba Bastian había establecido también su guarida. En alguna ocasión se lo había encontrado por el barrio pero afortunadamente la visión no fue recíproca y pensó que sería fruto del azar, una mala coincidencia sin más. Sin embargo ahora, en el aeropuerto, no había lugar para las dudas. El encuentro no era casual ni pura coincidencia porque Bastian se hallaba tranquilamente en la misma fila que él, en el mismo mostrador, aguardando el mismo vuelo hacia el mismo destino. Malik estaba jodido por ello. Muy jodido. La presencia de Bastian era un jarro de agua fría que congelaba su ilusión, todas las ilusiones de ese día, el regreso, la alegría, el viaje e, incluso, la chica del mostrador de Iberia que, para colmo, había desaparecido de nuevo. Justo en el momento en que la azafata de tierra le daba los buenos días un chorro de sudor frío comenzó a empapar su cuerpo. CHECK-IN Hubo un instante en el que Malik no atinó a pronunciar palabra alguna. Ya era mala suerte que Bastian tomase el mismo vuelo que él, pero no había nada que hacer al respecto. De lo poco que sabía sobre viajes en avión una cosa tenía bastante clara y es que no se cancelan así como así. Ambos irían en el mismo porque el avión no es como el metro, que si no coges uno esperas al siguiente. Al menos tuvo la fortuna de poder escoger un asiento distanciado ya que la azafata de tierra le explicó que quedaba un hueco solitario en la parte delantera, donde menos se notaban las sacudidas en el viaje, y se lo podía adjudicar sin problemas a él. Cuando recogió su maleta Malik estaba decidido a abandonar el escenario a la mínima ocasión que se presentara. Seguramente habría de cruzarse de nuevo con Bastian por los pasillos pero quería dejar sentadas las bases de su nueva relación, a saber, los cruces y sólo los cruces. Nada de preguntas incómodas y mucho menos aún diplomáticas. Pero desconocía que Bastian acababa de inventar otros planes para él, de improvisar una estrategia distinta a la que traía aunque perfectamente compatible con ella. Porque pensó que el disfraz de estudiante en que se había enfundado era bueno pero mejorable y por eso pretendió utilizar de nuevo a Malik como lo hizo en el viaje de ida en patera, proporcionando cobertura a sus abyectos propósitos. De ahí que no le dejase dar dos pasos seguidos cuando le espetó a que se detuviera y le esperara, que él tardaría bien poquito en obtener su billete. La situación era muy complicada y se complicaba aún más para Malik porque el aeropuerto le resultaba por completo desconocido, ajeno. No era su ambiente natural y bastante tenía con acertar el camino adecuado como para preocuparse con historias raras. Pero la presencia de Bastian, con no ser grata, se había convertido en imprescindible y obviamente impredecible así que trató de relajarse para reflexionar con tranquilidad acerca de las opciones que le quedaban desde ahora en adelante. Restaba bastante tiempo aún y la pregunta ahora era si permanecer en el vestíbulo, antes de los arcos de seguridad, o atravesar estos y esperar con calma dentro de la sala de embarque. Malik observó la montaña de gente que se agolpaba junto a los escáneres y la lentitud con que se desarrollaba el proceso que decían en aras de la seguridad. Por un instante comparó lo que en occidente entendían por seguridad y lo que él habría deseado como tal en su viaje en patera. Aunque se utilizase la misma palabra el sentido que se le otorgaba era muy diferente en función del ámbito en que se usara. Montarse en la barcaza no había requerido tantas zarandajas pues a nadie se le hubiera pasado por la cabeza la idea de cometer un atentado en el viaje entre Guinea y España. A nadie excepto a Bastian, claro, y posiblemente el patrón, tan seguro de sí mismo durante toda la travesía que posiblemente llevara también consigo algún método disuasorio. Todo dependería de la actitud de Bastian en esos primeros minutos de encuentro. Si le daba por adosarse como una lapa iría de cabeza a los arcos con la esperanza de que el monumental lío le ayudara a darle esquinazo. Si seguía su camino y le dejaba en paz entonces permanecería allí un ratito más porque siempre dispondría de más lugares en los que guarecerse del estorbo. Siempre podía salir a la calle, visitar la cafetería o hacer como que llamaba por teléfono para ponerse a salvo de su insoportable presencia. Con el billete en el bolsillo Bastian se acercó a él y volvió a golpearle con la mano en la espalda. Fue un golpe suave pero precisamente por ello cargado de intención. La experiencia le había demostrado a Malik que cuando Bastian soltaba la zarpa golpeaba duro pero que cuando acariciaba era aún peor porque sus cobas escondían siempre oscuras intenciones. Todas las preguntas que le hizo respecto de su vida aquí y los elogios que le dispensó sobre la buena amistad que habían trabado durante su aventura en patera no hacían sino incrementar sus negativos presagios. Por eso su mente se dividió en dos y mientras con una parte respondía de manera automática con la otra intrigaba para descubrir a qué obedecía su actitud. Le sorprendió la ropa que llevaba porque vislumbraba un perfil cuya obtención habría supuesto un cambio radical de personalidad que, sinceramente, no creía posible. Le mosqueó su actitud, le mosquearon sus preguntas y le mosqueó la ropa. Estaba tan mosca que sus miradas se dirigieron de manera instintiva hacia el único objeto visible que podía ocultar lo que Bastian necesitaba guardar de los ojos de los demás: el maletín azul que portaba y que, como él, no había necesitado facturar. Mientras caminaban no dejó de revisarlo una y otra vez; como antes con la chica comenzó a montarse una historia paralela, completamente fantasiosa. Y analizó su tamaño, el color y la forma, nada particulares por otro lado. Dedujo cuánto podía pesar por la manera en que lo zarandeaba por los aires cuando no estaba apoyado en las ruedas. Parecía muy pesado para estar lleno de ropa y en cuanto observó que lo trataba con un mimo especial, mayor del que cualquiera pondría si se tratase de una maleta normal, llegó a la conclusión de que, en efecto, debía contener algo extraño y posiblemente delicado. Decidió entonces poner rumbo a los escáneres que ahora le caían simpáticos porque si efectivamente la maleta azul de Bastian escondía algo ilícito los rayos lo dejarían al descubierto y entonces no existiría nada que temer al menos por ese flanco. Una vez dentro de las salas de espera se reducirían las posibilidades para jugar al ratón y al gato con él pero ahora la prioridad consistía en averiguar si dentro de esas tapas guardaba algo más que calzoncillos y calcetines. Entre el barullo Malik divisó de nuevo a la pareja, que mantenía la misma actitud que cuando se había topado con ellos. Cada uno miraba hacia un lado y sólo les rescataban del tedio, periódicamente, las quejas de los pasajeros, a los que los guardas de seguridad les hacían desprenderse de cualquier objeto que pudiera ser considerado peligroso como un cinturón, un zapato, una botella de agua o el dentífrico de clorofila. La mente de Malik entró en conflicto en ese instante porque en verdad le repugnaba vivir en una sociedad temerosa de una vulgar zapatilla pero le tranquilizaba saber que Bastian y su maleta tendrían que pasar necesariamente por el mismo sitio que los demás. Así que, algo más relajado, abandonó sus pensamientos a la visión de la chica y dejó de pensar que era sólo bonita para empezar a tener sensaciones algo más intensas con ella. En lo referente a las mujeres su situación era tan complicada que su imaginación se había convertido en bálsamo de fierabrás. Le gustaba inventar historias preciosas en las que invitaba a cenar a una chica y paseaba después con ella por algún parque de Madrid. Siempre fantaseaba con la posibilidad de conocer a alguien con quien viajar a Guinea, alguien a quien presentar a su hermana y sobre todo con quien pudiese bañarse en el Atlántico. La chica del aeropuerto sería una candidata perfecta de no tener al lado al chico que a veces la miraba y a veces no. Pero incluso para él ya se había inventado un destino porque ella terminaría abandonándole para caer en sus brazos irresistibles. Sólo era cuestión de tiempo. Con tanto cuento se había desembarazado mentalmente de Bastian y el tiempo había volado hasta ser él mismo el siguiente en los arcos de seguridad. Pese al gentío las filas avanzaban muy rápido y, como no se había detenido a observar el procedimiento – como en las taquillas – ahora le tocaba de nuevo parecer un paleto. Sin embargo todo fue más rápido de lo que había podido prever porque no llevaba nada susceptible de causar algún perjuicio en vuelo y sólo tuvo que depositar momentáneamente la maleta en la cinta transportadora. Entonces se giró para observar qué ocurría con su incómodo compañero y su maletín sospechoso y lo que ocurrió fue que había dejado colarse a varios viajeros delante de él, como si estuviese esperando pasar por un arco en concreto de los ocho o nueve que había. Cuando llegó al que quiso, Malik se percató que entre Bastian y el vigilante parecía existir algún tipo de complicidad por los gestos mudos que intercambiaron. Se desprendió de los objetos metálicos que portaba y se dispuso a atravesar el arco. Y cuando lo hizo aquel chisme comenzó a sonar como un loco y el sonido atrajo la atención de todos los presentes incluidos los vigilantes de seguridad privada y los agentes de la Guardia Civil que allí se hallaban. Bastian esbozó entonces una sonrisa de tranquilidad y pidió permiso para extraer su cartera y de ella un documento médico, que Malik entendió un justificante, al tiempo que se señalaba la dentadura y mostraba el paleto de plata del que tanto vacilaba. Una de las agentes desdobló el papel, lo leyó con atención y le pidió que abriese la quijada una vez más. Consultó con sus compañeros y estos le hicieron una señal como si todo estuviese conforme. Lo curioso fue que con el desbarajuste nadie le solicitó que volviese a pasar la maleta. Los de seguridad dieron por bueno que los arcos habían sonado por el efecto de la plata pero se olvidaron de comprobar si en la maleta podía haber algún otro objeto que hiciese también saltar las alarmas. Tal vez por eso después de recoger sus efectos personales volvió la cabeza hacia atrás, en dirección hacia el vigilante al que Malik creía cómplice, y gesticuló de manera casi imperceptible en un gesto de aprobación. La situación no había mejorado nada; Malik había errado sus pronósticos y una vez dentro lo tendría bastante más crudo. Aún quedaba un paso intermedio antes de llegar a las puertas de embarque y si bien debían pasar un nuevo control, en este caso el de la aduana que custodiaba la policía, la mayoría de sus esperanzas se habían esfumado ya. Si Bastian había conseguido burlar los sistemas de vigilancia hasta ahora no le sería complicado engañar a los que quedaban. En efecto, los nacionales esperaban parapetados cada uno en su nicho blindados tras un cristal especialmente grueso. A simple vista se diría que no tenían cara de muchos amigos y posiblemente era mejor llevarse bien con ellos en el escaso minuto que duraba aquel trámite. Pero en realidad todo eso era pura parafernalia porque en la ventanilla sólo requerían el pasaporte, contrastaban que la foto se parecía vagamente a la realidad y comprobaban que los nombres no se cruzaban en las bases de datos internacionales de delincuentes o sujetos bajo orden de busca y captura. Malik desde luego no concordaba con ninguno de estos y no creía a Bastian tan estúpido como para aventurarse si no estuviese completamente seguro del paso siguiente. A estas alturas todavía desconocía cuáles eran sus planes pero fuesen cuales fuesen debía tener sus cabos muy bien atados. Tanto que cuando se desembarazaron de todos los trámites Bastian echó al aire una sonrisa de satisfacción, como si se hubiese quitado un gran peso de encima, como si hubiera podido abandonar en la papelera más cercana el manojo de nervios que le acompañaba desde un principio. Tanto que volvió a golpear a Malik en la espalda y le preguntó si estaba dispuesto a dejarse invitar a un buen bocadillo en la cafetería más cercana a su sala de embarque. Y aunque Malik sintió que aquella tercera palmada hundía definitivamente el cuchillo de la afrenta, sin embargo no le quedó más remedio que aceptar. - Si no puedes con tu enemigo tenlo cuanto más cerca mejor, se dijo. Armado con todo el valor que pudo, consciente como era de que no existía escapatoria dentro del aeropuerto le sonrió por primera vez, de la misma manera hipócrita. Y golpeándole con mucha fuerza en los hombros le dijo: - Claro, Bastian. Como tú quieras. Tú mandas. LA ESPERA Era la tercera tienda duty free que visitaban Pam y Marc. No sería la última aunque tampoco tenían pensado realizar un gran desembolso económico. Simplemente estaban echando un vistazo a lo que podrían adquirir al regreso, en el JFK de Nueva York. No era una cuestión de dinero, que de eso andaban sobrados, sino más bien de espacio en las maletas y de necesidades superfluas con que colmar la vuelta de sus vacaciones. También había algo de tiempo que pasar hasta que les llamaran para su vuelo, el IB4337, que en las pantallas aparecía con la advertencia On time. Pamela recibió en ese lapso dos llamadas de teléfono. La primera de su madre Coco, que llamaba para preguntar qué tal les iba todo antes siquiera de partir. La relación entre ambas era extraordinaria y se entendían a la perfección pero este tipo de cuitas siempre le habían parecido a Pam algo exageradas. Y eso que intuía que su madre no le reflejaba ni la mitad del pánico que le invadía cada vez que viajaba al extranjero. Por lo menos los Estados Unidos eran un país civilizado y allí los peligros se vislumbraban menores, pero siempre había algún achaque más o menos acertado. En este caso eran las armas lo que le preocupaba y el hecho de que cualquiera podía hacer uso de ellas en una discusión. Como siempre ocurre en este tipo de personalidades Coco se ponía de manera sistemática en los peores supuestos posibles. En ocasión de la última comida antes del viaje le comentó a su hija que había estado viendo en Internet el deathclock de Times Square en la intención de disuadirle por última vez de realizar aquella aventura. La segunda llamada fue la de Paty, su mejor amiga, que quería desearle lo mejor en el viaje, entendiendo como tal el que consiguiese hilar de nuevo su relación en el punto álgido donde alguna vez se encontró. Le comentó que se fijase en el ejemplo de su amiga común Marta, que había rehecho su matrimonio después de un tiempo de relax en Hawai con su marido. Ambas se rieron por no llorar, rompieron a llorar cuando cayeron que las risas iban en serio y tuvieron que dejar de hacerlo en el momento en que Marc se acercaba para preguntarle a Pamela si le gustaría que le regalase un frasco de Nº5. Ninguna de las tres, Coco, Paty y Pam apostaba en realidad porque nada de lo dicho en los últimos minutos pudiese ocurrir pero era tarea de todas ellas hacer que pareciese creíble cuando menos. Probablemente nadie le pegaría un tiro en la esquina de la 42 con la 54 y seguramente su relación se rompería pese a los últimos esfuerzos. Por eso pasar el tiempo en el duty free hablando por el móvil eliminaba la tensión de pensar en cosas extrañas. Respondió a Marc que ella no utilizaba Channel sino Kenzo y se indignó porque no lo supiera. Pero a Marc la indignación le provocó el mismo sufrimiento que una gota en el océano y se giró para comprobar si había algún chisme electrónico del que no dispusiera ya. Pamela le observó durante unos segundos que le parecieron horas y se interrogó a sí misma acerca de las razones le habían movido a enrolarse con esto. Pero fue un bajón momentáneo al que decidió poner fin con un paseo cotilla por el interior de la terminal. Fue entonces cuando pudo observar con detenimiento al chico negro, alto y fuerte con quien habían tropezado en las cintas transportadoras, mientras hacía como que revisaba las etiquetas de una prenda cualquiera en la boutique de Adolfo Domínguez. Con la cabeza agachada, simulando que le importaba algo la composición de un suéter, elevó sus ojos marrones y comenzó a analizar los movimientos del muchacho uno a uno, su actitud entre calmada y misteriosa y le llamó poderosamente la atención el que no dejara de mirar de un lado a otro, como nervioso por si viniese alguien o, precisamente, esperando la llegada de alguien más. A diferencia de como se lo había encontrado minutos antes, ahora se hallaba acompañado por otro individuo vestido de estudiante aplicado – indumentaria que le hizo sonreír -, y completamente diferente a él, que no dejaba de hablar y sonreír de forma ostentosa, casi primitiva, sin preocuparle demasiado el escándalo que sus gestos y su voz perpetraban alrededor de ambos. Y rápidamente intuyó que ella no debía ser la única en compañía de alguien poco agradable. Apostó en silencio que ese chico negro hubiera deseado estar solo, que el otro no dejaba de ser un gran estorbo para él, pero tuvo que dejar de hacerlo cuando se vio sorprendida en un cruce de miradas que ponía al descubierto su entera indiscreción. El chico incómodo fijó sus ojos en ella, tan profundamente que hubiera necesitado días para desvelar el significado de sus pensamientos. Y como era un tiempo del que no disponía de inmediato soltó el suéter y volvió la cabeza, como avestruz que avista peligro. Pam tardaba cero coma en tomar decisiones. Su mente trabajaba de forma prodigiosamente rápida cuando se trataba de descartar opciones y seleccionar entre ells la mejor. Era una chica segura de sí misma que raramente dudaba y más raramente aún se arrepentía después de haber tomado un camino. Pero en aquella ocasión la incertidumbre asomó su patita en forma de compasión por aquel chico negro, alto y fuerte porque en cierto modo existía un paralelismo entre las situaciones de ambos o al menos así lo intuía ella. Durante unos segundos vaciló entre girarse de nuevo para ofrecerle algo de apoyo visual o dejarlo correr en la evidencia de que en realidad nada de lo que pudiera ocurrirle le afectaba lo más mínimo. Y precisamente por esto último, porque nada le costaba y nada le implicaría en el futuro, optó por volver a mirarle y dirigirle de cualquier manera un mensaje de ánimo. Pero sus intenciones, aunque bondadosas, llegaron tarde porque de los dos chicos negros sólo quedaba el rastro de las bandejas sobre las mesas y de las migas de los bocadillos sobre las bandejas. Nada más. Y por mucho que buscó y rebuscó sólo halló la ofuscación que embarga a quienes escudriñan con desesperación en el marasmo de una terminal abarrotada. En su búsqueda se topó con Marc, que llegaba cargado con un par de bolsas de papel y con una sonrisa interesada en los labios. Mientras se acercaba Pam entendió que ahora tocaba aguantar durante unos cuantos minutos una charla exhaustiva acerca de las características de los objetos adquiridos. En los cinco pasos que les separaban pudo deducir el contenido de las bolsas, a saber, aparatos electrónicos y un regalo intrascendente, es decir, la satisfacción absoluta de Marc en una de las manos y las disculpas en la otra. Jamás le recriminó nada de lo que pudiera poseer; lo que Marc quisiera comprarse para sí o los objetos que pudieran indemnizar su ego eran cosa exclusivamente suya. Pero en la creencia de estar haciendo algo contrario a los ideales con los que la había conocido por primera vez, en cada ocasión que Marc se dejaba llevar por sus aficiones siempre había una réplica, una contraprestación hacia Pamela. Como si quisiera hacerse perdonar por un pecado que no cometía. Cuando se compró el descapotable se hizo socio de una ONG que apadrinaba niños en un país de Centroamérica. Nunca se interesó por su ahijado, pero rara vez dejaba de hablar de la potencia del vehículo delante de sus amigos. Cuando organizó una despedida de soltero en Las Vegas para su amigo Fonsi invitó a sus suegros a un fin de semana en el balneario de Panticosa. Jamás contó nada de lo que ocurrió en la ciudad de los casinos – y poco que le importaba a ella en realidad – pero cada comida familiar se encargaba de recordarles a sus padres el agasajo de las aguas y los masajes. Por el tamaño y el peso de las bolsas calculó que el pecado y la penitencia serían pequeños pero caros. Y no se equivocó: IPad y la última fragancia del diseñador nipón. Y como siempre, ni una explicación de la utilidad del chisme pero un beso en cada mejilla para ofrecerle el presente, otorgando a cada objeto una importancia inversamente proporcional a la que en realidad tenía para él. Por fortuna para ella la tableta electrónica venía embalada, con la batería desmontada y, por supuesto, completamente descargada, así que no tuvo que aguantar mucho más. Pero sí que decidió darse el gustazo y abrió el perfume. Derramó un par de gotas sobre sus dedos, las depositó con mucho mimo alrededor de su cuello y se dejó llevar por su aroma como una sibila délfica que espera el augurio. Y lo que le dijo entonces el oráculo es que, fuese cual fuese la situación, eliminase el ruido que le acompañaba desde la mañanas de hacía muchos años, que evitase al mundo entero y en particular al que tenía al lado. Pam miró a Marc con rabia contenida, sin aprecio alguno, como mucho con el mismo que él ponía cuando le miraba a ella, que por lo visto era bastante menos del que nadie se merece. Y se enchufó los auriculares y le demostró que ella también sabía de artilugios electrónicos y de ningunear con ellos a quien no se quiere en realidad. Y buscó entre las novedades de su MP3 aquello que provocase más ruido ambiente. De esa guisa se dirigieron ambos a la sala de espera; de esa guisa decidieron aguardar al inicio de no se sabía exactamente qué. Y se sentaron cerca del cristal que daba a la pista de aterrizaje aunque en ese instante por el sentido del viento lo que veían era despegar a los aviones, uno tras otro, cogiendo velocidad y levantando sus enormes panzas al aire hasta desaparecer en la altura. Tal era el volumen que desprendían sus cascos que Pam no se percató de quién había al lado; tal era su intención de evadirse del momento que fue a dar en el asiento contiguo al que ocupaba el chico negro, alto y fuerte con quien había topado ya en varias ocasiones desde que pisó el aeropuerto. Y fue girar la cabeza a la izquierda y salir súbitamente de su estado de ensimismamiento y eso que el chico negro todavía no había sentido su presencia. Marc ocupó de seguido el banco a su derecha y Pamela se sintió bastante contrariada. A un lado había un muchacho que ni siquiera había reparado en ella en ese instante, al que no conocía de nada pero al que se moría de ganas de dirigirle la palabra. Al otro lado Marc, al que conocía desde hacía años, que no la miraba aunque sabía de ella y al que no tenía demasiadas intenciones de dar palique. Disponía de pocos segundos para pensar qué hacer o dejar de hacer. Reparó en dos premisas claras: que el chico negro advirtiese que estaba allí y que Marc, por supuesto, no se enterase de nada. Lo segundo estaba prácticamente asegurado, pues la caja del IPad ya estaba abierta y las instrucciones eran lo suficientemente sugerentes como para relegarla a un segundo o tercer plano. Lo primero era una cuestión de tiempo, pues una cuestión de tiempo es que alguien gire la cabeza y vea quién tiene a su lado en una sala de espera. Así que, dado que ambas premisas acabarían por suceder había que anticiparse a lo que vendría después de eso. - Nada de miradas a la izquierda, pensó. En cuanto abra sus ojazos negros, me verá. Y haciendo como que era sin querer posó su antebrazo en el reposo que ambos asientos compartían, invadiendo sutilmente un espacio que es de nadie y de todos a a la vez. Contó los segundos y en la cuenta apostó que sería antes el roce que la mirada. Si fuese así, posiblemente pasaría lo mismo que media hora antes, cuando el tropiezo de las cintas transportadoras: que el chico negro, educado, sin ganas de molestar, viraría su rostro y de sus labios seguro saldrían palabras de disculpa. Si fuese así también de sus ojos saldría una enorme expresión de sorpresa – o de alegría, quién sabe -, por verla sentada a su lado. Pero si fuese al revés, si la mirada antecediese al roce, entonces la sorpresa anularía las disculpas y probablemente no escucharía su voz, que adivinaba grave y tersa. Pam acertó sólo en parte sus pronósticos. Fue primero el roce, sí, pero no hubo ni disculpas ni sorpresa, al menos por la parte contraria. Resultó que él sí sabía que ella estaba allí y respondió al duelo de seducción con una caricia tan dulce y efímera como intensa. Pamela sintió que su vello se erizaba y un escalofrío furibundo recorrió su cuerpo hasta dejarla fuera de juego. Descolocada por la actitud del chaval giró nerviosa la cabeza y apenas si pudo balbucear unas disculpas con tono de perturbación. Y aunque él no respondió más que con la mirada, esas apenas décimas de segundo fueron suficientes para demostrar que entre ambos existía química, quizá ocasional. Por cualquier circunstancia que no llegaba a comprender todavía sus situaciones guardaban algún tipo de semejanza. Posiblemente estar allí sentados el uno junto al otro no obedeciera más que a caprichos del destino pero no dejaba de intuir que ambos estaban a puntito de iniciar viajes paralelos con compañías poco interesantes. Más ¿qué podía significar aquella caricia? Ese era ahora su pensamiento único, buscarle un significado a la razón por la que él seguramente habría estado diseccionando la situación de la misma manera que ella. No era azar. Recorrió de un plumazo lo que había ocurrido desde que entró en el aeropuerto, la cinta, la fila en los mostradores, las miradas del duty free y, finalmente, esto que ahora estaba sucediendo. Lo primero había sido azaroso; lo último, desde luego, no. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Seguir la corriente? ¿Pasar? ¿Y si era peligroso? ¿No tenía ya bastante con su viaje como para embarcarse en otro asunto tan extraño? ¿Y si aquello conseguía al menos sacarla de la espiral anodina en la que se estaba convirtiendo su segunda luna de miel? Al fin y al cabo no quedaba más que media hora para embarcar, y en media hora nada especialmente grave podía tener lugar. De aquellos pensamientos vino a sacarle el compañero del chico negro, que llegó con paso rápido, como quien acaba de ultimar los detalles antes de partir, se sentó a la izquierda de éste y comenzó una conversación cuyos detalles Pam no quiso dejar pasar. Su intrigante compañero de asiento le había tomado la delantera pero pensó que escuchando lo que ambos tenían que decir quizá se le ocurriría algo para retomar la ventaja. SENSACIONES No tardó mucho el chico de indumentaria estudiantil en tomar la palabra ni tampoco Pamela en detectar que su conversación era simple rutina. Por lo pronto pudo conocer el nombre de su interesante nuevo amigo: Malik. El chico de indumentaria estudiantil no dejaba de referirse así a él desde el principio, en lo que intuyó una clara intención de crear cercanía, casi familiaridad. Con el nombre perdió de vista la charla y recordó que Malik significaba “Rey” en árabe. Le pareció muy chulo para aquel chaval, al que imaginó de niño, alto, delgado y guapo. Pensó en él como el ojo derecho de su mamá, el chico bueno de la casa que no ponía pegas a los recados y relacionó su nombre con algo importante que ocurriría en su vida. Cuando unos padres llaman a un hijo “Rey” eso es porque sueñan con un destino encumbrado, que se marca en el día mismo de nacer; que le cuidarían desde bebé como si fuera un príncipe, que todas las atenciones serían para él, que aprendería de forma pausada e inteligente, que existe un hueco en el futuro hecho a su medida, aguardando su llegada. A los pocos segundos pudo escuchar por fin su voz, profunda, algo más seca de lo que había sospechado pero en cualquier caso atractiva. Con ella supo cómo se llamaba el otro chaval, el que parecía de Yale: era Bastian, pero de éste no imaginó nada, ni ganas que tenía. Sólo percibió que cada vez que Malik pronunciaba ese nombre de su boca salía un sonido arrugado, a veces casi incomprensible, como si no quisiera pronunciarlo del todo. Y entendió que en aquella conversación no había igualdad ni reciprocidad sino que uno lanzaba andanadas de las que el otro se protegía a duras penas, esquivando los golpes lo más rápido que le permitía su imaginación. Eso fue lo que ocurrió cuando Bastian preguntó a Malik por el motivo de su viaje y éste respondió que regresaba para quedarse en Guinea. Le explicó que ya no estaba a gusto en España, que nada de lo que le prometieron los que contaban las historias en su patria guardaba algo de cierto. Que era mentira que esto fuese una especie de paraíso en la que el trabajo y el bienestar se encontraran a la vuelta de la esquina. Le dijo que para pasar miserias aquí prefería pasarlas en su tierra, que conocía mejor, al lado de su gente. Otro tanto le pareció a Pamela que ocurría cuando le interrogó acerca del lugar en que había vivido todo este tiempo. Malik señaló puntos imprecisos en el mapa de su cabeza, cuatro o cinco casi escrupulosamente diseminados por la geografía de Madrid, algo que detectó como un intento de no dejar ni rastro de sus posibles paraderos. Ni queriendo es posible vivir en lugares tan lejanos y heterogéneos dentro de una misma ciudad. O eso o es que el azar está dotado de un misterioso criterio de equidad en el repartimiento. Un toque extraño vino a distraer la atención de Pam. El golpe procedía de Marc que miraba su rostro con incredulidad, de arriba abajo, visiblemente molesto porque era la tercera vez que le preguntaba algo y ella no le prestaba ni la más mínima atención. Pero Pam no estaba dispuesta a perder el rastro de la conversación de los chicos negros ahora que empezaba a coger el hilo de quién era quién o de cómo era cada uno de ellos. Y no se amilanó ante la insistencia de su marido ni bajó la mirada, ni mucho menos pidió disculpas por encontrarse mentalmente ausente. Al contrario, se encogió de hombros, cinceló en su rostro el gesto de la indiferencia y emitió con la comisura derecha de sus labios un sonorosísimo pschh que dejó clavado a Marc y le devolvió a las instrucciones de su nueva maquinita, en las que seguramente no encontraría reacciones tan adversas. Quizá envalentonada por este episodio pasajero, Pamela decidió cometer una locura. Quizá también porque se acercaba la hora del embarque y la falta de tiempo mitigaría las consecuencias de cualquier acción por muy temeraria que fuese. Así que apoyó su antebrazo muy cerca del de Malik, tan cerca que se rozaron sin necesidad de disimulo. De nuevo su piel se encogió y se irguió su vello, pero por primera vez sintió fuerte el latido de su corazón, rápido, intenso. Y por primera vez también aguardó expectante una reacción decidida de Malik ya que la suya no dejaba lugar a dudas de su propósito. Había optado por tomar la delantera aún por las bravas y ese paso no admitía más que una interpretación. Si Malik sentía lo mismo que ella entonces debería replicar. Así eran las reglas de su juego. El contacto visual se le había quedado chico con las idas y venidas por dentro del aeropuerto y le parecía imprescindible comenzar a transgredir algunas normas, aunque de no haber sido por las circunstancias que la habían rodeado desde el comienzo de esa mañana posiblemente hubiese pensado que todo aquello era una enorme metedura de pata. Malik sintió un latigazo con el roce del brazo blanco de Pamela, fino, suave. Pensó que lo llevaba deseando desde que puso sus pies en Barajas pero también que aquel no era el momento más adecuado para recibirlo. La presencia de Bastian contaminaba todo a su alrededor, como la peste, y le obligaba a mentir, a esconder cualquier pensamiento o realidad. Claro que la caricia le hacía ilusión porque estaba sin duda cargada de sentido, o así lo adivinaba él. Pero no sería fácil entregarle a la chica un mensaje de respuesta con aquel baranda al lado. Lo primero era evitar que Bastian se percatase de su juego, evitarlo en cualquier caso pero mucho más desconociendo cuáles eran sus intenciones. Además deseaba que la chica entendiera que aún estando sentados juntos sin embargo había una diferencia insalvable entre Bastian y él, que en la realidad no tenían nada que ver. Entonces se le reprodujo en su cabeza la imagen de la patera y maldijo al destino por reservarle dos veces el mismo trago. Desde luego, tenía huevos la cosa. De buena gana hubiera estrangulado a Bastian allí mismo, pero comprendió que un aeropuerto abarrotado no era el mejor lugar para cometer pequeños delitos como ese y rápidamente se abstuvo de pensarlo dos veces no fuera que al final cayese en la tentación. Así que arrastró su enorme pie derecho hacia la derecha hasta toparse con el de la chica. De inmediato notó que ella respingaba de la manera eléctrica en la que la había visto moverse por las cintas mecánicas, y sonrió al percibir esa reacción tan de cerca. Y continuó. Y rodeó su pie pequeñito hasta entrelazar las piernas por debajo de los asientos, a salvo de las sospechas de los dos interlocutores laterales. Y llevó sus ojos hasta el punto más recóndito de sus cuencas, al más cercano a la chica, hasta casi darles la vuelta por detrás, pero sin mover un ápice su cabeza, mientras se mordía los labios para no sonreír. O quizá lo que mordía eran sus ansias de besarla, o tal vez la sensación de que se estaba arriesgando de forma maravillosamente innecesaria. Notó que ella temblaba, que estaba nerviosa y que giraba la cabeza a un lado y a otro al azar pero que al virar a la izquierda aprovechaba cada segundo para posar en él sus ojazos. Malik asintió con la cabeza de forma prácticamente imperceptible porque quería dejarle claro que captaba nítidamente todos las señales que ella le estaba enviando y que su conversación muda había encontrado un canal adecuado que ambos sabían interpretar. Miró a las pantallas para indicarle a Pamela que aún quedaba más de una hora para su embarque y luego puso cara de tranquilidad. Pamela respondió preguntando a Marc cualquier cosa que llevase implícita la palabra Estados Unidos y mientras éste respondía meneó su cabeza porque para el suyo, sin embargo, restaban apenas 45 minutos. Malik abrió los labios, cerró los dientes y frunció los párpados porque esto perjudicaba notablemente sus planes de casarse con ella antes de no volver a verla nunca más y le obligaba a ser más atrevido de lo normal. Decidido a formalizar la relación pasó su brazo izquierdo por delante de su pecho y llevó su mano algo por debajo de la axila, como cruzándose de brazos pero con el derecho quieto, aún apoyado en el roce de la chica. Y mientras hacía como que se pasaba la palma izquierda por el costado derecho, irguió el dedo anular, el más largo de los suyos, hasta tocar el brazo izquierdo de ella. Visiblemente alterada Pamela dejó caer su cabeza atrás y suspiró con tanta vehemencia que llamó la atención de Marc, la de Bastian y la de Malik, que en centésimas de segundo reclinó su cuerpo hacia delante como para ajustarse las sandalias o como para esfumarse de aquel escenario tan comprometedor. Cuando creyó acabado el peligro se levantó de nuevo, despacio, intentado normalizar la situación y retomar la iniciativa. Mas cuál sería su sorpresa cuando se percató que Bastian había recalado en la belleza de la chica y trataba de cortejarla con la mirada. Ahora no pensó en estrangularle sino en otorgarle una muerte algo más lenta y dolorosa, pero de nuevo vino a sacarle de tan hermoso plan la visión del aeropuerto lleno de niños y embarazadas para quienes a lo peor ese acto podría resultar ofensivo. Sin embargo no hizo falta llegar tan lejos porque Pamela puso algo de cara de asco y Bastian se retiró a su guarida, a sabiendas que debía mantener su instinto bajo siete llaves a menos que quisiera arriesgarse a liarla precisamente en ese instante. Malik abandonó en el respaldo todo el peso de su cuerpo y parte del de su conciencia y estiró hacia abajo con las manos la piel de su rostro. Había ido por los pelos así que la próxima vez, si es que la había, tendrían que andar con más cautela. Por lo pronto deberían intentar no exteriorizar a modo las sensaciones porque no estaban solos y sus compañías, además de incómodas, eran sumamente comprometedoras. Pamela cerró los ojos durante unos segundos y expulsó aire con la nariz, a lo yogui, y Malik comprendió que podía poner el contador a cero; que, ahora sí, ella estaba preparada. Retomaron la posición anterior con los brazos apoyados y rozándose, y con el dedo de Malik rayando la piel clara de Pamela. Pero antes la yema de su anular permanecía muda y ahora no paraba de hablar describiendo formas que ella intentaba adivinar a toda velocidad para que la siguiente no borrase la anterior. M…A…L…I…K, escribió él despacio, empapando de cariño cada letra. Ella sonrió y exhaló una bocanada de aire que contenía chorros de excitación; su corazón bombeaba ahora sangre de manera anormalmente potente y su mente giraba con el placer de lo prohibido. Malik había lanzado el guante y ella tenía que recogerlo como fuese y hacerlo rápido porque el tiempo apremiaba. Pero también apremiaban las circunstancias, que constreñían el espacio y las posibilidades de moverse tan libremente como ella hubiera deseado. No era fácil dejarse llevar por la seducción de otro hombre con su marido al lado pero la simple idea de intentarlo le parecía irresistible. Así que ella también cruzó su brazo derecho y situó su palma cerca del costado izquierdo, donde los dedos de Malik jugueteaban alegremente ya. Cogió su mano y trazó en la palma tostada el nombre que le gustaba a ella, P A M E L A, con todas sus letras mayúsculas, y lo acompañó de un corazón, una flecha y tres puntos suspensivos que le devolvían el recado y, de paso, situaban la pelota en su alero. Ni corto ni perezoso Malik comenzó a deshacer el embrollo de brazos, manos y dedos en que se habían convertido los asientos de esa sala, dejando tiempo para que Pamela hiciese lo propio. Y se estiró hacia el aire, hacia arriba, hacia delante, donde juntó las manos y finalmente hacia atrás. Cuando dejó caer sus brazos largos estos pasaron el respaldo por detrás y se ubicaron en el asiento, pero no en el suyo, sino en el de Pamela. Entonces dirigió sin miramientos su mano derecha hacia las caderas sin ropa de ella y allí reprodujo al revés las palabras que hacía escasos segundos ella se había atrevido a garabatear en su piel: M A L I K, en mayúsculas, seguido de un corazón y tres puntos suspensivos. Aquello fue demasiado para Pamela porque al juego de seducción y al placer de lo prohibido se sumaban ahora dosis inciertas de deseo sexual. Con los ojos cerrados hubiese cambiado su viaje a los Estados Unidos por un ratito a solas con él en el aeropuerto. Sin embargo sus ojos debían estar abiertos y bien abiertos por lo que pudiera pasar así que nada de lo que su imaginación pudiera elucubrar tenía visos de ocurrir en la realidad. Lo que sí ocurrió sin embargo fue que Malik también había comenzado a excitarse y Pamela, atenta a cualquier detalle pequeño y a los detalles más grandes sufrió un pequeño ataque de vanidad. ¿Quién le habría dicho a ella esa mañana, al despertarse, que horas más tarde un efebo negro suspiraría de placer contenido por ella en el medio del aeropuerto? Quiso reír a mandíbula batiente pero se alegró de reprimir cualquier gesto porque hubiera despertado la atención de Marc y porque, tal vez, Malik podría resultar ofendido por ello. Y se dispuso a ejercer su turno de réplica pero un tumulto enorme e instantáneo le disuadió de aquella idea. Decenas de policías, guardias civiles y agentes de seguridad privada corrían de un lado a otro de la terminal y conminaban a las azafatas a que detuvieran de inmediato todos los embarques, en particular los que se dirigían a los Estados Unidos. Al tiempo se anunciaba por megafonía que todos los vuelos internacionales quedaban cancelados por un periodo indeterminado. Nadie sabía nada; nadie podía imaginar qué era lo que ocurría. Malik miró a Pamela para tranquilizarla con la mirada pero inmediatamente entendió que ella no era la persona a quien debía observar con atención. Cuando giró la cabeza y vio a Bastian sudar a chorro entendió que él tenía algo que ver en aquel revuelo o que aquel revuelo le afectaría más que a cualquier otro pasajero de los allí presentes. Y, de nuevo, como años atrás en la patera, volvía a estar junto a él. Por eso no pudo menos que echarse las manos a la cabeza y resoplar para sus adentros. De aquella historia había salido milagrosamente indemne pero ésta situación era una auténtica incógnita. La sala de espera se había convertido en una improvisada y maldita ratonera de la que no parecía existir forma alguna de salir. PROBLEMAS Ahogada por el desorden, la seducción cesó de inmediato. Marc escrutaba las pantallas en busca de un aviso esclarecedor; Bastian observaba angustiado el movimiento de los agentes; Pamela pensó llamar a su mamá antes que las noticias llegasen por otros canales. Y Malik se preocupó porque veía peligrar su viaje. La relación entre los cuatro había quedado cortocircuitada y los primeros momentos podrían determinar si el corte sería momentáneo o definitivo. Marc agarró la mano de Pamela, posó durante un ratito los labios en su pelo y rodeó sus hombros con el brazo. Al tiempo oteó el horizonte en busca de respuestas a través del comportamiento de todos los presentes. Pero los indicios no eran claros y pronto comenzaron a llegar las especulaciones en forma de comentarios que salían de los corrillos y las montoneras de pasajeros expectantes. Algunos hablaban de simulacro pero los rostros de los policías denotaban que los acontecimientos eran más serios. Los más listillos e impertinentes se atrevían con la posibilidad de un accidente aéreo. Un tipo con pinta de gachupino que había al lado comentó haber vivido una situación similar en ocasión de una salida de pista de un DC-10. Lo del DC-10 le otorgó algo de empaque a su historia y a la que se juntaron los primeros curiosos el tipo se vino arriba contando pormenores y, posiblemente, exagerando los detalles del suceso. Aunque había calado al gachupino, Marc decidió acercarse a las cristaleras en busca de tumultos en la pista. Pero nada se divisaba desde allí, así que la posibilidad de catástrofe carecía cada vez más de consistencia. Por si acaso encendió la radio y se enganchó los auriculares pero tampoco emisora alguna hacía mención a nada especial, con lo que descartó por completo que la causa del revuelo tuviese algo que ver con un avión accidentado. Decidido a averiguar los porqués con claridad espetó a Pam a permanecer en el asiento mientras él daba una vuelta por la terminal. Aunque eso no la tranquilizaba en absoluto y aunque hubiera preferido que se quedara a su lado a la espera de que las noticias llegasen por sí solas de sobra sabía que no haría caso a sus requerimientos. Marc no se escondía nunca y no perdía la cara a las adversidades por raras que parecieran y si había optado por indagar, eso es lo que finalmente haría. Por lo menos su ausencia le permitiría centrarse en Malik, cuya situación tenía visos de estar ahora más comprometida que la de su chico. Pero Malik estaba a otros asuntos indisolublemente unidos a su eterno compañero. El temor se había instalado en su cuerpo como una segunda piel y aguardaba el momento en que la liebre de Bastian saltase por algún lado. Le miraba de reojo una y otra vez, paralizado porque pudiese cometer alguna estupidez estando él a su lado. Notó su respiración agitada hasta el extremo y los poros de su cuerpo expulsando sus remordimientos y tuvo la idea de evadirse ahora que estaba más pendiente de sí mismo que de los demás. Mas cuando hizo el ademán de levantarse Bastian le agarró de la mano con mucha fuerza, y sin aspavientos le conminó a sentarse de nuevo en el asiento. En ese mismo instante Malik sintió que la había jodido del todo. ¿Por qué demonios había tenido que toparse con Bastian precisamente ese día? ¿Qué había hecho él para merecer semejante castigo? Horrorizado, giró la cabeza para averiguar cuáles eran sus intenciones, momento que Bastian aprovechó para acercarse a su oído y decirle con voz muy muy clara: - Date un paseo por ahí, vuelve y me cuentas qué es lo que ves. Mucho ojo con lo que haces. Te estaré esperando en este mismo asiento. Y recuerda que se quién eres y dónde vive tu familia en Guinea. Y moviendo su cabeza con un gesto seco dio le la orden de salida. Las instrucciones habían sido extraordinariamente precisas, tanto como el tono de sus amenazas y si algo tenía ahora claro Malik es que Bastian no estaba allí por un viaje de placer. Había mucho más detrás de su indumentaria y posiblemente la respuesta se encontraba dentro de la maleta azul que portaba. Sin embargo no era el tiempo de investigaciones sino de cumplir sus deseos de manera tan diligente como le fuera posible. Pensó que tal vez el embrollo podía resultarle útil pues con excepción de hacer de vigía para él poco más rendimiento podría sacarle allí dentro. Antes de levantarse del asiento miró a su derecha para ver quién sabe si por última ocasión a Pamela. Y ahí estaba ella, más bonita si cabe que cuando jugaban con las manos. Y quiso decirle adiós con la mirada pero no pudo. Su inconsciente se negaba a pronunciar algo que fuera más allá de un hasta luego. Si había de despedirse para siempre lo haría con un beso, no de aquella manera precipitada. Así que golpeó suavemente su mano tres veces a sabiendas que ella lo interpretaría como un simple ahora nos vemos. El rostro de Pamela se llenó de intranquilidad, pero al igual que había ocurrido un minuto antes con su marido entendió que iba a quedarse sola sí o sí. Sola pero en compañía de Bastian al que ahora ya miraba con odio y asco. De hecho tuvo que abstenerse de mirarlo porque de su conversación al oído con Malik intuía que la culpa de su partida era suya y nada más que suya y eso le repugnaba. Pamela contenía la rabia mordiéndose los labios pero no pudo reprimir el miedo que le atenazaba y que se manifestaba en el tono eléctrico de sus movimientos de cabeza, de un lado a otro, buscando con la mirada a Marc, al que había perdido de vista, a Malik, al que no quería perder de vista un solo segundo, y a las pantallas, de las que esperaba alguna información. De repente sonaron en la terminal los megáfonos y a la que la voz dijo your attention, please todo el mundo allí dentro se detuvo, con la excepción del personal de seguridad y los agentes del orden. Pero era una falsa alarma porque se trataba del mismo mensaje que antes al que se añadían ahora la petición de disculpas y la expectativa de comprensión por los viajeros. Pamela observó que mientras los altavoces hablaban Bastian agarraba desesperadamente el asa de su maleta azul y la disimulaba levemente entre los asientos y sus piernas hasta dejarla prácticamente escondida de miradas indiscretas. Y sintió pánico porque por un instante se le pasó la cabeza que en ella hubiese algo peligroso, una bomba o similar. En su mente la imagen de su madre, que le reprochaba haber iniciado el viaje y con ella todas las suposiciones negativas del mundo. Pero esa idea se le borró de la cabeza primero por descabellada y luego porque era propia de su madre, no de ella. Rápidamente dibujó otras alternativas más comunes, como que la escondía para no perderla en el tumulto o que era así como apaciguaba él su intranquilidad. Se dijo a sí misma que no obstante en adelante no le quitaría ojo porque no le gustaba nada su actitud y tal vez sería aconsejable separarse de él en el muy remoto extremo de que las cosas se torcieran. A todo esto Marc había regresado de su excursión y traía escrito en la cara que había encontrado alguna respuesta aunque no demasiado precisa. Se sentó de nuevo al lado de Pam con aire de satisfacción pero también con algo de preocupación y comenzó a relatarle sus pesquisas. En el aeropuerto no encontró nada pero comentó que había llamado a su empresa y le habían hablado de una alerta de atentado en el JFK de Nueva York. Todo estaba por concretar aún porque de hecho él se había conectado al servidor de noticias de su móvil y ninguno de los medios importantes recogía nada. Sin embargo un compañero suyo que estaba de regreso desde los Estados Unidos había telefoneado hacía escasos minutos diciendo que se encontraba atrapado en el aeropuerto neoyorkino y había dejado caer ese motivo. Si esa era la razón en breve la sabrían pero por lo menos Pamela se sintió segura de que los problemas hubieran surgido a 4500 kilómetros de la distancia que aún no habían recorrido. Le invadió el pánico sólo de imaginar que el aviso de atentado hubiera podido ocurrir después de aterrizar ellos en la ciudad de los rascacielos, pero no porque a ella pudiera asustarle, que también, sino porque a su madre posiblemente le hubiera dado un patatús. El sosiego de Pamela no fue del todo compartido por Bastian, que no perdía ripia de lo que Marc estaba contando. Al contrario, sus muestras de nerviosismo eran cada vez más ostensibles hasta el punto que cualquiera que pasara cerca de él en ese momento se hubiera percatado de su estado de ánimo. Quizá para disimular que no le llegaba la camisa al cuello inclinó su abdomen hacia delante y reposó su cabeza en sus enormes palmas marrones. Y perdió la vista en el suelo mientras las interrogantes se acumulaban en su mente sin que ésta fuera capaz de dar respuesta a una sola de ellas. Cada una de las hipótesis que se formulaba era más compleja que la inmediatamente anterior, infinitamente más peligrosa. Pudiera ser que no ocurriese nada puesto que el aviso se había producido en el JFK y él se dirigía a Guinea, dos destinos en apariencia desconectados. Pero pudiera ser que por culpa de eso la autoridad aeroportuaria decidiese extremar las precauciones y revisar de nuevo los equipajes facturados y, porqué no, también los de mano. En ese caso, la salida de aquel embrollo pasaría necesariamente por la cárcel y, lo que era mucho más crudo aún, con el fracaso de su misión y las represalias de sus jefes. Pero podría ser más retorcida aún en el improbable pero no imposible supuesto de que el aviso de atentado tuviese algo que ver con lo que él estaba haciendo en ese preciso instante. Quien le encargó este trabajo no era uno solo, ni siquiera un grupo local, sino una organización muy amplia cuyas ramificaciones desconocía por completo. ¿Y si lo que él portaba no era sino una parte de una obra mucho más amplia e importante? ¿Y si se trataba de una acción coordinada y él era un simple eslabón más dentro del engranaje? Sí. Si alguna de estas posibilidades era finalmente una realidad desde luego tenía razones para hundir su rostro entre sus manos, y mucho más que eso. Quizá tendría razones para hundirse él a cien metros bajo tierra y no reaparecer hasta después de varias generaciones. Malik quedó impresionado por el aspecto que ofrecía Bastian cuando regresó de su gira. A fe que le importaba un bledo lo que pudiera ocurrirle pero mientras continuara a su lado aquello se convertiría sin remedio en su losa particular. No tenía demasiadas ganas de contarle que no había averiguado nada de nada así que se sentó a su lado y dejó que fuera él quien se incorporara y le inquiriese al respecto. Por fortuna Pamela se encontraba todavía allí y le encantó que ella suspirase por él al verle. Le reconfortaba saber que existía un oasis de paz dentro de la adversidad del momento y mucho más que ese oasis fuera tan hermoso. Pero le fastidiaba porque deseaba contactar con ella y no podía. Ni siquiera se atrevía a gesticular ni a enviarle señales como hacía unos minutos. No estaba el horno para bollos aunque tal vez dos o tres gestos hubieran contribuido a tranquilizarles a los dos y, al revés, ella podría entender su ausencia como que los problemas hubieran aumentado. Tan disimuladamente como pudo cerró su puño derecho y levantó el pulgar para indicarle que todo estaba ok, o al menos hasta donde llegaba su conocimiento porque habría que esperar a ver qué significaba la alteración de Bastian. Éste por fin recobró la postura natural y al ver a Malik comenzó con el un interrogatorio sin tapujos que no logró sin embargo aclarar sus dudas. Lo único que consiguió fue posponerlas durante unos minutos, los que tardarían en llegar las noticias acerca de lo que estaba ocurriendo, lo justo como para que volviese a pensar en la manera de utilizar a Malik para escabullirse de lo suyo. Pensó que era el momento de reorganizar sus estrategias. Mejor de tirarlas a la basura porque ninguna de ellas había previsto una situación similar, y de tomar decisiones basadas en premisas genéricas pero efectivas. La situación exigía seguramente pocas medidas pero muy efectivas. Y sin retorno: una vez escogido un camino no habría vuelta atrás. En su escala de valores el primer peldaño lo ocupaba la salvaguarda de quien le había encomendado portar la maleta. Bajo ningún concepto debería poner en peligro todo el entramado que suponía tras él porque de lo contrario las consecuencias serían nefastas. Aunque no tenía claro qué haría de verse en una situación de vida o muerte, pensado así en frío anteponía su misión a su propio pellejo. Por fortuna no se hallaba solo en esta tesitura, sino que Malik podría de servirle perfectamente de peón al que enviar a primera línea y quemar si fuera necesario. Sería una baza interesante aunque para jugarla debería tener siempre en cuenta que él no albergaba idea alguna de sus planes ni debería saber nunca nada y esto era una complicación. Pensó en él como dos ojos más en cualquier otro lado de la terminal, dos ojos tan fieles como el miedo que le provocaran sus amenazas. Entonces Marc recibió una llamada. Podía ser cualquiera a esas horas, pero los cuatro se quedaron petrificados, con la intriga de saber qué depararía aquella conversación o si tendría algo que ver con el barullo de la terminal. Fue como si alguien pausara su tiempo mientras los demás pasajeros continuaban con su frenesí indomable. Marc pulsó la tecla verde, y los otros tres miraron hacia lados diferentes, cada uno hacia el que más les permitía esconderse de la realidad, pero todos orientaron sus oídos hacia el móvil, como queriendo aprehender las ondas que transmitían la información y poder anticiparse a las declaraciones de Marc. No hizo falta que agudizaran su ingenio y reprodujeran hipótesis en sus cabezas. La cara de Marc delataba que algo grueso estaba ocurriendo en ese momento y que les salpicaba en parte o en su totalidad. Marc miró a Pamela con signos de preocupación, de mucha preocupación, y cuando sus manos recogieron las de ella en son de tranquilidad la tensión aumentó de manera exponencial: si su afán mientras hablaba era la de poner un poco de sosiego eso era porque algo extraño se ocultaba bajo su discreta conversación y, quien más quien menos, debería esperar a conocer cuál sería su problema. ¿QUÉ HACER? Marc retiró el móvil de su oído y lo situó frente a sus ojos. Mantuvo esta posición durante unos segundos, mientras la pantalla de su juguete electrónico volvía a la posición de bajo consumo, quizás con la intención de ganar tiempo al tiempo e inventar la manera más benevolente de transmitir las noticias que acababa de escuchar. Cuando cayó en la cuenta que allí no había vuelta de hoja se dispuso a contar las cosas como si él no fuese parte de ellas, del modo más imparcial posible. Al girar la cabeza para detallar a Pamela lo que había estado escuchando se sorprendió de que los dos muchachos negros convirtieran sin tapujos en una conferencia lo que él consideraba que debía ser nomás un diálogo con su chica. Y se aprestó a recriminarles cuando entendió que posiblemente lo único que pretendían era obtener de boca de alguien –incluso de un perfecto desconocido – algunas de las causas que habían generado esa situación irregular. Así que no le dio más importancia y habló en un volumen lo suficientemente bajo para no alterar a Pamela pero lo suficientemente alto como para que Malik y Bastian no perdieran ripia. Y dijo que la llamada procedía de su empresa, de su amigo Fran, el informático meticuloso, que había estado cruzando datos desde el momento en que el compañero desplazado a Nueva York había contactado con él esa misma mañana para darle cuenta de su retraso. Que no había despegado los ojos de su ordenador y había leído todas las noticias de las agencias a las que su empresa estaba suscrita. Y que lo que había estado viendo no dejaba de intrigarle y de inquietarle más y más porque todos los datos le llevaban a pensar que antes o después se daría a conocer un intento de atentado a escala mundial. Que en Sydney, Tokio, Pekín, Moscú, París y Londres estaban alerta ante la posibilidad de un ataque coordinado que tuviese como epicentro el sistema de comunicaciones aéreas. Y que todo esto eran meras suposiciones pero que no hacían sino añadirse a lo que el propio Marc había venido contando en los últimos minutos. Fran era un tipo extraordinariamente hábil. Su mente, inquieta, le llevaba siempre a ejecutar varias tareas al mismo tiempo, al igual que los ordenadores que manejaba. Mientras le escuchaba y se hacía sus cábalas Marc recordó que le había conocido instalando los equipos electrónicos de su despacho, y que quedó alucinado porque a la vez que conectaba los ordenadores y la red wifi aprovechaba para invertir en bolsa en tiempo real. En dos horas Marc tenía todos los instrumentos en marcha y Fran había ganado 1200 euros con las acciones de una empresa de aparcacoches recién creada. Por eso tuvo cierto reparo en preguntarle hasta qué punto él era consecuente con sus deducciones; si pensaba que lo que le estaba contando tenía una base real o por el contrario era producto de elucubraciones propias de quien pasa mucho tiempo frente a pantallas de ordenador. Pero se lo preguntó, por si acaso. Y cuando Fran le respondió con un suspiro seco, Marc entendió que, fuese lo que fuese lo que pasase, presumiblemente estaría cerca de ser lo que su compañero de trabajo le decía. Un rayo electrizó a sus tres compañeros de sillón. Comenzó por Pamela, cuyo vello se erizó en décimas de segundo; continuó por Malik, en quien adquirió velocidad; y descargó en Bastian con toda su contundencia, con una potencia tal que dejó sus músculos petrificados. Los tres quedaban unidos ahora por la angustia de un momento extraño, que nunca imaginaron al amanecer. Para Pamela las discusiones con Marc pasaron a un quincuagésimo plano, porque los 49 primeros los ocupaba ahora el rostro de su madre y cualquiera de las facciones que pudiera adoptar cuando supiera lo que se estaba cociendo. La cuestión que planeaba ahora por su cabeza era si debía avisarla o no; si esperar a que se enterara por terceros o si darle la noticia ella misma. ¿Qué hacer? Si tuviera la certeza de que lo que acababa de contar Fran se parecía a la realidad, entonces lo sensato sería marcar su número y hablar con ella por teléfono de manera tranquilizadora. Pensó que comenzaría la conversación por algo intrascendente e iría subiendo de tono a medida que avanzase la conversación, como en el chiste del gato. De todas formas la noticia sería dura, pero había que edulcorarla de alguna forma. Sin embargo, no tenía todas consigo que Fran estuviese en lo cierto, así que una llamada entrañaba el riesgo de alertar sin necesidad, y eso no lo querría por nada del mundo. Pero tampoco quería imaginar que toda aquella historia de casi ficción finalmente pudiese ser real ni mucho menos el careto de mamá si llegaba a enterarse por la radio o la televisión. Era capaz de ir al aeropuerto para comprobar que estaba bien y llevarla directamente a casa, pasando por encima de su viaje, de su novio y de toda la policía que había allí y que se afanaba por no llegar tarde a ningún lugar en realidad. Para Bastian… para Bastian la situación comenzaba a ponerse jodida del todo, si es que antes no lo estaba ya. No era el momento ni el lugar, pero por su mente pasaron los detalles de su encargo y vio lazos y puntos de unión entre detalles que hasta entonces habían pasado como inconexos. Cuando creyó estar dando un paso de gigante en su posición dentro del mundo del hampa en realidad estaba firmando su sentencia de muerte. El mundo del hampa había captado que sus ansias por llegar alto constituían el mejor y el más natural de los cebos porque sus deseos llevaban aparejados una venda opaca que le había impedido percatarse de la más evidente de las realidades: que fuera de Lavapiés, él no era nadie, no significaba nada. No hizo falta que le adiestraran, ni que le lavaran el cerebro. Había caído en la trampa él solito, y quien se la tendió sabía de sobra que así sería. Pero ahora de nada servían ya los lamentos. Lo hecho, hecho estaba y se trataba de apurar cada segundo como si fuese el último de su vida porque quizá así sería. Una pregunta rebotaba en las paredes de su cerebro: ¿qué hacer? Cada paso podría ser el preludio de un desastre, lo mismo que la inacción, así que debía hacer algo tan rápido como correcto porque el tiempo corría en su contra tanto como un posible error. Hacía unos minutos dudaba si, llegado el caso, optaría por su vida o mantendrá a toda costa el secreto, pero con las nuevas circunstancias todo cambiaba como de la noche al día y ahora ambos proyectos estaban indisolublemente unidos. Para Malik comportaba la rotura de sus ilusiones por encima incluso de lo que su incómodo enemigo pudiera estar maquinando. En esa situación, pensó, permanecer allí dentro suponía todo un alivio porque parecía claro que la seguridad se incrementaría hasta el punto de darle cobijo si fuese imprescindible. Pero también implicaba que su vuelo, cuando menos, se retrasaría, y quién sabe si no llegaría incluso a cancelarse. En cualquier caso sus opciones por el momento eran nulas; tan sólo le restaba aguardar a que alguien propiciase el siguiente paso con el suyo o incluso desencadenase alguna situación distinta que le permitiera tomar un rumbo diferente. Y se dispuso a establecer un orden de prioridades básico que anticipara el futuro o al menos le impidiese estar desprevenido ante cualquier eventualidad. Pero no resultaba fácil porque sus tres objetivos, el viaje, Bastian y Pamela parecían en ese momento igualmente importantes. En cierto modo el viaje ya no dependía de él, porque todo recaía en las manos de las autoridades del aeropuerto que eran quienes debían determinar si las compañías podían seguir operando en esta tesitura. Pero por si acaso revisó que tenía todos los papeles, documentación y billetes de embarque, en orden, en regla y muy a mano. Quizás todo se precipitase de un momento a otro y ser rápido le podría dar la ventaja necesaria sobre Bastian, ventaja para escabullirse, dejarle atrás aprovechando un momento de confusión generalizada. Esto solventaría dos pájaros de un tiro, pero si los acontecimientos no fueran tan eléctricos Bastian seguiría ahí como su oscura sombra. Y mientras tanto él continuaría ejerciendo de perrillo fiel sin rechistar ni levantar sospechas innecesarias. Sólo en el caso de recibir alguna orden imposible acudiría a las autoridades y les contaría lo que intuía, pero como último extremo porque en un ambiente tan caldeado como ese lo último que haría falta sería un negro delatando a otro negro sin las certezas adecuadas. Respecto a su relación con Pamela lo más importante ahora era mantener la calma y evitar juegos vacíos que pudieran comprometerla o comprometerles a los dos. Nada de caricias, nada de gestos, si acaso alguna mirada inocente que tranquilizara sus ánimos en la medida de lo posible. Al final, si no podía despedirse de ella tampoco importaría tanto porque posiblemente nunca más la volvería a ver aunque en verdad una solución de ese tipo le dejaría un pequeño mal sabor de boca. Inconscientemente sus sensaciones habían cuajado y comenzaban a despertar en él algún tipo de sentimientos a caballo entre la seducción y el cariño. Pero dado que su contacto había sido igual de efímero que la estancia en la sala de embarque la quemazón de una despedida a la francesa no duraría tampoco demasiado tiempo. ¿O sí? Marc, por su parte, hacía tiempo que sopesaba la idea de cancelar el viaje o, por lo menos, posponerlo. Comenzó a repasar los días anteriores a éste y entendió el embrollo del momento quizá como una señal de que no debería haberse embarcado en aquella aventura. A él no le iba tanto, ni había apostado siquiera la mitad que Pamela porque este periplo pudiera arreglar su relación; incluso cayó en la cuenta de que por lo que a él se refería seguramente no había nada que subsanar. No podía decir que era feliz pero lo suyo con Pamela le proporcionaba lo suficiente como para no tener que alterar una coma. Las cosas estaban bien como estaban y por instantes se le pasaba por la cabeza decirle a Pamela que dieran media vuelta, regresaran a su casa, hicieran el amor en condiciones e intentasen ahuyentar sus dudas tranquilamente, sin necesidad de viajes ni artificios. En este viraje seguro que contaría con la inestimable ayuda de su suegra, en quien pensaba recurrentemente desde el inicio del atolladero en el aeropuerto como un bastón en quien apoyarse en caso de tomar tal determinación. Era para hacerles una foto. Aunque sus poses no distaban mucho de las del resto de los atribulados viajeros sin embargo los pensamientos instantáneos de aquellos cuatro compañeros de compromiso hubieran dado como para escribir un cuento de aventuras sin un final definido. Pero quizás en ese cuento hubiera un salto de capítulo, porque mientras en sus cabezas deambulaba sin cesar la idea del ¿y si...? la voz metálica, estridente e incomprensible de los altavoces volvió a sonar de manera repentina, inquietante, y el silencio se adueñó de la terminal con la misma voracidad que los temores se adentraban en los corazones de cada cual. PRECIPITACIÓN No se entendía nada; el eco rebotaba en el silencio y anegaba de incertidumbre, más aún si cabía, los rostros derrotados de los pasajeros. Hubo que escuchar el mensaje dos veces para percatarse de lo que decía; y lo que decía no era ni más ni menos que la pretensión de solventar un desbarajuste con otro aún mayor, como sucede de forma habitual en los protocolos de la navegación aérea. A diferencia de la voz común y mecánica, que repite las advertencias una y otra vez sin atisbo de sentimiento, en este caso el locutor era una persona de carne y hueso, que emitió hasta en tres ocasiones la misma orden: los objetos de mano deberían pasar de nuevo entre los arcos del escáner. Pero para agilizar los trámites los pasajeros no deberían volver al principio sino que el personal del aeropuerto apostaría máquinas móviles justo delante de cada puerta de embarque para mayor comodidad. Para mayor comodidad desde luego del miedo, que se extendió como humo silencioso entre las paredes inquietas de las diferentes salas. ¿Por qué la voz no precisaba las razones de tal medida? ¿Por qué se afanaba en pedir disculpas y comprensión y conminaba a todos a cumplir con tranquilidad las órdenes? ¿Es que había un problema de seguridad? ¿Quién en su sano juicio se atrevería a embarcar en una situación como esa? A todo esto los miembros de los cuerpos de seguridad se movían entre los pasillos como peones guiados por instrucciones claras e incontrovertibles. Daban la sensación de hombres de negro del FBI que ejecutan instrucciones sin pestañear, pasando por encima de cualquiera, de manera educada quizás, pero tan automática que provoca escalofríos. La gente les miraba en busca de las respuestas que la voz no ofrecía. Ellos debían saber algo, estar al corriente de lo que ocurría pero su forma de actuar, inasequible a las interrogaciones de los demás, incrementaba la sensación de inseguridad entre los allí presentes. Los atrevidos comenzaron a gruñir entre dientes y los temerarios iniciaron las increpaciones, primero contra las autoridades aéreas y luego contra la policía, aunque hacia estos las consideraciones bajaban el tono, no fuera que las cosas se salieran de madre y alguien resultara mal parado. Recibieron los escupitajos verbales los vigilantes privados a quienes se encomendó la tarea de vaciar los asientos y organizar las filas de los pasajeros cada uno en su puerta correspondiente. Aquella medida infundió un poco de calma en tanto que parecían disipar las demoras; curiosamente cuando no había constancia de problema alguno la inacción en la pista de despegue provocaba las esperas habituales y perfilaba las típicas imágenes de pasajeros desesperados aguardando su turno, sentados, tumbados o recorriendo sin cesar los pasillos. Y sin embargo ahora que se incrementaba la seguridad y tocaba nueva revisión todo el mundo debía permanecer de pie ante la inminencia de un posible embarque. Pero en realidad ninguno iba a montarse en el avión, por lo menos por el momento. Las autoridades se habían propuesto organizar en filas a todo el mundo, pero sin llamar la atención, porque así era más sencillo controlarlo todo. Y siguieron un orden numérico, comenzando por la puerta número uno. A los cinco minutos todos los pasajeros del vuelo SAA2520 con destino a Azania estaban colocados como escolares a la vuelta del recreo. Malik y Bastian debían presentarse en la puerta número 16, y Pamela y Marc en la 13. Bastian echó cálculos y entendió que los trámites se agilizarían a medida que los pasajeros entendieran la nueva rutina. Como mucho dos minutos para ordenar cada fila, de modo que en algo más de veinte les tocaría a ellos situarse en formación. Había que actuar ya. Sin más dilaciones. Y sin miramientos hacia nadie. Había llegado la hora de la verdad y entre su pellejo y el bulto, éste último llevaría la peor parte. O quizá fuese Malik, porque en un arranque de locura determinó endosarle a él el paquete misterioso y endiñarle el muerto fueran cuales fueran las consecuencias. De todas maneras se encontraba tan acojonado que no podía siquiera pensar qué pasaría si se descubría todo el pastel, pero tenía claro que él no cargaría con el mochuelo cuando le revisaran la maleta. Así que inclinó su cuerpo ligeramente hacia el de Malik y le ordenó ir a dar una vuelta rápida para evaluar la situación. No hizo falta que le recordara el castigo de una negativa, porque Malik ni siquiera le dejó tiempo para ello: había decidido cumplir sus instrucciones mientras no supusieran un riesgo real y aquella no parecía peligrosa. Pero tan obsesionado estaba con no contrariarle que pasó por alto que no viajaba solo sino que portaba consigo la maleta en la que se depositaban los sueños de sus sobrinos, que olvidó debajo de su asiento escondida de las miradas de todos excepto de las de Bastian, que a su vez trazaba con ojos en sangre sus propios planes de escaqueo. Malik tuvo el coraje de espetarle que no se ausentaría más de dos minutos y en sus palabras había, más que un desafío, la amenaza de algo más serio para Bastian. Quizás éste entendió que podría tensar la cuerda hasta cierto punto y que pasado ese umbral su hasta entonces timorato amigo tramaría algo distinto espoleado por su necesidad de salvar el pellejo. Y quiso serenar la situación dejándole claro que no necesitaba más, pero tampoco menos, porque pensaba que esos dos minutos eran tiempo suficiente como para ejecutar su siniestro procedimiento. Cuando Malik se levantó del asiento Pamela, que vigilaba cada movimiento de Bastian hacia él, sintió congelarse su corazón. ¿Dónde iba? ¿Qué clase de miedo era aquel que le obligaba a obedecer todo lo que el otro le dictaba? ¿Por qué tenía que irse ahora que todo parecía encauzarse de manera cuando menos protocolaria? Pamela dejó todo de lado y se dispuso a no quitarle la vista a aquel indeseable sujeto que tenía junto a sí. Con discreción pero sin pausa; ni un solo milímetro, ni un solo segundo fuera de su jurisdicción. Y a la mínima… Pero a la mínima ¿qué? Buena pregunta para ninguna respuesta. Estaba atada de pies y manos porque sólo ella sabía de la existencia de su relación. Marc andaba ajeno a todo y Bastian posiblemente también. Si éste actuaba… ¿de qué margen de maniobra disponía ella? De ninguno, obviamente, a menos que se inventara algo con lo que incriminar a Bastian sin levantar sospechas. Pero eso era imposible ¿Dónde acudiría? A ningún sitio bajo esas circunstancias y mucho menos estando al lado su marido. ¿Tomar una decisión arriesgada? Uf ¿En un aeropuerto en medio del caos por aviso de atentado? ¿Y si se equivocaba? ¿Y si todo era producto de su imaginación? ¿Y si no se equivocaba? ¿Y si su brillante sentido de la intuición había hilado de manera correcta todos los cabos sueltos? ¿Qué pasaría con Malik? ¿Por qué se había encariñado de él, precisamente hoy, precisamente ahí? Demasiados interrogantes y ausencia de soluciones para ninguno de ellos. Quiso llorar pero tendría que excusarse por hacerlo. O tal vez no, porque la situación en sí, fuera del asunto de Malik y Bastian era lo suficientemente tensa como para llorar de manera completamente casual. Pero aquello de excusarse le proporcionó una idea tan descabellada como posible. ¿Ir al escusado? Joder, diría, a cualquiera le entran nervios en este ambiente tan tenso, ¿no? ¿Por qué no zafarse de toda vigilancia con ese subterfugio barato pero posiblemente eficaz? A partir de ahí bastaba con buscar a Malik entre el resto de pasajeros, miles tal vez, pero muchos de ellos ya ordenados en sus filas; y luego apartarle, echarle a un lado seguro y comentarle… ¿qué? De momento Bastian no había movido un dedo, así que no había nada de qué preocuparse. Su mente había precipitado hechos inexistentes, con la espontaneidad del agua en las tormentas del verano. Plausibles, quizá, pero inexistentes al fin y al cabo. No había aún motivo para la agitación y tal vez no lo hubiera durante la ausencia de Malik. Así que se relajó y dejó que su corazón encontrara por sí solo un estanque paz que cerraba momentáneamente las puertas de su desasosiego. Pero Bastian andaba ya como alma que lleva el diablo. Su cuello erguido perseguía en la distancia a Malik, y a la que le perdió de vista comenzó a actuar. Sudoroso, tembloroso, temeroso de su vida, se abalanzó sobre su maleta azul. Fijó el código de seguridad de tres dígitos y empuñó la cerradura. Dudó varios segundos que se le hicieron eternos; trató de tragar saliva pero no pudo. Ni tan siquiera se atrevió a abrirla. Necesitaba algo más de tiempo, así que extendió su brazo derecho hacia la parte baja del asiento que ocupaba Malik y sacó de allí su maleta naranja. Horror: ésta no tenía código de seguridad pero Malik había enganchado los cierres contrarios de la cremallera con un candado barato. Tan barato que los podría haber partido con una palanca improvisada. Pero esta opción quedaba descartada porque Malik nunca debería saber que su maleta había sido violada hasta el momento en que la policía le obligase a abrirla. Entonces se daría cuenta de la situación pero ya sería demasiado tarde. Por una décima de segundo Bastian rió de su suerte. Agarró un bolígrafo de sus bolsillos y forzó la cremallera hasta abrirla lo suficiente como para encajar un dedo. A partir de ahí fue coser y cantar, porque la maleta se abrió sin resistencia; no hubo de romperla para hacerlo. Pero la dejó entreabierta mientras volvía a la suya de manera compulsiva porque ahora sí, había llegado el momento de la cruda verdad. Vería qué es lo que ocultaba; qué tanto pánico le producía. El origen en verdad de todos sus males. Quizá la razón de tanto alboroto dentro del aeropuerto y, por qué no, también fuera de él. Pamela sudaba ahora la gota gorda. Maldito bastardo, pudo murmurar para sí. Y sin embargo las esposas del silencio maniataban sus deseos de actuar. Pensó que Bastian tramaba algo más grueso de lo que imaginaba en un principio. Sopesó la idea de que no sólo implicara a Malik con ello sino que todo el mundo allí dentro pudiera estar comprometido por sus actos. Y eso le daba cierto margen porque entonces sí que podría acudir a la policía para relatarle lo que estaba ocurriendo allí. Si la policía buscaba algo a tientas seguramente agradecería cualquier ayuda que le iluminase el camino, aunque para que esto fuese efectivo ella debía estar segura de poder arrojar un poco de luz. Y resolvió darse un par de minutos hasta que Bastian finalizara su quehacer con la maleta de Malik. Pero si, una vez ocurrido esto, ella intuía que las cosas discurrían por derroteros extraños, entonces no dudaría un segundo más. Aguardaría a que alguien viniese a organizar su fila y a la mínima que se presentara, denunciaría los hechos tal cual los había visto, omitiendo los detalles de su relación con Malik y enfatizando los que incriminaban a aquel que, ahora, centraba sus esfuerzos en ejecutar un gran cambiazo. ACELERACIÓN Bastian abrió las dos maletas lo justo; lo justo para sacar y meter los bultos; lo justo para que nadie, ni siquiera él, viese qué objetos extraía de una y depositaba en la otra y viceversa. Miró hacia el frente e introdujo una mano en cada maleta para palpar y determinar sin mirar cómo procedería al cambio. En la naranja tocó dos cuerpos del tamaño de sus palmas que parecían envueltos en papel ruidoso, como de regalo. En la azul sintió un volumen frío como el acero, pesado como una conciencia sucia, y tan liso que el vello de su brazo se erizó como si hubiera visto la muerte en persona. Dedujo que aquello era lo que andaba buscando, lo que deseaba perder de vista cuanto antes, lo que ojalá nunca se hubiera atrevido a portar. Sacó fuerzas de no se sabe qué sitio y en un brusco movimiento de mano, sin mirar, lo colocó en la maleta de Malik. Acto seguido movió las cremalleras hacia el lado contrario al que se encontraban y los dientes sellaron su secreto con la fragilidad de un barco de papel; finalmente cerró su maletín azul, hermético, y giró los números del código hasta volverlos locos, hasta asegurarse que nadie más que él podría abrirla de nuevo. Había devuelto la calma a su ser por unos segundos, los que tardó en encontrar el respaldo del asiento y respirar tan hondo como le permitieron sus pulmones. En ese momento sólo había una persona para él en el universo conocido; y esa persona era él y sólo él. Se asustó de nuevo cuando se percató que con la excitación podía haber metido la pata, haber extraído e introducido objetos equivocados en las maletas; pero se calmó enseguida, cuando abrió de nuevo la suya y comprobó que no había posibilidad de error puesto que, al margen de los dos regalos sustraídos a los sobrinos de Malik, no había en ella nada más. Ergo, si sólo había un objeto, ese lo llevaba ahora su compañero; ergo, si ese objeto era peligroso sobre él recaerían todas las culpas; ergo, si no lo era, lo recuperaría tranquilamente en el vuelo. Comenzó a buscarle con la mirada, entre la muchedumbre casi enteramente organizada ya a lo militar, en líneas de a uno detrás de los mostradores de las puertas de embarque. Los policías habían conseguido ordenar cinco y el ritmo se intensificaba por momentos, pues los pasajeros que aprendían el procedimiento se alineaban por sí solitos, sin esperar a recibir las indicaciones pertinentes. En breve les tocaría a ellos, no más de cinco minutos. Afortunadamente estaba seguro que la marcha de Malik tocaba ya a su fin y se ufanó de haber actuado con tanta diligencia pues había errado en el cálculo de manera flagrante. En efecto, a los pocos segundos de levantar su cabeza apareció Malik con el rostro circunspecto. Por más que intentaba no llamar la atención de Bastian no pudo ocultar su decepción cuando se percató de que Pamela no estaba ya allí sentada, a su lado, como la dejó la última vez que la vio. Quizá por el enorme enfado que tenía abandonó la suerte de su cuerpo, que sentó con estrépito en el asiento contiguo al de Bastian. Y exclamó - Nada. No he visto nada. A partir de ahora si quieres algo tendrás que buscarlo tú, porque yo ya paso. Dentro de poco nos toca colocarnos en la fila y una vez allí yo ya no estoy para nadie ¿entiendes? Pero Bastian ni siquiera respondió. Se limitó a dejarle claro con su indiferencia que lo que tuviera que decirle le resbalaba de medio cuerpo al otro medio. De hecho se levantó porque, como había indicado Malik, en breve les correspondería a ellos situarse en cola, y no le dirigió la palabra, ni le miró, como si de repente quisiera deshacerse de él. Malik no dio importancia a aquel vacío momentáneo. Por lógica debía esperar cuando menos una mirada desafiante o amenazante y todo lo que no fuera eso debería haberle sonado chusco. Sin embargo no reparó en que el cambio de actitud de Bastian y su última aventura fugaz por el aeropuerto se enlazaban como el día sucede a la noche. No reparó porque su mente estaba ocupada por completo, dividida entre la necesidad de divisar de nuevo a Pamela y la obligación de incorporarse a filas. En eso, sonó la voz grave de un antidisturbio enorme, casi tan grande como él, pero ataviado con los utensilios que él, por su experiencia como sin papeles, siempre consideró siniestros. - Por favor, póngase detrás de sus compañeros de viaje, dijo aquel individuo con voz seca y firme. Lo de por favor no supo si tomárselo como una ironía o como una chulería, pero tratándose de quien se trataba él y tratándose de quien se trataba el antidisturbio juraría que era más bien lo segundo. Les tenía ganas por todas las que les habían hecho pasar a él y a sus amigos en el centro de Madrid, pero esa no era la mejor ocasión para demostrarle que en el cuerpo a cuerpo, sin porra, casco y demás, le hubiese podido partir la cara a modo. Ahora tocaba acatar, parecer sumiso, marcar la distancia justa entre el respeto y la servidumbre, caer bien sin pasarse de obediente, ser discreto pero no completamente anónimo. Se agachó, echó mano de su maleta barata naranja y sin prisa pero sin pausa caminó hacia la puerta de embarque número 16. Quedaban ya pocos viajeros sin ordenar; todo lo más algunos padres persiguiendo a sus hijos pequeños y algún despistado, que siempre los hay y a los que todo el mundo lanza miradas a caballo entre el jolgorio y la maledicencia. Eso le facilitó la tarea de otear el horizonte, tanto que al fin divisó a Marc, tres filas más a su izquierda, en la puerta número 16. Aún quedaba mucho para que Pamela embarcara, pues los técnicos andaban ocupados en ese momento en instalar el aparato de rayos x, que parecía dar problemas precisamente en el vuelo hacia Nueva York. Por lo que pudo entender de los gritos que se daban los trabajadores entre sí y los viajeros a los trabajadores aquella máquina no funcionaba ni a la de tres. Y el problema debía ser grueso porque el que tenía pinta de jefe no dejaba de hablar por la emisora como indicando que ese chisme no quería funcionar ni querría seguramente hacerlo en el futuro. Pero con inconvenientes o sin ellos, no había rastro de Pamela. Marc estaba solo, tecleando otro juguete electrónico salido de su mochila gris metal, como ajeno a los problemas que envolvían al aeropuerto en ese instante. Malik empezó a pensar que aquel no era su día porque cuando todo tenía visos de comenzar a solucionarse entonces algo salía de la nada que tiraba por tierra todas sus ilusiones. Si hubiese estado en la fila correspondiente, Pamela podría haberle visto igual que él a ella y. aunque en la distancia, hubiera podido despedirse con un beso silencioso y secreto. Apostaba algo a que su fila avanzaría más rápido que ninguna otra y que para cuando Pamela quisiera regresar de donde estuviese él ya había pasado los arcos y habría tenido que embarcar. Pamela no tenía intención de regresar al menos hasta el último instante. Aprovechando el caos generalizado le había comentado a Marc que le era imprescindible visitar el aseo antes de embarcar. Le dijo además que en esa situación no podía fiarse de cuándo se presentaría la próxima oportunidad así que era preferible hacerlo ahora que disponía de algo de tiempo libre. Era cierto que necesitaba ir al servicio pero en ningún momento tuvo la idea de pasarse por allí; lo del retrete era una excusa para ir a buscar a Malik y darle cuenta de lo sucedido en su ausencia, pero lamentablemente mientras ella recorría un ala de la terminal él volvía por el otro y el parapeto de las filas recién alineadas le había impedido verle mientras se cruzaban. Buscó por todos lados y en sitios imposibles, con la fe de encontrarle en aquellos en los que su imaginación podía haberles soñado juntos y a solas en el aeropuerto. Pero no halló más que desesperación. Era imprescindible divisarle y provocar que él lo hiciese también pero teniendo en cuenta que no podría acercarse a él ni hablarle de manera directa porque nadie a excepción de ellos sabía de su relación y si alguien les cazaba podría acarrearles problemas serios. Pero nada. Malik no aparecía y el tiempo pasaba, aceleraba su cadencia angustiosa, hacía inminente el momento del regreso. Pamela sintió rabia por no poder adivinar lo que él habría pensado en el momento en que Bastian le dio la orden. Trató de calzarse sus zapatos, de pensar igual que lo habría hecho él para adivinar dónde podía haber ido. Pero era imposible porque apenas le conocía sólo de unos instantes. Quizás se habría alejado de la policía porque un chico como él seguramente no tendría buenas relaciones con los agentes de la autoridad. Y por eso se dirigió hacia donde menos vigilancia parecía haber; pero allí Malik no estaba. Creyó también que dentro de sus posibilidades intentaría minimizar los riesgos de la salida a la que Bastian le había obligado, escondiéndose para ello en cualquier lugar que quedase fuera de su atenazadora jurisdicción. Incluso llegó a preguntar a un cualquiera que salía del W.C. si dentro había visto a un chico negro grande. El cualquiera la miró con cara de sorpresa al principio y luego se rió a mandíbula batiente mientras se despedía con decenas de disculpas. Estaba desorientada y sin tiempo. Debía regresar al lado de Marc, detrás de alguien en su fila, para continuar un viaje que ahora mismo no le apetecía siquiera iniciar. Con el barullo todo eso había quedado en un segundo plano. No sabía si es que no le importaba su relación o es que se había dado de repente un baño de realidad. Lo suyo con Marc no funcionaría nunca porque cada paso, cada día, había que arrebatarlos de las paredes de la ilusión y con cada arañazo ésta quedaba marcada para siempre. Mientras caminaba comenzó a contar las baldosas mecánicamente y el murmullo del ambiente la sumió por completo en una inconsciencia que mitigó en parte su ira. Por eso decidió que continuaría mirándolas cuanto pudiese hasta entrar en el avión si con aquello conseguía olvidar los malos detalles de aquella mañana. Andando sin brújula casi topó con Marc, que también atenuaba su cansancio mirando hacia abajo, hacia las teclas de la última versión del último juego de coches que se había bajado de Internet; hacia dentro de sí mismo en realidad porque si hubiera puesto la más mínima atención se habría percatado de que Pamela era un manojo de nervios imposibles de controlar; habría entendido que en ese momento ella hubiera abandonado todo, que quizá se habría atrevido a hablar cara a cara con Malik ahora que no le tenía enfrente. Por vez primera en su vida la simple idea de cometer una locura de ese estilo le atraía más que cualquier otra cosa y por no poder cumplirla comenzó a llorar en absoluto silencio, girando su rostro para que nadie pudiera ver las grietas de su corazón hastiado de no poder gozar. En aquel momento habría deseado hundirse de golpe en la tierra y desaparecer por mucho tiempo, pero dado que esa ilusión no podría cumplirse quizá se conformaría con cambiar de vida y disfrutar de sensaciones que hasta entonces le habían esquivado. Necesitaba sentir cada mañana una bocanada de aire fresco recorriendo su piel, el tacto de las yemas de los dedos de Malik acariciando sus sueños, abrir los ojos y encontrarse con una seducción de ébano inacabable e inasequible al paso del tiempo. Si aquel chico negro había sido capaz de crispar sus hormonas en un par de horas parecía probable que fuese también capaz de enamorarla por mucho tiempo, quizá para el resto de su vida. Marc era un chico inteligente, dotado de una personalidad excepcional pero generalmente vivía tan volcado en sí mismo que los demás pasaban desapercibidos por sus días. Y Pamela estaba cansada de eso. Lo del chico negro era una locura del mismo calibre que la historia que tenía lugar en ese momento en el aeropuerto. Pero precisamente porque nada de eso tenía sentido alguno ella pudo comprender hasta qué punto la vivencia de una realidad inacabablemente tediosa había acabado por agotar su relación. Una simple pizca de irrealidad había doblegado su ánimo de continuar de pie, luchando por sostener un edificio en ruinas. Lo del chico negro era una locura, desde luego; igual que lo suyo con Marc. Si lo uno era imposible, lo segundo debía serlo también a la fuerza. Pamela daba ahora la espalda a Marc, no por temor a que éste viese que estaba llorando, sino porque bajo ningún concepto quería que pudiese sospechar nada acerca de su derrota. Y quizá como una premonición de sus sueños imposibles, ahora que daba la espalda a Marc pudo divisar a Malik tres filas más allá. MEDIODÍA. INICIO Y FINAL Quedaban muy poquitos pasajeros para que Bastian y Malik atravesaran los arcos de seguridad de su puerta de embarque. Quizá porque su avión despegaría antes que los demás, quizás porque a alguien le interesaba quitarse de encima un pasaje bajo sospecha, el vuelo hacia Guinea tenía todos los visos de querer salir antes que el resto. Quizá por eso o quizá porque alguien se había ido de la lengua oportunamente y algún otro se hubiera tomado ese chivatazo más en serio, y más molestias con ese pasaje en particular. La fila la iniciaban tres negrazas que pasaban el rato con un jolgorio cercano al escándalo, que más que hablar entre ellas cantaban, gritaban y gesticulaban como si no tuvieran nada que ver en el asunto. Viéndolas así daba la sensación de que no ocurría nada o de que lo que ocurría les importaba bastante poco. Luego de ellas una pareja muy joven con un niño pequeño de apariencia adorable al que el padre no dejaba de hacer reír con sus payasadas. Nadie apostaría un dedo a que cualquiera de esos seis guardaba relación con las noticias del atentado, siquiera con el barullo generado a su alrededor. El espacio que ocupaban parecía un remanso de paz dentro de la crispación generalizada y era probable que nadie hubiera reparado en ellos y que atravesaran los arcos rápidamente. Tras los seis la situación cambiaba de forma radical; tras los seis, Malik y Bastian, que desencajaban de la escena como si fueran los únicos blancos de aquel pasaje. Tres amigas que emprenden viaje… vale; una familia que regresa a su hogar… de acuerdo. Dos chavales jóvenes, negros, callados como tumbas, que miran sin cesar a un lado y a otro, en un aeropuerto supuestamente amenazado de bomba… Cuando menos se les mira. Malik pensaba esto cuando se observaba. Todavía por separado habrían tenido algo de crédito en sus espaldas. Pero el silencio sepulcral que ambos guardaban para pasar desapercibidos hacía notar a leguas que viajaban juntos, peligrosamente unidos. Alguien con pintas extrañas para pertenecer al aeropuerto se acercó a la azafata de tierra encargada de cortar los billetes de embarque, se situó muy cerca de ella y, de espaldas a todo el mundo, le habló en voz muy bajita, al oído. Malik seguía la escena con muchísima atención, pero obviamente no pudo distinguir nada más que la intención de su interlocutor de querer ocultarla a los allí presentes. De paso miró al resto de las filas por si en alguna de ellas se estaba reproduciendo la misma situación pero en lugar de eso no vio nada. Y se mosqueó porque comenzó a pensar que precisamente en la suya sucedía algo que no ocurría en las otras y lo enlazó con Bastian. Y comenzó a sudar en frío, de puro miedo, porque ahora las cosas empezaban a pintar serio. Hasta ese momento creía encontrarse en una nebulosa, en un sueño real cuyas consecuencias únicamente podía vislumbrar. Desde el golpe en la espalda que le propinó Bastian los acontecimientos se habían desarrollado siempre en la misma dirección pero en su subconsciente se había instalado la hipótesis de que era imposible que aquello estuviese sucediendo de verdad. Hasta el punto que los aldabonazos de la realidad – como los comentarios de Marc sobre el atentado, las expediciones a las que le forzaba Bastian o los nuevos reconocimientos de maletas – no habían podido con la idea de que existía sólo una posibilidad entre millones de que pudiera estar pasando algo tan grave. En cierto modo trazó un paralelismo entre esa historieta de ciencia ficción y su relación efímera e inconclusa con Pamela. Las probabilidades de que una chica blanca, casada, de viaje con su marido, se hubiese dejado seducir y hubiera intentado seducirle en la espera del vuelo eran también de uno entre millones. Pero el caso es que sus caricias, las miradas y las sonrisas cómplices entre ellos habían sido absolutamente reales. Y entonces… ¿por qué no podría ocurrir que Bastian estuviese enrolado en una operación a gran escala diseñada para provocar el caos en todo el mundo al mismo tiempo? Se preguntaba sobre la casuística de que te enamores en dos horas en un ambiente tan extraño y de que, además, tu peor enemigo se encuentre junto a ti justo en ese momento tan intenso para amargarte el resto de la existencia. Y se lo preguntaba cien veces por minuto y las cien veces respondía exactamente lo mismo: que eso era imposible. Pero entonces, si todo era imposible… ¿por quién latía tanto su corazón? ¿Por qué sudaba en frío ante los escáneres y la policía? Al fondo de las salas de espera un grupo de antidisturbios se movía como queriendo tomar posiciones, lo que despertó el interés de unos cuantos y el miedo de casi todo el mundo. Malik se encontraba entre estos últimos porque aquellos antidisturbios no eran normales. Con los normales estaba más o menos acostumbrado a tratar; los consideraba gente pacífica que a la mínima de cambio cambiaba de carácter y te zurraba sin miramientos. Pero si en esta ocasión estaba asustado era porque los que tomaban posiciones vestían algo raros y además no parecían albergar ese poso de tranquilidad inicial sino que venían ya dispuestos a la brega. Y además se acercaban sin miramientos a algún lugar en concreto próximo a donde ellos se encontraban o incluso donde ellos mismos se encontraban. La irrealidad se esfumó entonces de su cabeza con el mismo paso acelerado que traía el grupo de policías y su mente se convirtió en un torrente de ideas confusas con varios centros de acción: él mismo, Bastian y Pamela. Sus manos temblaban sin disimulo. Las tres chicas negras delante de él, que habían reparado en el batallón de ataque que se cernía, dejaron de gritar, quedaron mudas; el padre cejó en sus gracietas y hasta el niño giró la cabeza para buscar inconsciente el origen de aquel silencio. Bastian miraba hacia el frente para evitar que sus ojos se enfrentasen a la realidad y en un acto de humildad sintió lástima por lo que se le venía encima a Malik. Pero no tuvo dudas en que había obrado correctamente siguiendo sus propios intereses, que eran los únicos que ahora mismo le preocupaban. Sentía mucho que su compañero tuviese que cargar con las culpas sobre todo porque las consecuencias no serían pequeñas para él. Todo dependía de lo que hubiese ocultado en la maleta naranja pero precisamente porque ya no estaba en la suya pudo por lo menos respirar. Malik le tocó en el hombro para llamar su atención y advertirle que algo raro se cocía en el ambiente. Bastian declinó la invitación y continuó de espaldas a él, con la mirada puesta en los escáneres. Al principio pensó que no se habría dado por aludido, que el toque no había sido lo suficientemente fuerte y repitió el gesto, ahora con mayor decisión. Ante tal insistencia Bastian agitó su mano derecha compulsivamente, sin mirar atrás, una señal clara de que no quería ser molestado ocurriese lo que ocurriese. Horrorizado, Malik entendió que Bastian se encontraba implicado en el incidente y que trataría de pasar como ignorante hasta que llegase un punto sin retorno. Pero ¿Y él? ¿Estaría también en el meollo? Si hubiese de dar explicaciones ¿Podría alguien comprender que la suya era una compañía meramente circunstancial, como en la patera? ¿Acaso no lo era todo? En el medio de su tensión se volvió hacia la fila 16 y para su sorpresa, en el lugar detrás de Marc donde escasos minutos antes había un hueco, ahora se hallaba Pamela. Y le estaba mirando, sin quitarle ojo, presumiblemente desde hacía un rato, con la respiración profunda pero tranquila y con todos los sentidos apuntando para hacerse entender. Pamela giró su cabeza hacia los policías; el grupo principal era ahora menos nutrido que cuando entró en la sala de espera porque los compañeros que faltaban se habían ido apostando en lugares que parecían estratégicos. Pero aún así quedaban seis, dirigidos por el único que vestía diferente a los demás y que debía estar al cargo de las operaciones. Volvió a mirar a Malik y cerró los ojos con suavidad, al tiempo que le reclamaba tranquilidad con la mano izquierda, la más lejana de las sospechas de Marc. Malik no alcanzaba a entender muy bien a qué venía todo aquel juego. En un rato pequeño había aprendido a interpretar las miradas de Pamela, sus gestos. Pero el ambiente en que se desenvolvían estos ahora le dejaba fuera de juego por completo. Por eso frunció el ceño de incredulidad. Sin embargo Pamela respondió con cara de pocos amigos, de no soportar que nadie discutiese sus decisiones. Malik no salía de su asombro pero encogió sus dudas con sus omoplatos y decidió confiar en ella, que parecía controlar la situación y eso ya era mucho más de lo que él tenía ahora. Si había una salida seguramente pasara por la mente de Pamela, no por la suya, así que se esforzó en dejar de lado sus miedos y en centrarse en las instrucciones que le fuera entregando con los movimientos de cualquier parte de su cuerpo. Ella comenzó a dirigir sus ojos alternativamente hacia las maletas, primero la naranja y luego la azul, después hacia los de Malik y finalmente hacia la espalda de Bastian, mientras estiraba su cuello, su mandíbula y su frente hacia delante. Malik descifró que las maletas eran la clave de algo y que guardaban relación con lo que ocurría, al igual que Bastian. Pero aquello no dejaba de resultar una obviedad; él también había sospechado de Bastian desde un principio y la mayoría de sus dudas se centraban en el contenido de la maleta azul. Eso no le solventaba nada y básicamente tampoco le comprometía a nada porque su maleta era tan legal como los regalos que llevaba dentro. Por un instante Malik pensó que la que estaba en fuera de juego era Pamela, que las cosas que intentaba transmitirle él ya las sabía, y que tal vez nadie tuviese la situación bajo control como había creído hacía unos segundos. Por eso deslizó su mano izquierda por su barbilla y arrugó sus mofletes hacia delante, dejando que su boca pareciese la de un pez bobo. Los cabos seguían sueltos. Mientras, el grupo de policías había desaparecido por completo, no así sus efectivos. Y el que andaba ataviado diferente se había apostado a no más de cinco metros de donde él se encontraba. Malik le miró de reojo para ubicarle sin llamar demasiado la atención, y sopesó la posibilidad de abandonar la fila para comentarle lo que pasaba por su imaginación. En dos segundos tomó la decisión de acercarse a él y explicarle no sabía qué; resultaba curioso que siempre hubiera recelado de los policías y ahora tuviese que ponerse bajo su protección, aunque no era capaz de prever los resultados de tal acto. Seguro que iba por lana y saldría trasquilado. Pero cuando quiso adelantar un pie su mirada se cruzó de nuevo con la de Pamela y lo que vio le obligó a detenerse. Quizás porque le salía del corazón ella había dibujado en su rostro una expresión incuestionable de cariño; todos sus rasgos preciosos remaban ahora en la misma dirección de sus ojos, en los que se podían leer, diáfanas, las letras de la palabra amor. Y por vez primera en toda la mañana sus labios se movieron para él. Se abrieron y cerraron despacio, lánguidamente, inequívocamente, deletreando dos silencios que le parecieron versos: TE QUIERO. Hubo una pausa dentro de la velocidad, el secuestro del tiempo. Y Malik creyó escuchar tres latidos, secos, brutales, que destrozaron sus esquemas. Quiso reaccionar y no pudo, no supo. Ni levantar las manos, ni mover sus labios; si acaso pestañear para humedecer las pupilas absortas. Pero ni eso tenía claro que debiera hacerlo. Una piedra, un fantasma, un hombre contrariado por la fortuna. Ese era Malik ahora: un reflejo pálido del chaval alegre que había amanecido el 25 de junio a las seis de la mañana. Perdió de vista el viaje, su familia, las tribulaciones en Madrid e incluso a Bastian, que desapareció por completo de su mente. Sólo quedaba Pamela y la repetición incesante de su nombre bonito. Perdió incluso la ilusión por volver a verla porque con independencia de la forma en que esa situación encontrara su final se dio cuenta de que ella no estaba hecha para él. Quizá tampoco para Marc, pero seguro que para él no. Dio media vuelta y se situó detrás de su amigo, en la misma posición que éste, como si tampoco le importaran las cosas que no quería ver ni ver las que tanto le importaban. Sólo Pamela, a la que desde ahí podía divisar con girar las cuencas de sus ojos. Entretanto los guardias les rodearon por completo, les cerraron el paso como a las comadrejas. Cortaron todos sus puntos de fugas, sus vías de escape. Malik agachó la cabeza y cerró los ojos; le asustaba anticipar las consecuencias del desenlace, fuera cual fuera. Entonces el policía que vestía diferente, escoltado por tres agentes, se acercó a los dos y sin soltar la mano de su pistola aún enfundada, les dijo: - Buenos días. ¿Me permiten su documentación, por favor? Malik echó mano al bolsillo de su pantalón y extrajo una cartera delgada de cuero negro que no llevaba cierres ni remaches. La abrió por la mitad y enseñó su tarjera de residencia. Mientras lo hacía, su interlocutor fijó el dedo pulgar en la hebilla de su funda, en actitud cuando menos disuasoria. Estaba claro que no quería jaleo allí dentro, no al menos mientras pudiera evitarlo, pero también que su intención sería responder con contundencia a la mínima alteración. Malik lo miró como pudo y llegó a la conclusión que aquel tipo no era un agente al uso, que si había llegado hasta allí eso obedecía a que conocía el terreno que pisaba. Por eso obedeció. El policía no cogió la cartera. Ni siquiera la tocó, sino que acercó sus labios a un micro que tenía situado en el hombro, reprodujo unas palabras en bajito y aguardó la respuesta. - Muy bien, gracias. Ahora Usted, por favor. Tocaba el turno de Bastian, que hundió su mano derecha en el bolsillo del pantalón de cuadros para extraer la documentación. Pero titubeó unos instantes porque además de con la cartera sus dedos toparon con una tarjeta de plástico doblada hasta la saciedad; la tarjeta telefónica que había utilizado para comunicarse hacía unas horas con no sabía qué lugar. Y le entró el pánico porque se percató que con las prisas había olvidado por completo destruirla, eliminarla, mandarla al infierno, y ahora podía comprometerle del todo. Aunque no tenía claro si habría quedado registro de sus pasos en ella lo mejor era no arriesgarse, así que la hundió más si cabe entre las telas y extrajo de un golpe la cartera que guardaba sus papeles. Sin embargo sus dudas no pasaron desapercibidas para el policía, que hizo caso omiso de la documentación y le conminó a vaciar allí mismo los bolsillos sobre el mostrador de la puerta de embarque al tiempo que acompañaba sus palabras con un gesto inequívoco de sus manos sobre la pistola. Sin escapatoria alguna Bastian procedió a cumplir con sus exigencias, con la mente fija en la maleta de Malik y el contenido que ocultaba, con la seguridad de que si las cosas empeoraban negaría la mayor e intentaría escaquearse del embrollo. Las consecuencias de aquello ya se estudiarían más tarde pero negarse a obedecer en ese instante suponía firmar allí mismo su condena. No hizo falta mucho más; cuando vio la tarjeta doblada el policía que les interrogaba movió su cabeza hacia Bastian y otros dos de los que le acompañaban estrecharon el cerco sobre él. A esas alturas toda la terminal observaba como podía los acontecimientos, incluidos Pamela y Marc que, ahora sí, había dejado a un lado sus juguetes electrónicos y prestaba una atención inusitada. - Abra Usted su maleta, por favor, indicó el agente, pero despacio y sin movimientos bruscos. No olvide que le tenemos rodeado. Era el momento que Bastian esperaba, su última carta. A la que mostrase el contenido presumiblemente las miradas sobre él cesarían y recaerían sobre Malik. Se inclinó despacio hacia ella, con las manos en alto para hacer notar que no cometería ninguna estupidez. Ajustó el código de seguridad y, voilá, separó sus tapas. Obviamente, no había nada. Vacía por completo. De nuevo la precipitación le había jugado una mala pasada porque con el trasiego de hechos en vez de intercambiar objetos entre maletas se había limitado a colocar el suyo en la de Malik y ahora se hallaba en la encrucijada de tener que justificar por qué razón viajaba con una que estaba vacía. No hubo tiempo. El policía le agarró del hombro con fuerza y le ordenó que se arrodillara y pusiera las manos en la nuca, mientras uno de los otros extraía unas esposas de su cinturón y procedía a inmovilizarle. Cuando le tuvo en el suelo y fuera de juego se dirigió hacia Malik y le dijo: - Abra Usted la suya también, por favor. Malik comenzó a temblar por dentro. Nada más observar que la maleta de Bastian estaba vacía se había percatado de la jugarreta. No hacía falta siquiera que la abriera para saber que, fuese lo que fuese lo que le había ocultado, su maleta contendría algo importante y posiblemente peligroso. Para todos quizás, pero para él seguro. Estaba perdido. Se imaginó que en segundos estaría arrodillado también, esposado también y con todos los ojos de la terminal sobre sus espaldas. No pudo menos que levantar la vista y observar en silencio a Pamela. Quería dirigirse a ella para aclararle que no tenía nada que ver. Incluso imaginó que saltaba sobre la yugular de Bastian y le estrangulaba a la vista de todos. Era injusto lo que le estaba sucediendo. La vida en general había sido terriblemente injusta con él y posiblemente ahora estaba pagando su atrevimiento a ser feliz. Quería decirle adiós; ha sido un placer conocerte. Y tal vez, de haber podido, le hubiera dejado una incógnita en forma de quién sabe si algún día… Pero ya era tarde. Pamela no le quitaba ojo de encima ahora que su mirada quedaba camuflada bajo la de todos en la terminal. Y de nuevo volvió a arrebatarle el protagonismo. No dejó que hiciese un solo gesto con el rostro, pues antes de eso el suyo ya asentía lentamente, constantemente, una y otra vez. Le decía sí, sí, sí, con la cabeza. Lo dijo tantas veces que Malik entendió que debía confiar en ella, que debía abrir su maleta como si no pasara nada, como si no supiese nada, como si obedecer aquella orden fuera su tabla de salvación. Y la abrió a la vista de todos, sin nada que temer, despacito. En su interior los regalos de sus sobrinos y el bulto metálico que Bastian había escondido. El tercer agente en cuestión retiró con firmeza a Bastian del lugar y se abalanzó sobre el objeto para examinarlo detenidamente. Durante cinco segundos el aeropuerto entero contuvo la respiración pero nadie pudo huir de allí porque a esas alturas toda la terminal se encontraba custodiada ya por decenas de policías. Acto seguido miró a su jefe y afirmó con la cabeza. Aquello era lo que andaban buscando. De inmediato los dos policías levantaron a Bastian y lo llevaron preso; otros dos engancharon las maletas y siguieron sus pasos, mientras el respetable dibujaba por miedo un generoso hueco a su alrededor. El jefe de la patrulla preguntó a Malik si se encontraba bien, le instó a levantarse del suelo y le dijo que le acompañara: necesitaba ciertas explicaciones que allí no podría precisar. Malik no salía de su asombro: le parecía tan evidente que Bastian le había metido en el fregado, se creía tan cómplice, que no era capaz de explicar el porqué de tanta amabilidad. Cabizbajo, intentó comprender una situación que se le escapaba por completo de sus manos. Y por eso pidió al agente cinco segundos, para tomar aire y recapacitar sobre los acontecimientos. Entonces pensó en Pamela y sintió una corazonada. No sabía por qué pero seguro que ella andaba detrás de todo esto. Tanta seguridad en lo que él debía hacer la delataba. Giró su rostro para buscarla entre la multitud como había hecho desde que la encontró por vez primera en sus sueños dentro del aeropuerto. Y vio sus ojos completamente empapados por lágrimas que no lograban empañar su enorme sonrisa preciosa. Y entendió que ambos se conocían desde mucho tiempo atrás; que quizá llevaban buscando las sensaciones que habían experimentado esa misma mañana desde que tuvieron uso de razón. El azar les había unido instantes breves pero intensos. Sin embargo sus destinos se hallaban tan alejados como los aviones que ambos tenían que tomar ahora para retomar su rumbo. Estaban hechos el uno para el otro. Sin duda, aquella sería la última vez que la vería en su vida. FIN