IDENTIDADES Y RESISTENCIAS: Detonantes de la violencia en el fútbol1 Johan Sebastián Franco Pineda. johansebastianf@yahoo.com ¿Saben en qué se parecen Dios y el fútbol? En que ambos gozan de popularidad y los dos son negados por los intelectuales. Eduardo Galeano. Resumen El deporte no es sólo un reflejo de la sociedad, es parte integral y activa de la misma, una parte que puede ser usada como un medio para reflexionar sobre el devenir social. El espectáculo futbolístico es apropiado por la juventud aficionada como aquel medio de escape a la cruel realidad a la que muchos están sometidos por el modelo neoliberal, por lo que un joven puede llegar a plantearse el dilema de cómo puede ser posible que un gobierno que poco le ofrece para mejorar su calidad de vida, disponga de cuerpos policiales tan bien dotados para reprimirlo y subyugarlo al momento en que se encuentra realizando una de las pocas actividades que le dan sentido a su vida: el fútbol. Sus desconciertos y sus odios reprimidos se manifiestan en la vehemencia con la que enfrentan al despiadado representante del Estado en los estadios: el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). 1 Este trabajo es resultado de la investigación empírico-documental sobre el movimiento ACAB en las barras bravas de Medellín, realizada durante el segundo semestre del 2010 en la materia el Oficio de Investigar, pregrado en sociología, con la asesoría de la docente Andrea Lissett Pérez, Universidad de Antioquía. 1 El fútbol comparte con la religión, la política y la economía, la condición de ser una de las actividades humanas que más fanatismo y oposición presentan si se las toma como tema en una discusión. Como reza el adagio popular, “no hables mal ni de mi dios, ni de mi presidente, ni de mi equipo de fútbol”2. Y es que este fanatismo unido a la defensa de la identidad de una hinchada –factores exacerbados sobre todo en las denominadas “barras bravas”– es el motor que mueve las pasiones para que los sujetos que las integran reaccionen ante situaciones de éxito o fracaso, alegría o decepción (Alabarces, 2000). El hecho significativo es que muchas de estas reacciones, por parte de una fracción reducida de hinchas, implican la manifestación de la violencia física o verbal, la cual guarda una relación directamente proporcional a la idea que cada individuo tiene del fútbol en sus vidas: bien sea éste una de las fuentes de sentido o significación para ellos o quizá la única. Pero el deporte no se limita en el fanatismo, es también construcción de identidad en el mundo social. El deporte no revela valores sociales encubiertos, es un modo mayor de su expresión. El deporte no es un reflejo de la sociedad sino una parte integral de la misma, una parte que puede ser usada como un medio para reflexionar sobre la sociedad. El deporte, en suma, tiene la capacidad de suplir una cantidad de funciones: “definir los límites establecidos de comunidades políticas y morales, asistir en la creación de nuevas identidades sociales, dar expresión a ciertos valores y actuar sobre ellos, y servir como un espacio contestatario para grupos opuestos” (Alabarces, 2000: 214). En esta interpretación de las funciones sociales del deporte se resaltan dos que fortalecen mi idea de las causas de la violencia en el fútbol: la creación de nuevas identidades sociales y el uso como espacio contestatario para grupos opuestos. 2 Adagio de la cultura popular colombiana. 2 La generación de identidad es una de las funciones más notables del deporte; sobre todo en el balompié, el cual goza de gran reconocido a nivel mundial. En el hincha es realmente en quien descansa un verdadero sentido de pertenencia por el equipo al que sigue. Este es un sentido de pertenencia desprovisto de intereses económicos y de apoyos condicionales. En cambio, el continuo mercado e intercambio de jugadores, los cuales cuentan con un tiempo nada prudente para la creación de sentido de pertenencia por su continuo traspaso entre clubes, los hace ver como “traidores” por la fanaticada; ante los intereses egoístas de empresarios y directivos que ven cada Club como una fuente inmensa de rentabilidad en el mercado del futbol –boletería, publicidad, patrocinio y modelaje–. En la misma dirección, empresarios televisivos ocupados en maximizar sus ganancias y periodistas corruptos y parcializados, involucrados en negocios de transferencias. De ahí que “las hinchadas se perciben a sí mismas, desmesuradamente, como el único custodio de la identidad; como el único actor sin producción de plusvalía económica, aunque con una amplía producción de plusvalía simbólica” (Alabarces, 2000: 216). En resumidas palabras, el hincha toma el papel de propietario simbólico del equipo, constituyéndose como único doliente de sus fracasos y verdadero merecedor de sus victorias. Algunos actos violentos pueden explicarse como la defensa de esta identidad privilegiada, de un territorio, de un imaginario simbólico (y a veces real).Existen tres clases de identidades. En primer lugar, la construida por los hinchas militantes: individuos pertenecientes a las barras tradicionales que cuentan con una historia propia y con una organización administrativa producto de sus largos años de permanencia. En segundo lugar, la de aquellas personas que solo asisten a ver los compromisos por pura pasión y afición por el espectáculo futbolístico, sin pertenecer a una barra específica y sin tener una relación emocional fuerte por un equipo en particular o, si la tienen, involucran poco de su estado afectivo luego de 3 una victoria o una derrota. Y, por último, está la identidad constituida por las denominadas “barras bravas”, de la cual se trata en este ensayo. Cuando se les pregunta a los hinchas militantes –y a aquellas personas que son solo espectadores– por los actos violentos que empañan el espectáculo deportivo, sus respuestas son ambiguas: ponen como responsables directos a actores institucionales (la policía, la dirigencia deportiva); entienden las medidas represivas como parte de un complot destinado a saquear la pasión futbolística y entregarla como mercancía a la industria del espectáculo. En ese sentido, los hinchas (militantes y sólo espectadores) se entienden compartiendo con aquellos que señalan como ‘violentos’ (‘barras bravas’) la defensa común de un espacio (la tribuna y el barrio), una identidad (el equipo), una práctica (la hinchada de fútbol). Pero por otra parte, atravesados por el discurso periodístico, no vacilan en señalar a los ‘violentos, ellos, los negros que están locos’. Es así como el discurso represivo y excluyente del Estado se reproduce en el policlasismo del fútbol, revelando la reaparición del etnocentrismo de clase y un larvado racismo (Alabarces, 2000: 220). Pasando a la otra función que resalto como causal de los actos violentos en el deporte –la concepción de éste como un espacio contestatario para grupos opuestos– debemos entender que el deporte no es solo un reflejo de la sociedad, es parte integral de esta. De él irradian valores, actitudes, costumbres y disputas sociales. Por lo tanto, una contradicción social como la resistencia contra las políticas estatales y la represión de sus fuerzas armadas, presente en las comunidades excluidas, se traslada al estadio, el cual se convierte en un campo más de la batalla por los derechos sociales, por la inclusión, por la vida, por la victoria. La implementación de los postulados prácticos de la ideología neoliberal ha suscitado una serie de inconformismos y protestas por la cantidad de incongruencias que generan. La pobreza cada vez más al borde de la miseria; la desigualdad socio-económica desorbitante y descarada; la privatización de derechos fundamentales como la salud, la educación y los servicios públicos; la flexibilización laboral como detonante del fracaso de los logros sindicales; el 4 desempleo; la inseguridad ciudadana y rural; la corruptibilidad de la democracia; el autoritarismo desmedido del Estado por intermedio de su fuerza pública, entre otros, son efectos negativos de las políticas neoliberales que han motivado las luchas de miles de movimientos y resistencias sociales en América Latina. El sociólogo argentino Pablo Alabarces define al conjunto de estos efectos negativos del neoliberalismo sobre las mayorías como “esa forma máxima de violencia social que es la exclusión” (2000: 221). Ahora bien, es evidente que el orden social que se desprende de la ideología neoliberal, trae consigo una serie de beneficios y privilegios rimbombantes para unas minorías en detrimento de la calidad de vida de las mayorías. Siguiendo este sentido, es menester de las elites económicas y los grupos oligárquicos detentadores del poder, mantener este orden social del cual se lucran permanentemente, imponiéndoselo a las mayorías desposeídas a través del autoritarismo estatal desbordado en las fuerzas militares y policiales y, peor aún, a través de organizaciones paramilitares que nada saben del respeto a los derechos humanos. Siguiendo las ideas de Michael Foucault: entre más una institución deba hacer uso de la represión y del castigo es porque menos legitimado está su poder. De la misma manera, la disconformidad de las mayorías con este establecimiento neoliberal obliga a que el poder se imponga de manera abrupta sobre los ciudadanos y que los intentos de protesta y lucha pacífica sean esparcidos con bolillos y gases lacrimógenos, cuando no con silenciamiento, exilio o muerte. El proceder violento del Estado se legitima en el discurso de que toda acción, sin excepción alguna, tendiente a desafiar el orden social y las decisiones gubernamentales y debe ser tratada como un acto terrorista que merece la intervención urgente del Estado, para la cual éste dispone de un aparato armamentístico cada vez más fortalecido (GROSS, 1956). Es de recordar que en 5 el neoliberalismo el Estado toma como misión principal el mantenimiento del orden y la seguridad y son las fuerzas del mercado quienes se “encargarán” del cumplimiento de los derechos sociales. En este punto es importante afirmar que el descontento generalizado de sectores juveniles por las formas actuales de organización social, política y económica, se consolida como fortalecimiento del desprecio a un Estado que poco los tiene en cuenta y los deja en la desprotección y la angustia de un futuro incierto. Las oportunidades académicas y laborales para los jóvenes de las clases bajas son cada vez más reducidas, por lo que un joven puede llegar a plantearse el dilema de cómo puede ser posible que un gobierno que poco le ofrece para mejorar la calidad de vida, disponga de cuerpos policiales tan bien dotados para reprimirlo y subyugarlo al momento en que se encuentra realizando una de las pocas actividades que le dan sentido a su vida: el fútbol. La misma actitud de las fuerzas especiales de la policía, las cuales en Colombia se conocen como Escuadrón Móvil Antidisturbio (ESMAD), demuestran el grado de inhumanidad utilizado en la imposición del poder para el establecimiento neoliberal. Muchos integrantes de este grupo especial demuestran sus ansías de entrar en choque con la hinchada, de ahogarlos, de agredirlos, de aprovecharse de su condición armada y ventajosa, para sentir el éxtasis que les producen las continuas peleas con estos jóvenes que en su mayoría son de estratos populares, ya sea en el estadio o en la universidad pública, en nuestro caso, la Universidad de Antioquia. A los muertos y heridos producidos por las intervenciones policiales, se suma la acción provocadora de la policía en el manejo de la seguridad: requisas exhaustivas, prohibiciones grotescas, agresiones, vejaciones, recorridos callejeros sin organización, entre otros. Con todo lo anterior, no es difícil explicar la conformación de movimientos de resistencia como ACAB (All Cops Are Bastards – Todos Los Policías Son Bastardos). 6 La historia comprueba que la violencia es generadora de más violencia. Los procedimientos y los mecanismos empleados por las fuerzas policiales del Estado y las acciones violentas de algunos grupos de inconformes con el orden social, contribuyen a la consolidación de un círculo vicioso de venganza y odio. Es decir, cada que el ESMAD emplea sus armas, sus gases lacrimógenos, sus tanquetas y su irracionalidad para dispersar una protesta pacífica o para controlar la disciplina ciudadana, genera en los inconformes un sentimiento creciente de rencor y odio contra ese poder que los subyuga permanentemente y poco tiene en cuenta sus expectativas y sus anhelos. De otro lado, grupos de personas inescrupulosas aprovechan la inconformidad social para lanzar papa-bombas o para agredir con piedras y vejaciones absurdas desprovistas de argumentación racional, y en esa medida incitan al Estado a aumentar el pie de fuerza y la dotación para sus grupos especiales de policía, colaboran a que el discurso del otro como terrorista, el estudiante como bandido, el encapuchado como guerrillero, el hincha como fanático desenfrenado, cale en la población a través de unos medios de comunicación que transmiten la información con el tono estigmatizador y esquemático impuesto por los entes oficiales: un nosotros (los buenos) contra un ellos (los malvados y violentos), siendo estos últimos sujetos animalizados y cuerpos extraños que deben ser excluidos del orden social (Alabarces, 2000). La violencia se constituye así en un aliciente para generar más represión por parte del Estado y para nutrir el discurso oficial de “lucha contra el terrorismo”, en el cual se obnubila la realidad social de las mayorías y se desdibujan las protestas y las manifestaciones pacíficas de gentes de diversas culturas que luchan por el reconocimiento de sus derechos; este discurso se apoya en unos medios de comunicación que solo vislumbran el problema cuando éste se actualiza en una coyuntura que lo pone de nuevo en la opinión pública, exhibiéndolo en noticias regidas por la brevedad, la morbosidad y el privilegio por las fuentes oficiales. 7 Uno de los efectos directos de este círculo vicioso es que las mismas barras compiten entre ellas por la cantidad de miembros mejor dotados físicamente y de instrumentos de ataque que fortalecen la capacidad para enfrentarse con la policía. Este hecho les confiere mayor reconocimiento y puntuación en el “ranking barrístico”, ya que en este caso se pelea con otra hinchada más (el ESMAD), aunque la más violenta, porque está legalmente armada y goza de impunidad. Estos grupos contradictorios no toman como único espacio de combate el espectáculo futbolístico, la universidad pública se constituye como ese otro espacio donde se alimenta el odio dogmático entre estudiantes y miembros del ESMAD. Y la Universidad de Antioquia no está lejos de ello: se encuentra cercada por cuerpos policiales que día a día aguardan en las porterías a la espera de una incitación o una pequeña protesta pacífica que los motive a realizar su trabajo preferido: acallar las voces y el pensamiento crítico mediante la agresión física. Pero hay algo más preocupante aún. Dichos cuerpos policiales comienzan a mirarse por parte de la fanaticada y de los estudiantes como un ente autónomo desligado del poder del Estado, un colectivo que no recibe órdenes de ninguna otra posición jerárquica y que actúa por sí sola, hasta el punto de centrar la lucha y la resistencia social en la estrategia reduccionista del enfrentamiento armado contra los policías de turno, alejándose de la lucha política y democrática contra los altos dirigentes del Estado, verdaderos responsables de las incongruencias de la vida en sociedad. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ALABARCES, Pablo, et al. (2000). “Aguante y represión. Fútbol, violencia y política en la Argentina”. En: P. Alabarces (Comp.), Peligro de Gol. Estudios sobre deporte y sociedad en América Latina. Buenos Aires: Gráficas y Servicios, pp. 211 - 225. 8 GROSS, Félix. (1956). “Sociología de los Movimientos Subterráneos de Resistencia”. En: Revista Mexicana de Sociología. May-Ago. 18 (2): pp. 341-374 [en línea]. En: base de datos bibliográfica JSTOR http://www.jstor.org/stable/pdfplus/3537816.pdf?acceptTC=true [consultado el 7 de diciembre de 2010]. 9