¿Por qué alguna gente es negra? Steve Jones Todo el mundo sabe — ¿o no? — que muchas personas tienen la piel negra. Es más: la gente negra está especialmente concentrada en ciertas regiones —sobre todo, en África—, y antes de los grandes desplazamientos de los últimos siglos era muy escasa en Europa, Asia y las Américas. ¿A qué se debe esto? Parece una pregunta sencilla. Seguro que si no somos capaces de darle una respuesta sencilla, es porque algo falla en nuestra comprensión de nosotros mismos. Pero lo cierto es que no existe una explicación simple y directa de este curioso aspecto de la humanidad. Y el que no exista tal respuesta dice mucho de las fortalezas y debilidades de la teoría de la evolución y de las limitaciones de la ciencia para explicar el pasado. Cualquier libro de anatomía ofrece una explicación de por qué unas personas son diferentes de otras. A los científicos les gustan las palabras pomposas, sobre todo si se refieren a otros científicos que vivieron hace mucho tiempo. Sus libros de texto dicen que los negros tienen la piel negra porque poseen una característica capa de Malpigio, una parte de la piel cuyo nombre rinde homenaje a Malpigio, anatomista italiano del siglo XVII. En esta capa abundan unas células llamadas melanocitos, que contienen un pigmento oscuro llamado melanina. Cuanta más melanina tenga la piel, más oscura será. Malpigio descubrió que la piel de los africanos tenía más melanina que la de los europeos. Parecía que la cuestión había quedado resuelta. Esto es un ejemplo de lo que yo suelo llamar “la explicación Piccadilly”. Piccadilly es el nombre de una de las principales calles de Londres, siendo un nombre extraño y muy poco inglés. Tengo un libro que explica los nombres de las calles de Londres, y lo que dice de Piccadilly es una perfecta demostración de la debilidad de las explicaciones que, como la de los anatomistas, consisten únicamente en describir el problema con más detalle. Según el libro, la calle se llama así porque allí vivían en otros tiempos numerosos sastres, que hacían cuellos altos que se llamaban piccadills. Pues que muy bien. Pero, desde luego, esto deja sin explicar lo más interesante Para empezar, ¿por qué llamar picadill a un cuello? No parece la palabra más obvia para designar una prenda de vestir cotidiana. Mi libro no dice nada al respecto. La explicación de Malpigio puede bastarles a los científicos, pero no dejará satisfecha a ninguna persona aficionada a pensar. Responde a la pregunta ¿cómo?, pero deja sin respuesta la pregunta más interesante: ¿por qué hay más melanina en la piel de los africanos? Dado que los padres, abuelos y —es de suponer— antepasados remotos de los negros fueron negros, y los antepasados de los blancos fueron blancos, la solución hay que buscarla en el pasado. Y esto plantea dificultades al método científico. Resulta imposible comprobar directamente qué estaba sucediendo en la Tierra cuando aparecieron los primeros negros o los primeros blancos. Así pues, tenemos que basarnos en pruebas indirectas. Existe una teoría que, a falta de otras virtudes, por lo menos es simple y coherente. Se ha llegado a la misma conclusión una y otra vez. Depende únicamente de la fe, y habiendo fe no se plantea la cuestión de las pruebas. Por esta razón, dicha teoría queda fuera del campo de la ciencia. Esta teoría afirma que cada grupo fue creado por separado por acción divina. En la versión judeocristiana, Dios creó a Adán y Eva en el Jardín del Edén. Tiempo después, hubo un tremendo diluvio, del que sólo sobrevivió una familia, la de Noé. Noé tenía tres hijos: Cam, Sem y Jafet, y cada uno dio origen a una rama de la raza humana (de Sem, por ejemplo, descienden los semitas). Los descendientes de Cam tenían la piel oscura, y de ellos proceden los pueblos africanos. Para mucha gente, ésta es respuesta suficiente a la pregunta planteada en este ensayo. La historia de Noé es una interpretación simplista de la historia. Algunos mitos de creación se aproximan más a la ciencia, intentando explicar por qué los humanos tienen diferentes aspectos. Según una versión africana, Dios moldeó a los hombres con barro, infundiendo vida en sus creaciones después de haberlas cocido. Sólo los africanos estaban perfectamente cocidos, y por eso son negros. Los europeos quedaron a medio terminar, y su piel es de un desagradable color rosa turbio. El problema de estas ideas es que no se pueden refutar. Recibo muchas cartas de personas que creen fervientemente que la vida, en toda su diversidad, apareció sobre la Tierra hace tan sólo unos cuantos miles de años, como resultado directo de la intervención de Dios. Ningún testimonio podrá convencerlas de lo contrario. Demuéstreseles que había dinosaurios millones de años antes de que aparecieran los seres humanos, y vendrán con “pisadas” en las rocas que demuestran, según ellos, que humanos y dinosaurios convivieron como amigos. Tan convencidos están de su verdad que insisten en que sus opiniones se incluyan en los libros de textos escolares. Si las pruebas, sean las que fueren, sólo se pueden interpretar en apoyo de una teoría, entonces no tiene sentido seguir discutiendo. De hecho, si la creencia en la teoría es bastante firme, ni siquiera es necesario buscar pruebas. La certeza tuvo bloqueada la ciencia durante siglos. Los científicos, por definición, están inseguros. Sus ideas tienen que ponerse constantemente a prueba, contrastándoselas con los nuevos descubrimientos. Si no pasan la prueba, quedan descartadas. En la actualidad, ningún biólogo cree que los seres humanos fueron creados mediante un acto milagroso. Todos están convencidos de que evolucionaron a partir de formas de vida anteriores. Aunque las pruebas a favor de la evolución son abrumadoras, todavía queda espacio para controversias acerca de los detalles del proceso. Uno de los ejemplos más claros es el debate acerca del color de la piel. La biología evolutiva moderna comenzó en el siglo XIX, con el biólogo inglés Charles Darwin, que dio forma a sus ideas después de estudiar geología. En sus tiempos, mucha gente daba por supuesto que los grandes accidentes geográficos, como las cordilleras o los valles profundos, sólo podían formarse por catástrofes repentinas, como terremotos o erupciones volcánicas, que los científicos tenían muy pocas posibilidades de presenciar, dado que eran muy poco frecuentes. Darwin se dio cuenta de que, con tiempo suficiente, incluso un pequeño arroyo podía ir desgastando poco a poco las rocas hasta excavar un profundo cañón. El presente, declaró, es la clave del pasado. Observando lo que ocurre en la actualidad en un paisaje se puede inferir lo que ocurrió hace millones de años. Del mismo modo, el estudio de los organismos vivos puede indicarnos lo que ocurrió a lo largo de la evolución. En El origen de las especies, publicado en 1859, Darwin proponía un mecanismo por el que podían evolucionar nuevas formas de vida: lo llamó descendencia con modificación, tratándose de un mecanismo sencillo, con dos piezas principales. La primera produce diversidad hereditaria. En la actualidad, a este proceso se le llama mutación. En cada generación se da una posibilidad pequeña, pero real, de que se cometan errores en la copia de los genes durante la formación de los espermatozoides y los óvulos. A veces, las consecuencias de las mutaciones se manifiestan en el color de la piel: una de cada varios miles de personas es albina, y carece por completo de pigmentos en la piel. Existen albinos en todas partes del mundo, incluida África; descienden de óvulos o espermatozoides que sufrieron una alteración en los genes responsables de los pigmentos. La segunda pieza del mecanismo es un filtro. Este filtro separa las mutaciones capaces de adaptarse a las presiones del ambiente de las que no son tan capaces de ello. Casi todas las mutaciones —el albinismo, por ejemplo— son perjudiciales. Las personas portadoras de genes mutantes tienen menos probabilidades de sobrevivir y tener hijos. Estas mutaciones desaparecen con rapidez. Sin embargo, de vez en cuando surge una que resulta más adecuada que las anteriores para responder a las adversidades de la vida. Puede ocurrir que el ambiente haya cambiado, o simplemente que el gen alterado cumpla mejor su tarea. Los que heredan este gen tendrán más probabilidades de sobrevivir; engendrarán más descendientes, y el gen se hará cada vez más común. Mediante este sencillo mecanismo, la población evoluciona por selección natural. La evolución según Darwin, fue una serie de errores afortunados. Si la maquinaria de Darwin funciona durante el tiempo suficiente, aparecerán nuevas formas de vida: nuevas especies. Con tiempo suficiente, se puede formar toda la diversidad de la vida a partir de unos antepasados sencillos. No hay necesidad de invocar acontecimientos antiguos y únicos (como un episodio único de creación), que no se pueden estudiar ni reproducir. El propio mundo vivo es la prueba del funcionamiento de la evolución. ¿Qué nos dice la maquinaria de Darwin acerca del color de la piel? Como suele suceder en biología, más que una explicación completa, lo que tenemos es una serie de pistas intrigantes. Existen varios tipos de evidencias del modo en que evolucionan las cosas. La mejor es la que nos ofrecen los fósiles, restos petrificados de antiguos organismos que contienen en sí mismos un certificado de su antigüedad. La composición química de los huesos (o de las rocas en que se han convertido) varía con el tiempo. Las moléculas decaen a un ritmo conocido, y ciertas sustancias radiactivas se van transformando. De este modo, se puede calcular cuándo murió el propietario original de los huesos. Se puede seguir la historia de una familia de organismos extinguidos por los cambios que se observan en los sucesivos fósiles. El registro fósil humano no es demasiado bueno; es mucho peor, por ejemplo, que el de los caballos. Pero a pesar de sus grandes vacios, se ha conservado lo suficiente como para dejar en claro que hace unos ciento cincuenta mil años ya existían criaturas no muy diferentes de nosotros. Mucho antes hubo animales simiescos, de aspecto manifiestamente humano, pero que, de vivir hoy, no serían aceptados como miembros de nuestra especie. Aún no se ha conseguido establecer una conexión ininterrumpida entre aquellos animales extinguidos y nosotros, pero, no obstante, la evidencia de que aquellas antiguas criaturas se transformaron en seres humanos modernos es abrumadora. Dado que las pieles humanas no han fosilizado, los fósiles no nos dicen nada sobre el color de la piel. Lo que sí demuestran es que los primero seres humanos modernos aparecieron en África. Los africanos modernos son negros, de modo que es posible que la piel negra evolucionara antes que la blanca. Las partes del mundo habitadas por personas de piel clara — el norte de Europa, por ejemplo— no se poblaron hasta hace unos cien mil años, de modo que la piel blanca evolucionó con bastante rapidez. Darwin indicó otra manera de inferir lo que sucedió en el pasado: comparar los organismos que viven en la actualidad. Si dos especies tienen una anatomía similar, es probable que sus estirpes, descendientes de un antepasado común, se hayan escindido hace menos tiempo que las especies con un diseño corporal diferente. A veces se puede conjeturar la estructura de un animal extinguido estudiando a sus descendientes vivos. Este método no sólo se puede aplicar a los huesos, sino también a las moléculas como el ADN. Muchos biólogos creen que el ADN evoluciona a un ritmo regular: que en cada generación cambia una proporción pequeña, pero predecible, de sus subunidades. De ser así (y con frecuencia es así), se podría determinar el grado de parentesco entre dos especies contando las diferencias entre sus ADN. Es más, si ambas especies tienen un antepasado común, conocido y fechado gracias a sus fósiles, se puede utilizar el ADN como “reloj molecular” para medir la velocidad de la evolución. Y conociendo la velocidad a la que marcha el reloj, se puede calcular cuándo se escindieron otras especies comparando sus ADN, aunque no se disponga de fósiles. Los chimpancés y los gorilas parecen parientes nuestros, a juzgar por su diseño corporal. Lo mismo indican sus genes. De hecho, el 98 por 100 del ADN de ambas especies es idéntico al nuestro, lo cual demuestra que nos separamos hace muy poco. El “reloj” indica que la escisión se produjo hace unos seis millones de años. Tanto el chimpancé como el gorila tienen la piel negra. Esto podría indicar que también los primeros humanos fueron negros y que la piel blanca evolucionó más tarde. Sin embargo, eso no explica por qué evolucionó la piel blanca. La única pista que nos ofrecen los fósiles y los chimpancés es que el cambio debió tener lugar cuando los humanos se apartaron de los trópicos. Está claro que somos, básicamente, animales tropicales. Nos resulta mucho más difícil adaptarnos al frío que al calor. Es posible que el clima tenga algo que ver con el color de la piel. Para poner a prueba esta idea, tenemos que hacer lo que hizo Darwin: observar a los animales actuales. ¿Por qué es preferible la piel negra en ambientes cálidos y soleados, y la blanca en lugares fríos y nublados? Es fácil elaborar teorías, algunas de las cuales suenan bastante convincentes; pero demostrarlas resulta mucho más difícil. La idea más inmediata —que la piel negra protege del calor— es errónea. Cualquiera que se siente en un banco de hierro negro un día de sol descubre enseguida que los objetos negros se calientan más que los blancos cuando se exponen al Sol. Esto se debe a que absorben más energía solar. El Sol gobierna las vidas de muchos organismos. Los lagartos entran y salen del Sol a la sombra. En el desierto de California, si se apartan más de dos metros de su refugio en un día caluroso, mueren de un golpe de calor antes de poder regresar. Las sabanas africanas están como muertas al medio día, cuando casi todos los animales se ocultan en la sombra porque no pueden resistir a pleno Sol. En muchas especies, las poblaciones de regiones cálidas son de color más claro —no más oscuro— para reducir la absorción de energía solar. También a los humanos nos resulta difícil aguantar a pleno Sol… y a los negros les cuesta más que a los blancos. La piel negra no protege a sus propietarios contra el calor del Sol. Por el contrario, agrava el problema. Sin embargo, con un poco de ingenio se puede corregir un poco la teoría para que encaje con los hechos. La piel negra podría resultar muy útil en el frío amanecer africano, cuando uno empieza a entrar en calor después de una noche de sueño. A mediodía, uno siempre se puede refugiar a la sombra de un árbol. Los rayos del Sol son una cosa muy poderosa. Pueden dañar la piel, y la melanina ayuda a evitarlo. Uno de los primeros síntomas de lesión es un bronceado enfermizo. La piel está desarrollando una capa pigmentada con melanina, a manera de señal de alarma. Las personas de piel clara corren mucho más peligro de contraer cáncer de piel que las de piel oscura. La enfermedad está especialmente extendida en Queensland, Australia, donde la población de piel clara se expone a una fuerte radiación solar tumbándose en la playa. Podría parecer que ésta es la razón por la que la piel oscura es común en las regiones soleadas, pero, una vez más, un poco de reflexión demuestra que probablemente no es así. El melanoma maligno, la modalidad más peligrosa de cáncer de piel, puede ser una enfermedad muy grave, pero afecta a las personas maduras. Mata a sus víctimas después de que éstas hayan transmitido a sus hijos los genes del color de la piel. La selección natural resulta mucho más eficaz si causa la muerte a una edad más temprana. Si un niño falla en las pruebas de supervivencia, sus genes perecen con él. La muerte de un anciano es irrelevante, pues sus genes (los del color de la piel y todos los demás) ya se han transmitido a la siguiente generación. La piel es un órgano con funciones propias; capaza de hacer muchas cosas sorprendentes. Entre ellas, sintetizar vitamina D. Sin ella, los niños padecerían raquitismo (huesos blandos y flexibles). Casi todas las vitaminas (sustancias imprescindibles, que se necesitan en cantidades muy pequeñas) se obtienen con los alimentos. La vitamina D es una excepción: se puede fabricar en la piel; gracias a la acción de la luz solar sobre una sustancia que se encuentra de manera natural en el cuerpo. Pero, para ello, el Sol debe llegar al cuerpo. En consecuencia, las personas de color negro expuestas al sol sintetizan mucha menos vitamina D que las de piel clara. La vitamina D es especialmente importante para los niños, y por ésta razón los niños (tanto africanos como europeos) tiene la piel más clara que los adultos. Así pues, podemos suponer que los genes determinantes de una piel relativamente clara resultaron favorecidos durante la migración desde África hacia las tierras nubladas y lluviosas del norte. Esto podría explicar que los europeos sean blancos. Pero ¿acaso explica por qué los africanos son negros? El exceso de vitamina D es peligroso (como descubren a costa propia muchas personas aficionadas a tomar pastillas de vitaminas). Sin embargo, ni siquiera la piel más clara puede sintetizar una cantidad nociva de vitamina. La función de la piel negra no consiste en proteger contra un exceso de vitamina D. Con todo, sí podría tener importancia para conservar otras vitaminas. La sangre recorre el cuerpo entero cada pocos minutos. En su recorrido, pasa cerca de la superficie de la piel, por vasos muy finos, y allí se expone a los efectos perniciosos del Sol. Los rayos solares destruyen las vitaminas (muchos rubios aficionados a los baños de Sol corren peligro de sufrir carencias vitamínicas). Pero lo peor es que la luz que penetra puede dañar los anticuerpos, proteínas defensivas fabricadas por el sistema inmunitario. En África, donde las infecciones son frecuentes y a veces escasea la comida, el equilibrio vitamínico y el sistema inmunitario se encuentran ya sometidos a presión. La carga adicional de la luz solar puede bastar para inclinar la balanza del lado de la enfermedad. Un pigmento oscuro en la piel podría resultar esencial para la supervivencia. Pero aún no se ha demostrado de manera directa que sea así.. Hay otras muchas teoría que tratan de explicar por qué algunas personas son negras. Para un africano que se protege del Sol bajo un árbol, la piel oscura constituye un camuflaje perfecto. También las preferencias sexuales podrían haber tenido algo que ver con la evolución del color de la piel. Si, por la razón que sea, se elige a la pareja por su color, los genes más atractivos se transmitirán con más eficacia. Una ligera preferencia (aunque fuera accidental) por la piel oscura en África y por la piel clara en Europa podría haber bastado para crear la diferencia. Está comprobado que esto sucede con los pavos reales —las hembras prefieren a los machos con colas de diseños vistosos—, pero no existen pruebas de que así haya ocurrido con los seres humanos. El azar podrá haber influido también de otra manera. Probablemente, sólo unas pocas personas escaparon de África hace algo más de cien mil años. Si, por casualidad, algunas de ellas eran portadoras de genes determinantes de pieles algo más claras, parte de la diferencia entre los africanos y sus descendientes nórdicos se debería a una simple carambola. Existe en la actualidad un pueblo de indios norteamericanos donde abundan los albinos. Por pura casualidad, una de las personas que fundaron la pequeña comunidad hace muchos años era portadora de la mutación del albinismo, que se hizo abundante en la población. Toda esta aparente confusión demuestra lo difícil que resulta para la ciencia reconstruir la historia. Se supone que la ciencia debe comprobar, y tal vez refutar, las hipótesis. Como hemos visto, no faltan ideas para explicar las diferencias en el color de la piel humana. Puede que ninguna de las teorías sea correcta; puede que lo sea una; o dos, o todas ellas. Lo que provocó las diferencias de color en distintas partes del mundo ocurrió hace tanto tiempo que no se puede comprobar directamente. Pero la ciencia no siempre necesita pruebas experimentales directas. A veces basta con una serie de pistas indirectas. Los indicios que sugieren que los humanos evolucionaron a partir de antecesores más simples y están emparentados con los demás animales actuales resultan tan convincentes que es imposible ignorarlos. Hasta ahora, disponemos de muy pocos datos y demasiadas opiniones como para estar seguros de todos los detalles de nuestro pasado evolutivo. No obstante, la historia del estudio de la evolución me hace confiar en que llegará el día en que los indicios apuntados en este ensayo permitan demostrar convincentemente, por qué algunas personas son negras y otras blancas. STEVE JONES es biólogo, profesor de genética en el University College de Londres y director del Departamento de Genética y Biometría del Laboratorio Galton de la UCLA. Sus investigaciones se han centrado en la genética del proceso evolutivo de los animales, desde las moscas de la fruta a los seres humanos. Ha realizado numerosos trabajos de campo sobre la genética ecológica de los caracoles, pero también ha publicado muchos artículos sobre genética y evolución humana. Ha participado en el análisis matemático de las pautas del cambio genético en los seres humanos modernos, en relación con las fluctuaciones del tamaño de población, y ha publicado numerosos artículos sobre las implicaciones genéticas del registro fósil humano y sobre las características biológicas de la especie humana. El profesor Jones es colaborador habitual de la sección “Noticias y Opiniones” de la revista Nature, y de los programas científicos radiofónicos de la BBC (en Radio 4 y el World Service). Es autor de The Lenguage of the Genes y coeditor (junto con Robert Martin y David Pilbeam) de The Cambridge Enciclopedia of Human Evolution. Tomado de: Brockman, John. Matson, Katinka. Así son las cosas. De los orígenes al cosmos; de la evolución a la muerte; del pasado al futuro. España, Temas de Debate, 1996, p. 125 – 136.