Presentamos en este número las consideraciones tejidas por el

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Nº 32
Marzo & Abril. 2012
Presentamos en este número las consideraciones tejidas por el Profesor
Plinio Correa de Oliveira con motivo de la presentación a la nobleza
romana de su libro “Nobleza y élites tradicionales análogas”.
Lo hacemos, pues su pensamiento nunca pierde actualidad ya que
trata del papel y la responsabilidad de las clases dirigentes
Grandes metas, inmensos medios,
para la restauración del orden
social cristiano
La I Guerra Mundial trajo como uno de
los resultados más importantes, si bien que no
de los más notados, una transformación, por
no decir una Revolución fundamental, no sólo
en el campo político y económico, sino también en lo que se refiere a la mentalidad, usos
y costumbres en vigor antes de la I Guerra
Mundial.
En otros términos, mucho de lo que se
tenía como esencial, elevado, sublime, quizá
intangible antes del conflicto, fue, sin pena
alguna, banido por el viento de los acontecimientos y sustituido por otros usos, costumbres y mentalidades que estaban exactamente
en el polo opuesto.
Fenómeno análogo se dio después de la
II Guerra Mundial. De tal manera que se
puede decir que las dos grandes guerras del
siglo XX, y quiera Dios que nos quedemos
con estas dos solamente y no sobrevenga una
tercera antes de que termine esta conturbada
centuria, fueron dos grandes revoluciones.
Es deber de justicia decir que en sus catorce alocuciones al Patriciado y a la Nobleza
romana, Pío XII procuró atenuar los efectos
de esas revoluciones, por medio de directrices
de admirable sabiduría.
Específicamente respecto a la segunda
posguerra, decía el Pontífice:
“Esta vez la obra de restauración es incomparablemente más vasta, delicada y compleja (que en la primera posguerra). No se
trata de reintegrar a la normalidad a una sola
nación: se puede decir que el mundo entero
ha de ser reedificado; el orden universal debe
ser restablecido. Orden material, orden intelectual, orden moral, orden social, orden internacional: todo hay que rehacerlo y volverlo
a poner en movimiento regular y constante.
Esta tranquilidad en el orden que es la paz,
la única paz verdadera, sólo puede renacer y
perdurar con la condición de hacer reposar la
sociedad humana sobre Cristo, para recoger,
recapitular y reunir todo en Él.” (Alocución
del 14 de enero de 1945)
Así, quien lee los documentos del Pontífice, percibe sin esfuerzo que trataba en su
mente de oponer a esa inmensa Revolución lo
contrario de ella, o sea, una Contra-Revolución. Una Contra Revolución que salvase de
la ruina tantas tradiciones y que proporcionase a tantas otras -que todavía tenían razón de
ser, pero que se habían venido abajo- la posibilidad de volverse a erguir y recobrar la vida.
Evidentemente, había quien supusiese
que por dirigirse solamente a las clases de
los nobles y de las élites análogas, el autor de
las alocuciones contase exclusivamente con
éstas para tal obra. Tal vez juzgasen los que
así pensaban, que sólo ellas eran capaces de
comprender, amar y defender esas tradiciones, de las cuales eran específicamente portadoras.
En realidad, se ve que Pío XII convoca
especialmente a esas élites para tan grande
misión. Lo que se explica, por ser ellas la
garantía de la perennidad de los valores que,
al entender del Pontífice, no debería haberse
interrumpido.
Es preciso hacer notar toda la amplitud
de la colaboración por él deseada a este respecto. O sea, tal colaboración no la pedía solamente a los miembros de esa élite que continuaban poseyendo bienes suficientes para
irradiar todo aquel prestigio que les venía del
pasado y que, con eso, pusiesen al servicio
de esa Contra-Revolución toda la fuerza de
impacto con que se podría contar.
Es evidente que de la Nobleza y del Patriciado, el Pontífice esperaba todavía más.
Contaba él también -y de forma muy marcada- con las personas de esa clase social que,
arruinadas por los infortunios de la guerra,
no disponían ya de los recursos materiales
para ejercer su influencia. A tales personas,
portadoras de un gran nombre, aunque estuviesen reducidas por las necesidades económicas a una situación disminuida y muchas
veces estridentemente chocante, les cabía dar
a los pueblos el ejemplo precioso de lo que
es en esencia una verdadera nobleza y lo mejor que de ella se puede esperar. Es decir, el
ejemplo de virtud, grandeza de alma y dignidad moral que pueden permanecer intactos
en un noble e irradiar sobre las otras clases
sociales, incluso cuando haya sido abandonado por los bienes materiales.
Pero, es preciso ir más allá. Pío XII contaba manifiestamente con el conjunto del
cuerpo social no solamente para salvar a las
élites todavía existentes y las tradiciones de
que eran portadoras, sino también para que
nuevas élites brotasen al lado de las primeras.
A éstas, ante nuevas situaciones y animadas
por un espíritu verdaderamente católico, les
cabía dar origen a nuevos hábitos, nuevas
costumbres, nuevas formas de poder. Esto sin
destruir o contradecir en nada el pasado, sino
completándolo cuando fuese necesario.
Sería razonable que, para una finalidad
tan alta, Pío XII pensase en fundar algún tipo
de asociación o institución particular, a la
cual pidiese un esfuerzo nuevo para circunstancias nuevas. Algo a ejemplo del famoso
Pensionado de Saint-Cyr, creado por la Marquesa de Maintenon, esposa morganática de
Luis XIV, en socorro de las numerosísimas
jóvenes de la aristocracia, cuyos padres habían caído en la pobreza.
Pero también es obvio que no era principalmente en esto donde el Papa Pacelli colocaba lo mejor de sus esperanzas.
El Pontífice, a pesar de colocarse en algún
sentido como abogado de un cierto pasado de
cara a situaciones nuevas que aparecían, tenía la esperanza de pleitear, en toda la medida de lo posible, la causa de la tradición y de
la nobleza. Por lo tanto, sus palabras tienen el
valor de un incitamiento cálido, de un deseo
ardiente, de una directriz precisa.
En estas condiciones, nos podemos preguntar con qué más contaba Pío XII. La respuesta es fácil: Pío XII, si bien que estimaba
las asociaciones especialmente organizadas
con fines beneméritos (el estímulo que dio
a la Acción Católica o a las Congregaciones
Marianas en la Constitución Apostólica “Bis
seculari Diae” lo deja ver claramente), contaba también con otros recursos. ¿Cuáles? Con
la sociedad considerada como un todo. Considerada como un gran cuerpo constituido no
solamente por las instituciones y sociedades
menores que la integran, sino también por la
multitud de los individuos que, desarrollando
una acción meramente personal en favor del
bien común, forman una fuerza social de primer orden.
Se tiene la impresión de que, según el
pensamiento del Pontífice, sin la colaboración del conjunto del cuerpo social no hay, en
esta materia, éxito posible.
Esto nos coloca bien lejos de la situación
de servidumbre en que tantas veces las máquinas de publicidad moderna lanzan a los
pueblos y a las naciones, y se sobreponen a
las organizaciones por así decirlo autóctonas
a las cuales toca ejercer sobre la sociedad
Profesor Plinio Correa de Oliveria
una verdadera influencia. Me refiero especialmente a los mass-media. Sin el “placet”
del conjunto de los órganos de publicidad o
por lo menos de los principales de entre ellos,
es casi imposible obtener hoy en día el éxito
de una causa. De manera que, por más que
se hable de democracia, acaba siendo verdad
que en nuestras sociedades llamadas democráticas el poder decisorio queda casi siempre
en las manos de los mandarines, señores de
los medios de comunicación. Pío XII podría
fácil y cómodamente apelar a ellos, que atenderían sus ruegos. O por lo menos simularían
hacerlo.
Como es natural, él deseaba la colaboración efectiva de los medios de comunicación y en varios puntos la obtuvo. Pero, en
sus alocuciones al Patriciado y a la Nobleza
romana, los mass-media no figuran como
elemento esencial del cuadro de una sociedad
ideal. Probablemente por estar en la esencia
de estos mandarines la tentación permanente
de no ser auténticos y, como se sabe, a las
tentaciones permanentes de encaminar por
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la inautenticidad, muchas y muchas veces no
resiste la debilidad humana.
Entonces, ¿cuál es ese poder con el que
Pío XII contaba? Era antes de todo y evidentemente el poder de Dios Todo-poderoso. Era
aquel Poder que en el Puente Milvia dio la
victoria a Constantino y en Lepanto a D. Juan
de Austria, para no mencionar sino dos ejemplos históricos muy señalados. En realidad,
de la enseñanza de Pío XII se desprende que,
si individualmente cada católico que las oyese procurase cumplir su deber trabajando con
la intención de aplicar estas enseñanzas y, especialmente en su campo de acción personal,
podría resultar de ahí una fuerza de impacto
global, de gran potencia.
En fin, debemos ver sobre todo en esas
alocuciones el empeño del Pontífice en que
cada cual oriente sus aspiraciones ideales al
unísono con él, que cada cual trabaje y concentre sus esfuerzos principalmente en su
campo de acción inmediato. Es decir, junto a
aquellos con quien convive en el hogar y en
el ejercicio de su profesión. Si todos los católicos ufanos de poder sentirse colaboradores
del Papa en esto que es indiscutiblemente una
gran cruzada, quizá la cruzada del siglo XX,
trabajasen con ahínco, por encima de todas
las organizaciones y de todas las coaliciones, la victoria se afirmaría. La victoria de
las grandes causas no se consigue tanto por
los grandes ejércitos como por la acción individual de las grandes multitudes imbuidas
de grandes ideales y dispuestas a todos los
sacrificios para vencer.
“En una sociedad adelantada como la
nuestra, que deberá ser restaurada, reordenada, después del gran cataclismo, la función
de dirigente es muy variada: dirigente es el
hombre de Estado, de gobierno, el hombre
político; dirigente es el obrero que, sin recurrir a la violencia, a las amenazas o a la
propaganda insidiosa, sino por su propia valía, ha sabido adquirir autoridad y crédito
en su círculo; son dirigentes, cada uno en su
campo, el ingeniero y el jurisconsulto, el diplomático y el economista, sin los cuales el
mundo material, social, internacional, iría a
la deriva; son dirigentes el profesor universitario, el orador; el escritor, que tienen por
objetivo formar y guiar los espíritus; dirigente es el oficial que infunde en el ánimo de sus
soldados el sentido del deber, del servicio, del
sacrificio; dirigente es el médico en el ejercicio de su misión bienhechora; dirigente es el
sacerdote que indica a las almas el sendero de
la luz y de la salvación, prestando los auxilios
necesarios para caminar y avanzar con seguridad.” (Pío XII, Alocución al Patriciado y a
la Nobleza romana, el 14 de enero de 1945)
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