¿EXISTE UNA CORRELACION DE FUERZAS SUFICIENTE EN

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¿EXISTE UNA CORRELACION DE FUERZAS SUFICIENTE EN
EUROPA PARA MODIFICAR SUSTANCIALMENTE EL MARCO
ECONÓMICO Y MONETARIO DE LA EUROZONA?
La respuesta más precisa y escueta a la pregunta del encabezado
podría limitarse a un rotundo monosílabo: NO. Pero sería también
una tosca manera de abortar a la primera de cambio esta loable
iniciativa del Foro de Debate Económico de la Fundación 1º de
Mayo de CC.OO., cuyos promotores son los que acertadamente
han formulado la cuestión. Porque o se produce un cambio
sustancial o la orientación política actualmente predominante en la
Unión Europea y los intereses por ella representados va camino de
dinamitar la Unión Monetaria, desvanecer el anhelo de Unión
Económica y finalmente hacer del proyecto europeo una especie de
“utopía frustrada”; ya que en lugar de culminar el mayor espacio
común de libertad, progreso y equidad, regido con la democracia
más avanzada del mundo, se quedaría en un vasto mercado
regulado con una ley fundamental: la del más fuerte; y una sola
posición a adoptar: la que le permita a cada cual el ordinal que haya
sido capaz de alcanzar en ese mercado. A fin de cuentas son los
límites de la construcción europea que nunca quisieron sobrepasar
quienes sólo la veían como la cristalización del mercado interior con
quinientos millones de potenciales consumidores.
Sin embargo pudo haberse evitado esta frustrante deriva puesto
que durante la mayor parte de la existencia de la Unión Europea y
acotándola aún más al proceso de gestación los hitos que están
determinando su funcionamiento presente, el Acta Única a finales
de los años ochenta y del posterior Tratado Maastricht
para la
configuración de la Unión Monetaria y Económica, la correlación de
fuerzas política fue bastante más favorable a la izquierda y/o el
centro izquierda que en la actualidad. Pero la caída del muro de
Berlín no alentó a los dirigentes socialdemócratas del momento a
situar en el centro del debate político las diferencias entre derecha e
izquierda como sugerían destacados pensadores e intelectuales del
entorno progresista, por ejemplo Norberto Bobbio, quien dedicaría
un opúsculo (“Derecha e Izquierda, razones y significado de una
distinción política”; ed.Taurus, 1.995) precisamente a desmontar la
pretendida obsolescencia de tal dicotomía que predicaba… la
derecha. A quien más le interesaba identificar a la derrumbada
Unión Soviética con la izquierda en general para proclamar acto
seguido extinguida la diferencia entre una ideas y otras era a la
derecha.
Y
por
toda
respuesta,
socialdemócratas circunvalaron el
significados
líderes
debate con sus particulares
metamorfosis hacia el social-liberalismo inaugurado por Felipe
González en España con más tacticismo ocasional que sus
continuadores en el Reino Unido con la Tercera Vía teorizada por
Anthony Guiddens
y vulgarizada por Tony Blair ya en el poder o
por Gerhard Schröder con su Die Neue Mitt o Nuevo Centro en
Alemania.
El esfuerzo por lograr zonas de síntesis entre el socialismo y el
liberalismo no estuvo movido por el combate político entre ideas,
intereses y valores de las respectivas ideologías para consolidar
como pilares incuestionables de toda sociedad democrática
avanzada los derechos de ciudadanía, incluyendo entre ellos por
ejemplo la universalidad de la sanidad y la educación públicas; la
efectiva igualdad de oportunidades mediante la garantía de los
derechos anteriores; la equidad, la suficiencia y la transparencia en
los sistemas impositivos; el escrupuloso respeto a las libertades
individuales o la inviolabilidad de la propiedad privada etc.; en
definitiva, superados los totalitarismos de todo signo, fascismo y
comunismo habría sido el momento de acuñar como bases
civilizatorias el conjunto de avances democráticos que habían
terminado procurándole a las sociedades europeas mayores cotas
de prosperidad, justicia, estabilidad en cada una de las naciones y
la etapa más prolongada de la historia de convivencia pacífica entre
ellas. Esfuerzo que habría sido loable con sólo haberlo intentado en
la dirección apuntada; pero no, se debió más a cálculos electorales
basados en una equivocada percepción de los cambios internos en
la composición de las sociedades modernas que llevaron a buena
parte de los partidos socialistas europeos a ir asumiendo
paulatinamente políticas “ni,ni”, esas que se presentan como si no
fueran ni de izquierdas ni de derechas; es decir, las que
generalmente son de derechas. Así por ejemplo se asumió que el
crecimiento no tiene color y que este es anterior a cualquier política
redistributiva lo que determinó que los modelos de crecimiento se
basasen más en políticas de oferta, propiciando la recomposición
del beneficio a costa del empleo y de la innovación o irrespetuosos
con el medio ambiente; o con la ¡profunda! filosofía confuciana
sobre la destreza de los gatos para cazar ratones cualquiera que
fuese su color se bendijesen desde la competitividad vía precios y
salarios hasta la privatización en la gestión de servicios públicos
esenciales con el manido sofisma de que no importa quien preste el
servicio, si es un ente público o una empresa privada, lo importante
es que la ciudadanía lo reciba, para después asistir a la
degradación de la asistencia sanitaria pública y no obstante a su
encarecimiento, o al deterioro de la escuela pública por el
desequilibrio relativo pero creciente en favor de la enseñanza
concertada con instituciones religiosas y empresas privadas tras
elevar a la categoría de política educativa virtuosa lo que bien podía
haberse quedado en una necesidad coyuntural al carecer de la red
de centros públicos suficiente en el momento de su inicial
universalización.
Acompañado todo ello de políticas des-fiscalizadoras de las rentas
de capital para mayor carga tributaria de las del trabajo, han ido
socavando el papel redistribuidor del Estado y la desnaturalización
(no solo su reducción cuantitativa) del Estado de Bienestar.
Si llevar a los Consejos de Ministros estas ideas y políticas como
si fueran intercambiables entre la derecha y la izquierda condujo a
cederles las carteras ministeriales a la derecha en los gobiernos
nacionales, en el ámbito europeo renunciaron de entrada a
presentar un proyecto alternativo.
En este nuevo contexto ideológico y político surgido tras el
hundimiento de los regímenes comunistas de Europa del Este, la
derecha tomó la iniciativa en la reorientación del proyecto
comunitario. El
enfoque predominantemente mercantilista que
finalmente se impuso en el proceso de ampliación de la Unión
Europea quizás fue la compensación con la que se quiso resarcir a
Alemania de su costosísima reunificación. Aunque el tributo más
elevado y de mayor alcance estratégico fue el diseño de la propia
Unión Monetaria a imagen y semejanza de los intereses de las
economía centrales, especialmente de la alemana.
Las condiciones de convergencia monetaria consagradas en el
Tratado de Maastricht ( déficit público máximo del 3% del PIB,
deuda limitada al 60% y un Banco Central sin otra función que la
observancia de la inflación para que no sobrepase el 2% anual en la
zona euro) son las que cuadran con economías cuya renta potencial
es más elevada que su renta de equilibrio; es decir que satisfacen
su
demanda interna (contenida en los últimos 15 años) sin
tensiones inflacionistas y manteniéndose en su tasa natural de paro
(NAIRU) sin agotar ni mucho menos su potencial productivo; lo que
les induce a ser exportadores netos; producen más de lo que
consumen y logran abultados superávits en su balanzas por cuenta
corriente. Por el contrario, los países que tenemos estructuras
productivas más desequilibradas, donde la industria apenas aporta
un 14% al PIB nacional (en Alemania ronda el 28% )producimos
menos bienes y servicios de los que necesitamos para atender
nuestra demanda interna y tendemos a importarlos, con los
consiguientes déficits en nuestras balanzas de pagos, acentuadas
además por el diferente valor entre nuestras exportaciones de
menor valor añadido tecnológico y el de las importaciones,
generalmente más caras. En buena medida se puede afirmar que
con nuestros déficits exteriores mantenemos los superávits de los
países fuertemente industrializados.
Para que la nueva divisa europea hubiese sido de verdad el
corolario monetario de la economía real de todo el área, se habría
requerido una mayor articulación económica entre todas las
economías que la integran y para eso era imprescindible
comprometer objetivos de Unión Económica tan precisos como los
de convergencia monetaria e instrumentos para lograrlos; el
primordial entre estos habría sido un auténtico Presupuesto
comunitario tendente a superar los desequilibrios estructurales de
partida. Pero claro, eso comportaba asumir una perspectiva cierta
de reequilibrio también en las balanzas comerciales y que entre las
funciones del Banco Central Europeo estuviesen en primer término
coadyuvar al crecimiento, el empleo y la equidad interna en la zona
euro, como por otra parte tienen asignadas los Bancos Centrales
del resto del mundo. En coherencia con ese planteamiento de Unión
Económica y Monetaria, la Confederación Europea de Sindicatos
llegó a proponer que el Presupuesto comunitario equivaliese al 3%
del PIB regional, un estatuto del BCE más homologable con los de
la Reserva Federal de EE.UU. o los del Banco de Inglaterra o el del
Japón, así como incluir el empleo entre los objetivos de
convergencia ( en 1.997 la CES convocó una gran concentración
europea en Luxemburgo coincidiendo con una Cumbre del Consejo
Europeo, precisamente con esta propuesta para una política de
empleo compartida).
Pero con un Presupuesto que no alcanza el 1% del PIB (con
tendencia a la baja en las negociaciones en curso para el nuevo
período presupuestario 2.014-2.020) es materialmente imposible
impulsar las nuevas e imprescindibles políticas comunes que
deberían haberse acometido y que siguen sin trazarse, desde la
comercial hasta la socio-laboral, pasando por las tecnológicas y
energéticas, que a su vez serían el más sólido basamento del euro
y le reforzaría
para competir con el dólar en los mercados
mundiales como divisa reserva y de referencia.
El sucedáneo fueron los Fondos de Cohesión, presentados como
un gran logro por el entonces presidente del gobierno español
Felipe González pero que realmente representaba consagrar el
desequilibrio anteriormente descrito. Con el celebrado fondo han
podido construirse autovías y algunas otras infraestructuras o
equipamientos sociales que no han venido mal. Aunque, por
ejemplo, para la modernización de nuestras redes viarias o la
ferroviaria con las líneas
desajustada en
de AVE (excesiva y sobre todo
tiempo y lugares para aprovechar mejor
las
potencialidades de nuestro país), España ha seguido dependiendo
de bienes de equipo y tecnologías de los países centrales,
abundando en los déficits estructurales de nuestra economía. En
pocas palabras, la mayor parte de los fondos de cohesión han
terminado revirtiendo a la economía alemana por distintas vías, en
ganancias de cuota de mercado, saldos netos de su balanza
exterior y también en forma de empleos industriales, justamente los
que aquí más seguimos necesitando.
Aunque si hemos recibido la inestimable ayuda de la banca
alemana para cebar la burbuja inmobiliaria, determinante de la
abultada deuda privada contraída por entidades financieras
españolas y particulares que ha agravado la crisis en nuestro país y
generado un abultado déficit público, que lejos de ser causante de
aquélla
ha sido su consecuencia. Ahora la rígida negativa del
gobierno derechista de Ángela Merkel a cualquier forma de
mutualización de la deuda y a que el Banco Central Europeo pueda
comprarla para mitigar los ataques especulativos en ese mercado,
obedece fundamentalmente a los intereses de los principales
bancos alemanes que tienen en sus carteras deuda española,
griega o irlandesa, anteponiendo las garantías de cobro de hasta el
último euro, con la imposición de draconianos recortes, a la
superación de la crisis en los países más afectados.
Llegados a este punto, la primera condición para reagrupar al
“europeismo” es precisamente redefinir con la mayor claridad y
precisión los posibles ingredientes de la Europa que queremos y
sus objetivos. Por ejemplo ya no basta con repetir el catálogo de
los enunciados sin debatir ni concretar hasta el detalle cada uno de
ellos: “más Europa”, Unión Política, Unión fiscal, etc. son
aspiraciones que también proclama por ejemplo la señora Merkel
pero que traduce en la práctica en renacionalización de las magras
políticas europeas, en mayor subordinación del resto de países
miembro a los dictados de los países centrales, una política fiscal
restrictiva en gasto público, pero sin armonización de la fiscalidad
sobre el capital o supervisión presupuestaria ejecutiva sobre cada
país pero sin presupuesto común sustancial que co -decidir en su
confección ni en sus asignaciones. En definitiva, si “más Europa”
representa para la ciudadanía más sacrificios, menor justicia
distributiva y retrocesos democráticos y sociales, no ya en el
concierto europeo sino incluso en el seno de cada país y por
mandato de ajenos a la voluntad popular de cada uno de ellos, a
parte de indeseable a los ojos de cualquier persona sería suicida
corresponsabilizarse en tamaño fraude.
Por el contrario se pude y es deseable estimular la superación de
las llamadas soberanías nacionales no por la merma de la mayoría
de éstas para subordinarlas a un selectivo núcleo de ellas, sino por
comprometerse participar de una más grande y colectiva de
ciudadanos europeos reconocidos mutuamente como iguales en
derechos y con iguales cauces para ejercerlos de manera efectiva
en el espacio europeo; o si para que la Unión Política tenga
sustantividad se trenzan más políticas supranacionales que
compartir y sobre las que pueda gobernarse comunitariamente,
entre ellas la política fiscal en todos sus extremos, de ingresos y
gastos.
Seguramente la tarea más ardua no está en rearmar el discurso
europeísta sino en reconstruir el entramado político y social que lo
canalice con credibilidad y voluntad política de defenderlo en todo el
espacio europeo y no limitarse a su instrumentalización para las
respectivas batallas electorales domésticas. Porque otra paradoja
del panorama europeo es que mientras la izquierda se dice más
europeísta que nadie, tiene menos presencia y menos coherencia
supranacional que la derecha. La influencia del Partido Popular
europeo en los asuntos comunitarios, no solo desde tiempos
recientes tras haber ganado la mayoría de los gobiernos nacionales
y ostentarla en el Parlamento europeo sino que también lograron un
peso relativamente mayor a su implantación electoral cuando la
correlación de fuerzas estaba bastante más equilibrada, ha sido y
es hoy en día aún más visible que la del Partido Socialista Europeo
que no se caracteriza precisamente por haber logrado armonizar las
posiciones de los partidos socialistas nacionales no ya en las líneas
estratégicas para el futuro de la Unión, ni tan siquiera han
convenido una posición común frente a retos tan acuciantes como
la crisis de la deuda en la eurozona. Y para colmo de esa imagen
incongruente quedará el chusco ejemplo dado por el presidente
Rodríguez Zapatero cuando en plena campaña de las últimas
elecciones para el parlamento europeo se descolgó por su cuenta y
riesgo anunciando que los socialistas españoles votarían a Durao
Barroso para que continuara presidiendo la Comisión. Todo un
desaire para de los socialistas europeos unidos en torno a la
candidatura de un socialista danés y un desconcertante mensaje a
los electores españoles que le respondieron con la más elevada
abstención registrada en una elecciones europeas y una clara
derrota a favor del PP.
Y sin embargo ese, el ámbito europeo es el principal terreno donde
se juegan al unísono los futuros de cada nación y del conjunto de
Europa. La derecha lo ha entendido tan bien que su empeño por
limitar al mínimo los estados nacionales es coherente con su
raquítico proyecto europeo, ya que en ambos estadios quieren que
sea el mercado quien asigne recursos y coloque a cada cual en el
lugar que su fortaleza económica le permita estar, porque para ella
la desigualdad no es más que un efecto colateral de una economía
eficiente. Por el contrario, quienes creemos que la equidad es
condición necesaria de la eficiencia y que es el equilibrio entre
democracia y mercado la base del progreso más sostenible y de la
convivencia social más estable, estamos emplazados a construir
ese nuevo equilibrio en el ámbito en el que ya, desde hace bastante
tiempo viene operando el mercado mientras la democracia ha ido
replegándose. Para ello será necesario recuperar la coherencia de
la izquierda con aquél viejo método de análisis que partiendo de lo
general cristalizaba en lo particular y que su arrinconamiento en
aras de un rampante pragmatismo para disputar alternancias
locales ha llevado a la izquierda a no estar siendo alternativa ni a
que se le espere para alternarse con la derecha en un plazo de
tiempo previsible.
Pero las responsabilidades tanto en lo sucedido hasta ahora como
y sobre todo en la reorganización de una correlación de fuerzas
más favorable para impulsar los cambios a los que nos convoca el
Foro de Debate Económico no se agotan en la socialdemocracia
europea. Esta es esencial e ineludible en todo proyecto de futuro
pero no puede liderarlo dados sus antecedentes. Los movimientos
sociales cada vez más diversos y pujantes son al mismo tiempo la
expresión
del
fiasco
de
los
partidos
y
organizaciones
convencionales de la izquierda y de la necesidad de su renovación
para revitalizar la democracia, ya que las inquietudes y anhelos que
les motivan sólo pueden ir realizándose en el acompasamiento
entre democracia representativa y democracia participativa, de cuya
escisión no ha surgido a lo largo de la historia más que
autoritarismo o populismo, que acaban coincidiendo en tener como
enemigo a batir la democracia misma.
Tal vez tenga el movimiento sindical europeo que jugar un papel
catalizador en la necesaria confluencia entre política y sociedad
para promover los cambios. Aunque aquejado también de influjos
nacionalistas que fragilizan su cohesión interna y su capacidad para
vertebrar la solidaridad entre los trabajadores europeos, no deja de
ser la fuerza más implantada, representativa
defensa del proyecto europeo.
y coherente en la
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