Vigilia Pascual - Diócesis de Canelones

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Homilía de la Vigilia Pascual del 23 de abril de 2011 (Iglesia Catedral de Canelones).
Los cristianos de Oriente, suelen saludarse en este día con una profesión de fe.
Uno dice: ¡Cristo resucitó! El otro contesta: ¡En verdad resucitó!
Pero hoy me gusta que el Obispo y la Iglesia nos saludemos con la afirmación de
la realidad de la que vivimos:
¡Cristo resucitó! - ¡En verdad resucitó!
La fe cristiana es acerca de la realidad: Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El Hijo enviado al mundo, que padeció y fue sepultado, que resucitó, y está glorificado
en los cielos, que envía el Espíritu Santo, y obra en su Iglesia.
En esta gozosa celebración de la realidad de Cristo, que vive y reina, está toda la
luz de que ilumina nuestra existencia.
A la luz de Cristo, de este cirio pascual, brevemente quisiera invitarlos a
contemplar a la Santa Iglesia, el pueblo que en la pascua nació.
Los Santos Padres gustaban proclamar que la Iglesia existe desde siempre,
porque está en el plan primero del Padre: la encarnación de su Hijo y la unión de la
Iglesia con él. Por eso la Iglesia fue creada antes de la creación del mundo, en el seno de
Dios.
Pero, a su vez, Dios la fue realizando, llevando a cabo. Cuando el Padre por su
Hijo, que es su Palabra e Imagen, y con la acción del Espíritu Santo, creaba al hombre y
a la mujer, ya iba preparando el cuerpo del nuevo Adán, Jesucristo, y de la nueva Eva,
la Iglesia, Aquella primera unión nupcial, iba en camino de las bodas eternas de Cristo
con la Iglesia, porque el anuncio “serán los dos una sola carne”, como lo enseña San
Pablo, era un misterio grande referido a Cristo y a la Iglesia.
Cuando, salvó a la humanidad con Noé en el arca, prefiguraba a nuestro Noé,
Jesús, y al arca de la Iglesia, en la que nos salvamos en el mar proceloso de este mundo,
así como aquellas aguas de muerte y vida, anunciaban el santo bautismo.
Con Abraham, comenzaba Dios su pueblo, Israel, el pueblo de las promesa, de la
alianza, con el que condujo la Historia de la Salud. Abraham le prometió que sería padre
de todos los pueblos, lo que se realiza cuando por la fe en su descendiente Jesús, todos
los pueblos llegaron a formar el pueblo santo de Dios. En aquella entrega plena de su fe,
que escuchamos en el sacrificio de Abraham, se prefiguraba el sacrificio perfecto en que
Dios Padre sí entregaría al Hijo Unigénito, en el haber recobrado Abraham a Isaac vivo
se anunciaba la resurrección. El sacrificio pascual del Cordero inmaculado, Jesucristo,
realizó la salvación de todos los pueblos, que por la fe son congregados en una única
Iglesia.
La primera pascua, en que Israel fue salvado del exterminio de su primogénitos
por la sangre del cordero – como nos fue proclamado el Jueves – y el pasaje por el mar
Rojo, por virtud de Dios, fue figura del bautismo de Cristo que nos salva, para que
pasemos de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de la tierra al cielo. Así, el
pueblo que se reunió en asamblea al pie del Sinaí para celebrar la alianza, y que
entonces fue llamado Iglesia, fue comienzo y figura de la Iglesia de Cristo.
Por los profetas fue llevando el Señor a su pueblo elegido, para que mantuviera
la esperanza y prefigurara y preparara el cuerpo de la Esposa que le daría a su Hijo. Aún
en sus infidelidades, se manifestaba más la fidelidad de Dios y la decisión de una
alianza mejor, más fuerte, nueva y eterna, ya no escrita en la piedra sino en los
corazones, la misma presencia del Espíritu Santo.
Cristo, nacido de María Virgen, Hijo Eterno enviado del Padre, por obra del
Espíritu Santo, vino a reunir a las ovejas perdidas de la casa de Israel, para congregar a
los Hijos de Dios dispersos, para formar con judíos y gentiles el nuevo pueblo de Dios.
Reunió Jesús a sus doce apóstoles, parar que fueran el fundamento del nuevo
pueblo de Dios, los santificó con su Palabra, los consagró con el Espíritu, los hizo
testigos de su muerte y de su resurrección, y los envió a proclamar al mundo entero el
Evangelio de la gracia de Dios, a enseñar, a congregar a los pueblo, que salvados por la
fe y santificados por el bautismo se vuelven Iglesia del Dios vivo.
Así, esta noche santa de la pascua, en que se inmola el verdadero Cordero, en
que el Ungido con el Espíritu, Jesucristo, surge victorioso del abismo, en que la muerte
ha sido vencida, y la vida restaurada y el Espíritu derramado, es la noche en que la
Iglesia celebra los mismos sacramentos con que ella da la vida, y con que ella misma
tiene vida: el bautismo, que nos une a la muerte y resurrección de Cristo, y en el que
recibimos el Espíritu de la adopción filial, la unción con el crisma para ser consagrados
y recibir el sello del don del Espíritu Santo.
Por eso, todos nosotros vamos a renovar las promesas de la alianza bautismal,
queriendo morir con Cristo al pecado, a todo lo que es muerte, para vivir la vida nueva
que Cristo nos ha dado en su Iglesia y haciéndonos su Iglesia.
En esta Pascua del Año Jubilar de oro de nuestra Iglesia de Canelones, estamos
especialmente llamados a renovar la fe en la Iglesia, que brota de la pascua de Jesús, de
su sacrificio pascual, del agua de vida prometida, de la sangre derramada, del Evangelio
proclamado.
Estamos particularmente convocados para agradecer el don de la Iglesia de
Cristo, en la que recibimos la vida y la salvación.
Se nos invita a profundizar en la gracia de la que somos partícipes y, de modo
muy urgente, se nos envía a proclamar, a ser misioneros, evangelizadores, que lleven la
palabra de Cristo y la voz de la Iglesia a todos los rincones de la diócesis.
La Eucaristía que el Señor instituyó en la noche de la entrega, que consumó en el
árbol de la cruz, quedó establecida en la resurrección del Señor y su glorificación en los
cielos, y el envío del Espíritu Santo. Por eso, si toda misa es Pascua de Cristo y de la
Iglesia, gustemos hoy y aquí más que nunca el valor del sacrificio de Cristo, la realidad
de su presencia de glorificado entre nosotros, la inmensidad del don de la Iglesia
congregada para ser una carne y un espíritu con Jesucristo.
Dejémonos llenar de la fe, la esperanza, la caridad que el Espíritu Santo pone en
nuestros corazones, para que los dilate de tal forma, que no quepa en nosotros la alegría
y salgamos por todas partes a proclamar que Jesús resucitó, que vive y reina, para que
toda rodilla se doble y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios
Padre, por los siglos de los siglos. Amén.
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