EL MITO, LA FÁBULA Y SUS IMPLICACIONES FILOSOFICOCULTURALES por Pablo García En las líneas siguientes abordaremos los conceptos de mito y fábula mitológica para establecer propuestas de definición de los mismos y, a partir de éstas, analizar cuáles son las formas en que Francisco de Aldana y Juan de Tassis, conde de Villamediana, utilizan y recrean literariamente el mito de Faetón en sus poemas sobre el hijo del Sol. Para conformar estas definiciones haremos uso de las teorías que sobre el mito han realizado Hans-Georg Gadamer (Mito y razón, 1997), Mircea Eliade (Aspectos sobre el mito, 2000) y Roger Caillois (El mito y el hombre, 1939), así como de los estudios que han llevado a cabo Richard Buxton (El imaginario griego, 2000), José María de Cossío (Fábulas mitológicas en España, 1952) y Carlos García Gual (Mitos, viajes, héroes, 1996). Asimismo, y a la par de lo anterior, se estudiarán temáticas y categorizaciones de los mitos, con un enfoque particular hacia los griegos, y relacionándolas específicamente con el mito objeto de estudio. Dados los múltiples y diversos estudios que sobre mitos, mitología o el mito como concepto se han realizado en los últimos tres siglos, y de manera explosiva en el siglo XX, es sumamente complicado encontrar una definición de mito que pueda ser utilizada en el análisis de las diversas mitologías, ya que es seguro que siempre existirá un aspecto que no encaje o no abarque todo el espectro mitológico de la cultura estudiada. Por lo mismo, concordamos en principio con las palabras de G. S. Kirk respecto a que “No hay ninguna definición del mito, ninguna forma platónica del mito que se ajuste a todos los casos reales. Los mitos difieren enormemente por su morfología y función social” (en García Gual, 1996: 12). Sin embargo, creemos que nuestra búsqueda de una definición del concepto es factible por sus características particulares: a) se ubicará en sus aspectos generales dentro del contexto griego clásico, y b) su utilización será en un estudio literario. Mircea Eliade (2000) propone las siguientes características, que, por amplias, considera presentes en cualquier clase de mito: “el mito cuenta una historia sagrada” sucedida en “el tiempo fabuloso de los ‘comienzos’”, donde una realidad es creada “gracias a las hazañas de los seres sobrenaturales” (16 y 17). Para Eliade, la realidad del mundo está implícita indiscutiblemente en cualquier mito, aunque hable de tiempos no constatables, pues lo creado en él tiene existencia en el presente del oyente/lector del mismo. Es historia, ya que habla de hechos concretos. Y es verdadera puesto que es sagrada y lo relacionado con los orígenes divinos no puede ser falso (17). Es decir que para el creyente en determinado mito, éste implica verdad por el hecho de contar la historia de los seres sobrenaturales; el mismo elemento (la divinidad) que hace que para el no creyente un mito sea tal, en el creyente provoca que un mito no sea eso, sino verdad irrefutable. Como acontecimiento incuestionable, dice Eliade, lo narrado en el mito permite al hombre el conocimiento sobre su ser actual, “sobre todos los acontecimientos primordiales a consecuencia de los cuales el hombre ha llegado a ser lo que es hoy” (21). El mito concierne al hombre de forma directa. Este conocimiento que el mito otorga, en un primer momento, como Eliade comenta, proveerá al hombre de “un poder mágico” sobre los objetos o seres que el mito toca (24). Obviamente Eliade habla aquí de las etapas tempranas del desarrollo mitológico de los pueblos, pues sabemos que después los mitos adquieren, desarrollan o reciben otras funciones, que trataremos más adelante. En cuanto al contenido de las mitologías, en general todas parten de una cosmogonía, es decir, la creación del cosmos frente al caos primigenio. (En el caso de los mitos de Grecia después recuperados por Roma, es ocioso recordar que las dos grandes cosmogonías se encuentran en la Teogonía de Hesíodo y las Metamorfosis de Ovidio, que ordenan desde el origen [como el cosmos] los mitos dispersos y fragmentados en las otras obras literarias.) Eliade propone que todo mito donde algo es creado (Dafne convertida en laurel, las Helíades transformadas en álamos), inserto en su mitología, es una réplica de la cosmogonía correspondiente: “Al ser la creación del mundo la creación por excelencia, la cosmogonía pasa a ser el modelo ejemplar para toda especie de creación” (29). Esto implica un retorno perpetuo a los orígenes (un eterno retorno, diría Eliade), de ahí que la labor de Ovidio al reunir múltiples historias mitológicas en una gran narración mítica tenga un sentido lógico: los mitos no son independientes sino religados por definición. Carlos García Gual (1996) concuerda con Eliade al afirmar que “los elementos del código mítico se definen por la relación de unos con otros […] las prerrogativas míticas de tal o cual persona están definidas por su enfrentamiento con las de otros […] de algún modo previamente están en la formación del mismo corpus mítico” (28). Por eso la importancia de las Metamorfosis como tejido que encuentra, identifica o inventa los hilos que comunican las verdades míticas. Diríase que Ovidio sufre la transformación de hombre a Aracne poética. “Así se explicaría que un tema mítico no sea nunca del monopolio exclusivo de un héroe, resultando, por el contrario, las relaciones de unos y otros perfectamente intercambiables”, afirma Roger Caillois (1939: 28) al identificar una línea sincrónica y otra diacrónica en las distintas mitologías, donde la narración posterior no sería comprendida del todo sin los elementos que previamente dan los mitos hermanos. (Esto da lógica a los versos 33 al 208 de la “Fábula de Faetón” del conde de Villamediana (2001), que en una primera lectura podrían parecer innecesarios por salirse de la línea temática del ascenso y caída del Helíada, siendo al contrario: Villamediana sigue el modelo ovidiano en estricto orden [hablando consecutivamente de Siringa, Pan, Mercurio, Argos, Juno e Ío] para desembocar en Epafo ―hijo de la otrora vaca―, contrincante de Faetón y quien desencadena la carrera suicida (207-213).) Esta concatenación mitológica es llamada por Caillois (1939) dialéctica de interferencia, es decir, el hecho de que una situación mítica siempre encubre de forma parcial una o varias más (36): si el pavorreal presume sus colores es porque Juno adornó su cola con los ojos de Argos, muerto por Mercurio para salvar a Ío por orden de Zeus, compadecido éste de que su esposa la convirtiera en res. Para lograr la hazaña de matar al de cien ojos que nunca dormían, Mercurio utilizó una siringa, instrumento que era… etcétera. Así, y recordando lo que Eliade menciona sobre que toda creación mítica tiene como modelo la creación primera, la del universo, la obra de Ovidio es una red de creaciones recreaciones de la Creación, réplicas de esa creación primera, cuya estructura se multiplica en fuente inagotable. Sin embargo, no hay que dejar de lado que, aunque unido a otras narraciones, un mito presenta una historia particular que, a pesar de formar parte de la trama cosmológica, tiene un sentido propio. Y ese sentido se lo dan, por un lado, el protagonista de la historia y el tema, por otra parte. Caillois (1939) divide en dos tipos de estructuras los mitos: la mitología de las situaciones, que es “la proyección de conflictos psicológicos” (28) (postura obviamente influida por el psicoanálisis y la teoría de los complejos), y la mitología de los héroes (lucha del individuo ante la adversidad “que colorea de grandeza su alma humillada” (29). El mito de Faetón es ejemplo de la primera estructura: comparte una temática general con otros relatos mitológicos. (Ejemplo de la segunda sería Jasón, héroe triunfante que no logra la dicha final [cfr. García Gual, 1996: 111-170].) Según Richard Buxton (2000), el hijo de Apolo no sólo es correspondiente a Ícaro, personaje con un parecido a Faetón fácilmente visible por volar hacia una altura que no le corresponde, sin escuchar los ruegos de su padre (que los situaría en la categoría de mito sobre la fatalidad provocada por la juventud inexperta), sino que además está relacionado con Hemón, el hijo de Creonte que se rebela contra su padre por el amor de Antígona, y hasta con Edipo, que asesina a Layo por haberlo desafiado. Para Buxton, todos corresponden al mito de fatalidad por desafiar la autoridad ―en todos estos casos, del padre― (137-138). (Otros autores contemporáneos, como las psicólogas Liz Greene y Juliet Sharman-Burke (2000), han visto a Faetón como el mito del joven que busca su lugar en el mundo, postura que difiere de la tradicional, propuesta incluso por críticos literarios, sobre Faetón como el príncipe incompetente pero arrogante, a quien hay que detener [con el rayo de Zeus] antes de que cause la ruina del reino. Creemos que nuestro análisis encontrará un sentido muy similar a este último en la fábula de Villamediana, no así en la de Francisco de Aldana.) En cuanto a la figura de Faetón, seguiremos la definición que Caillois (1939) da de los héroes míticos, por considerarla más convincente que la propuesta por algunos autores, que ven a Faetón como un antihéroe, concepción que creemos no corresponde al contexto de creación de las fábulas que estudiamos, el Siglo de Oro español. Dice Caillois que un héroe “es por antonomasia el que encuentra a éstas [las situaciones a las que se enfrenta] una solución, una salida, triunfante o desdichada” (30). Como, por ejemplo, Paris, Faetón reta a sus capacidades y se precipita, convirtiendo su vida en tragedia. Siguiendo de nuevo a Caillois (29), consideramos que Faetón representa también la figura que rompe el tabú de tomar el lugar vedado de la autoridad. Caillois opina que la grandeza es la finalidad (lograda o no) del mito (31, nota), y se corresponde con el papel principal que para el pueblo griego tenía “la noción de logro” (175). Sin embargo, el mito de Faetón está dentro del terreno de los mitos humillantes, donde el héroe es derrumbado no por otro más que por el sino que no supo aceptar (38 y 39). La plenitud feliz es lograda, según Eliade (2000), por la cosmificación del obrar del hombre, es decir, del bien hacer, del ordenar. Y todo lo que participa del cosmos es sagrado, como el cosmos lo es (38). La falta de Faetón, pues, sería el equivalente en el cristianismo a un pecado contra el Espíritu Santo: una ofensa suprema. Su aventura desdichada precipita no sólo el carro solar, sino a la tierra misma de regreso al caos; y es Zeus quien, como en los primeros tiempos, permite el orden con el ataque certero de su arma. Al hacer un recorrido por diversas tradiciones míticas, Eliade encuentra el acceso a la luz como la entrada al “mundo del entendimiento” (30, nota). Mas en el caso del hijo de Apolo la luz, sagrada y vedada, termina consumiéndolo. ¿Qué es el requerimiento indispensable para que la luz nos abra las puertas? La iniciación, una enseñanza previa que los mitólogos señalaron desde hace décadas como requisito para la revelación de los misterios. La inexperiencia de Faetón es entonces debida a esa omisión de la enseñanza. La caída de Faetón presenta tres características señaladas por Eliade en su estudio de los mitos: a) es un mito de cataclismo cósmico (55). No es únicamente un individuo (como Teseo) ni una familia (como la de Níobe) la que está en peligro, es el cosmos frente al retorno del caos; b) existe una evasión del ciclo cósmico de destrucción y renacimiento (61). La Tierra ruega a Zeus que impida su total abrasamiento, y un coro de dioses se presenta ante el rey del Olimpo para pedirle que los salve; c) el tipo de catástrofe es una conflagratio (63), es decir, la destrucción por fuego, característica de los mitos pertenecientes al verano, quizá desastres más trágicos que los diluvium del invierno por darse en tiempos de la felicidad de Démeter. (Al respecto, consideramos de interés la reflexión de Eliade sobre las artes del siglo XX como semejantes a un cataclismo mitológico, donde son los artistas quienes, en su ascenso, causan “una verdadera destrucción del universo artístico establecido. […] Más que una destrucción, es una regresión al Caos” (69), provocada por la destrucción del lenguaje del arte en el afán de apropiarse de él. Tal vez la figura de Faetón empataría con este afán artístico si se deja de lado la imagen de joven caprichoso y se lo toma como alguien ansioso de alcanzar la cima [del cielo, del arte].) Todas las categorizaciones anteriores permiten ver que los mitos en general presentan líneas temáticas que los unen sin que pierdan por eso su valor independiente. Cada una de las casillas, por llamarlas de algún modo, en que los teóricos separan a los mitos descubren no aspectos parciales de los mismos, sino su potencia abarcadora, que da a entender la polisemia y la polifonía de las historias. De ahí que los mitos puedan permanecer en funcionamiento durante generaciones, ya que no sólo transmiten el pasado primordial de los pueblos, sino que reflejan el espíritu de las generaciones que los adaptan y recrean. Hemos dicho casi desde el principio que todo mito narra, es decir que cuenta sucesos. García Gual (1996) considera el hecho de que todo mito sea una secuencia narrativa como el punto de partida para definir esta clase de relato (13). Si aquí hemos dejado pendiente hasta ahora esta característica es precisamente debido a su importancia y a que esto une a la mitología con el arte, en específico con la literatura, que por ser nuestro objeto de estudio merece una atención más precisa. Hans-Georg Gadamer (1997) diferencia al mythos del logos por ser aquél otra clase de discurso, diferente de éste. Mientras el logos es un discurso que explica y demuestra, el mito muestra, sin que quede explícito en muchos casos qué es aquello que quiere mostrarnos (25). (Dejamos aquí un primer apunte sobre el concepto de fábula: entendida como relato moralizante, la fábula muestra diversas situaciones de forma literaria, pero conlleva un mensaje ejemplar, por lo cual tiene también que explicar sus intenciones. No es la definición que seguiremos.) El mito es “todo aquello que sólo puede ser narrado” (25), y una narración, así no tenga fines artísticos, no equivale a una prueba en ningún caso: lo que se cuenta puede tratar de convencer, pero su dicho no es garantía (26). El mito, pues, queda en el papel de la fe o el gozo. García Gual (1996) propone otra distinción más: historia versus mito. El mito, aunque pase como historia (en el sentido de trama) verdadera, según lo define Eliade (2000), no tiene una premura por legitimar su valía (exceptuando, claro está, cuando es usado por una élite para ejercer control, pero no por sí mismo). La historia requiere legitimación. Por eso mismo García Gual (1996) señala que la historia necesita de testigos (personas, documentos, cosas), por lo cual pertenece a la vista: si alguien lo vio, es historia (22). Por su parte, el mito está imposibilitado para presentar testigos: sus tiempos son ahistóricos. Y su primer transporte es oral. En eso estriba la diferencia profunda entre uno y otro: la historia es vista, el mito es escuchado. Eliade (2000) hace un énfasis más profundo entre una y otro, porque si la historia nunca puede ser nuestra contemporánea, el mito, al sernos ofrecido de nuevo, cada vez, se recupera (27). Tanto en sentido religioso como artístico, el mito se vive. En el mismo sentido, Gadamer (1997) define al mito como no documental, puesto que la apertura a los cambios es característica intrínseca de la narración; nadie puede apropiársela del todo, pues quien la oyere o la leyere podrá participar de la autoría (27). Esto, bien se sabe, fue la constante en la poesía primera, y las reelaboraciones que provocó dejaron una huella tanto indeleble como indetectable, o al menos no del todo identificable. García Gual (1996) asegura que si un mito pervive es gracias a la literatura (19), ya que ésta es la que a fin de cuentas le da un lugar, consagrándolo. La lógica parece ser ésta: si un mito entra en terrenos literarios, podrá ser renovado, despreciado, trastocado, pero no caerá en el olvido. Para Gadamer (1997), el mito hecho arte por medio de la literatura se convierte en fábula, que es entendida por este teórico como una verdad recuperada o inventada que sólo se propone ser creíble (26). Cuando la fábula puede descifrarse, pierde su condición misma de fábula y pasa del lado del logos, que Gadamer equipara al mundo de los números, cuya lógica es aplastante e irrefutable (26 y 27). De esta forma, deducimos que una condición de la fábula es el enigma, pues si los números clarifican, lo que necesariamente la separa de ellos es lo oculto. Esta misma definición de la fábula como narración enigmática está cercana a lo que Claude Lévi-Strauss (en García Gual, 1996) dice sobre el mito: éste no ofrece soluciones, su virtud es expresar los problemas (30). La fábula no es, desde luego, la ficción, la invención o la mentira que la acepción general nos dice. Nace entonces de los mitos y a través de la literatura los recupera y los transforma. Por otra parte, se enfoca, no a los orígenes del universo, sino a los sucesos de los dioses o los seres. Por eso las fábulas que encontramos están, dentro del tiempo mítico, más cercanas a los hombres que a los dioses primigenios. Apolo es personaje de fábulas, pero no Cronos, y si Gea aparece en las fábulas de Aldana y Villamediana es más como alegoría que como personaje mismo; su ser es fantasmal en esos versos. El mito, según Gadamer (1997) da cabida al oyente o lector en su propia modificación; el narrador está al pendiente de lo que su público desea escuchar (34). Esto sucede por supuesto una vez que los mitos han sido desacralizados y se acercan a la literatura, es decir, cuando la fábula emerge. Mas podemos hablar todavía de que una fábula mitológica permite la legibilidad del mundo, no en el sentido primero, cuando los mitos se relacionaban con hechos naturales, sino en el sentido de que, ya literatura, las nuevas interpretaciones que se le dan a la materia mitológica hacen el mundo comprensible, identificable. Por ejemplo, Faetón como crítica a los gobernantes inexpertos o el rey Arturo como protector de los tesoros cristianos. Estos cambios de sentido se dan cuando son objetos de literatura. Este fluir de la materia mitológica convertida en fábula, accesible a modificaciones y nuevas lecturas, se produce según Gadamer (1997) porque “en todo narrar domina una especie de libertad que en el fondo contradice la fijación” (103). Por esta razón, Gadamer menciona que Homero pudo utilizar el quiebre al cantar los sucesos en torno a Troya (105); iniciar in media res es sólo posible en literatura, pues ¿cómo podría darse en alguna otra arte? A pesar de esto, Gadamer acepta que “Las narraciones […] tienen que transmitir a los oyentes o lectores algo con un significado permanente” (105-106). Si observamos los poemas de Aldana y Villamediana encontraremos que la permanencia y el cambio son sus constantes respecto a la fuente latina de Ovidio y respecto a la comparación entre ellos mismos. La fábula no pierde su esencia de siglos y al mismo tiempo no es una fábula sino dos, porque nos dicen otras cosas a partir del mismo punto de partida, por lo cual Gadamer afirma que “Es como si la poesía tuviese siempre nuevas respuestas y suscitara siempre nuevas preguntas” (108). Después de este repaso a las posturas y propuestas de los estudiosos analizados, podemos formular las siguientes definiciones para la investigación que nos ocupa: a) el mito es una narración de hechos sobrenaturales llevados a cabo en épocas fuera del transcurrir histórico, que tienen efecto en el modo de percibir el universo y las culturas humanas; b) estos mitos han perdido con el paso de los siglos su vigencia religiosa y de instrumento de control, pasando al acervo de temáticas y motivos artísticos; c) convertidos en literatura, los mitos pueden presentarse en forma de fábulas, recreaciones del mito obviamente narrativas que, haciendo uso de los recursos retóricos, pueden o no tener un fin manifiesto aparte del estético, y que conservan el sentido principal del mito, pero que agregan en general nuevos sentidos y quizá estructuras del mito, convirtiéndose así en forjadoras del mismo, que no termina nunca de fijarse. (Para esta definición hicimos uso de las observaciones de José María de Cossío (1952: 1-5) sobre la fábula mitológica española como un género cuyo objetivo principal era el logro estético.) Bibliografía Aldana, Francisco de (1990). Poesías castellanas completas. Edición de José Lara Garrido. México: Red Iberoamericana de Editores (Letras Hispánicas 223). Buxton, Richard (2000). El imaginario griego. Los contextos de la mitología. Traducción de César Palma. Madrid: Cambridge University Press (Religiones y Mitos). Caillois, Roger (1939). El mito y el hombre. Traducción de Ricardo Baeza. Buenos Aires: Sur. Cossío, José María de (1952). Fábulas mitológicas en España. Madrid: EspasaCalpe. Eliade, Mircea (2000). Aspectos del mito. Traducción de Luis Gil Fernández. Barcelona: Paidós (Orientalia 69). Gadamer, Hans-Georg (1997). Mito y razón. Prólogo de Joan-Carles Mélich. Traducción de José Francisco Zúñiga García. Barcelona: Paidós (Studio 126). García Gual, Carlos (1996). Mitos, viajes, héroes. Madrid: Taurus (Bolsillo 46). Greene, Liz, y Juliet Sharman-Burke (2000). El viaje mítico. Traducción de Mario Lamberti. Madrid: EDAF (Psicología 23). Villamediana, Conde de (2001). Obras. Edición, introducción y notas de Juan Manuel Rozas. Madrid: Castalia (Biblioteca Clásica Castalia 66).