“Tiempo de revancha” es una obra maestra del “viejo” cine argentino. Cumbre de la tradición narrativa cinematográfica local, una manera de contar historias que está en vías de extinción. Un antídoto contra los “tiempos muertos”, los diálogos impostados, vagabundeos infructuosos y estéticas estériles. TIEMPO DE REVANCHA, de Adolfo Aristarain. -Algún día te van a provocar y vas a decir lo que no se puede decir y ese día te borran. Sin lugar a dudas este film de Aristarain es el más brillante de su carrera, el mejor de los realizados bajo la férrea censura de la dictadura militar y una obra maestra absoluta del cine argentino. La “nueva crítica” de cine tiende a sobrevalorar el actual estado del cine argentino, atascado en un aletargado estado de vagabundeo, y a olvidar que el cine, ante todo, y para vivenciarlo como tal, debe ser esencialmente narrativo. “Tiempo de revancha” es un dechado de forma y contenido, narración policial ubicada en un estado policial (la historia se vuelve símbolo, como el “1984” de Orwell). La cinefilia es encauzada en los entresijos de la fábula (un personaje se llama La Cava, como el director de “Soy un fugitivo”, otro se considera “el revolver más rápido del oeste”) y los diálogos tienen una naturalidad pasmosa, prácticamente inédita en el cine de la época. Los personajes están delineados (como debe ser en el cine) por sus acciones y sus gestos. Tanto Torres como Basile son los peleles que necesita la Tulsaco para sus fines, que se postran con pleitesía ante el retrato de Don Guido (que preside la oficina como si del “Gran hermano” se tratara), que no cuestionan ninguna orden (la colocación excesiva e irresponsable de dinamita) y aplican a rajatabla la obediencia debida. Torres dice a Bengoa: Usted hace seis…cinco años que no trabaja en una cantera. El comentario cabe tanto para el personaje como para Federico Luppi, que se encontraba en lista negra y hacía la misma cantidad de años que no trabajaba. Sigue diciendo: -Según el informe usted no es gremialista. No tuvo actividad política. Bengoa responde lo que el poder quiere oir: -No me gusta perder el tiempo. La política para los políticos. Lo único que me interesa es que me paguen. El padre de Pedro Bengoa es presentado como un anarquista (le grita gilipollas fascista a su amigo), presumimos que es exiliado de la dictadura de Franco. Es anacrónico, un nostálgico fuera de tiempo, y eso es mostrado en el oficio que ejerce y el lugar que habita: es encuadernador en una pieza de mala muerte, rodeado de libros. Y tiene rotundos principios. Cuando su hijo “arruga” lo increpa: -Vení, mirate, ¿Te podés mirar al espejo? Es una suerte que tu madre esté muerta, no le hubiera gustado saber que su hijo es un cagón. La llegada de Pedro y Amanda al sur es un prodigio de puesta en escena, la transparencia y apariencia de naturalidad esconde un férreo dominio de los mecanismos cinematográficos. La pareja espera. Basile llega en el jeep conducido por el Golo, baja y les ofrece la mano y ordena al indio (sin presentarlo) que lleve las valijas. Ni lo mira, y en lo despectivo de su actitud percibimos sus aires de superioridad y su desprecio hacia el otro, chofer y criado. Basile no encuentra en él entidad de persona. Bengoa no presta demasiada atención a Basile y tiende su mano al Golo, y con ese acto lo ubica en un sitio de respeto e igualdad. Luego, ayuda a llevar las valijas, bajo la resistencia de Basile (-El Golo está para eso). Golo, Bengoa y Amalia se acomodan en el auto, queda una valija en el suelo que, tácitamente, Basile es obligado a acarrear. Lo hace con esfuerzo y torpeza, demostrando de qué está hecho. Es imperativo, pero no infunde respeto, no genera atención y como hombre presenta una incipiente flojera. Los ricos y sutiles detalles de dirección de esta secuencia, ubicados con contingencia y sin estridencias, son la base de las relaciones que desarrollarán los personajes en el devenir del relato. El análisis de esta breve escena puede extrapolarse hacia cualquier otra, tal es la riqueza de la puesta de Aristarain. Sus personajes son personas y sus actitudes y gestos los definen. Di Toro es un amigo de fierro y, a pesar del amoroso recuerdo que conserva de su mujer, se lo intuye misógino (-De esto a Amanda, nada. Vos sabés como son las mujeres, siempre traen problemas). Posee integridad y valor, pero un achique final es el que lo lleva a la perdición. Como en todo relato épico la hombría sin fisuras es indispensable para el éxito. Larsen parece no tener escrúpulos, pero en ciertas grietas de su carácter (la repartija de la indemnización) percibimos resabios de integridad. El abogado de Don Guido es un pragmático (como casi todo abogado), no le importan los chanchullos de su jefe, solo le interesa cumplir bien su función. El Golo es un personaje excepcional. Es el que todo lo ve y todo lo sabe, siempre está presente en un plano secundario, sin intervenir casi nunca en las acciones. Pero, cuando lo hace, su participación es crucial, como el encuentro de Bengoa tras la explosión y su testimonio en el juicio. Amanda y su hija son meras comparsas en esta historia de hombres. La acción es masculina, como en “La parte del león” y “Últimos días de la víctima”. La misoginia de Di Toro es reflejo de la de Aristarain, la frase “las mujeres siempre traen problemas” figuraba en todos los films de la primera época, incluso es citada en algún capítulo de la serie “Pepe Carvalho”, dirigida por este autor. Pedro Bengoa, el protagonista de este film, puede considerarse como un reflejo del hombre común de la época. Su convulsión interior es metaforizada, a medida que avanza el film, con las estridentes explosiones de la cantera. La música, inquietante, acompaña los estados anímicos. El film es de 1981, estamos en un tiempo donde “no se puede hablar” y Bengoa lleva esa coerción hasta sus últimas consecuencias: queda mudo. Y enmudeciendo es como vence al sistema que lo oprime. Lo aniquila con sus propias armas. El corte de manga que hace a Don Guido desafiándolo al juicio, es una imagen-resumen perfecta. El relato está pautado con una serie de simetrías que son ejemplares. Pedro Bengoa, cuando recobra su integridad y su postergada actitud combativa, toma el oficio de su padre anarquista, se transforma en él. Di Toro demuestra su coraje quemándose el brazo con un cigarrillo (-¿Hablé yo, dije algo? ¡Yo soy mudo!). Bengoa intenta emular esa acción varias veces, sin lograrlo. Cuando alcanza el valor necesario para enfrentar la Tulsaco, logra imitar la acción de su amigo, ante los ojos atónitos de Amanda. El Golo dice a Bengoa: -Los indios la pasaron mal…los que no están en la reservación hacen canastos como los locos… ¡Yo no soy indio, soy el Golo! Cuando ayuda a inclinar el juicio a favor de Pedro, tergiversando levemente la verdad, termina, ante el juez, aceptando su condición: ¡Será porque soy indio! “Tiempo de revancha”, más allá de su valor artístico presenta tópicos jugados para el cine de la época como un falcon que tira un cadáver como apriete, o la mutilación final que es el precio que Bengoa debe pagar, como Ícaro, como Edipo, por su osadía. Recordemos que eran éxito por esos años ñoñerías falsamente pueriles, de rastrera ideología, como los festejos de los grupos parapoliciales perpretados por Emilio Vieyra (“Comandos azules”) y Palito Ortega (“Brigada en acción”), donde se daban la mano cinematográfica y el pensamiento más reaccionario. la ineptitud “Tiempo de revancha”, cíclicamente, comienza y termina en navidad, con villancicos, y con la imagen de un Papá Noel mecánico que escribe una carta, demasiado abrigado para el diciembre porteño. Detrás de él, fuera de foco, desdibujada, la bandera argentina.