EL APACIGUAMIENTO A HITLER Aníbal Romero El pasado mes de

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EL APACIGUAMIENTO A HITLER
Aníbal Romero
(El Nacional)
Caracas, 09.10.13
El pasado mes de septiembre se cumplió otro aniversario del estallido de la Segunda
Guerra Mundial. La guerra fue detonada por la invasión alemana a Polonia en 1939 y la
reacción británica y francesa. Tal coyuntura crítica resultó de los avances de Hitler a
partir de 1933, cuando alcanzó el poder en Alemania, hasta el momento en que sus
adversarios no tuvieron otra salida que admitir que el líder nazi jamás aceptaría
detenerse frente a meras presiones diplomáticas. Sólo una guerra sería capaz de poner
fin a la amenaza nazi.
La Gran Bretaña y Francia no querían la guerra y buscaron evitarla. Ese objetivo definió
la política de apaciguamiento que orientó la estrategia anglo-francesa entre 1933 y
1939. El apaciguamiento significa hacer concesiones a un contrincante peligroso, pero
todavía en apariencia controlable, con la esperanza de que sus aspiraciones queden
satisfechas sin necesidad de ir a la guerra o entregarle intereses vitales. El
apaciguamiento, por tanto, se sustenta en la expectativa de que el adversario evalúe
racionalmente las diferencias en juego y sea capaz de llegar a compromisos
mutuamente aceptables. En sí misma, una política de apaciguamiento no es buena ni
mala; todo depende de las circunstancias y de la naturaleza del contrincante con el que
se negocia. El desafío fundamental para toda política de apaciguamiento consiste
entonces en comprender la naturaleza del enemigo.
En su libro de 1957, titulado “Un Mundo Restaurado”, Henry Kissinger desarrolló un
brillante análisis del apaciguamiento, pero no en relación con Hitler sino en torno a
Napoleón. En esa obra Kissinger hace dos importantes observaciones. En primer lugar,
resulta siempre difícil determinar a tiempo quién es un verdadero revolucionario, pues
si la respuesta fuese clara las fuerzas del status lo detendrían antes de que adquiriese
el poder para realizar sus fines. En segundo lugar una política de apaciguamiento está
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condenada al fracaso ante un verdadero revolucionario, pues por definición un
revolucionario de verdad desarrolla una estrategia de objetivos ilimitados y no acepta
compromisos, excepto como medidas tácticas para ganar tiempo, confundir a sus
adversarios, reponerse y volver a la carga cuando las condiciones luzcan favorables.
Napoleón y Hitler fueron ambos, en sus contextos, actores políticos verdaderamente
revolucionarios, empujados por ambiciones desbordadas y objetivos de conquista
jamás satisfechos, pues su esencia consistía precisamente en la ausencia de límites.
Son evidentes las analogías que pueden formularse, salvando las necesarias
distancias, con relación por ejemplo a los casos de personajes como Fidel Castro,
Hugo Chávez y en estos momentos al Irán de los Ayatolas. Castro no mostró sus
reales intenciones sino una vez que se sintió seguro en La Habana y logró el apoyo
soviético. Desde entonces sólo le ha detenido la precariedad de su base insular y
subdesarrollada. En cuanto a Chávez, es extensa la lista de quienes se ilusionaron con
el paracaidista de boina roja y verbo encendido de 1992 y 1998, y le ayudaron
confiados en que su mensaje radical era puramente retórico. Los Ayatolas iraníes
nunca admitirán que sus ambiciones nucleares sean clausuradas, excepto al costo de
una guerra; entretanto, hacen el juego diplomático confiados en que Washington no
desea la guerra y estará dispuesto a hacer concesiones favorables a los pacientes e
implacables revolucionarios en Teherán. El apaciguamiento ante revolucionarios
demuestra incomprensión de sus objetivos ilimitados.
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