Capítulo 1º - Daniel Guebel

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Ella
DANIEL GUEBEL
Mondadori
—¿Creen en Dios los sepultureros?
A veces Julián interrumpía las conversaciones de
sobremesa con preguntas de esa clase. Lo hacía para
molestar, para cambiar de tema, o porque esperaba
el reproche de Josefi na:
—¿Nunca vas a hablar en serio?
Para Josefi na, el mejor amigo de su marido era
raro, pero como Matías lo invitaba a los asados de
domingo ella se abstenía de toda objeción. Las chicas
del Jesús María no fueron educadas para discutir
las decisiones de sus esposos, sino para casarse
con un muchacho del Champagnat y dar a luz entre
seis y ocho hijos, mientras ellos ejercen la abogacía,
trabajan en entidades fi nancieras o en compañías
agroexportadoras y juegan al polo.
Por lo menos era así cuando Matías y Josefi na
decidieron vivir toda la vida con la persona que conocieron
a los quince años.
Se casaron a los veinte, tuvieron una nena y dos
varones, fueron de los primeros matrimonios jóvenes
que dejaron Recoleta, preocupados por el au14
mento de los asaltos en la zona, y se arriesgaron a
mudarse a un barrio vigilado —que sólo la delicadeza
lingüística de sus propietarios, su deseo de distinción,
impedía denominar como “country”.
Con lo que costaba un departamento importante
en Alvear y Quintana consiguieron una propiedad
de carácter racionalista, parque de tres mil metros
con pileta y dependencias. Ni siquiera necesitaron
de la ayuda económica de los padres: Matías había
crecido en sueldo y responsabilidades en la empresa
donde trabajaba. Josefi na se ocupaba de los chicos
y de la casa. Había, también, almuerzos o cenas con
ex compañeros de colegio, casados como ellos, con
hijos como ellos, en los que compartían los recuerdos
del pasado y las satisfacciones y agobios de la
crianza.
Esas reuniones se hacían en la casa del barrio
vigilado de Josefi na y Matías, y nunca faltaba ocasión
de que alguno les preguntara cómo era eso de
permanecer tan alejados de los lugares donde vivía
el resto de los amigos. Matías explicaba que lo que
perdía en distancia lo ganaba en paz: al levantarse
escuchaba el canto de los pájaros y al irse a trabajar
sabía que sus hijos podían correr por todos los senderos
del barrio sin riesgo de que algún demente los
atropellara.
Josefi na se limitaba a decir que la limpieza del
cielo y la pureza del aire le hacían mucho bien, la
elevaban. Decía eso, cosas como esa, y alzaba la vista
para ver la cara que ponía Julián, en el temor de que
saliera con uno de esos chistes repletos de cinismo
y de crueldad.
Pero a ella Julián no le hacía bromas. En cambio,
si Matías decía, por ejemplo: “Aunque ahora parezca
fuera de onda, a Josefi na y a los chicos les encanta
veranear en Miramar”, Julián agregaba: “ese lugar
horrible donde la arena está siempre húmeda y la
sombra de los edifi cios cae sobre la playa a las tres de
la tarde”. Y si Matías decía: “Me encanta esquiar en
Las Leñas, me encantan los paisajes nevados”, Julián
contestaba: “Eso demuestra tu falta de imaginación.
Yo abro la heladera, veo un cubito de hielo y me
imagino un iceberg”.
Y se reían, los dos.
Alguna vez Josefi na pensó en decirle a Matías
que no consideraba a Julián una buena compañía.
Pero, además de reírse con su amigo, Matías parecía
tenerle un poco de compasión. Cada tanto hacía
comentarios por el estilo de: “Pobre Julián, aunque
busca y busca, no encuentra mujer para él”.
A Josefi na, eso no la asombraba. ¿Quién podía
tolerar la acidez de sus comentarios?
A quienes se acaban de mudar a un barrio vigilado,
la existencia no resulta tan fácil como imaginaban.
Por supuesto, durante un tiempo, el confort
engaña. Con un llamado telefónico llegan los pedidos
a la casa, si se quiere practicar algún deporte no
hay más que caminar un poco y están las canchas de
tenis, las caballerizas o el gimnasio cerrado, y en el
tea house se puede tomar algo sin necesidad de salir
al exterior… Los barrios vigilados están llenos de
mujeres que se levantan tarde, desayunan tarde, dan
instrucciones a la cocinera, van a buscar a los chicos
al colegio, vuelven, almuerzan con ellos, duermen la
siesta, se levantan y hacen gimnasia, se duchan y se
cambian, miran un rato de televisión y luego llaman
a sus madres para contarles lo hermoso que se ve el
atardecer a través de los ventanales que dan a la piscina
o al lago artifi cial o a los ligustros que protegen
sus jardines de la mirada de los vecinos. Después toman
el té y se ocupan de la cena, siempre y cuando
los maridos no las lleven a comer afuera. Aunque en
general los maridos vuelven cansados del trabajo y
si quieren cambiar un poco el menú cotidiano prefi
eren acercarse al inn restaurant.
Al principio, Josefi na creyó que sería una mujer
como esas. Una ama de casa que se ocupa sólo de la
crianza de los hijos y de la supervisión de las tareas
domésticas —pensaba— también puede ser tomada
por un ejemplo de conducta virtuosa como los que
la hermana superiora Silvia ofrecía en las clases de
religión. Algo en el estilo del barrio, nada ostentoso
y hasta despojado, le hacía pensar que, a siglos de
distancia, ella y los suyos habitaban un ámbito semejante
al de las antiguas ciudades cristianas, o en una
especie de monasterio enorme, lleno de familias que
no visten hábitos pero que igualmente están consagradas
a la vida espiritual.
Claro que esas fantasías se correspondían con
un efecto de inocencia bautismal, de recién mudada
al lugar. Pero lo cierto es que apenas compartió
un par de encuentros con las residentes más antiguas,
pudo advertir que no estaba en la mejor disposición
de ánimo para incluirse dentro del tejido
de sociabilidad que es de rigor en ese espacio casi
comunitario. Las mujeres que conoció —incluso
aquellas que se le aproximaban en edad, educación
y fe— le parecieron a la vez mezquinas y ambiciosas,
limitadas al chusmerío y al rencor, intrigantes
y despóticas.
Por supuesto, podía tratarse de primeras impresiones,
que siempre engañan, y más aún cuando
asaltan a personas tímidas y reservadas como ella,
que tienden a sentir que lo desconocido les dirige
signos de hostilidad. Pero, por encima de esta posibilidad,
lo que le pareció evidente fue que sus nuevas
vecinas eran así debido al esfuerzo que hacían
por otorgar a sus conversaciones una intensidad que
únicamente alcanzaban a fuerza de malicia, y que
tampoco lograba sustraerlas al aburrimiento. Una de
ellas comentó:
—Lo más importante que me pasó en el día fue
darme cuenta de que cambiaron los colores del escudo
de la empresa de seguridad privada. Lo vi en
el brazo de uno de los guardias.
Y otra le contestó:
—¿Y de qué talle era ese brazo, querida?
Y después, como si esa impertinencia fuera la
base de lanzamiento para probarse en nuevas proezas
de vulgaridad, se pusieron a hablar de las piernas
del entrenador de tenis, el torso del jardinero, los
abdominales del profesor de gimnasia, los dedos del
masajista…
A Josefi na, aquello la afectó. Durante el resto de
la conversación se mantuvo en silencio, contemplando
las caras de sus compañeras de encuentro,
que parecían desfi gurarse, o al menos deformarse un
poco; la mención de los hombres y de sus partes
parecía estampar sobre sus facciones las máscaras de
una lujuria fría, como si las tallara un demonio experto
en registros de contabilidad.
De vuelta en su casa, se encerró en el baño, introdujo
dos dedos en su garganta y lanzó lo que había
ingerido, tanto por asco como por prevención, para
protegerse del riesgo de que aquello —el tedio, la
desolación— funcionara como un virus y terminara
contagiándola.
Luego, ya más aliviada, se le ocurrió pensar que
a sus vecinas no las afectaba nada muy importante:
sólo se habían dejado dominar por el pecado venial
de la pereza. La enseñanza positiva de esa experiencia
era que la inacción resultaba un error peligroso:
una podía llevar una vida intachable, pero para alejarse
de los desvíos había que mantenerse ocupada.
Recordaba casos de santos que no habían tolerado
la reclusión. Muchas veces, en el colegio, les habían
hablado sobre los dos modelos de santidad. El santo
que elige el primer modelo se encierra en lo más
profundo de una cueva y se deja crecer los pelos y
las uñas, o se sube a una columna rota y no habla
sino con Dios, toma el agua de la lluvia y se alimenta
de los gusanos que le crecen en las heridas. En cambio,
el que opta por el segundo modelo se entrega al
mundo: regala su ropa a los pobres y ofrece su pan a
los hambrientos, o se pone una espada en la cintura
y sale a recuperar Jerusalén.
—¿Cuál es más santo de los dos? —preguntaba
la hermana Silvia—. ¿El recluso o el mundano? ¿El
santo que quiere acceder a Dios o el santo que quiere
acercar a Dios al mundo?
Por supuesto, ni ella ni sus compañeras podían
estar seguras, pero sabían que la monja esperaba que
contestaran:
—El segundo modelo es más grato a ojos del
Señor.
Así, con el ejemplo negativo encarnado por sus
vecinas de barrio, y con los santos activos como
ideal a seguir en la escala que le fuera posible, Josefi
na se preguntaba qué cosas podía hacer y cómo
debía preservarse del mal.
A veces conversaba de esas cuestiones con Matías.
Ahora bien, como conocía vagamente la naturaleza
de su anhelo pero no su forma, por mucho que
tratara de precisarlo, lo que decía no alcanzaba para
que su marido llegara a entender de qué se trataba
el asunto, y mucho menos para que pudiese asumir
sus mismas convicciones o supiese cómo hacer para
ayudarla a tomar alguna decisión.
Para Matías, el sueño había sido realizado: tenían
una familia divina, tres hijos hermosos, una casa espectacular,
pileta climatizada, y con lo que él ganaba
alcanzaba para que los cinco vivieran bien. ¿Qué
otra cosa hacía falta? ¿Qué era lo que ella podía necesitar?
En ese aspecto, las preguntas que se hacía Matías
eran generosas, todas estaban a favor de la confi anza
que había depositado desde siempre en Josefi na, y
apostaban a un perfeccionamiento de la dicha de su
mujer, pero al mismo tiempo no resultaban ni parti21
cularmente lúcidas ni él se las formulaba con la sufi
ciente insistencia como para que la falta provisoria
de una respuesta se le volviera un enigma. El no era
un especialista en el alma femenina, no había tenido
la experiencia ni la capacidad ni el tiempo para
aplicarse a esas profundidades, y, por otra parte, con
la cantidad de problemas que debía afrontar cada día
en su trabajo, ya tenía bastante en qué pensar. Sus
aportes, entonces, resultaban ocasionales y de corto
alcance. No era extraño que Josefi na quisiera hablarle
de esos asuntos justo cuando él, después de
haber bañado y acostado a los hijos, se tiraba en la
cama dispuesto a dormir.
Así construida, la escena es típica y genera roces.
En el silencio o el fastidio del marido, la esposa
encuentra un argumento precioso para alimentar el
mito de la incomprensión.
Pero Matías no era esa clase de persona, no despreciaba
las preocupaciones de su mujer. Al contrario,
las tomaba muy en serio. Simplemente, no sabía
qué decir. A veces suponía haberla descuidado durante
los últimos días y entonces volvía a la casa con
un ramo de rosas frescas, o le regalaba un collar de
perlas, o un vestido de diseño exclusivo. Podía acertar
o equivocarse en la prenda, la joya o la fl or elegida,
pero en cambio estaba seguro de que su mujer
valoraba el gesto. Y ahí acertaba: a Josefi na no se le
escapaba el carácter de ofrenda amorosa con el cual
su marido trataba de compensar en parte las falen22
cias de su colaboración en un asunto del que, en el
fondo, apenas sabía más que él. Incluso, se sentía culpable
de lo que estaba ocurriendo: al no entender
exactamente lo que quería, había depositado sobre
los hombros de Matías una responsabilidad excesiva,
de la que él no sabía cómo descargarse, y que no
podía menos que llevar cuesta arriba.
De todos modos, aquella incertidumbre no se
trasladó de manera directa al resto de los órdenes
de la existencia de ambos. En todo caso, se tomó
su tiempo para hacerlo, y cuando lo hizo adoptó el
aspecto paradojal de una revelación.
Fue el propio Matías quien se dio cuenta de esto,
en el mismo momento en que Josefi na le dijo que
estaba embarazada de nuevo: la abrazó y le dijo que
la amaba y que era el nuevo hijo lo que había estado
necesitando.
Ella no pudo decir ni que sí ni que no. Le costaba
admitir que alguien que apenas empezaba a existir
pudiera ocupar el lugar de algo que le faltaba desde
antes de su concepción. ¿Eran los hijos, entonces,
frutos de una ausencia? En los otros embarazos no
lo había sentido así. Los hijos fueron un pedido del
cuerpo y del alma. Tal vez ahora su cuerpo había
sentido la nostalgia de ese estado de embarazo, sin
que su alma recordara, como las otras veces, su deseo
de ser mamá. En todo caso, ¿cuántas veces una
mujer deseaba ser madre y cuántas otras lo era simplemente
porque el hijo anidaba en su vientre? Un
hombre, en cambio… Si la medida era la alegría de
Matías, ella debería ser madre una y mil veces, y cien
veces más.
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