Creadores de espacios En tierras cinéfilas, calificar una película como decorativa equivale a condenarla sin remisión. El término consagra, en efecto, el triunfo de lo falso sobre lo verdadero, del artificio sobre la puesta en escena y de los Antiguos frente a los Modernos. Luis Buñuel escribe en 1927, en un texto sobre Metrópolis: "El decorador es el último vestigio que el teatro abandona en el cine". Pero realizadores de todos los estilos, convicciones y horizontes han sabido emplear para sus fines ese elemento que en ocasiones ahoga, pero que es constitutivo de la imagen cinematográfica. De entre la reserva inagotable de películas que transcurren en algún lugar hemos tenido que elegir y para ello definir criterios (subjetivos) y establecer clasificaciones (arbitrarias). Al entrar en cuadro los lugares más resguardados de la intervención humana pierden la inocencia: las rocas, la arena, las montañas, incluso el sol que lo ilumina dejan de pertenecer sólo al desierto y se transforman bajo el ojo de la cámara en un objeto de cine. El decorado natural es una contradicción en términos, una de las ficciones del cine. ¿Existiría Monument Valley en nuestro imaginario sin los westerns de John Ford? Pero nuestro campo se ha limitado a los espacios creados por completo, ya fueran construidos para el exclusivo uso del cine, ya existieran antes, listos para revelar su potencial espectacular. Los títulos surgen de nuestra memoria y se acumulan en el desorden de nuestras preferencias y conocimientos. Para organizar esta masa confusa hemos establecido ocho categorías, no tanto para agotar el tema como para abrir pistas y, por qué no, provocar la discusión. El método puede parecer rígido, simplista y escolar, pero tiene la ventaja de que así aparecen películas en las que no habíamos pensado a priori, que se mezclan clásicos con películas menos conocidas o que algunas se escogen por el valor ejemplar de una secuencia, incluso de unas pocas imágenes. La ciudad inventada por el cine expresionista no reivindica ningún realismo, más bien al contrario. En Von Morgens bis Mitternacht (1920) se reduce a líneas blancas, temblonas, que se dirían trazadas con tiza sobre pizarra por la mano torpe de un niño. Los decorados de la película se inspiran en las litografías del movimiento artístico Die Brücke, pero Karl-Heinz Martin llega a una estilización extrema sin que la referencia pictórica omnipresente ni el origen teatral de la obra lastren la puesta en escena. Las calles sin profundidad, los edificios impenetrables de ventanas ciegas niegan la ilusión de la perspectiva y, a pesar de su título, la película nunca refleja la luz del día. La ciudad así creada parece que procede de una inversión de la imagen, es una ciudad en negativo, como si dijéramos un negativo fotográfico, en la que lo que es blanco en el positivo se convierte en negro y, para el mediocre protagonista de la historia, seguirá siendo negro. Hay trecho entre el tiempo y el espacio de esta "radiografía cotidiana" (Henri Langlois) y los musicales de Busby Berkeley... Sin embargo, el decorado de Nueva York de La calle 42 recuerda extrañamente la "oscura claridad" del cine expresionista. Encontramos la misma oposición entre sombra y luz y la misma fascinación por un universo nocturno, expresado por un grafismo plano. Los edificios reducidos a talla humana se alinean como recortes sobre un fondo de cielo estrellado, pero el artificio que allí pretendía inquietar, aquí busca distraernos. Busby Berkeley trasciende las convenciones de una banal backstage story y dinamita el espacio teatral. El telón se alza, el público aplaude, el número arranca ostensiblemente sobre un escenario, pero pronto la cámara se escapa de ese lugar cerrado, atraviesa las paredes y, con desprecio de toda lógica, inventa su propio espacio. El mundo es cine, se crea al ritmo de los balanceos de la cámara y gracias al montaje que encadena la sonrisa de una chica con las nuevas maravillas que nos esperan tras el empalme del plano siguiente, en un nuevo decorado. El juego entre lo objetivo y la realidad prosigue cuando se sale del estudio. En 1927, Walter Ruttmann rueda Berlin, die Sinfonie der Grosstadt según los principios del cinéma vérité definidos por Dziga Vertov. La ciudad ya no es la suma de sus edificios, sus calles, sino una enorme máquina que produce energía y velocidad. La cámara fragmento los cuerpos, el montaje virtuoso, febril, divide el espacio y los individuos hasta la abstracción, comprime la duración de una jornada o dilata el tiempo de la noche. Liberada de su existencia material, Berlín se convierte en una impresión en el ojo del espectador En 1987 Éric Rohmer elige rodar L'Ami de mon amie en Cergy-Pontoise, en la periferia parisina. No recurre a artificios de estudio ni a efectos visuales de vanguardia. El lugar se nos muestra tal cual. ¿Parece por ello más real? Si hay decorados construidos como ciudades, hay también ciudades construidas como decorados, ya porque sean demasiado hermosas para ser ciertas o porque les falta la variedad de estilos que certifica su duración al mezclar las épocas. Se parecen a un decorado apenas terminado con olor a nuevo. Cergy no tiene más tiempo que el de su construcción, en los años setenta, pero es uniformidad arquitectónica, sin "profundidad de tiempo", filmada por Rohmer, alcanza una forma de exotismo... La casa parece el lugar ideal de la creación cinematográfica. La libertad de llenar el plano a su antojo, de construir un universo limitado, ergo controlable, tiene un precio, sin embargo. El director debe poseer un singular talento para convertir en ventajas los obstáculos que se oponen al movimiento de la cámara. Alfred Hitchcock, que decía que era capaz de rodar una película en una cabina de teléfonos, consigue en La ventana indiscreta (1954) meter el mundo en un piso anodino. En realidad, James Stewart, desde su ventana, no observa el exterior sino, a través de otras ventanas, otras vidas que le devuelven la "split screen" de sus angustias y rechazos. Cuando la casa protectora se transforma en monstruo caníbal se cruza otro umbral. Si Thaïs, de Carlo Ludovico Bragaglia (1916) ha entrado en la historia no es por sus laboriosas secuencias de montaje de escenas mundanas finiseculares. Éstas no son sino un pretexto, un respaldo pictórico destinado a marcarnos mejor la preferencia final por la audacia futurista de un nuevo siglo. La mujer fatal comehombres de antes de la guerra termina ella misma engullida por un decorado cuyos ángulos agudos forman otros tantos colmillos que laceran un pasado ya clausurado. El cine construye en estudio espacios efímeros y construye en nuestro imaginario ficciones sólidas como la piedra. Así, la casa que habitualmente se atribuye a Frank Lloyd Wright que vemos al final de North by Northwest (Alfred Hitchcock, 1959) no existe más que en la película. Quintaesencia del estilo del gran arquitecto, no reproduce ninguna de sus realizaciones y toda su autenticidad se la debe a los decoradores de la MGM. Pero otros arquitectos han colaborado directamente con realizadores. Robert MalletStevens empezó su carrera imaginando los decorados de las películas de Raymond Bernard (Le Secret de Rosette Lambert en 1920) y de Marcel L'Herbier (L'Inhumaine, en 1924 y Le Vertige en 1926). El movimiento modernista desembarcaba en el cine francés y los títulos de crédito de estas dos películas son como el who's who de los artistas de los años veinte. La alianza de todos estos talentos buscaba llegar al gran público. Pero no está claro que este encuentro entre el espectáculo popular y la vanguardia militante produjera los resultados previstos. Al ver L'Inhumaine nos quedamos aún encantados ante la belleza innovadora de los decorados, pero también confusos ante la pesadez desfasada de sus convenciones narrativas. La audacia queda en la superficie y la emoción huye de la pantalla. Man Ray, por su parte, no pretendía un manifiesto estético cuando en 1929 realiza Le Mystère du château du Dé en la villa Noailles construida por Mallet-Stevens. Emplea la arquitectura sin intentar magnificarla para rodar una "película de vacaciones de pudientes”, un bosquejo surrealista con guión incoherente y del que el título sigue siendo uno de sus misterios. Ya cree decorados efímeros para el cine o construya una casa de la que se apropia la cámara, el arquitecto cumple sus funciones. Charles y Ray Eames, dúo emblemático del diseño contemporáneo no se limitaron a eso, sino que realizaron y produjeron más de cien cortometrajes. Cada una de sus películas demuestra un interés apasionado por lo concreto, por la materia en todas sus formas y lo que puede sucederlas. A sus ojos nada de lo que existe es ridículo: un rastro de agua en el patio de una escuela (Blacktop), el desmontaje y empaquetado de un sillón (Eames Lounge Chair), el movimiento de las peonzas (Tops) concentran todo el universo. Y el universo empieza en el césped de un parque de Chicago (Powers of Ten). Así como La escalera determina la estructura de una casa, irradia y dramatiza el espacio cinematográfico. Leopold Jessner, en Hintertreppe (1921) la convierte en metáfora de la regresión social, mientras que en Kitty Mitchell Leisen puntúa cada etapa de la ascensión de la protagonista por una amplia subida de escalera. La importancia que adquiere en la imagen funciona también como señal y nos hace esperar un acontecimiento. La escalera es el lugar de todos los peligros, a menudo encuadrada en picado o contrapicado, prefigura el desequilibrio y la caída. Los barrotes de la barandilla proyectan sombras amenazantes en la joven muda de La escalera de caracol (Siodmak, 1945) y la aíslan del mundo tanto como su minusvalía. En la última secuencia de Vertigo la escalera se retuerce y enrolla sus anillos alrededor de James Stewart, como un monstruo escapado de su inconsciente. La creación de mundos a la vez exóticos y verosímiles constituye un desafío capital para el cine. En efecto, las películas, del tema que sea, se adhieren al presente de su rodaje; la visión que nos ofrecen de épocas pasadas o de futuros hipotéticos nos llega a la pantalla cargada del peso de un ambiente fechado por la moda, el maquillaje y la interpretación de los actores, testimonio de una realidad que también se ha vuelto extraña. El gigantismo de los medios no garantiza la potencia de la ilusión. Si Intolerance ha entrado en la leyenda no es por la exactitud de sus decorados babilónicos sino por las peripecias que acompañaron su construcción: su coste cada vez más alto, su dimensión colosal ya servían en1916 como argumento para la publicidad. Babilonia, minada por su grandeza, al borde de la caída, se vanagloriaba de sus artificios y Griffith consigue, bien a su pesar, una especie de verdad histórica, ya que el fracaso comercial de la película provocará su propia ruina. Por el contrario, en Aelita (Yakov Protazanov, 1924), el futuro respira el aire de la época. La película nos muestra, en tono de comedia, un planeta Marte constructivista, abierto ya a la modernidad estética y que, por tanto, aceptará sin demasiadas reticencias la modernidad política. La evolución técnica tiene como consecuencia la desmaterialización progresiva del espacio cinematográfico. Esos nuevos medios permiten crear a medida mundos que ya o todavía no existen. Sin embargo, cuando Éric Rohmer emplea la técnica de la incrustación en vídeo para L'Anglaise et le Duc (2001), no es con el fin de reproducir fielmente el París revolucionario. Al contrario. La ciudad se representa por las pinturas de tonos polvorientos y estilo alusivo, que rechazan los efectos trampantojo. La verdad del siglo XVIII nace de la presencia ilusoria en la misma imagen de dos ficciones: la de la interpretación de los actores y la del lugar donde actúan. En Sin City (Robert Rodriguez, Frank Miller 2005), el proceso se invierte, pues la película fabrica un espacio virtual en tres dimensiones, a partir de un tebeo. La imagen saturada de referencias estéticas de los años cuarenta y el cine negro engendra un universo de una familiaridad inquietante, en el que el tiempo queda detenido, suspendido para siempre en el borde de su destrucción. "Hacer sólida, esculpir en el espacio y la duración una cosa que se ha soñado mucho tiempo" escribía Jean Cocteau en el diario de rodaje de La bella y la bestia, en 1945. La película, rodada en plena penuria económica consigue trasponer a la pantalla el universo fantástico del cuento con medios técnicos que hoy parecen ridículos. Los trucajes son puro bricolaje y muestran un sentido de la realidad, un conocimiento práctico de los objetos cotidianos que raras veces se atribuye a un poeta. Cocteau sabía que humedecer las telas colgadas de una cuerda aumenta su transparencia y que basta sumergir fragmentos de espejo en un balde de agua para bañar a los personajes con una luz mágica. Jean Cocteau quería "atrapar sus mitos y recuerdos de juventud" al adaptar el cuento de Madame Leprince de Beaumont. Dario Argento se apoya igualmente en una tradición literaria antigua para realizar Suspiria. La desmesura de las imágenes desafía los códigos de la novela gótica a la vez que respeta al pie de la letra sus convenciones narrativas: la joven inocente perseguida por fuerzas maléficas en un lugar laberíntico. La angustia surge de las paredes, no del guión. La residencia dirigida por las brujas mezcla con un refinado mal gusto las sinuosidades del Art Nouveau con la austeridad de de un estilo neomedieval en contraste con la banalidad tranquilizadora de la ciudad moderna. El color, más que los decorados, crea el espacio de la película. A los exteriores de dominantes frías y claras, le siguen la agresividad de los rojo, incluso antes de cruzar el umbral: rojo de la fachada, de las uñas y los labios, de los cuadros, de la luz... y rojo sangre. En la imagen se desencadena una violencia que habría horrorizado a Ann Radcliffe... ¿La monotonía de lo cotidiano genera menos angustia que los misterios de lo irracional? Cuando el mundo del trabajo aparece en pantalla, lo dudamos. Cuello azul o cuello blanco, el individuo es absorbido por la masa de sus semejantes. En El apartamento el espacio en el que se alinea un ejército de empleados multiplica la gravedad y hastío que siente un individuo y la brevedad del plano no hace sino reforzar su intención. La comedia musical pocas veces se ocupa de los conflictos sociales. Se puede pensar que el tema de The Pajama Game (Stanley Donen, 1957), una huelga en una fábrica de pijamas, no tiene el glamour requerido. Sin embargo, la película prueba que una fábrica es un lugar especialmente cinematográfico: la simetría de las cadenas de máquinas de coser, las líneas de fuga de las lámparas del techo, la sobriedad de las paredes de ladrillo que estructuran con una geometría armoniosa un espacio imponente. De forma natural la sincronía y repetición de los gestos de las obreras, el ritmo regular de las máquinas transfieren a la coreografía de Bob Fosse la disciplina del trabajo en cadena. El color, tanto como el guión, relata la subida de las reivindicaciones y la progresión de los sentimientos. Al principio de la película, Doris Day, la sindicalista, lleva zapatos y cinturón rojo como la revuelta mientras que, del lado patronal, John Raitt no se quita nunca la clásica camisa blanca de administrativo. Después el amor atenúa (provisionalmente) las diferencias de opinión y él abrazará con un polo rayado blanco y rojo a una Doris Day vestida de blanco. Finalmente, el hombre es más feliz en el mundo del trabajo cuando se aleja lo más posible del encuadre, como en Le Chant du Styrène, de Alain Resnais (1958). Puede así asistir sin arriesgar su puesto al espectáculo mágico de la fabricación industrial de los objetos de plástico. La imagen rinde cuentas de una tensión entre elementos rivales: el montaje fragmenta el decorado, el color le añade sentido, la luz lo exalta o lo ignora y el propio decorado contradice o comenta la narración. De esa alquimia nace el espacio cinematográfico. Claudine Kaufmann, abril 2007.