Historia de un parto de una madre refugiada en Kilkis, Grecia Por Nerea Pla Domench, Comadrona voluntaria Mayo 2016 Los gritos de una pequeña recién nacida retumban en las paredes de este viejo y descuidado hospital. La pequeña se mete las manos en la boca y patalea, en la frialdad de la incubadora. Mientras en la habitación de al lado, su joven madre se recupera de la intervención quirúrgica que le acaban de realizar: una cesárea. Sobre las 11 am M. me avisa, su mujer ha roto aguas. Le duelen mucho las contracciones y acaba de ir al puesto médico para que la lleven al hospital. Es su primer bebé, ella está asustada y él muy nervioso. Entro a la habitación, la futura mamá y yo respiramos juntos cada contracción y la presión en el sacro que habíamos practicado días antes parece aliviarle mucho. En la ambulancia van ella y su marido, nosotras le seguimos con el coche. No somos bienvenidas en el hospital. M. espera en el pasillo y nos quedamos con él mientras el personal del centro va y viene. Pregunto si puedo entrar con ella (petición del marido) y me dicen que después de que la vea el médico. Todo el mundo parece muy enfadado aquí. Después de un buen rato, una mujer, que yo supongo comadrona, me pregunta por la ruptura de aguas y el inicio de las contracciones. Un rato después me dicen que tiene el cérvix cerrado y ¡que le harán una cesárea!! Les propongo que podemos irnos a caminar un rato. La enfermera o comadrona, no sé, me dice que aquí esto no se hace. El médico añade que es peligroso, ya que con la bolsa rota si camina puede hacer un prolapso de cordón (¿con el cérvix cerrado???! ¿y por dónde saldrá el cordón?!) Además de saber que ese argumento no es real, me parece un disparate, pero sonrío ok, ok, ¿puedo entrar? ¡Si!! Por fin me dejan entrar y darle la mano a B. que está tumbada con cara de terror en una camilla. Le miro a los ojos, respiramos juntas las contracciones, se tranquiliza. 5 Minutos después me echan de la sala: “spanish midwife, go out!” Van a volver a explorarla. Después de esto y al contrario de lo que me explican, nunca más me vuelven a dejar entrar. Es en un momento en el que B. sale para ir al baño, cuando M. mi compañera y yo aprobechamos para verla. Nos encontramos las cuatro a la salida del baño casi de manera furtiva, él la mira con cariño, ella con cara de miedo y dolor. En ese momento conecto con las prisiones, como si planeáramos un “vis a vis” no autorizado en una cárcel. Entre palabras de ánimo en un idioma desconocido para ella (ella habla árabe y nosotras no) vuelve a la sala. Sola. Vuelven a decir que no puedo entrar aún y nos envían a la puerta de salida, que con tres sillas hace de sala de espera. Tengo miedo de que se lleven a B. sin avisarnos, así que estamos atentas desde nuestra nueva posición. Todo el personal evita nuestras miradas, mientras esperamos, como no, nerviosas. Un rato después vemos a un camillero con una camilla vacía “¡Atentas!” me temo lo peor... Sacan a B. en la camilla y sin decirnos nada, se la llevan. M. y yo echamos a correr para alcanzarlos, ya que ninguna de las trabajadoras quiere respondernos a la pregunta “¿A dónde la llevan? Corro sin poder evitar una sensación de “irrealidad” y supongo que para M. será peor aún. Cuando conseguimos alcanzar al camillero, le pregunto si le van a hacer una cesárea. Nos dice que sí. Señala dónde podemos esperar y que tardarán dos horas. Salimos a comer algo y le llevamos un bocadillo a M. que espera nervioso donde nos indicaron. No quiere dejar eso solo y arriesgarse a no ver a su mujer y su hija cuando salgan. A las 15:30 h B. sale en camilla, adormilada. Él, emocionado, pregunta por la bebé. Ella no lo sabe y el camillero no nos dice nada claro. Acompañamos junto con el camillero a B. hasta lo que será su habitación. Ella ocupará la tercera cama. No hay cortina ni medio alguno que pueda dar intimidad a las tres nuevas mamis que dormirán a un metro escaso de distancia. ¿Y la bebé? Nadie nos contesta. Asomamos la cabeza en la habitación de al lado, donde hay dos incubadoras. En una hay un bebé. Él, M. la mira con amor, aún sin saber si es o no su hija. Pregunto si es la hija de B. Nadie contesta. Me parece surrealista y cruel. No hay palabras para describir la sensación … mi sensación del momento. No quiero imaginarme la del padre, que después de una guerra y meses en un campo de refugiados... con la incertidumbre. Le niegan la alegría de conocer a su hija una vez más. La angustiosa incertidumbre. No me atrevo a pensar cómo estará la madre con todo lo vivido al igual que M., y con unas últimas horas de miedo, dolor, frustración por la negación de su proceso natural... y sin poder levantarse para buscar a su hija. Tras varios intentos, una mujer nos dice que si, que es la hija de B. Aaaish que alivio. La miramos deseándole lo mejor, mientras su padre le sonríe como nunca. A pesar de la situación, es un momento lindo. Por fin saben dónde está su hija. Tardan más de una hora en decidir sacar a la pequeña de la incubadora y una enfermera con cara de muy enfadada la lleva a la habitación. Con tono severo le dice al padre que lo haga como ella (enseñando cómo poner a la bebé en la cuna). Después acerca el rectángulo de cristal a la cama de B. para que, sin tocarla, la pueda ver. En cuanto la enfermera se va, entre aspavientos, el padre pone a la bebé junto a su madre. La pequeña se agarra rápidamente al pecho, mientras en la mesa de al lado luce un gran bote de leche en polvo. Le pido permiso para hacer una foto a la nueva Familia. Deseo que esta estampa se repita a diario multitud de veces, aunque dudo por la influencia del hospital de Kilkis, conocido entre nosotras por surtir con leche en polvo a todas las puérperas. Al poco nos vamos, dejando a la bebé en la cuna y a B. descansando, mientras M. las mira con ternura.