ENTRE CRISIS Y ESPERANZA. ¿Adonde va la Vida Consagrada? I Introducción. II Un poco de historia. - Una memoria rescatada de la Vida Religiosa en América Latina. - Caminos de Búsqueda de la Vida Consagrada. III La preocupación del presente. - Tiempos de crisis, tiempos de esperanza. - Vida Religiosa: signo del Reino entre Iglesia y Mundo. IV Ensayos teológicos. - El renacer de la Vida Religiosa. - Mística y profecía. - Vida Religiosa como bajada a los infiernos. V Una perspectiva monástica. - Vida Monástica y post-modernidad latino americana: un diálogo exigente. - La formación monástica en América Latina hoy. Tiempo de crisis, tiempo de esperanza. En estas páginas, intentaré hacer una lectura teológica de nuestro tiempo, enfocando más específicamente su carácter de crisis como lugar de revelación. Esta lectura la aplicaré, a manera de ejemplo, a la situación actual de la Vida Consagrada. Crisis y Revelación: una lectura apocalíptica. Podríamos decir, sin riesgo de equivocarnos, que el evangelio, y, por lo tanto, la evangelización es, por definición y por vocación, una crisis de la Historia. En efecto, la Revelación evangélica no se presenta como un mensaje o un acontecimiento que caería simplemente del cielo, sino, ante todo, como una irrupción desde el seno mismo de la tierra, de la Historia humana. Con la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret, la novedad surge de las entrañas de la tierra, como lo evocaba ya, en términos tan bellos, el salmo 84: “La verdad germinará de la tierra”. Es por este motivo que Jesús nos invita a leer los signos de los tiempos y que los ángeles de la Ascensión, en los Hechos, reprochan a los discípulos de tener la mirada fija en los cielos. El Concilio Vaticano II y, en su huella, las sucesivas conferencias del episcopado latinoamericano en el pasado, fueron precisamente un acto de retorno a la encarnación evangélica y un ejercicio de lectura de la historia como revelación. Esta lectura de los signos de los tiempos tiene que ver con la inauguración del Reino en germen en medio de la humanidad y del cosmos. Esta inauguración, en sí, está articulada con la crisis de la historia que provoca el “acontecimiento Jesús”. En el Nuevo Testamento, existen dos modalidades de discernimiento del Reino. La primera aparece en el discurso inaugural de Jesús en la sinagoga de Nazaret, en Lucas 4, inspirado del profeta Isaïas. Los ciegos ven, los cojos andan, los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. El cambio de la situación de los oprimidos de todo tipo es signo por excelencia de este comienzo de lo nuevo, como nos dice también Pablo en la segunda los Corintios1. Pero el surgimiento del Reino tiene otra posible clave de lectura desde el Apocalipsis: aquí el creyente discierne el inicio del mundo nuevo de Dios en la prueba y la persecución. A través de estas dos modalidades del anuncio, podemos decir que la Revelación evangélica es una cierta lectura de la crisis: crisis del cambio radical de las relaciones y estructuras sociales en el proceso de liberación de las victimas de la historia, o, en palabras más modernas, crisis revolucionaria; crisis apocalíptica donde la misma opresión, el martirio, la prueba es reconocida como el dolor de parto de lo Nuevo. Si nos referimos a la teología latinoamericana en los treinta últimos años, podemos decir que la clave de lectura privilegiada de la historia de nuestro continente fue la revolucionaria, especialmente descifrada con la simbólica del Éxodo. Desde varios años, sin embargo, intuimos, con una evidencia cada vez más cruel, que los tiempos han cambiado y que la clave revolucionaria ya no da cuenta de la realidad y no permite más discernir los signos de este tiempo. 1 2 Cor . 5, 17 En un primer momento, se intentó comprender esta nueva etapa con categorías exílicas: al pasar de la modernidad a la postmodernidad, estaríamos transitando de una experiencia de liberación de Egipto a la manera del Éxodo, hacia una experiencia de pérdida y fracaso a la manera del Exilio en Babilonia. Pero, a la reflexión, y ante el desarrollo de las nuevas lógicas de la sociedad globalizada, de la postmodernidad y del mercado neoliberal mundial, me parece hoy que hemos entrado, más bien, en otra etapa de la Historia de nuestros pueblos que se aproximaría mejor con la clave apocalíptica. La crisis profética como experiencia de conversión. Se sabe que la matriz del profetismo es siempre una crisis moral, religiosa y socio política del pueblo de Israel. El profeta surge, desde Moisés o Elías hasta Juan Bautista y Jesús, cada vez que el derecho de Dios es despreciado en el pobre, el pequeño y el débil. Es en este contexto que el Dios de los profetas es el Dios Goél que protesta ante el culto de los Baales, el desprecio del poder político y religioso ante las reglas morales y sociales de la Ley. En esta situación, Dios toma partido por las víctimas. Profetismo y crisis van, por lo tanto, siempre de la mano. Pero, a su vez, el profetismo que nace en la crisis, se presenta como lo que podríamos llamar “la crisis de la crisis”. En el lenguaje bíblico, esta crisis profética se llama conversión, literalmente: cambio radical. El profeta se presenta, en su persona, como un convertido en contexto de crisis, un “cambiado radicalmente” y, además, como un agente poderoso de conversión, de cambio radical. En contraste con esta “identidad crítica” del verdadero profeta, el falso profeta es aquel que defiende el estatus quo, el promotor o el encubridor del continuismo de la injusticia y de la inmoralidad. Jeremías explica esta lectura muy claramente cuando pone como criterio del verdadero enviado que se cumpla su palabra2. En efecto, el verdadero profeta es aquel que, al ser él mismo víctima de lo que denuncia, asegura la pertinencia de su crítica y de sus amenazas desde Dios. Paradójicamente, la esperanza profética, muy particularmente las promesas mesiánicas, tiene que ver con el cambio radical, la renovación y la restauración del orden de la justicia de Dios, restauración esperada del Mesías. La Apocalíptica en cambio, como se sabe, es una evolución a la vez dramática y popular del mesianismo crítico de los profetas. Esta corriente, tardía en el pueblo de Israel, y que influenció poderosamente el medio donde vivió Jesús, se refiere a una situación totalmente desesperada, donde sólo una intervención directa, y ya no mediatizada por un Mesías, podría salvar al pueblo. Aquí la crisis parece no tener remedio y el pueblo creyente, victimado, espera una revancha desde arriba, una victoria de las fuerzas del cielo, una nueva creación. Con una simbólica más catastrofista y más popular que los profetas, los libros apocalípticos invitan a la paciencia y a la resistencia, viendo en la persecución de los justos y del pueblo creyente el signo anunciador por excelencia de esta esperada intervención divina, con carácter a la vez cósmico y político. 2 Jer. 26 etc. La pregunta que queda en discusión, en este momento de la Historia, ante la urgencia de leer los signos de los tiempos, es su clave de interpretación. ¿Nos toca esperar una era mesiánica a la manera de los profetas, en particular los profetas del Exilio, o es la hora de un cambio radical desde arriba, de una nueva creación? La temática profético-mesiánica es más familiar al lenguaje teológico de nuestro continente. Pero me parece que no faltan motivos para una interpretación apocalíptica de estos mismos signos3. Pues, ya no se trata de pecados personales de los reyes o del templo, como en los discursos proféticos. La crisis que nos toca vivir tiene rasgos cósmicos inquietantes (la crisis ecológica) y las fuerzas políticas y económicas en confrontación ya no son simplemente particulares o limitadamente ideológicas (izquierda derecha, comunistas capitalistas) sino que cobran cada vez más, a mi parecer, aspectos globales y universales donde el mal y el bien se confrontan ontologicamente. Soy conciente de los riesgos de una afirmación de este corte y que, en América Latina y, más generalmente en el Occidente, no estamos acostumbrados a manejar la simbólica apocalíptica. Pero, a la reflexión, se trata quizás para la Iglesia y los teólogos que quieren servirla, de ensayar nuevas palabras, explorar la temática del cambio radical, de la crisis evangélica desde nuevas perspectivas más en consonancia con esta enigmática cultura nueva en proceso de germinación entre nosotros. Vocación profética de la Iglesia y de la Vida Consagrada. En este momento, como siempre, se confrontan varias eclesiologías ante los nuevos escenarios que surgen en la coyuntura de la Iglesia en América Latina. En este contexto, algo polémico, de nuevas configuraciones eclesiales, me parece importante reafirmar que el alma de la Iglesia es el profetismo. La vocación de la Iglesia es esencialmente carismática y este ser carismático se expresa de manera privilegiada en el llamado profético hecho a la comunidad y a los discípulos y discípulas de Jesús que la conforman. Retomando, por lo tanto, las intuiciones expresadas más arriba a propósito del profetismo en Israel, creo firmemente que la vocación histórica de la Iglesia es el ser “Crisis del Mundo” desde la inauguración del Reino que en Ella se ensaya. A lo largo de la Historia, sin embargo, no son pocos los momentos y las circunstancias en los que la Iglesia hizo y hace figura de “falso profeta”, lobos revestidos de ovejas como dice Jesús en san Mateo 7, cada vez que defiende o encubre el estatus quo, el continuismo de la injusticia y de los poderes abusivos. No importa que seamos cómplices de estos pecados por temor o por oportunismo estratégico. Me atrevería a decir que este falso profetismo eclesial cohabitó casi siempre con el profetismo verdadero. Según las diversas coyunturas, una voz parece dominar alternativamente la otra. Pero siempre, ora menos, ora más, estas dos corrientes están pugnando en el seno de la propia familia cristiana porque esta es, a la vez, irrupción de la Buena Noticia y reflejo de la espesura y pesantez humanas. Es precisamente en el meollo de esta pugna intra-eclesial permanente que surge la Vida Consagrada. Ella, desde su fondo radicalmente carismático, asume, o tendría que asumir, la 3 No sugiero volver a lecturas fundamentalistas de tipo sectario sino a implicarnos en la búsqueda de lo radicalmente nuevo, nunca experimentado antes, de esta nueva creación heroica que me parece exigir los tiempos actuales. responsabilidad de poner a la Iglesia en crisis de Evangelio desde la interpelación del sufrimiento del mundo y de la irrupción del Reino como exigencia de cambio radical. Sin embargo, una vez más, como si fuera la fatalidad cíclica de toda obra humana, históricamente la Vida Consagrada pecó y peca también, muchas veces, de “falso profetismo”, haciéndose simple agente confortador de una Iglesia demasiado identificada con la mentalidad y los intereses del mundo. Es interesante tener una visión panorámica de la historia de la Vida Consagrada. Siempre empieza como una protesta, un cuestionamiento profético marginal en el seno de la Iglesia. Pero, más o menos rápidamente, empieza a clericalizarse y a integrarse al aparato eclesiástico como su más ardiente defensora, que se trate de la Vida Consagrada masculina o femenina. Este ciclo histórico, felizmente, se ve a su vez cuestionado desde fuera, en general desde la esfera laical, con una exigencia de retorno a las fuentes evangélicas de nuestro discipulado. Así fue con los primeros monjes, los mendicantes, la Devotio Moderna etc. Así es hoy, ante una Vida Consagrada a menudo acomodada e identificada con lo eclesiástico. Me suena que hoy “la crisis de la crisis” para la Vida Consagrada y la Iglesia, es decir la voz verdaderamente profética, brota una vez más del laicado y no de los medios clericalizados. ¿Quién salvará la esperanza? Detrás de este debate, de repente demasiado sutil, se esconde una cuestión mucho más grave y urgente: el futuro de la esperanza para los hombres y mujeres de hoy en el mundo y en nuestro continente. Al plantear esta pregunta, volvemos al reto que la Vida Consagrada latinoamericana se está planteando con agudeza desde algunos años: volver a una mística con profetismo, volver a encarnar el profetismo en su terruño místico. En efecto, la esperanza no puede ser un discurso de promesas abstractas sino una experiencia de germinación encarnada. La mística es la fundación de toda verdadera esperanza y el combustible del profetismo que la pone en marcha en el hoy de la historia. Lo que nos cuesta, en la Iglesia y la Vida Consagrada de hoy, es hacer una verdadera lectura mística de los signos de los tiempos. Nos cuesta porque, quizás, de alguna manera, estamos entre los beneficiarios, los privilegiados del sistema y nos conviene, aunque no queramos admitirlo, el estatus quo. Cuando el sistema está amenazado por sus propias contradicciones, implícitamente estamos nosotros mismos amenazados como institución. ¡Qué exigente es, para nuestra vida, mirar la realidad, no tanto con nuestros propios ojos, sino con los ojos evangélicos de Dios y desde el Dios del evangelio! Toda coyuntura, en efecto, hasta la más oscura, es propicia para releer el llamado del Señor. La postmodernidad es un tiempo diferente, en este sentido. Ya no se trata de un cuestionamiento agresivo a las incoherencias y ambigüedades del sistema religioso en general, como en los siglos XIX y XX. La postmodernidad es un distanciamiento tranquilo y silencioso respecto al cristianismo clásico y una exploración plural y algo informal de diferentes registros religiosos antiguos y nuevos mezclados. La Nueva Era, a mi parecer, expresa bastante adecuadamente esta búsqueda a la vez mística y cósmica, libre, plural y movediza, tan alejada de nuestras propuestas, tanto doctrinales como institucionales y comunitarias. Leer los signos de los tiempos no consiste en interpretar el nuevo auge religioso potmoderno como una oportunidad de recuperación de los terrenos perdidos en el tiempo de la modernidad, sino como una interpelación a lo nuevo y a la refundación. El reto se encuentra en las capacidades místicas y proféticas de la Iglesia más allá de la supervivencia de estructuras probablemente ya obsoletas. ¿Cuales son, hoy en la Iglesia y en la Vida Consagrada, estas nuevas instancias místicas y proféticas susceptibles de responder adecuadamente a las aspiraciones espirituales de los hombres y mujeres de nuestro tiempo? A esta pregunta existen actualmente dos tipos de respuestas bastante divergentes. Ante el caos postmoderno, donde los valores y las normas parecen haber perdido todo contorno preciso, los sectores más conservadores del catolicismo apuestan por lo que se suele llamar los nuevos (y a veces no tan nuevos) movimientos. Se trata de grupos mixtos, con base laica fuerte pero con ramas clericales y religiosas propias, fuertemente estructurados, con una ideología y una disciplina aparentemente férreas, de lealtad proclamada a la institución eclesial y a su jerarquía. Su estrategia es de conquista o, más bien, de reconquista, considerando a menudo que el pasado reciente fue un desierto en cuanto a evangelización y que ha llegado la hora de la “tabula rasa” para emprender una nueva cruzada dentro del continente. Estos movimientos, que gozan actualmente de la confianza y de las simpatías de la autoridad eclesiástica, se valen de un enorme poder económico originado en las clases dominantes que los componen en su mayoría. Lejos del surgimiento de corte carismático de los años inmediatamente postconciliares, actualmente en fuerte crisis a nivel mundial, se refieren a modelos burgueses en el discurso, la forma y la simbólica en general. Estos movimientos de clase alta han logrado un crecimiento bastante vertiginoso en este continente, católico y a la vez conservador, desde México hasta Perú. Sin lugar a duda, esta corriente tiene en América Latina, y especialmente en el Perú, el viento en popa. ¿Será de este lado que nos llegarán los nuevos aires místicos y proféticos que nos hacen cruelmente falta? Algunos lo piensan y hasta algunos sectores de la Vida Religiosa consideran que hay que comenzar el rescate del barco que se hunde a partir de estos presupuestos, a la vez posmodernos en la forma y trasnochados en el contenido. Dudo fuertemente, personalmente, que esta sea la Buena Noticia que esperamos, a pesar del inmenso y sorprendente éxito de esta corriente, en este momento. Pronostico, más bien, que esta propuesta, mas encarnada en los valores de la sociedad privilegiada que en la profundidad de nuestras tradiciones y culturas, no tardará en chocar con sus propias contradicciones y límites y con la secular resistencia pasiva del mundo popular latino americano bajo todas sus formas. No doy mucho tiempo hasta que esta ola se quiebre en el muelle fuerte de lo andino, de lo negro, de lo popular etc. Más grave: espero que esta estrategia deje transparentar lo más pronto posible sus evidentes incompatibilidades con el Evangelio. Frente al embate de esta nueva cruzada, orquestada desde arriba, quedan como siempre, los pobres. Por cierto, lo que fue el movimiento de opción por los pobres en la huella de la teología de la liberación y sobre todo del Concilio, está hoy en una gravísima derrota.¿Qué queda de la utopía de la inserción de la Vida Religiosa, de la inculturación de la fe y de la espiritualidad? ¿Qué nos queda de la gran esperanza de las comunidades de base? Un pequeño resto de profetas convencidos y significativos, tanto en el mundo popular como entre agentes pastorales y misioneros. Pero un pequeño resto marginado y envejecido, a veces francamente perseguido por los nuevos dueños de la cancha. Conforman una generación reducida de verdaderos santos, pero poco convincentes, para una generación joven insegura y fácilmente seducida por el espejismo de los nuevos movimientos. Indudablemente, la opción por los pobres entra, a nivel eclesial, en una fase de semiclandestinidad, o, por lo menos, de profundo anonimato. Paradójicamente, esta circunstancia es una gracia. Gracia de autocrítica de los que hemos creído, quizás de manera un poco superficial, en esta nueva alba conciliar y latinoamericana de la Iglesia. Es la hora de evaluar, de revisar y, sobre todo, de convertirse. Esta conversión se producirá, a mi manera de entender, en la medida que nos volvemos a situar al lado de los pobres de siempre y renunciamos, gozosos, a los pedazos de poder que habíamos conquistado en el seno de la institución eclesial. La opción nuestra es de cercanía estrecha con los que no tienen ni voz ni poder alguno. El testimonio místico y profético sólo puede surgir de esta impotencia solidaria, de esta resistencia con las víctimas de abajo, de la coherencia estricta de los estilos de vida con los discursos. En estas condiciones, la nueva o renovada opción por los pobres, según la formulación acuñada en la CLAR hace algunos años, es la única alternativa evangélicamente creíble de profetismo y de mística. Pero esto supone una purificación radical, un silenciamiento y un rejuvenecimiento del discipulado, una radicalidad orante, la búsqueda de estilos de vida, profundamente nuevos, y la renuncia total, sin ninguna nostalgia, al poder que todavía es nuestro en este continente con restos sólidos de Cristiandad. Este nuevo surgimiento místico y profético de la Iglesia y de la Vida Consagrada es el único en el que, personalmente, creo. Pero tendrá la lentitud y la profundidad de lo que, sin apariencia humana, germina en el terruño verdadero de la historia de los pueblos. Esta renovada opción por los pobres es, a mi modo de ver, la única salvación de la esperanza si logramos liberarnos de las ideologías que nos encierran y tomar distancia de los escenarios antievangélicos donde se da la batalla de las fuerzas intra eclesiales de hoy en América. Quizás no veamos el advenimiento de lo que, apresuradamente, imaginamos hace unos años como un inminencia del Reino. Pero, desde la cercanía modesta con los preferidos de Dios, los Anawims de esta tierra, lo vislumbraremos con certeza aunque sea de lejos. La esperanza: ¿utopía o nostalgia? Quisiera concluir estas reflexiones, sistematizando algunas de las intuiciones propuestas a lo largo de estas páginas. Con toda evidencia, el desafío de hoy, como de siempre, es anunciar y designar el Reino. Pero ¿de qué Reino hablamos? A lo largo de la historia de la Iglesia siempre se han confrontado dos propuestas. La primera, la más profética, presenta siempre el Reino como horizonte de la historia, proyecto de Dios y de la humanidad, en germen en el corazón de esta misma historia. La otra versión, en constante pugna con esta primera, es de corte más institucional y, de cierta manera, más político. El Reino sería un modelo de sociedad perfecta, inaugurado ya, y casi acabado, para algunos, en la estructura eclesial. Ya no es un horizonte sino un modelo que hay que construir, preservar, recuperar etc. La tensión entre estas dos imágenes de Reino es la que existe entre una utopía, por definición nunca realizada y siempre por realizar, y un modelo nostálgico. Indudablemente, es esta segunda visión que domina el panorama eclesial hoy. Pero intuyo que, precisamente, la actual crisis de la Iglesia y la nuestra como Vida Consagrada es, más bien, una invitación a volver a mirar el horizonte del Reino con todos los riesgos que esta mirada implica en un mundo en turbulencias de valores y discursos. No creo que la salvación sea en una caminata de espalda a la historia y al horizonte evangélico, como lo hacemos hoy con una admirable convicción eclesiástica. Dios siempre está delante. Desde el Éxodo, es el Señor que encabeza la marcha de su pueblo. Cuando se pone atrás es provisionalmente para proteger a Israel. Nunca para retroceder. Esta es, más bien, la tentación permanente y la nostalgia de Egipto, contraria a la voluntad de Dios. La crisis no es motivo para tener miedo y retroceder sino para convertirse y lanzarse en los caminos de la fe, caminos de futuro,.caminos de Dios. Desde Isaías hasta el Apocalipsis, nuestro Dios es aquel que, permanentemente, hace todo nuevo. Nunca restaura lo viejo. Esto mismo, como siempre en la historia de la Salvación, es el dilema y el reto que nos lanza la postmodernidad. Pero, si Dios está delante de su pueblo, también lo que nos adelanta es la prueba pascual. El mar Rojo nos espera, la Cruz nos invita. Como dice la Carta a los Hebreos: “Todavía no hemos sufrido hasta la Sangre”. Talvez sea una de estas horas históricas donde nuestro compromiso radical por Jesús y su evangelio nos exija el martirio. Simón Pedro Arnold o.s.b.