LA ESPERANZA, ACTITUD VITAL

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LA ESPERANZA, ACTITUD VITAL
Esperar es un deber, no un lujo.
Esperar no es soñar,
sino el modo de transformar un sueño en realidad.
¡Felices los que tienen la audacia de soñar
y están dispuestos a pagar el precio necesario
para que su sueño tome cuerpo en la historia de los hombres!
(Card. L. Suenens).
Con este texto del cardenal León Suenens ha abierto la revista Homilética su
número 6/2005 como portada del adviento. Y lo considero un gran acierto porque esta
egregia figura de la Iglesia tuvo que experimentar en su larga vida momentos de
profunda crisis en la cultura occidental sobre la que se cernía la desesperanza, que
también acechó a la Iglesia durante no pocos años después del concilio Vaticano II. Es
decir, estas palabras no son de un teorizador, sino que brotan de una persona que vivió
el ‘don de la esperanza’ en un momento de especial desasosiego ambiental. La
celebración del adviento nos brinda la oportunidad de avivar nuestra esperanza y
profundizar en los motivos en que un cristiano fundamenta su actitud vital esperanzada.
Dios a la espera
Y el primero que hizo gala de “esperanza” fue el mismo Dios que se fió de su
criatura, el hombre libre, y depositó en su más profunda entraña la llama de la esperanza.
Porque si el hombre es “imagen y semejanza de Dios”, lo es también en el fondo
esperanzado que le sostiene en su peregrinaje por este mundo.
La esperanza, común a todo hombre
Espera el adolescente a ser joven para verse libre y triunfar de un modo u otro;
espera el joven ocupar un puesto relevante en la sociedad;
espera el estudiante aprobar el curso;
esperan profesores y estudiantes que termine el curso;
espera uno el fin de semana o el día libre, o las vacaciones, o enamorarse;
espera un enfermo su curación;
y una mujer encinta el nacimiento de su hijo;
un místico espera la unión con Dios y la tardanza se convierte en un tormento,
como en el caso de santa Teresa de Jesús1.
Puede decirse que todo el mundo espera… Puede decirse que “cada persona es lo
que espera” o es “según lo que espera”.
1
Del poema Aspiraciones de vida eterna:
Vivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,
que muero porque no muero (…)
¡Ay qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
Quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero.
Que muero porque no muero.
El hombre contemporáneo, falto de esperanza
A pesar de esta aparente evidencia, el hombre europeo contemporáneo enferma
por falta de esperanza. El soñador no tiene puesto en nuestra sociedad. Pero ¿quién es el
soñador? Cualquiera que suponga un desajuste en el sistema neocapitalista; en el
partido político en que puede militar; en la comunidad u orden religiosa a que pertenece;
en el grupo de amigos con quienes se divierte, etc. Porque si algo cuida todo grupo, una
vez constituido, es ejercer un control omnímodo sobre las personas que lo integran, y la
presión es tal que casi no cabe escapatoria.
El narcótico más potente contra la esperanza es el sistema económico en que
actualmente está moviéndose el mundo occidental y que quiere exportar a todos los
países. Y ¡qué difícil es librarse de sus garras! Y ¡qué a gusto nos movemos religiosos e
instituciones eclesiales en tales garras! Pensar en la huida de este sistema nos produce
un cierto desgarro, porque tememos ser desgarrados.
No es previsible otra revolución en París como la de mayo del 68. Ahora nos
informan, no de revoluciones, sino de a qué revueltas tiene que hacer frente París y otras
ciudades francesas.
Pero este clima de desesperanza ha venido preparado y es cultivado por la
mentalidad posmospoderna que los creyentes no hemos sabido valorar ni evangelizar.
Es más, se ha infiltrado más de lo conveniente en las mismas comunidades religiosas y
la hemos admitido acríticamente como un huésped respetable, porque también conlleva
algunos valores.
Desesperanza en religiosos y comunidades
Este clima de desesperanza se palpa en algunas comunidades religiosas y se
aprecia en el hablar y actitudes de ciertos religiosos. Esa desesperanza se traduce en un
pesimismo visceral, que se camufla con el eufemismo de realismo, aparentemente muy
justificado: falta de vocaciones, abandono de la vida religiosa o sacerdotal, virajes
políticos que sobrevaloramos por identificar la causa de Cristo y de la Iglesia con una
línea política, ordinariamente de derechas… Se oye decir: “¡El mundo está mal! ¡Ay del
mundo!”. No hacemos nuestras las palabras de san Pablo referidas a Abrahán: “Contra
toda esperanza creyó Abrahán que sería padre de muchos pueblos, según se le había
prometido” (Rom 4, 18), más bien adoptamos la actitud derrotista de los discípulos de
Emaús la tarde de la resurrección de Cristo: “Nosotros esperábamos que él fuera el
libertador de Israel. Y, sin embargo, ya hace tres días que ocurrió esto” (Lc 24, 21).
Juan Pablo II: Ecclesia in Europa
El largo pontificado de Juan Pablo II fue pródigo en la publicación de documentos
doctrinales sobre los temas más diversos. Quizá el exceso de documentos nos llevó a
minusvalorarlos y no ver en cada uno de ellos la voz profética de la Iglesia.
Juan Pablo II, a petición de los obispos europeos, dedica la exhortación apostólica
postsinodal, Ecclesia in Europa, a desarrollar el tema de la esperanza, sirviéndose para
su exposición de diversos pasajes del Apocalipsis.
[El Apocalipsis es un libro de consolación que el autor sagrado dirige a la Iglesia
perseguida, y a la cual intenta infundirle valor y esperanza].
En esta exhortación se lee: “El hombre no puede vivir sin esperanza: su vida,
condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable” (Ecclesia in Europa, 10).
Raíces humanas de la esperanza
La esperanza radica en el ser humano como tal, como buscador del bien (Sto.
Tomás de Aquino habla de la esperanza como aspiración al bien arduo, futuro y posible
–ST, 1-2 q. 40–). No debe extrañarnos que Kant considere como una de las cuatro
grandes preguntas filosóficas “qué puedo esperar”. La esperanza, como virtud,
corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre (Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica 1818). Pero si la aspiración a la felicidad es común a
todo hombre, las sendas que se recorren para conseguirla son tan dispares que
fácilmente nos perdemos. De entre las sendas más transitadas en nuestro momento
presente para conseguir la felicidad únicamente voy a hacer mención del presentismo.
El presentismo
Si el presentismo es la gran tentación de todos los tiempos [Tema del “carpe
diem” de la literatura clásica grecolatina, que será asumido posteriormente por los
literatos de otras lenguas. Es el “comamos y bebamos, que mañana moriremos”,
objeción que san Agustín trata de desvirtuar ante los fieles en el Sermón 157].
Actualmente, y en nuestro mundo occidental y europeo, la tentación es mayor por el
equívocamente llamado estado de bienestar y la identificación de placer y felicidad. El
presentismo, como doctrina o actitud, es lo más opuesto al espíritu evangélico, al
mensaje cristiano y, por tanto, a una actitud esperanzada; porque la dimensión
escatológica es consustancial al Reino de Dios, a la Iglesia (Cf. Lumen Gentium 48-51)
y, por consiguiente, también a la vida religiosa. Y la escatología mira al futuro, espera el
cumplimiento de algo –de “las promesas”, de un paraíso, de un mundo mejor–, de la
llegada (presencia ya comenzada) de un rey o señor (y también dios al que se le da
culto), como se entendía originariamente la palabra parusía.
Mirada al interior
Después de lo dicho, ha llegado ya el momento de acercarnos a nuestro corazón
esperanzado o desesperanzado; de entrar en nuestro interior para saborear a la luz de la
fe la presencia del Espíritu de Dios que ha posado el germen de la esperanza en cada
uno de nosotros.
La esperanza se ha simbolizado con un áncora (áncora, en sentido figurado, es lo
que sirve o puede servir de amparo en un peligro o infortunio), lo que interpreto que la
“esperanza” es virtud de los fuertes, que no se arruga ante las contrariedades, que confía
en el futuro. La esperanza cristiana purifica el corazón del hombre y sus intenciones.
Escuchemos lo que escribe san Agustín: “Mírese, pues, cada cual interiormente,
hermanos míos; pésese y examine una por una todas sus obras, todos sus actos, y vea
cuáles hace por pura caridad, sin esperanza de recompensa temporal, sino sólo de las
promesas de Dios y de ver su rostro, porque cuanto Dios te ha prometido nada vale sin
Él. En modo alguno me hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios” (Sermón
158, 7).
Agustín, como persona en búsqueda y como creyente, percibe que no es posible ni
la vida humana ni la cristiana sin el consuelo de la esperanza: “La esperanza es de
necesidad al peregrino; ella endulza el caminar, pues el viajero que se halla fatigado en
el camino sobrelleva su trabajo en espera de llegar al término. Quítale la esperanza de
llegar, y al punto se quebrantan sus fuerzas para andar. Luego la esperanza actual nos es
necesaria para practicar la justicia en nuestra peregrinación” (Ib. 8). A la luz de estas
palabras cabe preguntarse cuál es el término de nuestro viaje. De otra manera: ¿Dónde
dejamos que descanse nuestro corazón “inquieto” o insatisfecho? Porque se necesita un
hambre de Dios para que él venga al encuentro del hombre y se hagan realidad las
palabras del canto de María: “A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los
despide vacíos” (Lc 1, 53).
Esperanza solidaria
Hay un texto en la Escritura sobre la esperanza al que no puedo dejar de referirme
y que os invito a que meditéis y saboreéis. Se trata de Romanos 8, 18-25, en el que san
Pablo hace solidaria a la creación entera de la esperanza de salvación del hombre en
Cristo, al tiempo que subraya las dificultades del tiempo presente para perseverar
fielmente fiándose del que es el autor de la vida, Cristo Jesús, y de sus promesas.
Llamada a la esperanza
“Los hombres de nuestro tiempo a veces se han empobrecido tanto interiormente,
que ni siquiera son capaces de darse cuenta de su propia pobreza. Nuestra época nos
pone ante formas de injusticia y de explotación, ante prevaricaciones egoístas de
personas y grupos, que resultan inauditas. De aquí deriva que en muchos casos se
produzca el oscurecimiento de la esperanza (…).
En esta situación, los consagrados y las consagradas están llamados a ofrecer a la
humanidad desorientada, cansada y sin memoria, testimonios creíbles de la esperanza
cristiana ‘haciendo visible el amor de Dios, que no abandona a nadie’ y ofreciendo ‘al
hombre desorientado razones verdaderas para seguir esperando’ (ib. 8, 4). ‘Si nos
fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo’ -1 Tim 4,
10-” [JUAN PABLO II, Mensaje al Congreso Internacional sobre la vida consagrada, 2].
“Esperar no es un lujo, sino un deber”, y esta es la encomienda que Juan Pablo II,
la Iglesia, hace a los religiosos, no de forma genérica, sino concreta:
- “ofrecer testimonios creíbles de la esperanza cristiana”, no sólo como
religiosos individuales, sino como comunidades eclesiales, lo cual nos debe
llevar a preguntarnos no tanto dónde estamos, sino qué hacemos y sobre todo
cómo lo hacemos;
- “haciendo visible el amor de Dios que no abandona a nadie”: si la Iglesia es
“luz de los pueblos”, cada religioso y comunidad lo debe ser por su especial
consagración; y si la Iglesia no es encarnación viva del amor, de la ternura y
compasión de Dios, no tiene sentido. Análogamente vale para el religioso y
comunidades religiosas;
- “ofrecer al hombre desorientado razones verdaderas para seguir esperando”:
¿Son estas palabras una invitación al estudio? Cabe; pero no podemos olvidar
que la esperanza no se enseña, se contagia; se aviva o se amortigua según la
actitud que mantenga cada cual como persona abierta al futuro siempre
incierto, pero prometedor; y según la actitud que se mantenga como creyente,
porque para éste las palabras del Señor son espíritu y vida.
“¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un
océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El
Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también
hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón
para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos (…) Para ello podemos contar
con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy
a partir animados por la esperanza que no defrauda (Cf. Rom 5, 5)”2.
Oración del esperanzado
Termino ya esta charla con la lectura de un soneto de José Luis Martín Descalzo
que titula El esperanzado y que pertenece a su obra Testamento del Pájaro Solitario:
Sé que voy a perder mi vida. Pero
no importa, seguiré, sigo jugando.
Y, aunque sé que me estoy desmoronando,
voy a esperar, sigo esperando, espero.
¿Dónde quedó mi corazón primero?
¿Dónde el amor que amaneció silbando?
¿Dónde el alegre adolescente? ¿Cuándo
mi alma cambié por este vertedero?
Pero voy a seguir en esta noria
de la esperanza, terco, testarudo.
¡Levantad acta a mi requisitoria!
Tal vez algún día se deshaga el nudo.
Y, si no pudo ser, dirán: “No pudo.
Pero murió a las puertas de la gloria”.
Las Rozas, 3 de diciembre de 2005
2
JUAN PABLO II, El Nuevo Milenio, 58.
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