ESPERANZA. “Antología de textos”. F. Fdez. Carvajal. Pag. 540 Edic. Palabra. Novena Edición. La esperanza se manifiesta a lo largo del Antiguo Testamento como una de las características más esenciales de la piedad del pueblo de Dios. Pero es en los Salmos donde se repite sin cesar la plena confianza en el Señor, origen de toda esperanza. Esta esperanza en el Señor en medio de una angustia infinita es particularmente grandiosa. Jesucristo nos anuncia, en cada página del Evangelio, un mensaje de esperanza. Cristo mismo es nuestra única esperanza. Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Nos ha prometido, ante todo, los bienes celestiales. Por esto esperamos que un día nos conceda la eterna bienaventuranza y, ya ahora, el perdón de los pecados y su gracia. El Señor mismo nos señala que el objeto principal de la esperanza cristiana no son los bienes de esta vida, que la herrumbre y la polilla corroen y los ladrones desentierran y roban, sino los tesoros de la herencia incorruptible, y en primer lugar la felicidad suprema de la posesión eterna de Dios. Como consecuencia, la esperanza se extiende a todos los medios necesarios para alcanzar ese fin. Bajo este aspecto particular, también los bienes terrenales pueden caer bajo el ámbito de la esperanza, pero sólo en la medida y en la manera con que Dios los ordena a nuestra salvación. San Pedro nos dice que la esperanza tiende a la herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible del cielo y se funda en la protección del poder de Dios. Es infundida por Dios en el momento del Bautismo como una disposición e inclinación permanente. Bajo el impulso de la gracia actual será después el principio de aquellos actos que ayudan al hombre, por encima de sus flaquezas y culpas, a superarse continuamente hasta alcanzar el fin supremo. No cae en la desesperación quien padece dificultades y dolor, sino quien no aspira a la vida eterna y el que desespera de alcanzarla. La primera postura viene determinada por la incredulidad o por el excesivo afán en los bienes de esta tierra. Para combatir la desconfianza valen, sobre todo, el recuerdo de las gracias recibidas, la oración, la aceptación serena de la prueba y el humilde reconocimiento de nuestra propia miseria. También se opone a la esperanza la presunción, entendida como temeraria confianza en las propias fuerzas para alcanzar la salvación, como mera espera de la beatitud y del cielo sin la cooperación propia y sin renunciar a la culpa. Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores sean los medios de que se dispone o mayores sean las dificultades. En Lucas (8, 40-56) : en medio de la multitud que se apiña en torno a Jesús, sobresale un jefe de sinagoga. Y este hombre se nos muestra humilde al pedir a Jesús la curación de su hija. Jairo muestra su fe y su humildad postrándose delante de todos ante Jesús. Su hija estaba agonizando cuando la dejó para recibir al Maestro. Cristo, por el contrario, no parece tener prisa. Incluso parece no dar importancia a lo que ocurre en casa de Jairo. Llega Jesús a la casa de Jairo cuando la niña ya había muerto. Ha sucedido lo inevitable. Ya no hay esperanza de salvarla. Jesús ha acudido tarde. Y precisamente ahora, cuando humanamente no queda nada por hacer, cuando todo invita a perder la esperanza, ha llegado la hora de la esperanza sobrenatural. Jesús no llega nunca tarde. Sólo necesita una fe y una esperanza más confiadas. Jesús ha esperado a que se hiciese demasiado tarde, para enseñarnos que la esperanza sobrenatural tiene como cimiento las ruinas del esperar humano y una confianza sin límites en Él, que todo lo puede en todo momento. Nos recuerda nuestra propia vida cuando parece que Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad, y luego nos concede una gracia mucho mayor. Nos recuerda tantos momentos junto al Sagrario en que nos ha parecido oír palabras muy semejantes a estas: No temas, ten sólo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él, dejarle hacer. Más confianza, cuanto menores sea los elementos en que humanamente nos podamos apoyar. El que ha puesto su esperanza en Cristo vive de la esperanza, y lleva ya en sí mismo algo del gozo celestial, pues la esperanza es fuente de alegría y permite soportar con paciencia los sufrimientos; ora confiadamente y con constancia en todas las situaciones y el dolor; trabaja esforzadamente por el reino de Dios, y emplea todas sus fuerzas para lograr su fin eterno, a través de su quehacer humano. La esperanza lleva al abandono en Dios, pues sabe el cristiano que Él cuenta con todas las situaciones por las que ha de pasar nuestra vida: edad, enfermedad. etc. Sabe también que en cada situación tendremos todas las ayudas necesarias para salir adelante. La devoción a la Virgen es la mayor garantía para alcanzar la felicidad a la que hemos sido destinados. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra salvación; por eso la llamamos Spes nostra y Causa nostrae laetitiae, nuestra esperanza y causa de nuestra felicidad. El santo temor de Dios perfecciona la virtud de la esperanza. Por la esperanza anhelamos vivamente alcanzar la posesión de Dios; el temor nos lleva a evitar la dolorosa pérdida de Dios. La confianza en Dios y su inquebrantable firmeza no son anuladas por el temor. El santo temor de Dios hunde sus raíces en la insegura y defectible cooperación del hombre a los designios divinos. Precisamente la consideración de las debilidades humanas nos ayuda a poner toda nuestra confianza en Dios y a buscar tenazmente el apoyo de su gracia.