“Ha resucitado Cristo mi esperanza”

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“El primer día de la semana”
(Jn 20,1)
Homilía de Pascua
Catedral de Mar del Plata, domingo 31 de marzo de 2013
Queridos hermanos:
El día de Pascua es una fiesta de incontenible y contagiosa alegría. Es la
fiesta mayor de los cristianos. Como dice el Salmo 118: “Éste es el día que
hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él” (Sal 118,24). Se trata
del día en que Dios obró la mayor de las maravillas. La resurrección de
Cristo es, en efecto, un prodigio superior al de la creación del universo y
mayor que todas las maravillas de la historia de la salvación.
Al hacerse hombre y venir a este mundo, Cristo mostró la solidaridad de
Dios con los hombres. Quiso compartir nuestra condición humana y la
experimentó hasta el final. Descendió a lo más hondo de la oscuridad y los
dolores de los hombres. Después de su pasión y muerte en la cruz, Cristo
resucita victorioso del sepulcro. La muerte ya no tiene más dominio sobre
él. Dios Padre lo resucitó al tercer día por el poder del Espíritu Santo. Y así
nos hizo compartir su triunfo.
Y con su resurrección también venció nuestra muerte. Por eso, con el
apóstol San Pablo podemos decir: “La muerte ha sido vencida. ¿Dónde
está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón? Porque lo que provoca la
muerte es el pecado y lo que da fuerza al pecado es la ley. ¡Demos gracias a
Dios, que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1Cor
15,54-57).
Este es el mensaje central de nuestra fe cristiana. Esto es lo que tenemos
para decir al mundo: Dios nos ama y nos salva a través de Cristo humillado
por nosotros y glorificado para llenarnos de esperanza. “Él fue entregado
por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (4,25)
Se trata de una novedad absoluta, donde la dignidad del hombre queda
para siempre afirmada y el universo se eleva al vértice supremo de su
perfección.
¿De qué manera más alta, en efecto, podría proclamarse la dignidad del
hombre sino mediante la encarnación redentora del Hijo de Dios? Él vino a
este mundo para devolver al hombre la dignidad primera perdida por el
pecado, y conducirlo al estado de gloria para el cual había sido creado.
Asumió nuestra condición humana marcada por el límite propio de lo
creado y por las condiciones de humillación que le añadió el primer
pecado. Así, desde el interior de la condición humana, habiendo asumido
por amor lo nuestro, venció con su amor humano y divino el desamor del
pecado, y triunfó sobre sus consecuencias y sobre la misma muerte.
Asumió lo nuestro para darnos lo suyo. Cristo resucitado “ya no muere
más” (Rom 6,9). Su resurrección es para nosotros garantía de esperanza
cierta. Así lo enseña San Pablo: “Ya que ustedes han resucitado con Cristo,
busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios.
Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la
tierra. Porque ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con
Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces
ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria” (Col 3,1-4).
Si el hombre es un microcosmos que recapitula la perfección del
universo visible, cuando el Hijo de Dios se hace hombre el universo en Él
alcanza la suprema perfección y dignidad posibles.
Hemos comenzado esta celebración con la aspersión del agua, rito que
nos recuerda nuestra renovación espiritual por el agua del Bautismo. El día
de Pascua debemos hacer memoria del don inmenso de nuestra
incorporación a Cristo y a la Iglesia, y de nuestro compromiso de ser
mediante nuestro ejemplo de vida y el testimonio de nuestras palabras,
difusores de la fragancia de Cristo en medio de la sociedad.
En este “año de la fe” la Iglesia nos convoca de manera especial a la
misión, bajo la guía de los pastores de nuestras comunidades. Todos
tenemos algo importante para hacer. Debemos entender que la Iglesia como
institución no es un fin en sí misma, sino que existe para evangelizar. Si
estamos atentos descubriremos nuestro papel de activa colaboración. La
consigna del momento es salir. Salir a nuestras periferias empobrecidas.
Salir a nuestras periferias existenciales del dolor, de la soledad, de la droga,
de la enfermedad, de las cárceles, del pecado en sus mil variadas formas.
El signo dominante en esta celebración es el cirio pascual que hemos
encendido en la solemne vigilia. Su luz hermosa es símbolo de Cristo
resucitado. Él nos ha dicho: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12). Pero
también nos ha dicho: “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar
una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una
lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el
candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar
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ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos
vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,1416).
En la liturgia bautismal la Iglesia nos recuerda que nos cabe la misión
de conservar, alimentar y propagar esta luz. Nuestra sociedad necesita de
esta luz. Hemos contemplado con gozo la legítima euforia que ha
despertado en todas partes la elección de un Papa surgido de nuestra tierra.
Los Obispos y sacerdotes descubrimos algunos signos de conversión y de
entusiasmo renovado. ¡Cómo no alegrarnos por ello!
Pero no podemos quedarnos en la superficie. La fecundidad del
cristianismo en la sociedad debe mostrarse en la renovación y conversión
de nuestra mentalidad; debe verificarse en el compromiso de lucha porque
nuestros valores e ideales estén primero presentes en nuestra alma y en
nuestra conducta. Desde allí descenderán poco a poco a los hábitos
mentales de nuestra cultura.
La comunión del día de Pascua no puede ser rutinaria. Nunca debe
serlo. Pero al comulgar hoy con el Cuerpo inmolado y glorioso de Cristo,
debemos sentir una llamada poderosa a incorporar en nuestras vidas una
renovada visión de fe, un renacimiento en la esperanza, un nuevo ardor en
la caridad.
Que la Virgen María, madre de Jesús resucitado, ejemplar de la Iglesia y
modelo de esperanza, les enseñe el camino de la fidelidad para compartir
como ella la gloria de la resurrección. ¡Feliz Pascua para todos ustedes!
Con mi bendición de padre y pastor.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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