los bellos juegos de mi infancia - PUC-SP

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LOS BELLOS JUEGOS DE MI INFANCIA
Luz Eide Romero
En aquellos días lejanos, la alegría, la creatividad propia de la infancia eran la materia
prima de nuestros juegos. La falta de juguetes convencionales nos permitió a los niños de
entonces, reconocer el mundo con nuestra propia imaginación y los pocos materiales y
objetos en desuso que por inservibles pasaban a ser elementos esenciales de los juegos
que no solo no divertías sino que integrábamos a nuestras labores diarias, pues desde los
siete años, teníamos “uso de razón” y por tanto, teníamos que cumplir no solo con las
tareas del colegio, sino con labores del hogar.
Con mis dos hermanos y mi hermana mayor, principalmente, y algunas veces con niños
vecinos que eran nuestros amigos, nos inventábamos toda clase de juegos que ahora al
recordarlos me sorprende al ver lo creativos e inquietos que éramos, y a la vez siento la
melancolía de saber que en esos tiempos, con tan pocas cosas éramos tan felices, porque
podíamos experimentar la felicidad que se encuentra en la simpleza de la vida.
Era tan claro el principio de ser felices con lo que teníamos, que el hecho de tener los
juguetes convencionales no era importante; igualmente nuestros juegos en su mayoría no
eran convencionales. Por ejemplo, a los once años, unas monjas nos regalaron a mi
hermana ya mí una muñeca de trapo, que jamás fue muñeca porque muy pronto se
convirtió en un juguete de todos, casi una pelota, que terminó enredada en los cables
eléctricos de la calle.
Ese recuerdo me lleva a las pelotas de trapo, que elaborábamos para jugar ponchados y
otros juegos parecidos al béisbol; en algunas ocasiones era necesario ponerle un corazón
de piedra a la pelota, para que “el ponchado” no negara la efectividad del pelotazo,
pues éramos muy ágiles y al que le tocaba ponchar le aburría estar mucho tiempo quieto.
En el colegio teníamos además, una pelota de letras que rebotaba en la pared y hacia que
la jugadora, pues era especial para niñas, desplegara habilidades físicas como: con una
mano con la otra, en un pie, con el otro, media, vuelta entera a la derecha, a la izquierda,
agachada, etc.
Además de las pelotas, otro juego interesante era saltar la cuerda: Cuerdas como lazos,
cabuyas y sogas se encontraban en todas partes de la casa, pues teníamos una tienda y
servían para atar, empacar, tender o asegurar cosas. En nuestro caso servían para dar
saltos individuales o en grupo en diferentes modalidades: con las letras del alfabeto, la 21,
la candela, la centena, etc. También servían para armar columpios parecidos a los que
había en el parque cercano. Recuerdo que un día armamos un columpio atado de un
tronco que se sostenía en los dos extremos en una esquina de la terraza que daba al patio.
Por supuesto, era muy inseguro mecerse en él, pero el juego me sedujo y cuando estaba
bien impulsada, cayó el palo con el columpio y conmigo. Fue uno de los golpes más fuertes
que he sentido. Casi quede inconsciente. Mi madre corrió a recogerme y atenderme. Mi
papá furioso la apartó diciendo: ¡Déjela! ¡Quien le manda hacer eso!..
Otro juego especial, era el aro que estaba ligado a las celebraciones decembrinas. Cada
ocho de diciembre por tradición y en honor a la virgen, no prendíamos faroles ni velas,
sino que quemábamos llantas viejas de carros que encontrábamos en la calle. La
diversión empezaba en el momento de la quema: saltar sobre el fuego, sobre todo cuando
estaba más alto era un reto duro, y entre más difícil fuera hacerlo nos sentíamos más
motivados. Al terminar la quema, nos quedaban los aros que eran irrompibles y con ellos
apostábamos carreras en varias modalidades: con palo, sin palo, con perro, sin perro, en
bajada, en subida, etc. Si teníamos que caminar lejos, el aro era nuestra compañía.
Igualmente, nos divertíamos con nuestro juguete vivo favorito que era un perro negro que
nos regalaron siendo cachorrito y nuestra madre le puso de nombre Pekín. Era un lindo
animal de una mezcla entre las razas de pastor alemán y chandoso; fue y ha sido hasta
ahora, el perro más inteligente que he conocido. Ejercía funciones de juguete, celador,
medio de transporte, maletero y sobre todo acompañante. Iba con nosotros llevando la
maleta en el hocico y nos dejaba en la puerta del colegio. Regresaba a la casa y cuando
eran las 12:00 m sonaba un buitrón como alarma en una fabrica cercana que anunciaba la
hora del almuerzo para los trabajadores. Pekín se despertaba e iba al colegio a recogernos
caminando unas doce cuadras de distancia. Era tan inteligente que cuando necesitábamos
subir a un bus, él se subía por la puerta de atrás y se escondía debajo de una silla del bus
para que el conductor no se diera cuenta. Fue uno de los pocos que sintió la despedida de
la abuela, cuando falleció a muchos kilómetros de distancia y una noche vino a
despedirse de nosotros y el perro y con aullidos lastimeros la saludó.
Un deporte- juego que practicábamos mucho era el subir a los arboles . Nuestra familia
proviene de un pequeño pueblo del norte de Boyacá y desde muy temprana edad mi papá
nos había despertado nuestra vocación de micos, construyendo una casa en un árbol y
para nosotros era normal subirnos a los árboles más altos; a veces lo difícil era bajarnos.
Recuerdo mucho que en primera casa paterna de Bogotá, existía un solar en la parte de
atrás de la casa y en él había un árbol especial llamado arboloco porque crecía
desmesuradamente; en él practicábamos el descenso a gran velocidad, tipo bomberos,
sobre todo cuando nuestra madre aparecía en la esquina próxima y nos acordábamos al
verla que nos había dejado tareas y que habíamos gastado todo el tiempo jugando en la
terraza de la casa; ella llegaba con la correa en la mano y todos los vecinos salían a correr
por la puerta de atrás de la casa, después de haber descendido por el arboloco. Un día me
quedé de últimas en la terraza y no pude bajar por el árbol pues había muchos niños y se
habían demorado en bajar. Cuando me di cuenta, mi madre subía por las escaleras. Ella
empezó a perseguirme por toda la terraza y cuando me cerco en una esquina, donde ya
no podía correr más, salte a la calle. Mi madre quedo tan asombrada que olvidó pegarme.
Otro deporte-juego que ahora es popular, pero, en ese tiempo no tenía nombre era el
montañismo. En excursiones del colegio y como resultado de nuestra propia cosecha,
recorrimos y exploramos montañas, valles y ríos cercanos a la ciudad, con anécdotas
propias de estos menesteres.
Un juego interesante, sobre todo en épocas decembrinas era el juego con pólvora; en esa
época no era ilegal y nuestro papá nos compraba pitos, buscaniguas, volcanes, luces de
bengala triki trakes, totes, etc. Con ellos armábamos castillos, caminos del diablo o los
potenciábamos haciéndolos explotar en los tarros de leche condensada.
Toque y cuarta: Como las calles no eran pavimentadas, siempre tenía piedras, así que
elegíamos cuidadosamente las más bonitas y cuando íbamos para el colegio o hacer un
mandado, un jugador la tiraba su piedra al frente lo más lejos posible. El segundo jugador,
tiraba la suya intentando pegarle o quedar cerca. Admitía cualquier número de jugadores.
Ganaba el que atinaba a pegarle la primera piedra lanzada o la piedra que quedaba a
una cuarta o geme (La extensión total de la mano) de la piedra tirada al comienzo.
Un día le regalaron a nuestro papa una bicicleta panadera grande, negra, pesada y
destartalada, no tenía frenos y la dirección no era ecualizable. Se convirtió en nuestro
juguete favorito por un buen tiempo. Como éramos cuatro, los domingos nos turnábamos
para salir a dar una vuelta a la ciudad. En ese entonces, no habían ciclo rutas ni mucho
menos, peor las calles de la ciudad estaban vacías de carros y una podía hacer un
recorrido extenso por los barrios circunvecinos. Mientras uno de nosotros iba a hacer su
tour, los otros hacíamos los oficios de la casa y las tareas. Lo mejor fue cuando nos
aburrimos de este ritmo y le pusimos el acelerador. Vivíamos en una casa donde las calles
laterales eran muy empinadas, es decir eran de 60 grados o más de inclinación. Recuerdo
que hacíamos retos como el de impulsar la bicicleta con tres pedalazos iniciales y lanzarse
cuesta abajo. Lógicamente como la bicicleta no tenía frenos, tocaba frenar con las suelas
de los zapatos o como decía nuestra madre “con el freno de poste”. Esas mismas calles
eran nuestra pista favorita para los carritos esferados y las patinetas que nosotros mismos
fabricábamos con tablas de madera y balineras. Un día, como cosa rara en estos barrios,
pavimentaron las calles y pusieron una ruta de buses que terminó con nuestras
competencias, pues estuvimos a punto de ser arrollados por esos intrusos que invadieron
nuestro espacio recreativo.
Son tantos juegos que quedan sin mencionar como las rondas que cantábamos en el
colegio ( la tía Mónica, los maderos de San Juan, etc.).; los juegos tradicionales ( la gallina
ciega, las escondidas, la lleva, la golosa, el gato y el ratón, el puente está quebrado, el
lobo, materile, congelados, soldadito libertador, etc.; triqui, conectar números, stop y
juegos de palabras y de canciones, etc.); los juegos para asustar a otros (con sonidos,
imágenes o cualquier objeto oscuro y feo). O, los juegos de habilidad (el trompo, el yo-yo,
la coca, el retirar lápices sin mover los otros, las canicas, la cuerda en los dedos) y el
juego con tapas de cerveza que con la ayuda de cáscaras de naranja se constituía en un
carrito de carreras en miniatura cuya pista era el sardinel de la calle. O la elevada de
cometas y globos que nosotros mismos elaborábamos.
Juegos… bellos juegos de mi infancia que hoy, luego del largo camino, al mirar atrás , me
emociona recordarlos, describirlos y sobre todo, compartirlos con mi hijo, quien digno
representante de la generación de los cibernautas y que ha tenido toda clase de juguetes,
está gratamente sorprendido de los juegos y me ha dicho que le hubiera gustado vivir en
esa época.
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