“Un nuevo Pentecostés” Homilía de Pentecostés Domingo 12 de junio de 2011 Catedral de Mar del Plata Queridos hermanos: Estamos celebrando la solemnidad de Pentecostés que es una de las fiestas mayores del año litúrgico. Recordamos lo sucedido en los orígenes de la Iglesia, en la mañana de aquel domingo, cincuenta días después de la Resurrección del Señor. Pero lo hacemos orando y celebrando con profunda fe, para que aquel misterio se actualice hoy. De esta fiesta decimos que es el fruto maduro de la Pascua, porque en aquel día Jesús cumplió su promesa de enviar el Espíritu Santo, el mismo Espíritu que lo resucitó de entre los muertos y que ese día vino a sus discípulos con la riqueza de sus dones para renovarlos, para iluminarlos y darles a entender más a fondo sus enseñanzas; para que sintieran el gusto por las cosas de Dios; para darles coraje y quitarles el miedo de enfrentar la oposición del mundo ante el anuncio del Evangelio; para llenarlos de nuevas fuerzas. También decimos que es la fiesta de la Iglesia, porque fue entonces que la comunidad primitiva de los seguidores de Jesús se manifestó ante el mundo y el Evangelio comenzó a ser predicado a todas las gentes, en todas las lenguas y naciones. Los apóstoles presididos por Pedro, y los demás discípulos, se mostraron como una comunidad que daba testimonio de la resurrección de Jesús y de la verdad de su Evangelio. Aparecieron como el nuevo Pueblo de Dios, familia de los hijos de Dios, redimidos por Cristo y ungidos con el Espíritu Santo. Predicaban con sus palabras y más todavía con la fuerza de su ejemplo. Ahora que Jesús ya no estaba físicamente con ellos, lo sentían más presente que nunca. Se cumplía, de este modo, lo que el Maestro les había dicho: “Les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré” (Jn 16,7). Hace unos años, el documento de Aparecida, elaborado por los representantes de los obispos de América Latina y el Caribe, nos decía: “Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo. Esperamos un nuevo Pentecostés que nos libre de la fatiga, de la desilusión, la acomodación al ambiente; una venida del Espíritu que renueve nuestra alegría y nuestra esperanza. Por eso se volverá imperioso asegurar cálidos espacios de oración comunitaria que alimenten el fuego de un ardor incontenible y hagan posible un atractivo testimonio de unidad «para que el mundo crea» (Jn 17,21)” (DA 362). Sí, necesitamos un nuevo Pentecostés que nos sacuda, que impida que nos instalemos “en la comodidad, en el estancamiento y en la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del Continente” (DA 362). Necesitamos que el Espíritu venga sin cesar a nuestras vidas para vencer la tentación, para perseverar en las buenas obras, para ir en sentido contrario a la gran corriente del mundo, como supieron ir las primeras generaciones de los mártires cristianos. Vivimos tiempos donde hay un fuerte oleaje de nuevas formas de paganismo, que no sólo es anticristiano, sino profundamente inhumano. En la televisión y la radio, en el periodismo escrito de diarios y revistas, en la enseñanza escolar y en la cátedra universitaria, se alzan voces de fuerte crítica y ataque frontal a los valores cristianos, valores que son en realidad sencillamente humanos. El mencionado documento de Aparecida, decía con lucidez: “… los jóvenes son víctimas de la influencia negativa de la cultura postmoderna, especialmente en los medios de comunicación social, trayendo consigo la fragmentación de la personalidad, la incapacidad de asumir compromisos definitivos, la ausencia de madurez humana, el debilitamiento de la identidad espiritual, entre otros, que dificultan el proceso de formación de auténticos discípulos y misioneros” (DA 318). En coincidencia con este Domingo de Pentecostés, las comunidades cristianas realizamos hoy en todos los rincones de la patria la colecta anual de Caritas. El lema de este año dice: “Pobreza cero, compromiso de todos”. Si el Espíritu Santo nos impulsa a la misión y al testimonio, sabemos que el amor puro y desinteresado hacia el prójimo es el signo distintivo de los seguidores de Jesús. Él dice en el Evangelio: “Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,35-36). Al comentar estas palabras de Jesús, el Beato papa Juan Pablo II, nos decía al comienzo del tercer milenio: “Sobre esta página la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia” (NMI 49). El Espíritu Santo descendió sobre la Iglesia en Pentecostés, como “luz de los corazones” y como fuerza poderosa para la renovación del mundo. Y él sigue viniendo a la Iglesia y hacia cada uno de nosotros para iluminarnos, a fin de que tengamos ojos capaces de descubrir las múltiples formas de presencia de Cristo entre los hombres. Jesús se hace presente en el sacramento eucarístico por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo. Esta es su presencia real por excelencia. Pero esta presencia que es obra del Espíritu Santo nos orienta a descubrirlo presente también en el prójimo que necesita de nuestra ayuda solidaria. En el día de hoy debemos dejarnos renovar en el entusiasmo de ser discípulos de Jesús y, por tanto, debemos enardecernos en el impulso hacia un testimonio de caridad, que siempre es más elocuente que las palabras. Nos sentimos acompañados por la presencia maternal de la Virgen María, la madre de Jesús, que es también nuestra madre. A ella la reconocemos y honramos como madre 2 y modelo de la Iglesia. Ella implora con nosotros y para nosotros la venida del mismo Espíritu que a ella la convirtió en Madre virginal de su Hijo Jesucristo, el Salvador de todos los hombres. Con ella y para toda la Iglesia pedimos un nuevo Pentecostés. ¿En qué mejor compañía podríamos estar este día, alentando nuestra oración e invocando la venida del Espíritu Santo, si no es la madre de Jesús? Ella, por su concepción inmaculada, ha sido “plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo” (LG 56). Llamada a engendrar físicamente al Salvador, se convirtió en madre de Cristo por obra del Espíritu y, mediante su consentimiento de fe a la voluntad divina, se convirtió en la puerta por donde la salvación entró en nuestro mundo. Ella entendió su vida como servicio de su Hijo. Fue su primera y mejor discípula, y en ella encontramos el modelo acabado de docilidad al Espíritu Santo. Como enseña el Concilio Vaticano II: “Por eso también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles” (LG 65). Lo que sucedió en María en la Anunciación, fue un anticipo de lo que sucedería en toda la Iglesia en Pentecostés. Y lo que fue obrado en ella sigue siendo el modelo de lo que acontece también en el Pentecostés permanente de la Iglesia a lo largo de los siglos, en la historia de santidad. El misterio de Pentecostés puede acontecer también este noche, si imitamos la fe de la Virgen y, dóciles al Espíritu, abrimos de par en par las puertas de nuestro corazón a la Palabra divina. Como nuevo obispo de esta querida diócesis de Mar del Plata imploro sobre ustedes los dones del Espíritu Santo. ¡Feliz Pentecostés! + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3