l 2º Premio de Relato. Certamen Carpio del Tajo 2008. UN IMPRECISO AUGURIO ¡Qué tarde de calor…! Parecía como si todo estuviera a punto de ser devorado por un descomunal incendio. El hueco de la ventana preservaba la estancia del aliento volcánico que hacía languidecer las hojas de los arbustos del jardín y con beso de lava encendía las aceras y la chapa de los vehículos aparcados fuera de los escasos refugios de sombra. Daba la sensación de que si se utilizaba el mechero para prender un cigarrillo el aire sobrecalentado de la habitación podía inflamarse al contacto de la llama. Cualquier movimiento resultaba penoso en aquella atmósfera propia de la antesala del infierno. Sólo un puñado de moscas parecían sentirse a su gusto y no cesaban de revolotear inquietas e inquietantes a través del pequeño espacio, poniendo en su vuelo como un imaginario crepitar en la cabeza enervada y sudorosa de Andrés, quien, a esa hora del día trataba de soslayar la situación tendido sobre la cama, inmóvil con los brazos extendidos e intentando alejar su pensamiento del persistente sonido de los insectos que acudían a saciarse con los efluvios de su piel. Para colmo, en mitad de la pared que quedaba al lado de la puerta, la pintura de un cuadro representaba un sangriento atardecer, como si el cielo se hubiera llenado de heridas, contrastando con las oscuras rocas de un amenazante acantilado que confería al conjunto pictórico una carga de pesimismo e inquietud. ¡Qué agobiante calor…! Giró el cuerpo sobre la cama y, ladeado sobre la parte izquierda del mismo, extendió el brazo hasta alcanzar con los dedos el bolso aislante que usaba como nevera, en el que antes de subir a la habitación había puesto una bolsa de cubitos de hielo y dos botes de cerveza, adquirido todo en la tienda de una cercana gasolinera. Tomó uno de los botes, cerró la cremallera del bolso y se dispuso a disfrutar de la agradable bebida. Antes de tirar de la anilla que abría el refrescante líquido observó como al contacto del aire se habían formado ya una multitud de gotitas de agua sobre la superficie del recipiente de cerveza, como esa humedad que se queda depositada sobre las superficies sólidas en las horas de niebla , esta reflexión y el tacto de su mano sobre el frío de la bebida le sumergió en recuerdos de una trágica experiencia. Su mente retrocedió hasta siete meses atrás, un día húmedo, frío y desapacible, tan distinto al que ahora le angustiaba, pero tan cercano por la intensidad de lo ocurrido, que parecía no haber pasado el tiempo desde aquella fecha. Tenía la sensación de haberse quedado encerrado en una burbuja que le separaba de los sucesos que desde entonces habían acontecido o, al menos, amortiguaba todas las situaciones de su entorno manteniéndole en un grado de ingravidez sensorial. Estaban los recuerdos tan nítidos como si hubiera sido un sueño del que acabara de despertar… y ¡ojalá hubiera sido así…! Aquella mañana, Andrés, después de terminar su turno en la imponente presa que abastecía de electricidad a la capital y varias ciudades más, se sentía despejado y eufórico, había sido un turno tranquilo lo que le permitió descansar casi todo el mismo, exceptuando los tiempos para realizar los trabajos de rutina. Se acomodó en su vehículo, alcanzó la última rotonda de la vía que llevaba a la central y allí decidió tomar la carretera comarcal para ir a su vivienda, una casita coquetona situada en un precioso paraje tranquilo y solitario. Podía haber cogido la autopista de peaje, ahorraba tiempo, pero tenía cuatro días por delante para relajarse y, rechazando la prisa, decidió ir rodeando el enorme embalse… Mientras avanzaba la atmósfera se tornó brumosa, los eucaliptos y pinos que abrazaban el asfalto parecían carecer de final, sus picos se perdían entre la densa niebla que, al adherirse sobre el pavimento confería a la carretera un aspecto acharolado, y del lago artificial parecía llegar una masa esponjosa y flácida, sin horizonte. Sintió cierta animadversión hacia el lugar y una espontánea inquietud… Instintivamente supo que debía haber tomado la autopista, y el presentimiento de algo desagradable le llevó a reducir la velocidad y centrar toda su atención en los escasos metros de oscuro asfalto que le introducían en el mundo de tiniebla y quietud, temiendo que su intranquilidad viniera de algo fortuito que pudiera surgir: para que arriesgarse si afortunadamente ya quedaba poco. Sabía que el agua, aunque disimulada por la maleza, estaba a escasos metros del arcén y que un imprevisto podía hacerle desaparecer en su seno, y, con aquella niebla … En esto apareció otro vehículo que, como un diablo rojo y veloz, ocupando la calzada y casi echándosele encima, se cruzó a una enorme velocidad: fue algo rápido e inesperado que le sobresaltó. “Qué locura, y según esta el día, menos mal que no nos hemos encontrado en una curva…”, pensó Andrés, y se afianzó más en él un presentimiento de temor. No podía dejar de percibir el pálpito que había sentido unos kilómetros atrás. Cinco minutos después estaba ante el portal de la vivienda, la puerta se hallaba abierta; sin duda Leonor habría entrado una brazada de leña y no pudo cerrarla; cruzó el umbral y se dispuso a sorprenderla… En el centro de la estancia reconoció su cuerpo inmóvil tendido en el suelo. Sobre el verde color del “cuello de cisne” dos rojas amapolas aún calientes extendían el fluido de sus pétalos sobre el inerte pecho. Junto a su mano derecha el reloj de sobremesa sobre un basamento de mármol, con el que había intentado defenderse y golpear a su asesino, tenía el cristal roto; las agujas se había quedado detenidas en el tiempo diez minutos antes de su llegada.