Irina se levantó tan temprano que le parecía que no

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IRINA
Irina se levantó tan temprano que le parecía que no había dormido. Era
una de las cosas que más odiaba, junto con todos los ‘Reyes Magos’ que
no le habían llegado jamás y no sabía bien por qué.
Pero era sólo una sensación de niña. Había tenido sus ocho horas de
sueño, como todos, y si no las había aprovechado, no era problema de
los demás.
Los mayores estaban en la vuelta desde hacía ya mucho rato, e Irina no
comprendía cuál era la gracia de que el sol los encontrara trajinando
cuando se asomara. ¡Si no había nada más lindo que ser despertado por
las cosquillas de los rayitos juguetones que se colaban por la esterilla
de paja!
“La gente grande es tona” decidió; y sintiéndose francamente
recompensada por el poder del insulto silencioso, comenzó la tarea de
vestirse para asomarse ella al nuevo día.
“Tontos, tontos, tontos” repetía, metiendo el correspondiente botoncito
en su ojalito. Entonces le apareció la primera sonrisa del día. “Más que
tontos, ¡idiotas!” Y comenzó a sentirse feliz en su impunidad de
pensamientos.
Cuando llegó a las hebillas de sus toscos zapatos ya casi se le había
diluido la rabia, ayudada por el perfecto olor de un desayuno que la
madre estaba depositando en la mesa. ¡Había que apurarse, porque le
podían birlar su cuota de mermelada de peras! Y una queja podía venir
acompañada de un fuerte coscorrón; dependía todo de cómo madre se
hubiese levantado hoy.
Juntó coraje con un largo suspiro y enfrentó el aire frío de la mañana
que le mordió los cachetes y, después de dar los ‘buenos días’ generales,
observando furtivamente que nadie le prestase atención, peleó con el
agua de la palangana sometiendo sólo sus dos ojos a los helados dedos
de la lavada. Con que no le quedara ninguna lagaña, ya estaba su
misión cumplida; siempre y cuando madre no la viese o cayera bajo la
delación de alguna de sus hermanas… entonces la cosa cambiaba.
Estuviese haciendo lo que estuviese haciendo, madre lo suspendía y,
arremolinando delantales y ensordeciendo la mañana, procedía al
lavado minucioso de la descubierta. Irina amagaba un paso atrás pero
sólo quedaba en el amague, ya que no sabía cómo madre lograba llegar
antes de que ella reaccionara y, colocándole la mano izquierda en la
base trasera del cuello, la giraba, en un solo movimiento, hasta
enfrentarle los ojos con el agua clara y helada de la primorosa
palangana. Era entonces que la mano derecha, cómplice de ese líquido
horrible, comenzaba a lavar, hurgar, refregar, ahuyentar cada sueño
posiblemente aún prendido de alguna pestaña. Y lo lograba.
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El despertar era inmediato y desagradable. Y si en el runrún de
rezongos maternos los ojos descubrían la mínima sospechosa mácula
en el cuello aprisionado o en las orejas, allá marchaban ellos también al
escarnio del aseo indiscutible. La mano derecha también acercaba la
toalla blanca y raspante cuando consideraba terminada la tarea, y luego
de una raspada rápida y general, la entregaba a la sometida para
finalizar el secado; allí la mano izquierda aflojaba la presión y se
marchaba, llevando a madre a las tareas abandonadas por un instante.
Quedaba, entonces, una niña limpia, sepultando la cara en la toalla
donde, en realidad, escondía la rabia de haber sido descubierta y
sometida a la limpieza hiriente frente a las hermanas que reían y le
hacían burlas de lengua afuera, detrás de los árboles, al amparo de las
miradas de madre y padre. La única fuerza era saber que eso no
terminaría allí, y la revancha sería tomada en cualquier otro momento
del día. La imagen exacta era la de una gatita sorprendida en su buena
fe y arrojada al agua detestable, de tanto que la muchachita agitaba su
cabeza e intentaba, con la toalla, recuperar algo de la tibieza arrancada
en la prolija lavada materna.
Pero nada de eso sucedió esa mañana. Pudo Irina desprender sus
lagañas sólo con la punta de su único dedo húmedo, logrando que ni
una sola gota de agua helada le tocara otro punto de su dormidita cara.
Tampoco sus hermanas estaban a la pesca de posibles delaciones a las
violaciones de las reglas maternas. ¿Qué estaba pasando?
La curiosidad la hizo despertarse del todo y vio, entonces, que sus
hermanas la llamaban, escondidas detrás del aljibe, al lado del calentito
horno del pan.
San Guebrel (Fragmento I)
© Katia Engler
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