La Herida del Otro Luigino Bruni Si, en otras palabras, para ser feliz tengo necesidad de amigos y de reciprocidad, entonces la vida feliz tiene una naturaleza ambivalente: el otro es para mi alegría y dolor, la única posibilidad para una verdadera felicidad, pero también aquél o aquella de quien depende mi felicidad. La vida buena, la bendición, depende entonces de los otros que, sin embargo, pueden herirme. La vida en común, la communitas, lleva inscripto en su carne el signo del sufrimiento. El mundo judaico nos recuerda, con algunos grandes símbolos y mitos contenidos sobre todo (pero no solo) en el Génesis, que el otro es bendición (porque sin él no puedo ser feliz), pero es también el que me hiere, y a quien yo también hiero (la herida, como la bendición, tiene siempre una naturaleza recíproca). La idea de bien común en el Occidente premoderno no se asociaba a una suma de intereses privados; comportaba más bien, por decirlo de algún modo, una sustracción: solamente renunciando y arriesgando algo de lo propio, del bien privado, se podía construir lo nuestro, el bien común, que por lo tanto era común porque no pertenecía a nadie. Reciprocidad. El juego base de tales experimentos es el trust – game, donde un sujeto, A, recibe del experimentador una suma de dinero (por ej. $ 10) y puede donarla al otro jugador, B, o quedársela. Si A confía y dona, la suma se multiplica (por ej. por 3) y B decide si dar a su vez y cuánto a A. Según la teoría económica estándar, en el juego existe un solo equilibrio: A retiene para sí la suma de dinero y el juego se termina después de la primera movida. En cambio, la evidencia experimental demuestra que más de la mitad de los A confían y donan el dinero a los B, los cuales, en la mayoría de los casos a su vez donan una parte (X) de la suma a los A. B responde a A premiando a su cargo la confianza recibida, su kindness (bondad o benevolencia). Se premia o se castiga al otro jugador sobre la base de la certeza de que el otro ha actuado (o no actuado) correctamente (fair, justo) con respecto a nosotros. Por lo tanto, en este abordaje, intentons matter, es decir, las intenciones importan. Otro juego importante muy utilizado es el ultimátum game. A recibe un monto (por ej. $10) y el juego prevé que puede conservar ese monto sólo si logra que B acepte el monto que le ofrece (si B no acepta la oferta, entre ellos no se quedan con nada, como en un contrato). En base a los postulados de la rational choice (elección racional), A tendría que donar a B la suma más pequeña posible (por ej. $1) sobre la base de la hipótesis de que B prefiere lo más a lo menos (1>0). En realidad, los experimentos demuestran que B muy a menudo no acepta la oferta de A si no la considera fair (justa) (es decir si la oferta es inferior a cierto umbral que cambia de cultura a cultura), castigando a A a costa suya, ya que él también renuncia a la ganancia. Este tipo de reciprocidad se llama “reciprocidad fuerte” (strong reciprocity) precisamente por la característica de que comporta un castigo y premio costoso para el sujeto que premia o castiga: si yo no acepto en un ultimátum game una oferta que considero unfair (injusta), te castigo (porque tampoco tú recibes nada), pero lo hago a costa de mi (renuncio también a lo poco que se me había ofrecido). Así cuando en un juego de confianza respondo positivamente, según un criterio de reciprocidad, premio tu confianza renunciando a una mayor ganancia. Kevin McCabe y sus colegas (2003) llevaron adelante un interesante experimento en relación con esto. Desarrollaron el juego de la confianza (el trust game) en dos contextos muy diferentes. En el primer juego, A (quien da) no tenía la posibilidad de elegir (entre confiar y no confiar), sólo podía dar (trust game involuntario). En un segundo juego, en cambio, dejando todas las otras condiciones invariables, A tenía también la posibilidad de no donar a B (trust game voluntario). En este segundo juego, por lo tanto, A intencionalmente confía en B, y asume los costos. ¿Cuáles fueron los resultados? En el primer juego (o tratamiento) el porcentaje de los B que tuvieron una actitud de reciprocidad hacia A ha sido bajo (el 33%), datos que confirman al famoso “dilema del Samaritano” de James Buchanan (1975): si la donación a un pobre por parte del Samaritano tiene como efecto la reducción de su compromiso, entonces el Samaritano es bueno si no da, ya que la donación aumenta la propensión del pobre al oportunismo, y le impide desarrollarse. No donando, el Samaritano vive lo que Buchanan llama “altruismo estratégico”. El aspecto interesante, sin embargo, proviene del segundo juego, el trust game voluntario. Los datos del segundo experimento (con “herida”) muestran, de hecho, un vuelco: el 65% de los B responde con una actitud de reciprocidad. El simple conocimiento, por parte de B, de que A podía no arriesgar y en cambio arriesgó en un acto de confianza, redobla la respuesta de reciprocidad – aunque debemos señalar que el oportunismo no se anula. En la reciprocidad cuenta mucho la señal relacional que mi comportamiento da: si arriesgo herirme en mi relación contigo, este riesgo aumenta también tu reciprocidad, la mutua bendición. La confianza, riesgosa y costosa, empuja a quien la recibe a comportarse de manera digna, reduce mucho el oportunismo, y favorece seriamente el desarrollo. El secreto del comercio justo y solidario, de la economía de comunión y de experiencias como la del Banco Grameen de Muhammad Yunus, está precisamente en la projimidad: quien ayuda es alquien del cual se conocen sus intenciones, alguien que arriesga de lo suyo para ayudar al otro. Sin projimidad, incluso con las mejores intenciones, la ayuda puede terminar alimentando trampas de dependencia y de asistencialismo. La continuidad cultural entre empresa y mercado debe ser entendida en el plano de la mediación de la relación personal y peligrosa: ya sea en lo interno (empresa) como en lo externo (mercado), la mediación interpersonal es mediada por un tercero que nos permite no encontrarnos de modo personal y riesgoso. En el fondo, toda la teoría económica del personal y la teoría de la agencia son tentativas meritorias para prever, controlar, reducir las “heridas” que el encuentro cara a cara nos procura recíprocamente. El dualismo mercado/empresa, igualdad/jerarquía, horizontalidad/verticalidad va a la par de un proyecto coherente y alineado: mediar la relación yotú. Un proceso absolutamente enrolado en la tradición liberal de la economía política clásica. La tradición francesa. Esta tradición considera el mercado como un ámbito regido por el principio de intercambio instrumental, calculable (regulado por la moneda) y autointeresado, un principio que, por lo tanto, es radicalmente diferente tanto del que rige la esfera política (autoridad) como de los principios sobre los cuales se asa la esfera privada y familiar (don, gratuidad, reciprocidad). Y todas las veces que la esfera del mercado sale de órbita o tiende a expandirse a esferas contiguas, lo hace a expensas de las otras dos, en un juego de suma cero: lo privado que se mercantiliza o la política que se vuelve intercambio instrumental, todo en desmedro de una vida buena común. La cooperación civil de Antonio Genovesi a la empresa social. Para esta tradición la economía o el mercado, no choca con la relacionalidad genuina, sino que el actuar económico es más bien una expresión de las virtudes civiles. Los principios teóricos del movimiento cooperativo, aun criticando la estructura económica capitalista, no opusieron la cooperación al mercado o al sistema de precios: vieron en la cooperación precisamente, como John Stuart Mill, una reforma del mercado y de la empresa, un camino para eliminar de raíz el conflicto capital – trabajo (integrando en las cooperativas de producción, las figuras en la misma persona). El desarrollo de la cooperación en el consumo, por una parte, y en el horro, por otra, indica exactamente la articulación de un plan cultural de acción tendiente a cooperativizar el mercado y la economía en los tres macroambientes de la producción, del consumo y del ahorro. La idea de civilización de la tradición de la economía política hoy tiene todavía como sus principios básicos a la independencia respecto de los demás (de la benevolencia) vista como expresión de libertad de elección, y el anonimato de las relaciones interpersonales. El mercado es el lugar idealtípico donde estos principios se realizan a través de la cultura del contrato y de la immunitas: la RSE llevó estos principios a la empresa, que tiende a asemejarse cada vez más a un micromercado basado en concordancia indiferente de los intereses opuestos. El humanismo de la economía civil, en cambio, tiene como principios fundantes la reciprocidad y la cooperación no anónimas, y cuando piensa en el mercado busca hacerlo más personalizado, comunitario y socializado, incluso a costa de aceptar y gestar conflictos, como en el caso del sindicato, y la ambivalencia que lleva consigo toda forma comunitaria, lugar de vida plenamente humana pero también de sufrimiento y de muerte, de bendición y herida. Para la tradición de la economía civil la solidaridad es una característica natural de la actividad económica: el mercado se funda sobre las virtudes civiles, como toda la vida de la polis, y por lo tanto abierto a la gratuidad, al ágape y no sólo al eros y a la philía. Gratuidad es quizás la palabra que más expresa la naturaleza ambivalente de la relación interhumana: nada tiene más valor que un acto de gratuidad (dado o recibido), y nada causa más dolor espiritual que la gratuidad traicionada, también porque con la gratuidad no sabemos hacer cuentas, no disponemos de valores equivalentes en dinero. La gratuidad, sin embargo, es un concepto extremadamente difícil de definir, quizás porque es una dimensión humana esencial: se puede, de hecho, vivir a largo plazo sin mercados ni rédito, pero muy poco sin donar ni recibir gratuidad. Por esta razón la gratuidad no tiene necesidad de demasiadas palabras: todos la reconocemos cuando la encontramos y, sobre todo, todos la buscamos, y sufrimos cuando la perdemos o cuando es traicionada. El amor es, al mismo tiempo, uno y muchos El amor es amor erótico, amor de amistad, amor agápico. Oponer eros a philía o a ágape significaría dirigir la existencia humana hacia un camino sin felicidad. Esta tesis me parece, desde la perspectiva económica, un buen punto de partida para nuestra reflexión sobre la unimultiplicidad de la relacionalidad humana o de la reciprocidad. El amor del eros es amor de deseo, amor ascendente. El amor de la amistad ama si es correspondido, aunque es más gratuito que el eros. El ágape, en cambio, es una forma de amor que hace su aparición en la historia justamente con el cristianismo: la misma palabra ágape, aunque es más antigua, es resignificada por los cristianos. La philía perdona hasta siete veces, el ágape hasta setenta veces siete. El ágape, como la gratuidad, no es sólo, o primariamente, un hacer, sino que es un ser (a menudo el ágape comporta escucha y silencio, no hacer ni dar algo, es más pasividad que actividad). Por lo tanto, amores diferentes, pero siempre amor; si el eros y la philía no son tocados y abiertos por el ágape, estarán siempre sujetos a la tentación del encierro. Al mismo tiempo, el don del ágape es amor sostenible y plenamente humano si tiene la pasión y el deseo del eros, y la librtad de la philía. Sólo un amor con diferentes dimensiones expresa a la humanidad. Platón en su simposio, hace nacer a Eros de la Unión de Penia, diosa de la indigencia y de la pobreza, y Poros, dios de las artimañas y del arte de adquirir (a su vez hijo de Metis, diosa de la perspicacia). El amor erótico nace de una pobreza, de una indigencia que se quiere colmar a través del otro; y el cortejo recurre a artimañas para alcanzar su fin, para satisfacer el deseo. Análogamente sucede con el contrato: la relación contractual nace cuando tengo una pobreza, me falta algo que busco en ti (y tú en mí), y el proceso de contratación (basado sobre la seducción – persuasión, como bien afirmaba Adam Smith) es arte del adquirir. El centro de la relación erótica es el yo, no el tú. ¿Cuál es la estructura relacional pura del eros? Una primera posible lectura consiste en ver en la estructura del eros la misma relacionalidad del contrato: A y B intercambian gestos y cuerpos (X, Y) que desarrollan la misma función de mediación entre dos personas. Tomemos, por ejemplo, dos casos puros: dos sujetos (A, B) que en el mercado intercambian un bien (X) con dinero (Y), dos personas (C, D) que se encuentran en una discoteca y viven una noche romántica. El tipo de no contaminación y de immunitas es sustancialmente el mismo: C y D, como A, B, se encuentran a través de un intercambio de equivalentes (X e Y), sin poner en juego sus personas. No se arriesga nada, menos aún se hieren: son dos deseos que se encuentran y se satisfacen uno a través del otro. En el eros somos inmunes porque el cuerpo intercambiado expresa precisamente individualidad, marca el límite entre el yo y el tú. Según Matin Buber, es un monólogo disfrazado de diálogo. Lo mismo para la acción del empresario: al comienzo de la vocación empresarial puede existir, y a menudo existe, pasión del eros; pero solamente cuando el empresario se constructor de philía en su empresa, y está abierto también a la gratuidad, su empresa crece y madura en el tiempo de modo armónico y plenamente humano. Análogamente lo que sucede en la vida familiar y en las organizaciones de la sociedad civil: éstas se originan a veces por pasiones y por deseos, pero resisten las intemperies de la vida y se vuelven lugares verdaderamente vivibles y de florecimiento humano cuando el amor erótico se deja contaminar y transcender por la philia y por el ágape. La economía conoce también la relacionalidad de la philía, sobre todo entendida como mutualidad. La tradición italiana de la felicidad pública y también la escocesa de Adam Smith, concebían la economía en vista del bien común (no sólo del individual). La tradición escocesa, que pronto se convertiría en la oficial, se proponía contribuir al bien común indirectamente, a través de la creciente riqueza de las naciones. La italiana, por su parte, se proponía el mismo fin, pero apuntando directamente al fin (la felicidad pública), que también puede ser interpretada como una expresión nueva del concepto del bien común), y por esto estaba más interesada en las virtudes civiles que en la división del trabajo para aumentar la riqueza. Al mismo tiempo, el concepto de bien común está ausente de la teoría económica contemporánea. De hecho, tanto los bienes públicos como los colectivos quedan anclados en una visión individualista: entre las personas involucradas en el uso de un bien público no se requiere ninguna relación El bien público o colectivo es una relación directa entre los individuos y el bien consumido, mientras que la relación entre las personas que lo consumen es, cuando existe, al menos indirecta. El bien común, en cambio, es exactamente lo contrario: es una relación directa entre personas, mediada por el uso de los bienes en común. En la doctrina social de la Iglesia, el bien común es entendido como la dimensión social y comunitaria del bien moral, que es el bien de todos y de cada uno, y por eso invisible porque solamente juntos es posible alcanzarlo. Para Smith los individuos, aun actuando intencionalmente por el bien privado, contribuyen sin quererlo ni saberlo al bien común, si el sistema económico y social está bien organizado con instituciones adecuadas que aseguran la certeza de los derechos y la justicia. En la ciencia económica el ágape fue, y es aún, el gran ausente. El ágape fue relegado por una parte a la esfera privada (en particular a las relaciones familiares, o al ámbito espiritual o estrechamente íntimo); por otra parte, en la esfera pública, la dimensión del don incondicional fue confiada, en la tradición europea, primariamente al Estado (el llamado Estado de bienestar), y como vía subsidiaria, a la sociedad civil. En la cultura anglosajona fue principalmente la filantropía la que asumió algunas de las dimensiones del ágape. Confiar la realidad del ágape al filántropo o al Estado no puede considerarse una solución satisfactoria porque en tal solución normalmente se hallan ausentes dos ingredientes fundamentales del ágape. La primera ausente es la dimensión de la proximidad, la segunda es la reciprocidad. Veo cuatro caminos principales para intentar volver a dar al ágape un lugar importante en la dinámica civil. Un primer camino es mostrar, con experiencias concretas, creíbles y significativas, que existió y existe una economía agápica que es civilmente relevante al menos en cuanto a la economía del contrato y de la amistad. Aquí hay un rol específico que deben desempeñar la investigación científica y los estudiosos. En segundo lugar, es cada vez más urgente denunciar los dos monofisismos que hoy se están delineando en la cultura contemporánea con fuerza y claridad cada vez mayores. Por una parte, tener el coraje de denunciar el monofisismo del contrato, mostrando con los hechos y con las ideas, las desviaciones humanas y económicas a las que conducen una vida civil apoyada solamente sobre el principio del contrato. Querer hacer que se transforme en el único instrumento de regulación de lo civil es hoy uno de los grandes riesgos de la cultura de Occidente. Por otra parte, no menos preocupante y parcial es el monofisismo de la philía, como sucede con muchas experiencias que son expresiones del denominado comunitarismo, donde la comunidad – sin la profecía y la fuerza centrífuga del ágape – puede transformarse (y a menudo de hecho se transforma) en una suerte de yo gigante, donde el individualismo de cada uno es sustituido por el egoísmo del grupo. Un tercer desafío es una nueva formulación del principio de subsidiariedad. Hasta hoy dicho principio fue traducido sobre todo a su versión vertical (como criterio regulador de la relación entre los diferentes niveles de la administración pública). Una nueva formulación que no haga el contrato lo que puede hacer la amistad, y que no haga la amistad lo que puede hacer el ágape. El contrato, que potencialmente sigue siendo una forma de relacionalidad positiva y civilizadora, debe ser visto entonces como instrumento subsidiario respecto de la philía y del ágape, y no como una forma de racionalidad sustituta de las otras dos, a un precio más bajo (n el valor subsidiario puede ser atribuido, por el contrario, a la philía y al ágape, como tiende a hacer hoy la cultura liberal – radical en materia de derechos humanos. El principio de subsidiariedad, en cambio, se apoya sobre una antropología diferente, en la que el ágape no es un bien económico que se deteriora usándolo sino, por el contrario, es una virtud que aumenta su valor con el uso. Si es así, entonces hace falta reconocer que todas las veces que recurrimos a un contrato cuando se halla disponible la amistad, y a la amistad cuando existe el ágape, empobrecemos el valor de las personas, de las relaciones y de la sociedad, rematamos el valor de la vida en común en una suerte de dumping relacional. Por lo tanto, quien por vocación quiere dar vida a empresas civiles en las cuales experimentar una relacionalidad de 360°, tiene entonces que poner en el presupuesto dolores relacionales más agudos: es el precio (pero también el valor) de la gratuidad. La confianza es el alma del comercio. Sin ella todas las partes que componen su edificio, caen por sí mismas. La infelicidad, la falta de bendición, es el principal resultado de una economía que quiso evitar la herida del otro. El premio nobel de economía Daniel Kehneman (2004) distingue entre dos tipos de treadmll effect: el hedonic tradmill y el satisfaction treadmill. El hedonic treadmill deriva de la teoría del nivel de adaptación: cuando tenemos un rédito bajo utilizamos, por ejemplo, un automóvil utilitario, el cual nos da un nivel edénico (o de placer) igual, digamos, a 5; cuando nuestro rédito aumenta adquirimos un auto nuevo, el cual, después de haber provocado un mejoramiento del bienestar por algunos meses (llevándolo, digamos, a un nivel igual a 7), pronto nos llevará al mismo nivel de bienestar del utilitario (5), por efecto de un mecanismo psicológico de adaptación. El treadmill de las aspiraciones en cambio, depende del nivel de aspiración, “que marca el límite entre los resultados satisfactorios y los insatisfactorios” (Daniel Kahneman, 2004). Cuando aumenta el rédito, sucede que este mejoramiento de las condiciones materiales induce a la gente a requerir continuos y más intensos placeres para mantener el mismo nivel de satisfacción. La satisfacción treadmill – que normalmente se suma al hedonic treadmill – opera entonces de manera que la felicidad subjetiva (la autovaloración de la propia felicidad) permanezca constante no obstante la felicidad objetiva (la cualidad de los bienes que consumimos) mejore. Es interesante notar que en el dominio de los bienes materiales la adaptación y las aspiraciones tienen un efecto casi total: los aumentos del confort son absorbidos, después de un tiempo más o menos breve, casi completamente. Los bienes relacionales. Bienes no materiales, que por lo tanto no son servicios que se consumen individualmente, sino que están ligados a las relaciones interpersonales. Bienes que pueden ser poseídos solamente a través de acuerdos recíprocos que aparecen después de apropiadas acciones conjuntas emprendidas por una persona con otras personas no arbitrarias. En un encuentro entre un vendedor y un potencial comprador, entre un médico y un paciente, entre dos colegas de trabajo, también entre dos clientes de un mismo negocio, además de los tradicionales resultados (la concreción de una transacción, el desenvolvimiento de una tarea productiva, la provisión de un servicio), también se producen otros tipos particulares de resultados intangibles, de naturaleza relacional, precisamente los bienes relacionales. Los bienes relacionales son, por lo tanto, las experiencias humanas en las cuales la relación en sí misma es el bien. Tanto la definición de bien privado como la de bien público no implican relaciones entre los sujetos involucrados: la única diferencia entre los dos tipos de bienes es la presencia o ausencia de interferencias en el consumo. Por esto, el consumo de un bien público no es otra cosa que un consumo que individuos aislados hacen independientemente los unos de los otros (pensemos en el uso de una calle no congestionada, o en dos o más personas que admiran el mismo cuadro en un museo, sin que el consumo de uno interfiera en el del otro. (Hipótesis de no rivalidad). Características básicas de un bien relacional: a. Identidad. Identidad de las personas individuales involucradas. b. Reciprocidad. En cuanto bienes hechos de relaciones, ellos pueden ser gozados sólo en la reciprocidad. c. Simultaneidad. A diferencia de los bienes de mercado normales, ya sean privados o públicos, donde la producción es técnica y lógicamente distinta del consumo, los bienes relacionales (como muchos servicios a la persona) se producen y se consumen simultáneamente; el bien es coproducido y consumido al mismo tiempo por los sujetos involucrados. Aunque la contribución a la producción del encuentro puede ser asimétrica. d. Motivaciones: en las relaciones de reciprocidad genuinas la motivación que está detrás del comportamiento es un componente esencial. e. Hecho emergente: el bien relacional emerge dentro de una relación. El bien relacional es un tercero que excede las contribuciones de los sujetos involucrados. f. Gratuidad. Una característica sintética de los bienes relacionales es la gratuidad, en el sentido de que el bien relacional es tal si la relación no es usada con otro fin, si es vivida en cuanto bien en sí y nace de motivaciones intrínsecas. g. Bien. Él es un bien, pero no es mercancía. Tiene un valor (porque satisface una necesidad) pero no tiene un precio de mercado (justamente por la gratuidad), aunque tiene siempre un costo de oportunidad. El bien relacional no primario. P1 + P2 + Br El bien relacional primario. Br (P1 + P2) (es toda la relación la que pierde valor). Cuando el aumento del rédito se logra sacrificando la calidad de las relaciones con los otros, por ejemplo, es posible encontrarse con más riqueza y menos felicidad. ¿Por qué seres relacionales, que aprenden de los propios errores, no comprenden que si están más allá de la zona crítica estarían mejor con menor rédito y más gratuidad – relacionalidad? ¿Por qué no vuelven atrás en la curva, de modo de detenerse en su punto máximo? En las economías contemporáneas avanzadas, en el ámbito de los bienes relacionales, asistimos en medida creciente a la producción y al consumo de verdaderos sustitutos de bajo costo, que podríamos llamar bienes pseudo-relacionales. Un ejemplo particularmente elocuente está representado por el consumo de relaciones simuladas como las ofrecidas cada vez con más frecuencia por la televisión o internet en los últimos años. Cultivar relaciones significativas con otros es hoy muy costoso en las modernas economías de mercado, porque encontramos sustitutos de los bienes relacionales a costos tremendamente más bajos. La acción de los carismas es amplia y potente, recubre e impregna de sí el mundo. Es como la sangre que corre en sus venas: no las vemos, pero hace posible la vida. Aunque sigue siendo verdad que la forma del amor típica del carismático es el ágape, hace falta tener siempre presente que el amor agápico es fecundo y humanamente maduro cuando encierra en sí también las formas de la philía y del eros. El portador de un carisma no es esencialmente un altruista ni un filántropo, sino un constructor de comunidad (philía) y un enamorado (eros). No los llamen problemas, repetía a menudo Madre Teresa, llámenlos dones. No hay desarrollo plenamente humano, y no hay innovación social sin los carismas. Schumpeter. El innovador es esa persona que rompe el estado estacionario (donde no hay ni ganancias ni pérdidas), y gracias a una nueva idea crea valor agregado y desarrollo, y lleva adelante la economía. Innovación – imitación. En la dinámica social, actúa un mecanismo similar, una dinámica entre carisma e institución. El carismático innova, ve necesidades insatisfechas, individualiza nuevos pobres, abre nuevos caminos a la solidaridad, corre hacia, adelanta la frontera de lo humano y de la civilización. Después llega la institución (el Estado, por ejemplo), que imita al innovador, hace suya la innovación y la hace ser normal, institucionalizándola. El verdadero innovador jamás tiene temor del imitador. Hace falta trabajar culturalmente para que a los carismas les sea reconocido la primacía en la dinámica civil, sin negar el rol coesencial de las instituciones para una sociedad decente. La duplicidad y la ambivalencia de la vida en común, la sociable insociabilidad del hombre. La economía civil quiere atravesar estas tensiones, sin miedo, en busca de una vida civil más humana y feliz, pero sin negar ingenuamente las dificultades y el riesgo mortal que tal operación lleva consigo. Ninguna ciudad podría funcionar sin reglas y contratos, sin justicia, que es la gran mediación y la indispensable terceridad, de la cual cada convivencia civil y democrática tiene una necesidad vital. Pero si la extensión de los contratos y de los límites en el encuentro personal supera un punto crítico, la vida en común se entristece: si para evitar conflictos diseñamos (para volver a la imagen con la cual se abrió el libro) reglamentos de condominios, lugares de trabajo, ciudades que nos impidan cruzarnos en los pasillos, en las escaleras, en los lugares comunes, en las plazas (es preocupante la disminución de espacios comunes en nuestras ciudades), el remedio entonces se vuelve peor que la enfermedad. Los principales frutos que la relacionalidad de los mercados produce están simbolizados por los valores de la modernidad: igualdad y libertad, sobre todo la libertad del individuo. La vida tampoco es feliz ni plenamente humana cuando faltan la libertad y la igualdad, pero la gran ilusión del humanismo del mercado fue pensar que se podría salvar algo auténticamente humano excluyendo la relación de fraternidad, con toda su carga trágica de dolor y de sufrimiento. Sólo un cuerpo a cuerpo con el otro en carne y hueso y la aceptación de la herida que este combate puede procurarnos pueden restablecer un nuevo vínculo social, una nueva fraternidad que todavía no sabemos entrever.