Origen, finalidad, legitimidad y límites del poder político “La causa final, fin o designio de los hombres (que por naturaleza son amantes de la libertad y el dominio sobre otros) al imponerse a si mismos la restricción de la vida en repúblicas es cuidar de su propia preservación y, por añadidura, conseguir una vida más dichosa; es decir, arrancarse de esa miserable situación de guerra que se vincula necesariamente (como se ha mostrado antes) a las pasiones naturales de los hombres cuando no hay poder visible que los mantenga en el temor y los obligue, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de la naturaleza expuestas en los capítulos XIV y XV. Porque las leyes de la naturaleza (como justicia, equidad, modestia, misericordia y, en suma, hacer a otros lo que quisiéramos ver hecho con nosotros) son, por si mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre en modo alguno. (...) El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defender a los hombres contra la invasión extranjera y las injurias de otros hombres, asegurándoles así que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a si mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres que pueda decidir por mayoría y reducir su voluntad plural a una sola voluntad. (...) Esto es algo más que consentimiento o concordia, es una unidad real de todos en una sola persona, instituida mediante el pacto de cada hombre con los demás, como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea el derecho a gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros también lo hagáis. Hecho esto, la multitud se convierte en una república, en latín Civitas. Así es como nace el gran Leviatán, o hablando con mayor reverencia, el Dios mortal al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. (...) En ello consiste la esencia de la república, que podemos definir así: una persona cuyos actos asume como propios una gran multitud, instituida por medio de pactos de todos con todos, con el fin de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno para asegurar la paz y la defensa común. Al titular de esta persona se le llama soberano, y se dice que su poder es soberano. (...)” Thomas Hobbes, Leviatán, Capítulo XVII, fragmento. “(...) Una cuarta opinión repugnante a la naturaleza de una república es que quien tiene el poder soberano está sujeto a las leyes civiles. Es cierto que los soberanos están, todos ellos, sujetos a las leyes de la naturaleza, porque tales leyes son divinas y no pueden ser abrogadas por ningún hombre o república. Pero el soberano no está sujeto a las leyes promulgadas por sí mismo, es decir, por la república, porque estar sujeto a las leyes es estar sujeto a la república, esto es, estar sujeto al representante soberano, que es él mismo, lo cual no es verdadera sujeción, puesto que es él mismo quien hace las leyes. Este error, que coloca a las leyes por encima del soberano, sitúa también sobre él a un juez, y a un poder para castigarlo, lo que equivale a crear un nuevo soberano, y por la misma razón habrá que crear un tercero para castigar al segundo, y así sucesivamente, sin tregua, hasta la confusión y la disolución de la república. (...)” Thomas Hobbes, Leviatán, Capítulo XXIX, fragmento. “Siendo, según se ha afirmado antes, los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrebatado de ese estado y dominado por la autoridad pública de otros sin que intervenga su propia autorización. Esta se otorga a través del pacto hecho con otros hombres de unirse y contribuir en una comunidad destinada a proporcionarles una vida grata, segura y en paz de unos con otros, en el disfrute tranquilo de sus propias posesiones, así como una protección mayor contra cualquiera que no forme parte de la comunidad. (...) Una vez que cierto número de individuos han consentido en establecer una comunidad (Commonwealth) o gobierno, desde ese mismo instante quedan coligados y constituyen una sola corporación política, dentro de la cual la mayoría tiene la capacidad de dirigir y obligar a todos. (...)” John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Capítulo VIII, fragmento. “Si la persona es tan libre en el estado de naturaleza como hemos afirmado, si es dueño absoluto de su propio ser y de sus propiedades, al igual que la persona más poderosa y libre de toda atadura, ¿por qué motivo va a desprenderse de esa libertad, de esa capacidad suprema, para subyugarse al gobierno y a la autoridad de otro poder? La respuesta más diáfana es que, aunque tenga a su disposición tales derechos en el estado de naturaleza, el goce de los mismos es muy inestable, al estar permanentemente expuesto a ser arrollado por otros individuos. (...) Tenemos, pues, que el objetivo máximo y primordial que persiguen los individuos al juntarse en Estados o comunidades, supeditándose a un gobierno, es el de proteger sus propiedades, ya que la protección de las mismas es muy incompleta en el estado de naturaleza. (...)” John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Capítulo IX, fragmento. “Ahora bien, el poder legislativo supremo, ya sea desempeñado por una sola persona o por varias (...), está supeditado a las siguientes limitaciones: en primer lugar, no es ni puede ser un poder totalmente discrecional sobre los bienes y las vidas de los individuos. (...) El poder del legislador solamente alcanza hasta donde alcanza el bien público de la comunidad. Es un poder que no tiene otra salvaguardia, y por ese motivo no puede tener el derecho de aniquilar, someter o empobrecer a sus súbditos deliberadamente. (...) En segundo lugar, la autoridad suprema o poder legislativo no puede asignarse el derecho de gobernar por decretos circunstanciales y arbitrarios; por el contrario, esta comprometida a suministrar la justicia y a designar los privilegios de los súbditos por mediación de normas fijas y decretadas, aplicadas por magistrados elegidos y conocidos. (...) En tercer lugar, el poder soberano no puede quitar ninguna parte de sus bienes a un hombre sin el consentimiento de éste. Siendo la protección de la propiedad la finalidad del gobierno, y siendo éste el motivo que condujo a los hombres a asociarse en comunidad, se supone que los individuos pueden poseer, pues de lo contrario habría que imaginar que los individuos al integrarse en comunidad pierden lo que constituye la finalidad de tal agrupación, lo cual es un absurdo demasiado grande para que alguien lo acepte. Consecuentemente, si los hombres, una vez en el interior de una sociedad, pueden poseer bienes, tendrán derecho a no ser privados de sus propiedades (...) sin su aprobación. (...) Es seguro que los gobiernos no pueden mantenerse sin enormes gastos, y es lógico que quienes salen favorecidos por su protección cooperen en su mantenimiento en proporción a sus recursos. Pero eso ha de realizarse con su propio consentimiento, es decir, con el consentimiento de la mayoría directamente otorgado por sus miembros, o indirectamente por los compromisarios elegidos por esa mayoría. (...) John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Capítulo XI, fragmento.