De verdad, lo prometo: con la que está cayendo me había prometido a mí mismo no volver a tocar el tema de Cataluña, de la autonomía y del federalismo (por no hablar del debate político en torno a estas cuestiones) en mucho tiempo. Más que nada por no contribuir en demasía a la ya evidente saturación ambiental. Sin embargo, la edición que acaba de publicar Tecnos en su colección Clásicos del Pensamiento de los textos clave que Manuel Azaña escribió a lo largo de los años de República, en una edición a cargo de Eduardo García de Enterría acompañada de un certero estudio preliminar, obliga, como mínimo, a dar noticia de su aparición. Porque los textos no sólo son extraordinariamente expresivos. Constituyen, además, un testimonio sorprendentemente actual acerca de los problemas atávicos que la incardinación de ciertas regiones, Cataluña señaladamente, en el entramado nacional e institucional español ha supuesto y todavía hoy suponee. Los paralelismos entre la situación general vivida durante los años de la II República y el momento actual, por mucho que a ojos de no pocos historiadores de prestigio sean casi totales, no pueden magnificarse sin caer en un ejercicio de irresponsabilidad evidente. Pero siendo ello cierto también es obvio, además de una palmaria demostración de la incapacidad de la opción "Santiago y cierra España" de resolver el problema, que 75 años después "la cuestión catalana" sigue prácticamente en el mismo lugar que en 1931. Por ese motivo tiene un indudable interés volver a la patriota visión de Manuel Azaña y a su inobjetablemente preñada de buena voluntad fórmula para resolver el problema (germen, por lo demás, tanto del actual modelo constitucional como de sus problemas, del Estado de las Autonomías que tantos éxitos ha cosechado y de sus constantes tensiones asimétricas y vindicativas). Porque es buena muestra de cómo, a pesar del tiempo trasncurrido y de las desgracias que se han sucedido, hay quien sigue sin entender que nada más injusto que acusar de antipatriotas y vendepatrias a los que, como Azaña, simplemente creen que es mejor para España reconocer la diversidad, organizar política y administrativamente el territorio permitiendo su expresión y amparando la co-responsabilidad en el Gobierno de Comunidades Autónomas cuyos ciudadanos, siendo libres en derechos, tendrán así la oportunidad de dotarse de una estructura de poder más cercana y propia, encargada de la gestión de todas aquellas competencias que desee asumir y no correspondan constitucionalmente al Estado. Sorprende la impermeabilidad al debate racional del discurso esenciatrio español. Hasta el punto de que no serviría de nada entrecomillar frases de Azaña, que vendrían al pelo en el debate actual, para tratar de extraer reflexiones y comentarios válidos para el momento actual. Porque, sencillamente, basta remitirse, íntegramente (y sustituyendo únicamente las referencias a la monarquía alfonsina y su política centralizadora-represora por aqueella de igual contenido que, por motivos temporales, es antecedente de nuestra actual democracia), al Discurso que, como Presidente del Gobierno, dio el 27 de mayo de 1932, en el Debate parlamentario sobre el Proyecto de Estatuto de Cataluña. Todo él, desde la primera hasta la última letra, es un discurso de revisión obligada en estos momentos. Porque contiene con claridad envidiable los elementos que explican hasta qué punto no sólo es equivocada, sino suicida y peligrosa (antiespañola, de hecho) la postura de bloquear cualquier vía que no sea la de la asimiación uniformizadora. Por si no bastaran los reiterados fracasos cosechados por ese modelo de España, es preciso todavía, como lo fue en su día, exponer que no se trata de una lucha de Cataluña contra España, sino de construir una España mejor para todos, Cataluña incluida. Rodríguez Zapatero podría, en el fondo, ahorrarse cualquier discurso que pretenda hacer en el Congreso con motivo de la aprobación del Estatut de Catalunya ahora en tramitación. Le quedará mucho mejor copiar de la A a la Z el excelente ejercicio retórico y pedagógico de Azaña. De hecho, no es una sospecha del todo infundada creer que es lo que tratará de hacer, si bien copiando el espíritu pero renunciando a una intertextualización directa, que sería, sin duda, una mejor solución. Especialmente lamentable es, en este contexto, el discuros de quienes, parlamentarios republicanos de entonces o actuales representantes del centralismo light, se presentan como autonomistas pero luego se rasgan las vestiduras ante cualquier concreción que se aleje de la estricta obediencia centralista. Como decia el mismo Azaña, parece que "algunos diputados crean que hemos estado hablando de autonomía en broma". Porque si asumimos la conveniencia del modelo autonómico ha de ser desde el sincero convencimiento. En caso contrario, mejor defender de forma honrada intelectualmente y democráticamente valiente la voluntad de recentralizar y organizar el Estado de manera unitaria. Pero no aparcar en las medias tintas, en las posiciones de cara a la galería ayunas de compromiso, real, con el modelo que se dice defender. Es preciso, para ello, patriotismo. Que no abunda precisamente en muchos defensores actuales, de mera boquilla, del Estado de las Autonomías. Como también lealtad a las instituciones y al modelo constitucional. Los paralelismos con la situación que se deduce de los textos de Azaña llegan, como mínimo, hasta aquí. Y sin creer que estemos ante "otro 31" (porque las críticas a la COPE y su terrible marginación del reparto de subvenciones, canongías y licencias no parece que tengan nada que ver con la quema de Iglesias, por mucho que se empeñen; ni la FAES se parece demasiado, por mucho que asuste, al añorado sector africanista del Ejército ep·pañó de esos días) la verdad es que esperamos que no lleguen hasta mucho más. Porque sería como mínimo inquietante que, al igual que parece ya claro a estas alturas que unos no aprenden, los otros tampoco lo hayan hecho. A la lealtad hacia España y su diversidad, al modelo autonómico-federal, ha de responderse desde las autonomías con la misma moneda: esto es, con lealtad institucional por parte de las instituciones de las Comunidades Autónomas y muy especialmente de sus representantes. Azaña se encontró, en pago a sus esfuerzos, con una clase política catalana que, como amargamente refleja en sus escritos en el "Cuaderno de la Pobleta", respondió con ventajismo a esa si no generosidad (porque, rectamente entendido, el pensamiento azañista no era "generoso", no concedía nada por bondad graciosa, sino como convencida manera de articular mejor la convivencia) sí voluntad de respeto a las diferencias y a sus instituciones propias. Aprovechando el río revuelto de la insurrección, el comportamiento de las instituciones de la autonomía catalana, asumiendo de facto competencias estatales por la via del hecho consumado y escatimando todo lo posible en el necesario esfuerzo militar (pues como expresamente refiere Azaña ya se tenían por cumplidos habiendo vencido la insurrección en su patria a diferencia, argumentaban, de los que habían ido corriendo desde Cádiz a Madrid sin hacer frente decididamente al fascismo), fue verdaderamente de vergüenza. Nada de lo que deban sentirse orgullosos sus protagonistas. Estas mismas ideas, el relato de este desleal comportamiento, cierra la obra recopilatoria, con los dos Artículos sobre la guerra de España que Azaña dedica al asunto catalán y, en menor medida, al eje Barcelona-Bilbao. Con un lógico desencanto, fruto de la constatación de que el ideal autonomista no es que no fuera entendido ni asumido por los más cerriles españolistas. Los hechos demostraron que tampoco los partidos nacionalistas que a su calor se hicieron con el poder institucional en Cataluña o el País Vasco creían en este modelo. Esperemos que en el debate actual esto segundo elemento de posibles semejanzas con el pasado quede, en breve, desacreditado. Porque la lealtad es exigible a todos, y más en la medida en que se dispone de responsabilidad institucional. La apuesta por que la convivencia se base en el reparto de ésta requiere de la correlativa buena disposición a aceptar las reglas del juego por todos. No parece que, por ejemplo, la presentación ante las Cortes Generales de una propuesta de Estatut que conservaba algunos de los contenidos que habían sido tachados de imposible cohonestación con la Constitución por el propio órgano consultivo de la Comunidad Autónoma de Cataluña sea una manifestación de respeto ni a las propias instituciones catalanas ni a los ciudadanos españoles. Esperemos que se trate de una mera manifestación pasajera de mal juicio, reparable a lo largo del debate parlamentario, en vez de una muestra de la incapacidad, también de los nacionalismos periféricos, de aprender de las lecciones de la historia.