Capítulo III LOS MIEDOS DEL DIRECTIVO Dijimos que la situación

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CAPÍTULO III
LOS MIEDOS DEL DIRECTIVO
Dijimos que la situación es algo así como un conjunto de
circunstancias englobables en una unidad, por cuanto está
dominada por el miedo y la mentira y da lugar a la desaparición de
la acción directiva. La condición para que una actividad humana
marche adelante es la confianza entre las personas. Lo que se suele
llamar el trabajo en grupo, la división del trabajo y la coordinación
de los distintos agentes, es imposible en la situación; por tanto, la
resultante es la ineficacia. De la situación polaca mana la
esterilidad.
Ahora tenemos que ver, colocándonos en nuestro contexto occidental, cómo la dirección se relaciona con el miedo y la mentira.
Esto último es un asunto complejo, pues evitar la mentira de que
hablarnos no es simplemente no engañar, o algo semejante.
Hay dos actitudes viciosas que hacen imposible enfocar debidamente la acción humana: el fanatismo y el cinismo. Lo que vamos
a exponer ahora tiene que ver con ello. La primera observación que
conviene hacer es la siguiente: es ilusorio pensar que el hombre
está siempre en una situación enteramente favorable. Es muy
indicativo el mismo hecho de que solidaridad, que es la manera
polaca de salude la situación de sometimiento al imperio
comunista, no pueda mantenerse, o se entienda como una fase
preparatoria de otro modo de organización que ellos llaman
«normal». La normalidad no es lo enteramente felicitarlo: la
situación del hombre en este mundo no está exenta de problemas.
Sobre esto hay abundante literatura. Una manera de entender al
hombre es estudiarlo como un solucionador de problemas. A esto
se alude en el libro citado más arriba; en él se describe la
desconfianza que hoy se tiene en algunos de los procedimientos de
resolver problemas que la ciencia ha utilizado en la Edad Moderna,
tal como la plantean algunos filósofos de la ciencia: Popper
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y sus discípulos. También se alude a la crisis de las maneras de enfocar
la organización social señalada por los sociólogos, sobre todo por los
últimos representantes de la Escuela de Frankfurt.
La aparición de problemas significa que algo en nosotros está en
peligro; nuestra condición es ésa: no estar exentos del peligro. Por eso
tenemos que arbitrar e inventar procedimientos para hacerle frente. La
necesidad de solucionar los problemas surge de ahí. Por lo demás, sólo
nos podernos proponer objetivos de altura enfrentándonos con grandes
dificultades. A esto se refieren los clásicos cuando hablan de que el
hombre tiene una tendencia que le permite afrontar lo arduo: el apetito
irascible. No todo lo que pretendemos está directamente a nuestro
alcance; nuestra condición es problemática, nos encontramos con
adversarios, con factores de la realidad que no acceden a nuestras
pretensiones o proyectos: afortunadamente, habría que añadir, porque
en otro caso seríamos muy perezosos. El hombre se tensa en la
dificultad según corresponda en cada circunstancia.
En especial, un directivo es un hombre que enfrenta problemas. Por
eso, a veces el directivo no tiene mucho éxito, si se considera el éxito
de acuerdo con ciertos modelos que se proponen: un hombre al que
todo le ha ido bien, un triunfador. Muchas veces los directivos han de
capear temporales, lo cual no tiene menos mérito que lograr éxitos a
corto plazo. En la misma medida en que uno se propone metas grandes
o, como decían los clásicos, se tiene grandeza de ánimo, los logros se
hacen esperar. La magnanimidad no se contenta con resultados
mediocres por su calidad. Por ejemplo, ganar mucho dinero es un
objetivo mediocre. Hemos de repetirlo: ganar dinero es mediocre como
objetivo. Otra cosa es tomarlo como medio y no como objetivo; pero
ello depende de la importancia relativa de nuestras finalidades, de lo
que consideramos logros terminales. Se puede ganar muchísimo dinero,
pero eso no es señal de que se alcancen grandes objetivos. Esto es
frecuente hoy como consecuencia de ciertas disfunciones en nuestra
organización político-social. A veces los empresarios se dedican a
fabricar chucherías. Si se enriquecen fabricándolas, evidentemente su
objetivo no es demasiado brillante. Sin duda, es un asunto de opciones
humanas. El que quiera jugar a ganar dinero fabricando caramelos, cosa
estupenda por otra
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parte, tiene en su mano la opción. Enriquecerse no es lo mismo que
resolver bien los problemas. El enriquecimiento es a veces consecuencia de la astucia o de ciertas condiciones favorables: la buena suerte, la
fortuna, como decían los antiguos.
Muchas veces nos hallamos en una coyuntura difícil, en la que no
sabemos cómo movernos o en la que los objetivos que intentamos no
encuentran cooperación, o son socialmente aceptados en pequeña
medida. Si se quiere mantener un objetivo de alto bordo, no hay más
remedio que armarse de paciencia y formular planes a largo plazo.
Así pues, lo primero que conviene decir es esto: a veces los éxitos
pueden hacer pensar que la condición del hombre es habitar un mundo
lleno de facilidades o de problemas rápidamente solubles. Pero la
realidad no es ésa. Puede inducir a engaño, por ejemplo, el enriquecerse
en poco tiempo. Aunque esto no resulte popular, de momento hay que
sostenerlo, si bien luego veremos cómo esta observación se engloba en
una visión más general. Lo normal es justamente lo no enteramente
favorable. Para decirlo con Aristóteles, la mayoría de las veces (esto
tiene un sentido casi universal) es característico del ser humano que,
para conseguir lo que se propone, si es valioso, haya de afrontar
muchas dificultades.
El miedo aparece precisamente aquí. Desterrar el miedo no es
humano. Lo que se ha de intentar hacer es vencerlo, pero no eliminarlo.
En muchos periodos de la vida es posible no tener miedo. Sin embargo,
en otras muchas ocasiones aparecen grandes peligros, que en el hombre
sano se corresponden con el miedo. Es humano tener miedo; lo que no
es humano es temer al miedo; integrarlo hasta tal punto que uno se
convierta en miedoso. Lo que es trivial es también superficial (como los
éxitos de poca calidad); por eso al hombre no le viene mal pasar por
fases de dificultad, pues entonces se desengaña, y se hace mucho más
capaz. Las situaciones fáciles suelen entontecer y ablandar, no son las
apropiadas para el directivo (si la acción directiva fuese fácil, no haría
falta: las cosas saldrían solas). Si hay que dirigir, ello se corresponde
con que uno no es apático, ni se conforma con ir pasando el tiempo sin
hacer nada, sin innovar, sin crear. Para llevar a cabo alguna tarea
grande se requiere aunar muchos esfuerzos y tensar muchas potencias
humanas.
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Las épocas de crisis especialmente problemáticas tienen un efecto
despertador. Se nota, sobre todo, en que se recurre entonces a saberes
que de otra manera no se tendrían en cuenta. Además las personas
entonces se desentumecen, se hacen más fértiles en recursos, como se
dice de Ulises, que acomete una tarea larga y difícil para reunirse con su
mujer después de la guerra de Troya. Cuando los. empresarios no tienen
más remedio que ocuparse de asuntos que en situaciones más fáciles no
serían apremiantes, han de incorporar al acervo de sus saberes, por lo
pronto, dos cosas: el estudio de la economía y de la sociología.
La penúltima generación de empresarios ha incorporado estas
ciencias a sus conocimientos personales, o a sus órganos consultivos.
Los empresarios se encuentran, por ejemplo, con los sindicatos, que
pueden ser un elemento sumamente adverso, sobre todo si es preciso
enfrentarse con una ideología política que defienda la idea de
«nacionalizar» las empresas, o si hay una gran carga impositiva o
tributaria. Se trata de problemas sobreañadidos que abruman a los
viejos empresarios; a los más jóvenes les resultan más fáciles, pero de
cualquier modo son un sobrepeso respecto de gestiones directivas
anteriores, que tenían menos complicaciones. A principios de siglo, por
ejemplo, el presupuesto del estado español era una pequeña parte de la
renta nacional; ahora es más del 40%. Las cosas han cambiado. Antes a
nadie se le ocurría nacionalizar, las expropiaciones eran excepcionales,
etc. Este es el primer gran bagaje de conocimientos que ha de
incorporarse, y que resultaba ajeno a un empresario tradicional. En
cambio, el empresario de los años setenta tuvo necesariamente que
incorporarlo a su gestión.
En la última década la dirección de la empresa se ha complicado
todavía más. Hoy se sabe que las dos ciencias citadas pueden señalar
una ruta equivocada para la acción directiva, porque hay un elemento
más fundamental, más radical, que apenas se ha tomado en cuenta, a
saber, el ser humano mismo. Es preciso conceder especial atención al
ser humano porque es el primer agente económico. Como dice Santiago
García Echevarría, hoy se sabe que la macroeconomía no habla de
economía real; la economía real es una actividad humana, y la actividad
humana corre inexorablemente a cargo de las organizaciones, de la
institución empresarial en la que se integran los
agentes humanos. Por tanto, no hay más remedio que ocuparse de
antropología. La antropología es una ciencia sin la cual la sociología y
la economía pueden dar lugar a conclusiones equivocadas, o a una
errónea manera de dirigir. En la medida en que los problemas se
agudizan, hay que ir más al fondo, porque sólo así se pueden afrontar.
De lo contrario las soluciones son mera cataplasma.
Un especialista japonés en management, Omahe, observa lo siguiente: para resolver un problema lo primero que hace; falta es formular el diagnóstico en términos digitales, de sí o no. Mientras no se
haga esto, las consideraciones son muy vagas y no se concreta el
camino a seguir. Además, si la formulación del problema se hace así,
puede llegarse a la etiología, puede preguntarse el por qué, sin quedarse
sólo en los síntomas. Sólo si se escarba en los porqués, la solución
puede llegarse a fundamentar bien, con una base racional. Los clásicos
expresaban esto diciendo que antes de tomar una decisión hay que
deliberar. El método que propone este autor japonés no es el único, pero
siempre hay que empezar planteando correctamente las dificultades.
En rigor, si llenamos la cabeza de un directivo con ideas acerca de
derecho político, de estructuras sociales, o de macroeconomía, puede
llegar a una conclusión teórica o práctica equivocada, a saber, que el
hombre es un ser condicionado. La economía tiene unas leyes. Si pensamos que
los hombres obedecen por principio a esas leyes, concluiremos que las
respuestas humanas están predeterminadas; lo mismo ocurre si se toma
la sociología como ciencia suficiente. Pero la verdad es lo contrario.
Para resolver un problema desde el punto de vista práctico, hay que
pensar que el autor de la sociedad y el agente económico es justamente
el hombre, por lo cual tales condicionamientos son secundarios. La
economía es una forma de actividad humana; por tanto depende del ser
humano cómo se comporten los fenómenos económicos. Para tomar
medidas, para responder a los problemas de una manera adecuada, hay
que tener en cuenta que el hombre no es un ser radicalmente
condicionado, puesto que es el autor de lo social y de lo económico.
Desde el punto de vista práctico, este enfoque da lugar a maneras
distintas de tratar los asuntos y de tomar decisiones. Desde el punto de
vista teórico, quiere decir que no nos quedamos en la su-
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perficie, que vamos ahondando, porque lo que acaba de decirse, a
saber, que el hombre es el autor de lo económico y lo social, es verdad
en la misma medida en que el fondo del hombre se activa; en caso
contrario no es verdad. Si el hombre está empequeñecido, entumecido
en sus resortes más íntimos y radicales, entonces se hallará
condicionado por lo económico y lo social. Ello ocurrirá si el hombre
carece de una interioridad suficientemente fuerte y se identifica con «la
situación». Pero si la tiene, entonces es el autor y el factor en que hay
que apoyarse para cambiar las cosas: es por tanto una cuestión de
profundidad.
Resaltemos el contraste entre las dos tesis: 1) el hombre es un ser
condicionado por la sociedad y por la economía; 2) el hombre es el
autor de lo social y de lo económico. La primera es verdad sí y sólo si
el hombre no tiene interioridad, si se interpreta a sí mismo desde las
ciencias sociales y económicas. Eso quiere decir que es menos libre,
menos activo, que sus energías más primarias quedan desempleadas. El
hombre acepta, digámoslo así, convertirse en un ser superficial, porque
sólo en segunda instancia el hombre depende de lo social y de lo
económico.
Conviene insistir que la primera tesis es cierta siempre que el
hombre no se tome a sí mismo en serio como persona. En cambio, sí se
acepta en serio como persona se dará cuenta de que su actuar no es el
resultado de las leyes de la sociología o de la economía, sino de su
capacidad efusiva. Pero de esto sólo se percata el hombre que se decide
a ser; si no, tienen razón los que dicen que el hombre depende de un
fundamento -creado- exterior a sí mismo, lo cual es una petición de
principio, pues es evidente que hay sociedad porque el hombre es
social y no al revés: lo a priori es el hombre.
Si deseamos estudiar filosóficamente la dirección no hay más remedio que tratar de sentar un orden de importancia relativa. Todo
depende, decimos, de la seriedad con que el hombre se tome a sí
mismo. Si acepta su dimensión espiritual, ha de concederle valor
hegemónico. Además, como el espíritu se abre hacia fuera, tiene lugar
un proceso de realimentación que fortalece al espíritu mismo en la
medida en que actúa en sociedad. El hombre ejerce su autoría de modo
propiamente humano cuando la aludida realimentación le perfecciona a
él y a su entorno.
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Pues bien, para tratar del miedo es necesario tener en cuenta todo lo
dicho. El miedo es un sentimiento interior al hombre, que aparece en
situaciones socioeconómicas adversas. Si el hombre no pudiera resistir
al miedo (el miedo es una espontaneidad condicionada: surge en el
hombre ante la adversidad y el peligro), si no fuera capaz de manejarlo,
habría que aceptar la primera tesis.
El hombre es un solucionador de problemas. Pero es capaz de
resolver problemas porque es capaz de manejar su miedo, es decir,
porque no está condicionado por lo que le amenaza (nótese que resolver
problemas comporta cambiar la coyuntura o la situación, o al menos
hacerles frente). Manejar y vencer el miedo es arduo; pero, por otra
parte, si el hombre lo hace en virtud de su propia profundidad, en
atención a que él es más importante que las circunstancias sociales o
económicas, sus objetivos serán de mayor alcance. No es lo mismo, por
ejemplo, conformarse con una modificación a mí favor de la situación
monetaria. Podría aceptarse que uno está condicionado por la economía,
pero que astutamente se sabe mover; que está condicionado en su
actividad política, pero que con un poco de halago, con un cambio de
ideología mejorará su situación y continuará en el poder tras todas las
crisis. Pero estos serían objetivos muy cortos.
La tesis de que el hombre está condicionado conduce a aceptar que
el único modo de resolver los propios problemas es moverse con
astucia, con ingenio, etc. Pero si llevamos la cuestión hasta el fondo,
aparecen objetivos diferentes: no se trata ya de sobrenadar o sobrevivir,
según una postura de puro adaptacionismo, sino de cambiar la
situación, lo cual, repetimos, es arduo, y además se puede fracasar en
ello. Pero del otro modo el hombre está ciego para los grandes
objetivos, no los considera posibles: ni se le ocurren.
El directivo no tiene más remedio que ir pasando de lo puramente
comercial a lo socioeconómico, y de lo socioeconómico a lo antropológico, estableciendo una relación de fundamentación: primero, de lo
social respecto de su actividad empresarial y después, de su carácter de
persona humana, de su calidad de agente, respecto de lo
socioeconómico. Esto es así justamente porque los problemas se agravan. Si las cosas fueran menos difíciles, esta tarea de profundización no
sería imprescindible. Lo que ocurre es que la crisis actual es muy
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notable, porque cada vez estamos menos aislados y las interrelaciones
aumentan. Jürgens Habermas dice que estarnos desbordados por la
complejidad; respondemos a ella con ideas sectoriales, especializadas
-analíticas-. Al enfocarla así, la complejidad se hace ingobernable.
Efectivamente, nuestra época se encuentra ante dificultades que se
podrían resumir como una inadecuación entre los procedimientos
heredados para resolver los problemas y la nueva gravedad característica de los problemas de un mundo interrelacionado, en el cual
todo tiene que ver con todo: un mundo sistémico. Durante muchos
siglos el hombre no ha necesitado tener en cuenta la intensidad de la
interconexión de sus actividades. La percepción de la complejidad
produce miedo._
El miedo es la tendencia (acompañada de una perturbación anímica)
del ser humano a huír del peligro. El miedo se define así desde un
punto de vista realista. El miedo no es sólo lo que LUTO siente (pavor
ante una situación de alarma, etc.). Lo característico del miedo es que da
lugar a un tipo de conducta: quitarse de en medio, no afrontar el
peligro, enterrar la cabeza en la arena o salir huyendo. También podría
decirse que es la tendencia no enfrentarse con lo arduo, porque el
peligro muchas veces consiste en que a uno se le pide más de lo que
está dispuesto a hacer (salir de la comodidad, de la rutina, de los
procedimientos ensayados; se me pide esfuerzo inventivo y no estoy
dispuesto a prestarlo).
Enfocar así el miedo tiene varias ventajas. La primera es que se
considera el miedo en la «normalidad», no en la «situación». La segunda es que se entiende de una manera objetiva, y, además, en relación con la acción humana. Se trata de una consideración práctica del
miedo. La consideración meramente anímica del miedo (ansiedad,
latidos del corazón, etc.) no es tan importante para un hombre de
acción. El miedo es, por consiguiente, la tendencia humana a huir ante
lo peligroso o a no enfrentarse con lo arduo; es la tendencia a desistir.
Cuando el hombre desiste, los clásicos dicen que se queda estupefacto.
El estupor se contrapone a la admiración; la admiración es el ser atraído
por aquello que uno no domina (se suele decir que la admiración es el
principio de la filosofía); pero el estupor no es la admiración, sino el no
emplear la energía necesaria para afrontar una
tarea seria. Si el miedo es tendencia a desistir, el vencimiento del miedo
es la actitud de resistir ante lo peligroso y lo arduo, si es posible
venciéndolo
Si el miedo es esto, y si ante él adopto una actitud que lo ataja, si
puedo no ceder a la tendencia a la huida, es patente que la consideración
del miedo me coloca en el orden de lo radical humano, en ese plano
según el cual se puede invertir la relación de dependencia entre lo
socioeconómico y lo humano. Teniendo esto en cuenta, podemos dar un
paso más y preguntar: ¿Qué debe hacer el hombre ante el miedo? ¿Qué
es lo que está justificado hacer, teniendo en cuenta que el hombre no es
un ser condicionado? Ante el miedo se puede actuar de un triple modo.
El primero, puesto de relieve por los clásicos cuando estudian la virtud
de la fortaleza, es el ataque. Atacar es lo que hace un soldado cuando
acomete al enemigo con la intención de derrotarlo. ¿Cuando está
justificado atacar? Atacar es característico del directivo: el directivo es
un hombre de ataque, un hombre que emprende, que trata de vencer las
dificultades arrostrando riesgos. El ataque es característico de la
fortaleza del empresario. ¿Cuando está justificado, preguntamos de
nuevo, atacar? Cuando los recursos de que dispongo me permiten
razonablemente esperar que venceré el peligro, que lo haré desaparecer.
Ponerse a resolver el problema buscando una solución que lo supere en
sus propios términos está justificado cuando uno tiene recursos
superiores a los quebrantos del entorno. El empresario está
acostumbrado a eso: su mentalidad es la de un hombre de ataque. Sin
embargo, en situaciones críticas no es adecuado el ataque, sino la
resistencia. Muchas veces la fortaleza de empresario se mide por su
capacidad de aguante.
La primera manera de enfrentarse con el peligro es atacar; esto está
justificado siempre que el peligro no me desborde, siempre que tenga
medios suficientes y el problema sea soluble. ¿Y cuando el problema
no es soluble porque no tengo recursos? Entonces hay que distinguir
(los clásicos proponen una distinción que a nuestro juicio debe
ampliarse un poco): si el peligro afecta a mi interior, debo huir
(entendiendo por afectar a mi interior la lesión de los valores que
considero más profundos y que están más identificados conmigo
mismo: que mi lealtad, mi honradez, mi veracidad, etc., no queden a
salvo). Si el peligro afecta sólo a algo de lo que yo me ocupo, en-
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tonces está justificado resistir en el supuesto de que no pueda resolver
la cuestión atacando.
Está justificado huir cuando el peligro me afecta de tal manera que,
al no tener recursos para resolverlo, me empequeñece, me de-grada
como ser humano; si el peligro es de ésa índole, lo que hace un sujeto
activo es huir, debe huir, salvo que no gane nada con ello; si no gana
nada huyendo, deberá., de nuevo, resistir.
Todavía hay otra manera de afrontar el miedo que hoy resulta
bastante clara: con los recursos humanos que hoy tenemos hay ciertas
maneras de afrontar asuntos que los clásicos no tuvieron en cuenta,
porque carecían de esos recursos. El modo de afrontar el riesgo cuando
no poseo recursos suficientes puede ser diverso de resistirlo huir: se
puede intentar aumentar los propios recursos. Con los recursos que
tengo sucumbo, pero también podría aumentarlos. Es lo que se suele
llamar rectificación. Si no tengo suficientes recursos, puedo pensar en
atacar teniendo en cuenta qué rectificaciones he de introducir en mi
conducta; es decir, he de plantearme la pregunta de cómo puedo
aprender a gestionar otros recursos más idóneos. De entrada, creemos
que no somos capaces de hallar la solución de ciertos problemas, pero
sí que lo somos siempre que modifiquemos nuestros procedimientos o
echemos mano de algún nuevo recurso, pues hoy contamos con más de
los que en general se sabe usar
Estas son las actitudes posibles ante los temores que afectan a los
directivos de organizaciones, y también al hombre en cuanto rector de
sí mismo. Atendiendo al planteamiento clásico, nos percatamos de que
según la descripción de la «situación» que hacen los polacos, es claro
que no podían huir -emigrar en masa-; pero debían haber resistido, sin
dejarse condicionar por el peligro hasta el punto de hacerse ellos
mismos situación (muchos lo hicieron así).
Aristóteles hace una observación certera que puede resultarnos
anacrónica porque a nosotros resistir se nos da mal, pues estamos
bastante reblandecidos. Dice Aristóteles: aunque se pierda todo, resistir
es una ganancia.
Resistiendo se gana uno a sí mismo. Es ésta una observación muy
importante. Resistir no es una actitud pasiva, no es resignarse o conformarse, sino decir que no, aunque resulte difícil transformar ese decir
que no en una acción exterior que conjure el peligro. Pero si no cedo
ante la amenaza, me gano a mí mismo. Esto está más allá de la diferencia entre cobardía y valentía, las cuales se encontrarían más bien en el
ámbito del ataque: el valiente ataca, el cobarde no. Resistir es algo más
que ser valiente. Es defender los valores profundos del ser humano
hasta tal punto que aunque uno sea destruido no se separa de ellos: no
transijo, no cedo. Muchas veces el peligro se puede conjurar simplemente cediendo. Supongamos que la cuestión es la siguiente: si no se
entra en el tráfico de influencias, en el soborno, nos arruinamos; ¿qué
hacer? No hay alternativa práctica de ataque, si el clima social es la
corrupción. Para sacar adelante una empresa parece que no hay más
remedio que empequeñecerse a sí mismo. No digo desencadenar
procedimientos inmorales, sino andarse con componendas, aceptar las
reglas del juego que disminuyen la dignidad humana. No ceder a esa
situación, resistir entonces, es salvarse a sí mismo.
La observación de Aristóteles es profundamente realista si se acepta
que el hombre es un ser personal; además, descubre un nuevo aspecto
antropológico. Lo que Aristóteles llama ganancia, cuando dice que al
resistir se gana algo, es también aprender a resistir. Se expresa así el
doble aspecto de una profunda verdad ética: no puedo aceptar una
disminución de mi realidad personal para resolver un problema, no
puedo ceder al chantaje. No puedo, para conservar mi situación como
directivo o como propietario (para salvar mi dinero), disminuirme a mí
mismo, porque entonces soy otro factor de la situación que me afecta,
me hago yo mismo situación. Esa es la debilidad interna que los
polacos detectaron y por eso dijeron, después de la fase de solidaridad,
que hay que tener cuidado en no volver a incurrir en ella (mi actitud
ante el miedo no puede ser tal que comporte la falsificación de mi ser,
que es la más grande de las mentiras). Por fuerte que sea el miedo no
puedo aceptar que me haga incidir en lo que comporta mentira para mí;
eso es lo que significa ganarse a sí mismo al resistir. A veces no
desmoronarse como persona comporta sucumbir físicamente.
Los teólogos consideran así el martirio: uno no puede negar su fe, si
la tiene, le cueste lo que le cueste, aunque le maten. No puede
traicionar su fe porque se traicionaría en lo más profundo; la fe, como
otros altos valores del espíritu, no se puede sacrificar a nada.
Este tipo de resistencia significa: soy tan responsable de mí mis-
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mo que si la única salida es dejarme corromper, sumarme al coro de los
sinvergüenzas, no lo hago, no lo acepto. No renuncio a ser autor,
aunque tal como están las cosas no sea capaz de efusividad creado-ra.
Aunque la situación sea tan hosca que no acepta mi colaboración
honesta , no me vendo ni me alquilo.
Esta es también la justificación que da Aristóteles para la huida: la
huida sólo está justificada (cuando se puede huir) si con ello salvo mi
integridad. Por eso el cristiano no tiene el deber de presentarse al
martirio; por lo común, hacerlo sería presunción; el cristiano puede
esconderse, huir; si no puede, ha de aceptar el martirio. La huida tiene la
misma índole que la resistencia; si el peligro no me afecta por dentro,
tengo que atacar o resistir, y si no, huir o resistir. A esto añadimos que
uno tiene que hacer lo posible para aumentar sus recursos, porque en la
época actual eso es muchas veces posible. ¿Dónde encuentro una ayuda
o una oportunidad nueva? En el mundo poco tecnificado en que estas
grandes verdades acerca de la antropología se formularon, seguramente
era menos posible.
Por otra parte, sin embargo, en el mundo actual no está de moda el
afrontar peligros atacando con metas a largo plazo, es decir, se
pretende resolver los problemas cuanto antes; si no se resuelven así,
nos desorientamos; somos muy valientes si el resultado es a corto
plazo. En definitiva, nos esforzamos muy poco.
Según un autor ruso, sus compatriotas son capaces de entusiasmarse
de cualquier cosa grande con tal de que no les cueste esfuerzo. De ser
así, es dudoso que los rusos sepan qué es la libertad; la han visto y se
han enamorado de ella (el que ve la libertad se percata de su gran
valor), pero no habrían descubierto lo que la libertad comporta. En
nuestra sociedad, en nuestra cultura occidental, también hay signos de
ello. Por ejemplo, se anuncian recetas pedagógicas: cómo aprender
inglés en 15 días sin esfuerzo; cómo aprender computación en 90 días.
Es evidente que aprender sin esfuerzo es imposible, mejor dicho, nada
se puede lograr de verdad sin esfuerzo. Nos parece-mos a los rusos
caricaturizados. «¿Cómo ganar amigos?», «¿cómo tener éxito en los
negocios?» eran libros de moda en los años 50. Pero eso es
simplemente falso. No se ganan amigos así; en todo caso, simpatías. La
amistad es algo más serio: un intercambio de bienes prolongado y
costoso.
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Tampoco resistir está de moda: «No seas loco, arregla las cosas
como puedas.» Es una incitación que no se debe aceptar porque es un
chantaje si me disminuye como ser humano. Por tanto, resisto; si la
resistencia lleva consigo la ruina, me arruino. No me gusta nada
arruinarme, pero no tengo opción. Se habla mucho de ética empresarial, pero no se repara en su relación con la fortaleza. La ética es un
asunto serio porque somos seres personales; si no lo fuéramos, la ética
dejaría de ser un asunto serio.
En cualquier caso", estas consideraciones acerca de las relaciones
del directivo con el miedo, consideradas de manera positiva (el ataque,
la resistencia y en ciertos casos la huida, son positivos), se vinculan con
la responsabilidad. El tema de la responsabilidad se puede enfocar
partiendo de otras consideraciones, pero aquí aflora ya de una manera
muy clara: soy responsable de mí mismo, no me puedo abandonar al
miedo; también soy responsable de las cosas que hago; y también soy
responsable de lo que tengo. Soy responsable de mí mismo, de lo que
hago y de lo que tengo. Esto, digámoslo así, es el núcleo de la
responsabilidad.
La responsabilidad del directivo se extiende a la buena marcha de su
organización y al desarrollo de sus colaboradores, porque un auténtico
directivo no entiende a los miembros de su organización como
empleados o asalariados. El gran ideal de un directivo es la
colaboración.
Es menester convencerse de que uno tiene que mejorar a la hora de
hacer el recuento de los recursos de los que la organización dispone,
porque tiene más de lo que se cree: los colaboradores. El tratarlos bien,
el aprovecharlos haciendo que den de sí (lo que no tiene nada que ver
con explotarlos), pone en marcha una enorme cantidad de recursos
humanos que se pueden incrementar mientras se resiste. Desde la
resistencia se puede pasar al ataque (después de haber resistido a la
adversidad se ataca mejor). Es un consejo práctico, muy importante
para el directivo: no considerar nunca que ha hecho un buen balance de
sus recursos; hay muchos recursos potenciales si uno no ha descuidado
(responsabilidad) el poner a la gente en disposición de dar de sí. Si el
directivo puede dar mucho de sí cuando está en un aprieto, los otros
también pueden hacerlo y se les pueden ocurrir soluciones que él no ve.
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