EL ESPACIO EUROPEO DE EDUCACIÓN SUPERIOR: UNA

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EL ESPACIO EUROPEO DE EDUCACIÓN SUPERIOR: UNA LECTURA
DESDE LAS CONTROVERSIAS EN TORNO A LA CALIDAD DE LA
EDUCACIÓN.
Juan M. Escudero Muñoz
Universidad de Murcia.
0. Introducción.Entre una plétora ya de documentos y análisis sobre el Espacio Europeo
de Educación
Superior, con diagnósticos del pasado y el presente de la
Universidad y la formulación de los objetivos y criterios de la convergencia
universitaria europea, la calidad y mejora de la educación figura como un
imperativo y un horizonte hacia el que orientar nuestra institución. Esta reforma
sectorial promovida por la UE forma parte de alguna manera de la agenda
social europea que se viene definiendo a partir del Consejo de Lisboa (2000),
sucesivamente valorada y perfilada en diversas Comisiones e Informes del
Consejo (Laeken, 2001; Barcelona, 2002; Bruselas,2003). Uno de los focos de
atención preferente de dicha agenda social es la lucha contra la exclusión
entendida en su sentido más amplio, incluyendo, pues, un conjunto de ámbitos
y prioridades referidas a la erradicación de la pobreza, el trabajo y empleo, la
vivienda, las nuevas tecnologías y la reducción de la brecha digital y, desde
luego, los sistemas escolares y la educación en todos sus niveles, desde la
educación infantil a la universidad y el aprendizaje de por vida.
Con su propia singularidad, la formación universitaria ha concitado una
atención bien merecida e inexcusable. El EEES, concertado inicialmente por
un grupo reducido de países en la Cumbre de la Sorbona (1998) y
progresivamente ampliado a un número mayor, ha ido formulando y precisando
la convergencia, es previsible que las universidades europeas vayan a entrar
en un nuevo tiempo. Tenemos por delante el reto de acometer cambios de
indudable importancia, intensidad y extensión. Como a estas alturas es de
dominio público, sobre todo dentro de las Universidades, el EEES se está
convirtiendo, y al tiempo está siendo el resultado, de análisis dedicados a
avanzar líneas de futuro sobre balances y revisiones del pasado. Una muestra,
por ejemplo, el documento sobre “El papel de las universidades en la Europa
del Conocimiento” de la Asociación Europea de Universidades (COM 2003,
Bruselas),
donde se analizan las nuevas realidades y desafíos a los que
nuestras Universidades habrían de responder constructivamente. Algunos de
los imperativos de la convergencia ya están siendo abordadas en los distintos
países miembros, aunque con ritmos y actuaciones muy desiguales por el
momento. En nuestro país, donde también se pueden apreciar actuaciones y
compromisos desiguales según cada una de las Universidades, el gobierno
central acaba de regular la estructura de las titulaciones en los tres ciclos que,
por lo visto, van definir la “arquitectura común” de la formación universitaria.
De hecho, el 21-01-05 el Consejo de Ministros acaba de aprobar los Decretos
que regularán el Grado, Master y Doctorado.
No es mi propósito entrar en una descripción del conjunto de principios
generales (transparencia, comparabilidad, reconocimiento y acreditación de
titulaciones), ni tampoco en otros aspectos más específicos, todavía de
carácter muy estructural, que habrán de tenerse en cuenta para diseñar las
titulaciones y someterlas a los correspondientes procesos de homologación
(dimensiones formales a satisfacer en el diseño de las titulaciones, ECTS,
Suplemento Europeo al Título, etc.). Mi intención es, tal como aparece en el
por lo general, todavía más cargado de retóricas que de análisis sustantivos y
ponderados, políticas y prácticas congruentes para extender por todos los
sistemas escolares la buena educación como derecho de la ciudadanía.
Este tema en particular requiere discusiones a fondo, entrar en
cuestiones sustantivas, como son, por ejemplo, las que se refieren a cuáles
pudieran ser las ideologías sociales y educativas que pugnan por proyectar sus
valores, presupuestos y medidas sobre la aspiración biensonante de la calidad.
También es preciso clarificar cuáles habrían de ser las condiciones, los
recursos y los procesos que puedan contribuir a que la mejora de la educación
sea un eje transversal de los sistemas escolares desde las grandes políticas
hasta las prácticas de formación, sus resultados y contribuciones al progreso
social y humano, desde la educación infantil hasta la enseñanza universitaria y
el aprendizaje a lo largo de toda la vida.
En relación específicamente con el EEES, la Declaración de Graz (2003)
de la Asociación de Universidades Europeas (AUE) puntualizó algunos de los
escollos y retos que la convergencia europea nos plantea. Además de reclamar
el carácter público de la Universidad y defender que la investigación ha de
seguir siendo considerada como una de sus piedras angulares, se llamó la
atención sobre el hecho de que, al menos hasta esa fecha, el EEES era poco
más que un conjunto cada vez más abigarrado de legislación sobre la
enseñanza universitaria; todavía están pendientes, en la mayoría de los países
y universidades, las decisiones y tareas más importantes. El reto que esta
reforma plantea a la Unión Europea, a las políticas nacionales y, desde luego, a
cada una de las Universidades, puede cifrarse en la adopción de las medidas
que sean necesarias para –cito textualmente- “convertir el EEES en objetivos
donde tendremos que diseñar y tomar diferentes decisiones al respecto, así
como crear las condiciones favorables para ello. A este punto le dedicaré el
tratamiento más detallado, pues lo que me propongo no es proponer una “guía”
para la calidad, sino un conjunto de conceptos, matices y consideraciones que
conviene tener en cuenta para abordarla en contextos particulares. En el
segundo punto se ofrece un ejemplo concreto de un enfoque de
calidad
elaborado en una universidad australiana, la Monash University, pues me
parece que ilustra bien un conjunto de valores y principios dignos de ser
tomados en consideración. En tercer lugar se presenta una propuesta en la
que, desde una perspectiva sistémica, se destaca la necesidad de construir la
calidad respondiendo a la cuestión de qué modelo de universidad ha de
construirse desde una perspectiva pública y democrática. En términos más
concretos, destaco tres pivotes sobre los que hay que trabajar para determinar
y hacer posible la calidad de la educación universitaria: la capacitación
institucional, la formación y el desarrollo del profesorado y el liderazgo
pedagógico. Mi contribución finaliza con algunas conclusiones generales y una
serie de propuestas.
1. Diferentes ideologías, políticas y prácticas sobre la calidad de la
educación.Desde la mitad del siglo pasado, la calidad de los sistemas escolares y
la educación ha sido un tema persistente. No es, por consiguiente, algo
exclusivo de nuestro tiempo. Sus presupuestos, significados y políticas no han
permanecido estáticos, sino que han ido cambiando al hilo de las
transformaciones económicas y tecnológicas, sociales, políticas y también
culturales. Como contextos poderosos e influyentes, las ideologías dominantes
de la educación exige poner algo de orden conceptual sobre un gran lema
como éste que puede significar cosas diferentes para distinta gente. En
principio, todo el mundo está de acuerdo en que la calidad es buena y hay que
hacer cosas para lograrla. A la hora de los hechos, cada cual puede entenderla
de manera diferente, suponer que es un manjar destinado sólo a minorías
selectas o un derecho de todos, así como proponer y aplicar políticas diferentes
que lleven a resultados distintos para los sujetos o colectivos sociales. Tras su
eclosión peculiar en el último cuarto del siglo pasado, los análisis y matices, los
debates
y valoraciones han proliferado. Hace algunos años, Reid (1997),
tomando como punto de referencia los últimos cincuenta años, identificó tres
grandes estadios por los que la calidad de la educación habría venido
discurriendo. El primero de ellos, que se desplegó en los países más
desarrollados en las primeras décadas tras la segunda guerra mundial, hizo
equivaler la calidad a la democratización del acceso a la educación,
obviamente con diferencias manifiestas en tiempos, contenidos y políticas en
geografías particulares y los niveles de los sistemas escolares. El segundo, tras
las evidencias acumuladas en el sentido de que el acceso no era suficiente,
aunque sí necesario, para una redistribución justa y democrática de la
educación, centró el foco de las políticas de calidad en la adopción de diversas
medidas encaminadas a contrarrestar las diferencias sociales de los sujetos. El
horizonte de la calidad fue entonces la igualdad. Sus propósitos más relevantes
apuntaron entonces hacia la necesidad de tomar en consideración las
diferencias personales y sociales de origen de los estudiantes, sus capitales
sociales y culturales familiares. Un sistema educativo y su educación serían de
calidad en el grado en que se encaminaran a interrumpir, o al menos
La tan cacareada crisis del Estado del Bienestar y de la modernidad, la
hegemonía del pensamiento neoliberal y el ascenso de la nueva derecha, así
como la pérdida de reconocimiento y credibilidad de lo público, han sido
seguramente las fuerzas ideológicas, políticas y económicas que han
determinado en gran medida esta versión más reciente de la calidad. Aunque,
como veremos, con ello no se ha terminado la historia.
1.1 La calidad de la educación: aparentes consensos y justificadas
controversias.
En los últimos años, la calidad, sus concepciones y enfoques diferentes
ha sido objeto de diversos análisis y políticas, particularmente en su tercera
etapa. En amplios círculos de intereses y sectores del mundo de la economía y
los negocios, se convertido
en el astro rey de las políticas; con tanto
predicamento que también se ha extendido al dominio de las políticas sociales
y educativas. Se define como un imperativo estratégico al que todos hemos de
atenernos y por el que todo el mundo ha de luchar. El coste de no hacerlo, tal
como se nos repite hasta la saciedad, es la propia supervivencia y
reconocimiento, sea de las corporaciones económicas y financieras, o sea
igualmente de las instituciones de servicio, las educativas entre ellas, sea cual
fuere el nivel al que podamos referirnos.
Es correcto advertir, no obstante, que, en el ámbito singular de la
educación, la calidad como excelencia no domina por completo la escena. Ha
habido y hay muchos focos de resistencia ideológica al discurso y los lenguajes
hegemónicos de esa versión parcial y elitista, así como también un buen
número de proyectos y debates en el panorama actual. Aunque referidos a
otros niveles diferentes del universitario, son de destacar en este sentido el
En la sociedad del conocimiento, cuando se reconoce explícitamente que la
educación es una llave fundamental no sólo para el desarrollo humano, sino
también para el progreso social y el mismo desarrollo económico (Klinsber,
2002), lo llamativo es que no se estén encarando las decisiones en esta
materia con mayor claridad ética y políticas más consecuentes. Pero no es ese
debate general el que aquí nos interesa, aunque me parece que nuestras
discusiones en torno a la calidad de la educación universitaria no son ajenas al
mismo.
Una discusión sobre la calidad de la enseñanza universitaria pueda
aportarnos elementos para la reflexión y las decisiones que habrá que tomar
en el contexto del EEES. A grandes rasgos y con tiempos diferentes, creo que
también en este tramo de la educación se ha recorrido una etapa presidida por
la ampliación y democratización del acceso. A su manera, ha habido políticas
compensatorias, aunque habría que precisar y valorar lo que han supuesto.
Pero eso nos alejaría por derroteros que no proceden en este caso. Y, desde
luego, la Universidad ha sido una institución y cultura en la que, ya por
tradición, la idea de la calidad y la excelencia, en concreto su carácter
minoritario, ha estado muy presente y seguramente lo seguirá haciendo en el
futuro. Incluso ahora, cuando nadie subscribiría radicalmente su versión más
arcaica so pena de incurrir en lo políticamente incorrecto, tiene con toda
seguridad su propio espacio, representaciones y defensores. Acaso esté
disimulada, cuando no abiertamente asumida por la creciente privatización,
bajo jergas, procedimientos y tecnologías de calidad que se han terminado
divulgando. De hecho, muchos de los términos y discursos sobre la calidad
universitaria están tomados de modelos y procedimientos de indudable
de fondo en los que se acentúan los matices y hasta las posturas críticas que
llaman la atención sobre la improcedencia de meterlo todo dentro de un mismo
saco indiferenciado.
Harvey y Green (1993), Woodhouse (1996), Boyle y
Bowden (1998), además de los matices y distinciones que se pueden encontrar
en documentos de nuestra ANECA o en el European Network for Quality
Assurance (ENQA), así como desde luego en la ya abigarrada información y
documentos sobre el EEES, son algunas de la referencias que manifiestan,
primero, que el tema está sobre la mesa con toda preeminencia y, segundo,
que hay bastante que aclarar y dilucidar al respecto: ideologías, valores,
intereses, procesos y estrategias, resultados y valoración de los mismos.
1.2 Cuatro versiones de la calidad de la educación.Con la intención de ofrecer una síntesis apretada del panorama, aquí me
voy a hacer eco de cuatro concepciones o enfoques de la calidad: calidad
como excelencia, calidad como conformación o satisfacción de estándares
externos predeterminados, calidad como capacidad de las instituciones para
determinar sus propios objetivos, contenidos y estrategias bajo una óptica
mercantil y centrada en los clientes, calidad, por fin, como un conjunto de
valores, concepciones y compromisos morales, intelectuales y políticos que
reconocen el derecho inclusivo y justo de la ciudadanía a una buena
educación,
y
procuran
garantizarlo
de
modo
efectivo.
Veamos
una
caracterización somera de cada una de estas versiones.
1.2.1 La calidad de la educación como excelencia.Ésta es, seguramente, la acepción más tradicional. Denota, ya desde los
griegos, una serie de atributos o propiedades que confieren a algo (objeto,
animal o persona)
un carácter extraordinario, fuera de lo común, sólo
atributos o, como se suele decir ahora, estándares que tienen un carácter
apodíctico, dados por válidos sin mayores disquisiciones, fuera de escrutinio y
de sospecha al menos para el sentido común.
Se trata de una noción que, a pesar de su carácter arcaico y excluyente,
todavía goza de gran predicamento en el sentido común más extendido por la
sociedad. Y, desde luego, no es raro encontrar su pervivencia dentro del mismo
panorama universitario, en una cierta cultura de minorías que define a esta
institución, así como en el universo de las representaciones, valoraciones y
demandas que los mismos estudiantes y sus familias albergan. Es de dominio
público que hay universidades excelentes y otras vulgares; titulaciones de
calidad, atractivas y selectivas y otras mediocres o hasta residuales; profesores
excelentes y profesores comunes. Seguramente habría mucho que discutir
sobre cuáles puedan ser en cada caso los factores, las estratagemas o las
condiciones que contribuyen a que haya casos de excelencia en la educación y
certificaciones universitarias, o, en general, productos excelentes en muy
diversos ámbitos. Pero, por más que queramos puntualizar sobre el particular,
la realidad de los hechos corrientes va a favor de que mucha gente no tenga
mayores inconvenientes en suscribir, e incluso demandar, esta noción de la
calidad. Lo que mejor la define, con todo, y que, desde luego, justifica fuertes
discrepancias, no es tanto si existen o no evidencias de excelencia, pues,
haberlas, las hay. Es, más bien, su catalogación como algo reservado a
minorías, casi misterioso, ineludible, asociado irremediablemente a individuos
con dones, recursos materiales y capacidades fuera de lo común. En base a
estos presupuestos -que son ideológicos y políticos al mismo tiempo- no es
difícil encontrar a gente que considere que sería poco razonable cualquier
son de naturaleza ideológica, teórica y política. Es decir, cuando la calidad se
define como algo excepcional, las políticas correspondientes que quieran
promoverla terminarán por ser básicamente selectivas y minoritarias. Cuando
alguien las proclame, el primer interrogante que a más de uno de le pueda
ocurrir es: ¿quiénes van a ser los perdedores de siempre u otros nuevos que
serán excluidos al activar políticas de calidad de esta naturaleza y con tales
propósitos? Y es que, a fin de cuentas, cuando explícita o implícitamente se
activan “políticas de excelencia” bajo el paraguas biensonante de la calidad, lo
que se busca, dígase o no, es sostener y perpetuar oasis de privilegio y de
exclusión. Desde este punto de vista, la calidad deja de ser el territorio de la
posibilidad y la esperanza y se establece, se acota (en el sentido de coto
cerrado) como fronteras amenazantes, vigiladas, amenazadoras, excluyentes
de quienes siempre estuvieron fuera o de otros que pueden ser expulsados.
En el contexto y los cometidos de la Universidad, desde luego, la
búsqueda de la excelencia no debiera ser en sí misma demonizada. Si se
asumieran,
no
obstante,
sus
objetivos,
carácter
y
estrategias
con
fundamentalismo, eso podría derivar en el fortalecimiento injusto de
mecanismos de selección o filtro de los sujetos que pudieran acceder y
disfrutar de una formación excelente. Sería una manera de violar valores
sociales y democráticos a los que la Universidad no puede ser ajena y que,
desde luego, ha de cultivar. Cifrarla, a su vez, en la elevación excepcional de
los estándares relativos a los productos (rendimientos, titulaciones), es algo
que puede dejar fuera la discusión sobre la misma pertinencia y justificación de
los estándares, las estrategias de proceso que han de participar en su logro y,
tal vez, la ineficiencia difícil de justificar de los servicios (centros, titulaciones,
1.2.2 La calidad como adecuación a estándares comunes y
preestablecidos.Ésta es una acepción difundida a partir de algunos de los modelos de
gestión de calidad más reconocidos en el ámbito empresarial. Juran, uno de los
gurús fundadores de la TQM (total quality management), la definió como
“adecuación o conformación a propósitos. Está muy extendida en muchos de
los documentos y concepciones de la ENQA y agencias similares para la
denominada
“garantías
de
calidad” (quality
assurance).
La
nueva
denominación de las metas, objetivos o propósitos como estándares, a su vez,
está ahora muy asociada a un término anglosajón, benchmarking, que se utiliza
en varios sentidos. Entre uno de ellos, la determinación de “niveles altos de
referencia” para la valoración de algo. Se les atribuye un papel nuclear en la
práctica totalidad de enfoques más oficiales de calidad. Expresiones muy
extendidas como control de calidad, garantías de calidad, mejora de la calidad,
apreciación de calidad, valoración y acreditación de la calidad, se remiten
sistemáticamente a ella.1 Además de su incidencia en la educación
universitaria, los estándares son una de las últimas modas reformistas en las
reformas de los sistemas escolares en otros tramos de la escolaridad (Elmore,
2002)
Según esta versión, la calidad tiene directamente que ver con niveles de
logro o rendimiento respecto a los cuales medir y evaluar, por ejemplo, los
resultados del aprendizaje. Consistiría, de un lado, en el establecimiento o
formulación de los mismos y, de otro, en la exigencia y evaluación de la
adecuación a los mismos. Una institución o cualquiera de sus ámbitos son
acreditados de calidad si se conforman y satisfacen los estándares
mayor fuerza la determinación de estándares correspondientes a una
determinada materia, por ejemplo matemática, así como también referidos a la
profesión docente de unos u otros niveles educativos.
Los estándares pueden servir como criterios para definir la excelencia,
pero en esta versión se asume que no hay que considerarlos apodícticos ni
inasequibles, sino dependientes de procesos racionales de definición y al
alcance, en principio, de quienes (instituciones, servicios, sujetos) hagan lo
pertinente para satisfacerlos. A una determinada visión de los estándares, no
obstante, subyace la idea de que han de ser objetivos, medibles y evaluables,
pues es así como pueden propiciar comparaciones entre las instituciones por
medio de auditorias de calidad o controles de la misma. Una vez establecidos,
representan criterios de referencia para el reconocimiento, comparación y
acreditación, así como eventualmente la elaboración de listas de ordenación
(ranking) de instituciones, titulaciones u otros elementos a los que sean
aplicados.
Uno de los supuestos de esta calidad sostiene que su contribución no se
limita tan sólo a hacer posible la comparabilidad y acreditación, sino que
también, quizás indirectamente, ese marco puede afectar a los mismos
procesos o estrategias que las organizaciones se vean forzadas a desarrollar
en orden a satisfacer los estándares establecidos y, de ese modo, ser
acreditadas. De manera que los sellos de calidad u otros de los procedimientos
de certificación cada vez más divulgados en determinados sectores, también
en educación, vendrían a cumplir una función de revulsivo y presión externa
que puede operar como un estímulo externo que desencadene dinámicas de
cambio e innovación en el interior de las instituciones.
sociales, colectivos o grupos que queden mejor o peor reconocidos y
atendidos. Entre la consideración de los estándares como criterios objetivos de
referencia fuera de discusión pública y la valoración de los mismos como el
resultado complejo, y quizás interesado, de procesos de construcción social e
ideológica, existe un amplio espacio para posibles coincidencias y alguna que
otra disputa entre las partes afectadas.
Asimismo, cuando la calidad se cifra en estándares comunes y
preestablecidos, tampoco es una cuestión menor la que se refiere a si eso se
traduce en aplicar una perspectiva de uniformidad u otra, más flexible, que
tome en cuenta las diversidades y permita márgenes razonables de adaptación
a la historia, contextos, condiciones y capacidades locales. Si los estándares
abocan a la uniformidad rígida, pueden provocar, aunque facilitan la
comparabilidad, políticas de estandarización que por fuerza sólo beneficiarán a
los mejor equipados. Al diseñar y aplicar políticas de calidad basadas en
estándares, por lo tanto, hay que discutir con detenimiento cuáles habrían de
ser los mínimos comunes en los que converger y cuáles los
márgenes
permisibles de flexibilidad en razón de la naturaleza, contextos o circunstancias
particulares de quienes hayan de satisfacerlos. No es una tarea fácil, desde
luego. Pero sólo en la medida en que se planteé y propicie una dinámica de
concertación social e institucional para acometerla, se podrían soslayar los
riesgos de que la calidad basada en estándares comunes pudiera convertirse
en una calidad como excelencia de minorías.
Procede prestar atención, finalmente, a un par de consideraciones
todavía más de fondo. En primer lugar, que en el caso de aplicar con rigidez
políticas de estándares, la diversidad de las instituciones (Universidades,
mejora (Elmore, 2002). Las políticas de palo y zanahoria pueden redistribuir las
recompensas, pero no por ello hacerlo con justicia ni ayudar a las instituciones
y sujetos a desarrollar las capacidades y los recursos necesarios para lograr
una formación de más calidad.
1.2. 3 La calidad como la capacidad institucional de establecer las
propias metas y lograrlas con eficacia.
Si las dos versiones precedentes pueden tener algo en común, eso sería
su opacidad y determinación jerárquica y su falta de énfasis en los procesos
de construcción de la calidad. Las dinámicas o procesos internos al sistema y
las organizaciones representan, desde una perspectiva más global y dinámica,
los focos propios de la opción que aquí nos ocupa. También, de la siguiente.
Como veremos,
no obstante, hay matices y diferencias sustanciales entre
ambas. Y es que, dentro de las concepciones de la calidad como capacidad de
las organizaciones, en sus diferentes niveles, de determinar los propios
objetivos y lograrlos con eficacia, puede haber bastantes elementos de proceso
formalmente similares, pero que estén al servicio de presupuestos ideológicos
y teóricos claramente disonantes, tanto en lo que se refiere a la determinación
de los referentes y valores que los inspiren como en lo que toca al carácter de
los mismos y las estrategias para lograrlos.
El modelo de gestión de calidad total (TQM), formulado por Deming y
sucesivamente desarrollado y aplicado no sólo en ámbitos de la producción
industrial sino también en los servicios, ha sido, quizás, el más influyente en la
conformación de la filosofía y los procesos de esta opción en particular. Ha
atraído a bastantes seguidores, incluso fervientes. Pero también ha habido y
siguen abiertas discusiones relevantes sobre su pertinencia o no para la
y 7) la construcción de los procesos de toma de decisión sobre la recogida y
utilización de los datos para realimentar el sistema. Sólo podemos ofrecer una
ligera explicación de cada uno de ellos.
El énfasis en los clientes como foco y referente de calidad significa
alinear propósitos y procesos de la misma con la satisfacción de las
necesidades de los destinatarios (que son calificados como clientes). Es éste el
criterio que, al menos según la propaganda, se toma como dictamen decisivo
para determinar si algo es o no de calidad. Así, el modelo subscribe
abiertamente la filosofía singular de la oferta y demanda. De manera que, si el
valor nuclear de satisfacer las necesidades de los clientes es el criterio
fundamental para determinar la calidad o la falta de ella, la adopción y
aplicación de las medidas y actuaciones estratégicas correspondientes será el
imperativo inexcusable para la supervivencia de las unidades de producción o
de prestación de servicios. La mejora continua es el camino privilegiado a
seguir bajo la idea de una cultura de perfeccionamiento permanente. Exige
prestar una atención crucial a la definición del sistema y sus valores (objetivos,
propósitos, estándares), al análisis de los factores y causas de por qué van las
cosas como van y qué supondría formular y lograr cotas de mejora, analizar
sistemáticamente los resultados, conocer, disponer y aplicar las estrategias
más eficientes y sostener indefinidamente procesos de planificación, desarrollo
y evaluación. La adopción, además, de una perspectiva sistémica invita a
operar con un mapa global del conjunto de roles y responsabilidades que han
de asumirse para el logro de la calidad, procurando ajustarlas coherentemente
en torno a los objetivos y los modos de actuación (procesos). Frente a
planteamiento aislados y desconectados (cambios sectoriales), la visión
para el personal, al tiempo que se ejerza sobre el mismo la presión necesaria;
desde sostener los intereses de la institución como obligaciones individuales, y
en este sentido ejercer un liderazgo jerárquico y directivo, hasta ser capaz de
gestionar
los
recursos
personales,
distribuyendo
y
coordinando
los
compromisos y responsabilidades sin los que no sería posible la mejora ni la
calidad. Por su parte, los otros dos elementos se refieren, de un lado, a la
disposición de resortes y mecanismos de seguimiento y control de la calidad,
tanto de los procesos como de los resultados que se van obteniendo; de otro,
a la adopción de un esquema de toma de decisiones que se fundamente sobre
las evidencias que vayan recabándose. De ese modo, al menos en teoría, el
control de la calidad se da la mano con las decisiones que sucesivamente han
de irse tomando para que no aquella no decaiga en el tiempo, así como para
que vayan elaborándose otros proyectos encaminados a lograr nuevos
objetivos y eventualmente otros clientes.
Aunque el modelo de gestión de calidad total no aportó nada nuevo
respecto a los procesos que ya hacía tiempo se venían reclamando desde la
literatura educativa acerca de la mejora y el cambio en educación (Escudero,
2002), curiosamente identificó un conjunto de factores y dinámicas que
merecen su lugar en la gestión de las políticas de calidad. Lo realmente
llamativo a primera vista es que, siendo así las cosas, se haya desplegado por
los sistemas y ciertas organizaciones escolares como si de una piedra filosofal
y desconocida se tratara. En realidad, así han sido las cosas particularmente
en la educación privada, e incluso en algunas administraciones públicas que se
han dejado seducir por la mentalidad mercantil y políticas conservadoras. Es
quizás la mejor prueba de que esta filosofía y sus propuestas han entrado por
brevemente, nos encontramos con una filosofía de fondo que resulta
teóricamente muy débil y estratégicamente brillante sólo en apariencia, bajo
condiciones muy precisas y presupuestos tan raros como, quizás, no deseables
en claves éticas.
Asumir el compromiso de reconocer las necesidades y derechos de los
destinatarios y las garantías de satisfacerlos como el núcleo central de los
objetivos y propósitos de una determinada institución, puede ser un buen
antídoto contra la burocracia, el corporativismo, la primacía de los intereses de
los proveedores sobre las necesidades y los derechos de los consumidores,
usuarios, ciudadanos. Hasta este punto, quizás no habría demasiado que
objetar. Lo que sucede, sin embargo, es que cualquier sistema o servicio que
no haya de cifrar por principio su razón de ser en algo tan borroso como
satisfacer las necesidades de los clientes, no podrá encontrar su espacio bajo
los presupuestos de la TQM, se fuercen como se quiera los argumentos y los
matices. Aunque pueda sonar bien la aspiración a satisfacer las necesidades
de los clientes, y aunque se procure matizar todo lo pertinente respecto a qué
pueda significar el criterio tan sutil de la “satisfacción”, el mismo concepto de
“clientes” es, además de mercantil,
absolutamente elástico, impreciso y
acomodaticio. En el caso de la educación, en concreto, no es fácil responder a
la cuestión de quiénes merecen ser definidos como tales hablando con cierta
propiedad. La confusión al respecto suele ser tan escapista
como su
determinación. En el marco de la enseñanza universitaria, ¿los clientes serían
la sociedad en su conjunto, la administración estatal, el EEES, los estudiantes,
los profesores, la reputación de las titulaciones o de las universidades, una
mezcla de todos ellos, acaso con demandas contradictorias? Por extraño que
inexcusable de generar nuevos conocimientos y capacidades, nuevas
aspiraciones y necesidades, nuevos referente y motivos que les lleven a los
individuos a reconocer y ponderar sus propios impulsos, motivaciones,
intereses y patrones de actuación en relación consigo mismos y con los demás.
En lugar de un esquema falazmente hedonista como el que subyace al lema
vacío de satisfacer las necesidades de los clientes – que son pensados como
sujetos pasivos y relegados al papel de receptores - bien sabemos que la
educación y el aprendizaje sólo son posibles con la implicación activa, el
esfuerzo, la responsabilidad y la autonomía de los estudiantes.
Desde otro punto de vista, ese pilar fundamental sobre el que la TQM se
asienta es mucho más engañoso que lo que su divulgación propaga. En los
contextos de oferta y demanda que le son tan propios y queridos, lo que suele
ocurrir es que las mejores ingenierías de la calidad suelen prestarle tantos
esfuerzos, o acaso más, a la creación de las “necesidades de los clientes”,
como a los resortes que se utilizan para procurar satisfacerlas. El marketing y
la publicidad en sus distintas formas y contenidos representan maquinarias
muy sofisticadas, hoy todavía más efectivas por medio de la cultura mediática,
para crear y dirigir las necesidades de los clientes de cuya satisfacción se
presumirá seguidamente. De modo que, desde una óptica educativa, este
núcleo central del modelo no sólo es irrelevante, sino que, en caso de aplicarlo,
tendríamos que dejar de pensar en la formación como creación de sujetos y
reducir nuestras aspiraciones tan sólo a dar satisfacción a necesidades que,
quizás lamentablemente, otros espacios de socialización se hayan encargado
de manejar y construir.
Si es verdad, como decíamos, que en todo lo relativo a los procesos y
educación universitaria, ni tampoco para la activación de las dinámicas del
cambio en los sistemas escolares en general. En estos tiempos las cosas son
todavía más inciertas, menos lineales y técnicas, más complejas y deliberativas
que lo que se había supuesto hasta hace poco (Fullan, 2002). No creo, pues,
que, si queremos tomar nota de los retos sensatamente señalados en la
Declaración de Graz (COM, 2003), la TQM pudiera ser una oportunidad para
alcanzar objetivos educativos más significativos y realidades institucionales
mejor capacitadas para encarar las transformaciones requeridas. A menos, eso
sí, que nuestra opción fuera la de hacer una Universidad a la medida de las
necesidades de los sujetos clientes, o, quizás, bajo ese subterfugio, ponerla al
servicio preferente de los sectores financieros más poderosos y sus intereses,
colocando en el centro de sus políticas el criterio de la competitividad más pura
y más dura.
1.2.4
La calidad como un conjunto de compromisos con la
provisión del servicio público de la educación procurando realizar
derechos de la ciudadanía.
Seguramente, esta cuarta versión ha de tomar nota de algunos de los
aspectos que hemos subrayado en las precedentes. En concreto, la referencia
a estándares y la necesidad de impulsar dentro de las instituciones procesos
de transformación que sean idóneos para construir un determinado tipo de
organizaciones de servicio educativo, buenos proyectos de formación y
docentes pertrechados de una cultura y modos de ejercer la profesión para
crear condiciones más propicias a mejores aprendizajes y resultados de
nuestros estudiantes. Pero ni la formulación de estándares por sí mismos, ni
tampoco la puesta a punto y aplicación de ciertos procesos de mejora, son
poner en primer término una concepción de la calidad que no eluda la
sustancia de la misma, los contenidos y los valores. Pero no los valores en
abstracto, sino algunos en particular. Sus argumentos e imperativos han de
desmarcarse claramente del principio de satisfacer las necesidades de los
clientes. Han de alejarse explícitamente del dogma de la competitividad como
pivote más decisivo de innovación y mejora.
Hay valores y criterios que
pertenecen al mundo de los negocios; bajo esa óptica pueden llegar a tener
razón de ser. Pero, a no ser que queramos convertirlo todo en un negocio, no
pueden ser los ejes directores sobre los asentar las instituciones públicas de
servicios y su gestión. Cuando hablamos de educación, nos estamos refiriendo
a un servicio público socialmente importante y, sin ningún género de dudas,
esencial. Tanto para el desarrollo pleno de los individuos como para hacer
posible una sociedad más justa y más humana desde el acceso y disfrute de
cultura y formación. Han de ser, por consiguiente, los discursos y los valores
de la ciudadanía y los de la construcción de una sociedad justa los que
marquen las pautas y llenen de contenido el tipo de calidad que hay que
perseguir. Debieran acotar el territorio de las discusiones necesarias, y no el
lenguaje y los tópico de las relaciones comerciales, la productividad de rostro
inhumano, el sálvese quien pueda y la competitividad como valor fundamental
que determine lo que vale y lo que sea declarado como inservible.
Así las cosas, la calidad no puede ser algo excepcional, ni tampoco un
conjunto de criterios predeterminados en algún lugar que hay que aplicar y
satisfacer mecánicamente. Tiene que ser debatida en distintos foros sociales,
institucionales y académicos, así como concertada, echando mano de la
racionalidad de que seamos capaces, de la imaginación y de objetivos humana
omnipotentes, sino de un fenómeno que ha de construirse en cada contexto,
tomando en consideración, obviamente, sus relaciones, dependencias y
cometidos respecto a otros más amplios con los que ha de relacionarse y a los
que ha de responder. No algo, tampoco, que haya de someterse a
procedimientos de ingeniería gerencial en manos de grupos o firmas capaces
de conferir “sellos de calidad”, sino procesos muchos más abiertos, construidos
internamente, comprometidos con valores legítimamente establecidos y
éticamente defendibles. No puede reducirse sólo a estándares definidos en las
alturas que deban aplicarse uniformemente en realidades y prácticas
concretas, sino que ha de suponer ideas, compromisos y prácticas a construir
en espacios institucionales reflexivos, dinámicos y
compartidos, así como
desde una plataforma de corresponsabilidades múltiples.
Aunque, por supuesto, los estándares establecidos y concertados en el
EEES han de ser tomados en consideración, encararlos desde esta perspectiva
exige reconstruirlos localmente a través del debate necesario y el análisis
detenido sobre el valor de la cultura y el conocimiento en la sociedad de
nuestro tiempo, el papel que le debe corresponder a la Universidad en ello, la
historia y el presente de esta institución y las actuaciones que será preciso
acometer para que mantenga lo mejor de su tradición sin que eso le sirve de
pretexto
para
la
perpetuación
de
inercias
injustificables,
rutinas
y
obsolescencias. Y estas tareas han de hacerse tanto en las alturas como en los
contextos y espacios particulares en los que es preciso pensar, diseñar y
proveer buena formación universitaria. Los procesos de gestión de los cambios
necesarios tienen que ser tratados al mismo tiempo que los contenidos y la
orientación que deba tener la educación, no al revés.
tiempo (no se puede caer en la presunción de que los estándares, una vez
establecidos, son estáticos), tienen que servir para activar mecanismos
efectivos de seguimiento y validación, tanto externos como internos. También,
será preciso atender a su capacidad efectiva de desencadenar procesos de
mejora sostenida y transformación de lo que se enseña en la Universidad, de
los aprendizajes que se proveen. En todo ello está en juego la capacidad
institucional de la Universidad para manejar los cambios en sus diferentes
niveles y responsabilidades. Hoy sabemos fehacientemente que la mejora de la
educación no se deriva de la mera legislación e implantación de nuevas
estructuras. Aunque, bajo ciertos supuestos, han de ser un elemento
importante, no suelen generar automáticamente los cambios culturales y los
modos de hacer procedentes. Si la calidad ha de comportar algo, eso debiera
ser la activación y el desarrollo de los cambios culturales más profundos que
exigen el desarrollo social y cultural, además del económico y tecnológico. Sin
las transformaciones adecuadas de mentalidades y prácticas, las estructuras
que lleguen a implantarse y legislarse (por ejemplo el diseño formal de las
titulaciones, ECTS, Suplemento Europeo al Título, diseño por competencias,
etc.), pueden terminar haciendo bueno, una vez más, aquello de “los mismos
perros con diferentes collares”.
La calidad, según esta versión, puede entenderse como un conjunto de
compromisos y esfuerzos en diferentes niveles del sistema de educación
universitaria (UE, políticas nacionales, políticas autonómicas, titulaciones,
departamentos, clases) destinados a debatir, diseñar y proveer una mejor
educación. No es fácil conciliar todas las fuerzas y dinámicas precisas para que
hagan de la calidad una característica y un eje transversal de todo el sistema
cancha debida a la diversidad. En sus caras más sombrías, puede llegar a ser
un pretexto para la multiplicación de los centros de poder y su fragmentación,
así como un caldo de cultivo para ahondar, todavía más, las desigualdades
entre quienes más tienen y quienes cuentan con peores condiciones de
recursos y capacidades para ser sustantivamente autónomos. No digamos para
competir, si de ello hubiera que tratar. La autonomía bien entendida tiene que
darse la mano con la asunción de responsabilidades por todas las partes
implicadas en los procesos, así como con la existencia de mecanismos
operativos y efectivos de rendición de cuentas hacia dentro y hacia fuera de las
instituciones. La rendición de cuentas, que bien podría entenderse como un
mecanismo para garantizar derechos y verificar si se están o no realizando, ha
de atenerse al principio de la reciprocidad (Sirotnik, 2002). Desde este prisma,
no sólo los estudiantes, docentes y titulaciones hemos de rendir cuenta de lo
que hacemos y de los resultados que alcanzamos; desde luego que sí.
También han de rendirlas los cargos directivos de los centros y las
Universidades, así como, por supuesto, los responsables de las políticas
nacionales y, en este caso, también de las directrices europeas, de sus
objetivos y de sus compromisos con hacerlos realmente posibles por todos.
Por esa dirección, la calidad no es tan sólo una responsabilidad imputable a las
unidades más pequeñas del sistema, sino a todas las instancias y actores que
lo componen. La óptica de la corresponsabilidad, por lo tanto, es la que, en
claves políticas, mejor recogería lo estoy proponiendo. No estaríamos hablando
de una calidad pública y democrática de la educación universitaria si, sutil o
abiertamente, adoptáramos una política al estilo de “sálvese quien pueda”. Por
ello, uno de los valores que hay que subrayar como constitutivo de esta cuarta
universitaria obsesionada con los estándares y desentendida de crear
capacidades para lograrlos, o que no cuidara la justa y equitativa redistribución
de recursos materiales, humanos y financieros.
Por desgracia, tampoco esta concepción de la calidad está libre de
interrogantes y problemas. Algunos que podemos enunciar a título ilustrativo
pueden ser: ¿cómo reducir esa práctica tan usual en las instituciones públicas
de educación superior que consiste en asumir todas las formalidades
legalmente requeridas, pero vaciarlas de sustancia?; ¿cómo fortalecer la
autonomía dentro de la institución contrapesando los poderes y micropolíticas
preexistentes (González, 1998) que, en algunos casos, puede que supongan
focos de resistencia contra cambios legítimos y necesarios para mejorar la
formación de nuestros estudiantes?; ¿qué hacer y cómo para afrontar las
dejaciones de arriba (equipos de gobierno) o de abajo (titulaciones,
departamentos, docentes, alumnos)? Por las regularidades históricas de la
institución universitaria, por la cultura académica del docente de este nivel y por
las señas de su identidad profesional, por las propias peculiaridades de lo
público y su funcionamiento, hay un asunto que es capaz de provocar muchos
quebraderos de cabeza: el que se refiere a la cuestión de quiénes y cómo han
de liderar los cambios con unos mínimos de sensatez
y sin merma de la
eficacia y eficiencia razonables. En alguna medida, el EEES va a poner a
prueba a nuestras universidades; ojalá, además, pudiera ser un buen impulso
concertado para activar dentro de ellas dinámicas y contenidos de calidad
como la que se acaba de comentar, esto es, tomando como aspiración la
mejora de la educación en todo el sistema universitario europeo.
2. Un ejemplo a título ilustrativo.-
habrá algo que mejorar, así esfuerzos que aplicar para sostener los logros
alcanzados en un momento determinado. Eso es lo mismo que decir que la
calidad se va creando y construyendo, es una apuesta permanente, un trayecto
cuyo norte y actuaciones han de irse creando y validando al andar. No
contamos con fórmulas, pero sí, quizás, con algunas referencias. En ese
sentido me ha parecido importante ofrecer un caso en particular que, sólo como
un posible ejemplo, me ha resultado digna de atención.
Con la simple intención de ofrecer alguna referencia parcialmente
ilustrativa, me ha parecido oportuno tomar como muestra aproximada e
ilustrativa la política de una Universidad en esta materia, en concreto
australiana, la Monash University. Un esquema como el siguiente permite una
idea de conjunto:
C A P A C ID A D A D D E
E S T A B L E CE R P R O P I A
A G E N D A Y P R O P Ó S IT O S
C E N T R O S Y T IT U L A C IO N E S C O M O
O R G A NI Z A C IO N E S
IN T E L I G E N T E S
D IV E R S ID A D ,
AUTONOMÍA Y
A R M O N I Z A C IÓ N
M onash
U n iversity
ENFOQUE
P L A N IF IC A D O Y
S IS T É M IC O
V
A
L
O
R
E
S
P
R
I
N
C
I
P
I
O
S
R E S PO N S A B I L I D A D E S
DEL
PROFESORADO
UN ENFOQUE
A B IER T O E
IN F O R M A D O
R EFLEXIÓN INT ERNA Y
R E F E R E N CI A S EX T E R N A S
amplios. han de ser aprovechados como estímulos para atender a las propias
necesidades y expandirlas. La responsabilidad profesional lleva a fortalecer y
reclamar las actuaciones debidas de los docentes y equipos en materia de
calidad, pues se asume que ello es imprescindible para asegurarla y mejorarla.
Se valora la participación de todos, al tiempo que la atención a la creación de
capacidades en las que se deposita más confianza que en la mera aplicación
formal de sistemas impuestos de control. Estrechamente asociado a este
componente, se reconoce el principio de que, en el contexto de la agenda de
mejora de la universidad como un todo, son los docentes y sus lugares de
trabajo más específicos los protagonistas de la mejora. Uno de sus horizontes
fundamental apunta a entender la propia universidad como una organización
que aprende: colaboración, compartir ideas y experiencias de calidad y su
mejora, planificación a plazos medios y largos, formación y desarrollo del
profesorado, resolución de problemas. La mejora de la calidad, el desarrollo del
profesorado y el aprendizaje organizativo se consideran como una tríada
poderosa que hay que armonizar y reclamar. Su modelo de calidad, asimismo,
valora simultáneamente la diversidad, la autonomía y el establecimiento de
criterios comunes que faciliten la comparación. El principio transversal en el
que se deposita la armonización de estos valores es la elaboración compartida
de un marco común y el establecimiento de márgenes razonables para su
desarrollo local (titulaciones, cursos, materias… ).
Aunque el enfoque, como estamos viendo, pone mucho énfasis en el
desarrollo interno, al mismo tiempo se define abierto e informado. Abierto a la
discusión racional para determinar qué y cómo mejorar por dentro y,
simultáneamente, informado por la indagación local, nacional e internacional,
las evidencias recabadas alimenten las decisiones y procesos sucesivos de
mejora. Por fin, como puede deducirse de todo lo anterior, se confiere una
importancia explícita a la reflexión interna y sus relaciones con referencias
externas. Se asume que la reflexión individual y grupal es un camino obligado
para la mejora y el propia aprendizaje, así como que otras referencias externas
(podría ser en nuestro contexto el EEES) han de nutrir y enriquecer el trabajo
interno y los procesos de innovación según el modelo de investigación- acción
por ejemplo. En todo caso, las referencias externas no se limitan a las
normativas nacionales o internacionales, sino que también incluyen otras
fuentes como son los propios estudiantes, el conocimiento de buenas prácticas
de formación, las realidades y demandas de los contextos locales y nacionales,
así como diversas fuerzas sociales y comunitarias. He aquí, pues, un enfoque
donde se puede apreciar cómo alguna Universidad en particular procura
adoptar un modelo de calidad que, sin pasar por alto las referencias y
demandas externas, pone todo el énfasis debido en una serie de resortes
internos a la institución sin los que la calidad es difícil de imaginar y promover.
3. Una marco general de y para la calidad desde una perspectiva
sistémica.Si pretendiéramos resumir en una visión de conjunto los ejes centrales
del tipo de calidad que parecen más razonable tomando en cuenta las
consideraciones precedentes, particularmente las expuestas en la cuarta
versión de calidad comentada, podríamos componer un esquema como el
siguiente:
? ? RCO E.E.E.S.
POLÍTICA ESTATAL
POLÍTICA DE UNIVERSIDADES
Construir
Capacidad
Institucional
Liderazgo para
Calidad
de la
Educación
Formación,
Desarrollo
del
Profesorado
La calidad de la educación universitaria ha de construirse en cada
Universidad. En ese sentido, la Declaración de Graz (COM, 2003) sostiene
explícitamente que son las Universidades las que deben colocarse en el foco
central de la reforma del EEES. En cada una de ellas, en el conjunto de las
titulaciones y sus relaciones, en los departamentos y sus conexiones
interdisciplinares, podemos hablar de capacidad institucional para afrontar la
calidad, en concreto la cuarta de las versiones descritas.
Los elementos que aparecen en la parte superior del esquema tienen
que ser expresamente reconocidos, reflexiva y críticamente adoptados en el
diseño de las titulaciones y la mejora sucesiva de las mismas. Se asume, pues,
que ese marco de referencia externa ha de ser incluido y trabajado dentro del
Cuando se habla de adoptar una perspectiva sistémica, a lo que me
estoy refiriendo es precisamente a que todo ese conjunto de factores y sus
correspondientes dinámicas (externas e internas) han de ser debidamente
armonizadas y dispuestas. Debiera hacerse al discutir los valores y
concepciones que presidan los procesos, y también al disponer e implementar
las decisiones y dinámicas que hayan de desencadenarse en los diferentes
niveles de los sistemas de educación universitaria. Por dar un ejemplo, sería
poco provechoso poner un énfasis casi exclusivo en la adopción formal de los
criterios del EEES a la hora de diseñar los nuevos títulos y dejar al arbitrio de
cada uno (titulación, departamentos, profesorado) las transformaciones
culturales que son precisas para lograr “objetivos educativos significativos”.
Tampoco lo sería delegar todo el peso de responsabilidad en la mejora local
(titulaciones) de la educación universitaria y hacer dejación europea, nacional o
de parte de cada Universidad respecto a los apoyos necesarios, los recursos,
las exigencias y vigilancia, el liderazgo institucional, así como la capacitación,
dejando que cada cual salga de la situación como pueda y se le ocurra.
Entender globalmente los cambios que tenemos entre manos significa, a fin de
cuentas,
ser
conscientes
de
que
han
de
plantearse
desde
la
corresponsabilidad, tanto a la hora de determinar sus valores y contenidos
como, desde luego, en la tarea complicada de activar y promover los procesos
convenientes para la calidad.
En ella no puede estar ausente un debate a fondo sobre el carácter y la
orientación de la enseñanza y la formación de los estudiantes que, además,
deberá ser bien integrada con otros cometidos esenciales de la Universidad,
como son la investigación y su proyección social. Los estándares, la
universidad sobre el desarrollo regional y local, colaboración con las empresas,
fomento en todos estos ámbitos de un EEES coherente, compatible,
competitivo - son asuntos tan relevantes como polémicos. No puedo entrar
aquí en los contenidos específicos ni tampoco en una discusión detenida sobre
las referencias y relaciones que se apuntan en dicho texto. En concreto, el
énfasis puesto en las vías de financiación externa, la preeminencia de la
investigación científica y tecnológica, la innovación y competitividad, la
promoción de la excelencia, son asuntos tan ineludibles hoy como
controvertidos. El EEES va a requerir un debate pausado
acerca del
alineamiento de las universidades con las demandas sociales (un eufemismo
bajo el que se puede esconder la atención preferente sólo a algunas de ellas),
así como no pocas discusiones sobre las respuestas y dependencias alrededor
de las que haya de construirse la Universidad del futuro. Si una institución
como la nuestra mira de frente a las urgencias y necesidades tecnológicas,
científicas y económicas de la globalización competitiva, y sólo lo hace de
soslayo al desarrollo y cohesión social, será una cosa. Si procura, desde una
perspectiva más global, equilibrada y transformadora, pública y democrática,
conciliar ambos referentes, podría ser algo diferente. Un modelo universitario
de golpe obsesionado con una cultura “utilitarista” dentro de la que algunos
saberes irrenunciables lo pasarían muy mal (Giner Sanjulián, 1997), sería muy
diferente a otras opciones que valoren la cultura en su más amplia acepción,
donde la conservación, transmisión y construcción permanente de la misma
sean valores más importantes que el imperativo de la utilidad inmediata y
objetivamente
demostrable, medible y comparable. La excelencia que se
busque (y habrá que buscarla) no debiera privilegiar sólo los dominios del
libertad de creación del conocimiento, autonomía, preocupación por el
desarrollo moral y la cohesión social (Marcovitch, 2002; Tomasevski, 2004).
Con estos ligeros apuntes, no pretendo cuestionar de ningún modo que
la Universidad haya de estar en la vanguardia de la investigación científica y
tecnológica. Lo que planteo es que también ha de estarlo, con su investigación
y formación, ante los grandes retos sociales, políticos, éticos y culturales de
nuestro tiempo. Claro que se ha de responder a las demandas sociales, pero
no sólo a las de los grupos más poderosos, sino también a las de los sujetos y
realidades sociales más invisibles y con menor capacidad de hacer oír sus
voces. A fin de cuenta, el carácter históricamente universal de esta institución
social y cultural lo que le exigirá siempre será que procure indagar y responder
ponderadamente a todas las demandas sociales que le corresponden; también,
las que se refieren a la construcción de una sociedad más humana y más justa
en todos los órdenes (Markovitch, 2001).
En resumidas cuentas, el EEES de educación superior y su realización
por cada una de las Universidades y titulaciones no debiera recortar los
interrogantes más de fondo sobre el modelo de Universidad para la sociedad
del conocimiento y la cohesión social. Sería una pena que, por falta de
perspectiva, cayéramos en la trampa de reducirlo todo a la satisfacción sólo
formal de estándares sin contexto, o hacerlo sin reflexionar acerca de las
ideologías e intereses sociales subyacentes. Sea o no conflictiva la tarea
(ciertamente lo es), la calidad a perseguir y los modos de hacerla posible no
serán independientes de cómo tratemos y resolvamos estos asuntos de fondo.
Descendiendo por el esquema precedente, me he atrevido a destacar
tres pivotes que considero fundamentales para imprimir sentido y propósitos,
pensarlo, diseñarlo, implementarlo y someterlo a procesos permanentes de
mejora. Si lo que se pretende es un aprendizaje de mayor calidad en la
formación de los estudiantes, los respectivos aprendizajes del profesorado y de
las organizaciones (en este caso, centros, titulaciones, departamentos) han de
ser tránsitos obligatorios para ello. A continuación se ofrece una representación
del concepto de “capacidad institucional de los centros para la mejora”,
entendida como una plataforma desde la que afrontar el cambio.
CONOCIMIENTOS,
CAPACIDADES Y
ACTITUDES DEL
PROFESORADO
DINÁMICAS DE
TRABAJO EN
COLABORACIÓN
CAPACIDAD
INSTITUCIONAL
DE LOS
CENTROS PARA
LA MEJORA
CALIDAD Y
COHERENCIA DEL
CURRICULO DE
L0S TÍTITULOS
RECURSOS Y
MEDIOS DIDÁCTICOS DE
CALIDAD
LIDERAZGO DEL
EQUIPO DIRECTIVO
DEL CENTRO
La capacidad institucional está configurada por las dimensiones que se
indican en el esquema anterior: la preparación y actitudes del profesorado, el
trabajo coordinado, en equipo, del profesorado,
el diseño relevante y
coherente de la formación, la disponibilidad de medios y recursos necesarios y
el liderazgo. Dejando para algo después la formación del profesorado y el
liderazgo, que serán dos temas que desarrollaremos con algo más de detalle,
ofreceremos ahora un comentario general y algunas precisiones sobre los
demás elementos.
Apelar, en primer lugar, a la capacidad institucional para pensar y
afrontar los cambios significa hacer explícito el reconocimiento de que, además
de la naturaleza y legitimidad que hayan de tener en los niveles más generales
del sistema universitario (EEES, política nacional y autonómica), su despliegue
por las universidades en sus distintos niveles (el conjunto de toda la
Universidad, los centros o facultades, las titulaciones y los departamentos) es
fundamental y decisivo para que puedan ocurrir las transformaciones
deseables. Hay que advertir expresamente que desarrollar los cambios por
parte de cada uno de los niveles universitarios no debe entenderse en el
sentido de que se apliquen sin más. Mucho menos, que lo hagan de manera
lineal, formal o estructural tan sólo, quizás mecánica. Los cambios han de ser
pensados reflexiva y críticamente, puestos en relación con realidades locales
sin peder de vista los marcos de referencia generales, así como sometidos al
conjunto de procesos y dinámicas que sean precisos para conferirles
significados valiosos y respuestas pertinentes. Ya que con todo ello estaríamos
tocando núcleos fundamentales de las culturas y regularidades de las prácticas
sobre las que se sostiene lo que pensamos de la formación y cómo la
hacia el propósito de discutir y negociar aquellos valores constitutivos de la
formación. Será preciso para ello crear espacios, tiempos, responsabilidades y
compromisos que hagan posible que las instituciones se aglutinen en torno a
visiones legítimas y compartidas sobre la enseñanza y el aprendizaje, así como
sobre los principios generales que orienten las decisiones a tomar. Es al
servicio de estos propósitos donde adquiere pleno sentido el trabajo en
colaboración. Crear estructuras y roles idóneos para que pueda ocurrir;
establecer procesos de trabajo; generar un clima de innovación y
experimentación conjunta y debidamente descentralizados en unidades
significativas; valorar y poner en marcha equipos capaces de justificar y diseñar
la formación, así como dispositivos para el seguimiento, análisis y valoración de
los procesos y resultados, son algunos aspectos cuya presencia o ausencia
nos estará hablando de la capacidad o incapacidad institucional. Es pertinente
subrayar, por lo demás, que, cuando estamos aludiendo expresamente al
epíteto de “institucional”, lo que se quiere significar es que los cometidos,
propósitos y procesos que estamos indicando han de tener un carácter global,
ser asumidos y valorados por toda la institución en sus diversos niveles y no,
por lo tanto, dejados al albur de sujetos o unidades voluntarias, o delegados
administrativamente a la responsabilidad y decisiones de particulares.
La implicación y participación institucional exige que todos, desde los
equipos de gobierno de los Rectorados hasta los cargos directivos en los
centros; desde todo el profesorado, hasta, cómo no, los mismos alumnos (sus
representaciones y expectativas, sus capacidades e intereses, su esfuerzo y
dedicación al estudio, su condición de estudiantes, con frecuencia pasada por
alto, ha de merecer una atención singular)2 participen activamente y asuman
consensos (que minarían los significados del cambio y desfigurarían sus
desarrollos y resultados).
Bajo esas coberturas y dinámicas institucionales es donde, a su vez, la
referida capacidad institucional se proyecta sobre el diseño relevante y
coherente de la formación, en nuestro caso de las titulaciones. Este espacio y
tarea, como se puede suponer, son esenciales. Una institución inteligente y
responsable hace patente o no su capacidad al planificar debidamente su
proyecto educativo. Al hacerlo, ha de responder a los valores, principios y
aprendizajes de cada titulación, a la selección y organización de la cultura
(contenidos) de mayor relevancia y densidad formativa, a la determinación de
las oportunidades y experiencias de aprendizaje que se consideren más
provechosas para facilitar los conocimientos, capacidades y actitudes de los
estudiantes, así como a la justificación y establecimiento de los criterios y
procedimientos de evaluación. Una institución con capacidad de afrontar los
cambios, lo demuestra convirtiendo los marcos normativos generales y las
lecturas sobre los contextos globales y locales en proyectos de formación
relevantes, ambiciosos en sus propósitos (por ejemplo, garantizar a todos los
estudiantes de una titulación una formación de calidad), coherentes a lo largo
de todas las materias y cursos, justificando bien la selección de los contenidos
culturales más potentes para desarrollar conocimientos, capacidades y
actitudes, como decimos, así como estableciendo lo mejor posible los
mecanismos de seguimiento, evaluación y mejora necesarios. Lo de menos
será, en este caso, si se adopta una formalidad de diseño por competencias, o
se echa mano de otros recursos y modelos de planificación. Lo esencial es que
la enseñanza y el aprendizaje diseñados sean relevantes cultural, social y
cuestiones a comentar. Nos limitaremos tan sólo a dos. En primer lugar, los
mencionados recursos no sólo han de referirse a medios materiales. También
han de incluir el conjunto de estructuras (tiempo y organización), los roles
(coordinadores, por ejemplo), e instrumentos (dispositivos de seguimiento,
evaluación, análisis y toma de decisiones). Para que la calidad de la formación
sea posible, no sólo hay que disponer de una variedad de materiales y recursos
didácticos; desde luego que sí. También hay que contar con otras estructuras,
roles y dispositivos que son precisos para garantizar los procesos y decisiones
que hayan de irse tomando. En segundo lugar, la mejora de nuestra calidad
docente no pasará sólo por los medios convencionales y tecnológicos con que
contemos. Cuando sea necesario, habrá que incluir aquellos que hoy están
disponibles pero todavía más ausentes de lo razonable en nuestras aulas. Un
asunto más importante, no obstante, es el relativo a los criterios de buen uso y
racionalización de muchos medios disponibles cuya utilización didáctica es
manifiestamente mejorable, sobre todo tomando en consideración lo que
sabemos sobre el aprendizaje humano y universitario. Algo similar puede
decirse del sentido y eficacia de muchas estructuras formales y roles, dentro
de los departamentos y facultades, que están instaurados desde hace tiempo y
seguimos preguntándonos para qué valen (evaluación del profesorado, figuras
de coordinadores, figuras con contenidos específicos en el gobierno de las
facultades y rectorados, etc.). La elaboración de estándares de buena
utilización y racionalización de los recursos disponibles es, por lo tanto, otra de
las facetas respecto a la que pensar en la capacidad institucional y procurar
construirla allí donde sea preciso.
3.2 La formación y el desarrollo del profesorado.-
La colaboración entre el personal, la planificación de los respectivos
proyectos educativos de las titulaciones y la mejora del uso de los recursos y
su racionalización, no serán posibles sin la debida formación del personal. Digo
del personal, y no sólo del profesorado. Hemos de formarnos todos y generar
capacidades e ideas de acuerdo con los papeles que pensemos que haya que
desempeñar: desde los equipos de gobierno y gestión en los distintos niveles,
hasta, obviamente, el profesorado. Si la adecuada preparación de los docentes
es inexcusable para la mejora de la enseñanza y el aprendizaje, también lo es
la de los equipos y sujetos del gobierno universitario. Han de ser, quizás, los
primeros que tengan claridad de propósitos y una visión global de los
contenidos de la calidad de la formación. Les corresponde aprender el
desempeño de sus funciones propias, así como aquellas que faciliten y
estimulen a otros, a los más directamente implicados en las prácticas, de
forman que desarrollen las actitudes, valores y capacidades necesarias para
proveer una educación de calidad. Me consta que esto reclama cambios
drásticos dentro de nuestra cultura universitaria. Pero son cambios
imprescindibles para que los horizontes que están sobre la mesa se puedan ir
alcanzando.
Una institución que aspire a potenciar sus propias capacidades para
afrontar constructivamente los cambios, tiene que contar con una política y sus
correspondientes proyectos en materia de formación del personal, del
profesorado. Así de sencillo como poco habitual y, desde luego, delicado. Tal
política, si quiere ser sensata, tiene que tomar buena nota de que no siempre la
cultura de la que emana y define el cambio (por ejemplo el EEES) es
compatible con la cultura de las instituciones particulares ni de quienes las
compromisos ineludibles para proyectarlos sobre las prácticas y las diversas
condiciones que afectan a la formación de los estudiantes.
Cualquier proyecto de mejora de la docencia y el aprendizaje de los
estudiantes universitarios ha de incorporar la revisión y la mejora de los
conocimientos, capacidades o competencias, actitudes y compromisos del
profesorado en la actualidad. Su preparación en ese sentido ha de incluir una
serie de contenidos que permiten el desarrollo profesional, así como diversas
condiciones,
oportunidades,
estrategias
e
incentivos,
buscando
una
participación activa y generalizada de todo el cuerpo docente. Los contenidos
han de incluir aspectos tales como el conocimiento profundo de las propias
áreas y materias y su relación con los aprendizajes de los estudiantes, el
conocimiento del desarrollo y aprendizaje del alumno universitario en sus
diversas facetas (cognitivas, emocionales, sociales y culturales, expectativas,
intereses, aspiraciones), la atención a la diversidad, el conocimiento y
desarrollo de un repertorio variado de estrategias y medios didácticos, así
como diferentes cuestiones relacionadas con la evaluación de la enseñanza y
el aprendizaje. Debieran incluirse, asimismo, contenidos y habilidades
relacionadas con procesos de aprender a aprender a partir del análisis y
reflexión sobre la práctica, tanto individualmente como en grupo. Y, desde
luego, si la calidad de que venimos hablando no sólo tiene que ver con cómo
hacer las cosas, sino también con por qué hacerlas y al servicio de qué valores,
todos los aspectos pertinentes al modelo de Universidad antes aludido también
han de ser entendidos como contenidos de la formación. Es decir, la
movilización y contraste de ideas, las cuestiones ideológicas, sociales y
políticas, así como diversos asuntos relativos a la misma condición docentes,
como también en los procesos correspondientes. La planificación de las
titulaciones, el desarrollo de materiales, el análisis y seguimiento del desarrollo
de la enseñanza y aprendizaje en los departamentos y en el seno de cada
título, así como el trabajo sobre los aprendizajes que se van logrando o que no
conseguimos alcanzar, pueden y deben ser considerados y valorados como
otros tantos espacios de formación. De ese modo, quizás, llegue a conectarse
con mayor claridad con lo que queremos que aprendan los alumnos, con la
adecuada selección y organización de los contenidos, con los principios para el
desarrollo de la enseñanza, o con el estudio y resolución de los problemas que
vayan surgiendo. En esa dirección insisten las mejores propuestas para el
desarrollo profesional que hoy conocemos (Spars, 2002). Aunque supone
colocar alto el listón, entiendo que hacia ello hay que tender partiendo
sensatamente desde donde estamos.
Un par de consideraciones más sobre el tema. Una, si entendemos en
estos términos la formación, no debiéramos considerarla como una cuestión
episódica, sólo vinculada al logro de credenciales o estrictamente fortuita y
además voluntaria. Más bien habría de ser una tarea regular de la condición y
el trabajo docente, directamente conectada con el aprendizaje de los
estudiantes y su facilitación, un derecho y un deber de todo el personal. Dos,
no podría terminar este punto sin hacer alusión a un tema crucial, a saber, el
lugar, el reconocimiento institucional y profesional, su peso en la carrera
docente y las coberturas que la institución universitaria seriamente le ofrezca.
Para ello hay que crear y fortalecer los recursos de la formación ya disponibles
y buscarles su acomodo dentro de las políticas institucionales. En caso
contrario, seguirá siendo un apéndice insignificante, con todo lo que eso
y actores de las instituciones que pretendan acometer transformaciones y
mejoras significativas y relevantes. Al utilizar aquí la expresión específica de
“liderazgo pedagógico”, no estamos refiriendo a alguno en concreto. En sus
contenidos y modos de ejercerse ha de ser consecuente con la opción de
calidad que hemos defendido y, además, debiera colocar en el centro de sus
propósitos justamente eso, la mejora de la educación universitaria. Claro está
que cuando la UE y en particular las instancias más específicas que están
participando en la definición de los objetivos y requerimientos del EEES han
tomado esta decisión de política universitaria, ya están ejerciendo liderazgo.
Sin el mismo, no estaríamos tratando lo que ahora nos ocupa. Asimismo,
también las políticas nacionales en esta materia están desempeñando sus
propias funciones de liderazgo, al igual que pueda estar sucediendo dentro de
la Comunidades Autónomas y en cada una de las Universidades. En cada
caso, con notables diversidades por el momento, se ha materializado en
encuentros, debates y diversas iniciativas. Con ser importantes todos estos
impulsos - ahora se insiste en la necesidad de una concepción del liderazgo
como un fenómeno que ha de estar distribuido a lo largo y ancho de los
sistemas escolares (Elmore, 2002) - nos parece pertinente concretarlo todavía
más poniendo la atención en las Universidades, centros, departamentos y
titulaciones.
Dicho en términos sencillos, el liderazgo pedagógico para la calidad de
la formación universitaria será una expresión de la política, esto es, del ejercicio
y aplicación del poder (diversos poderes) institucional (en distintos niveles) a la
mejora de la calidad. De querer hacerlo más visible, bien podría consistir en
que los espacios y actores del gobierno y la gestión universitaria ya existentes,
liderazgo en las instituciones universitarias. Habrá que tener mucho cuidado en
no crear por crear nuevas estructuras y papeles deslumbrantes, sino en que
tengan bien establecidas sus tareas, sus responsabilidades y ciertos principios
para navegar por un territorio en el que, desde luego, no será nada fácil hacer
circular nuevas concepciones y modos de actuar cuya complejidad a nadie se
le pasa por alto.
Ya que estamos hablando de una apuesta clara a favor de una calidad
que ha de ser pública y democrática en los términos antes sugeridos, el
liderazgo en cuestión ha de ser público y transparente, bien concertado y
reconocido, participativo y, cómo no, construido desde las actuaciones
negociadas que sean idóneas. Si nos atreviéramos a tomar de la literatura
especializada algunas de sus tareas esenciales (a pesar de que nos parezcan
alejadas de nuestra cultura y prácticas corrientes) habría que subrayar sus
cometidos pedagógicos, en el sentido más amplio de la palabra. No tanto, en
el enmarañamiento gerencial, administrativo o burocrático. El autor que hace
un instante acabo de citar cifra ese liderazgo en cuatro grandes cometidos más
relevantes: a) propiciar la mejora de los conocimientos y las capacidades del
profesorado; b) contribuir a crear una cultura común en torno al aprendizaje de
los estudiantes, expectativos y aspiraciones; c) sostener las diferentes
responsabilidades de la organización (titulación, departamentos, etc.) respecto
al quehacer conjunto, buscando la coherencia en torno a los objetivos y valores
básicos y d) establecer un sistema de apoyos, responsabilidades y rendición de
cuentas respecto a los resultados que se vayan logrando.
Una buena agenda, pero, ciertamente, también difícil de cubrir. Es tanto
más compleja cuanto, seguramente, mayores son las distancias entre lo que se
destino razonablemente aceptables. Y, así, se vayan recorriendo las etapas
intermedias que nos parezcan adecuadas, necesarias, relevantes y viables. Si
logramos focalizar todo ello sobre la mejora de la calidad, con la presión
oportuna y los apoyos necesarios, estaríamos haciendo realidad poco a poco el
liderazgo pedagógico.
4. Conclusiones y propuestas.En resumidas cuentas, sería difícil desconocer que el EEES va a
representar un impulso importante que removerá a las Universidades y, ojalá,
lo haga para mejor. En concreto, en lo que respecta a la formación de nuestros
estudiantes como buenos profesionales y buenos ciudadanos. Con ello tiene
que ver la calidad. Hemos advertido, sin embargo, la necesidad de pensar y
debatir como es debido este emblema, pues tras una misma palabra se están
escondiendo, en la actualidad, ideologías sociales y educativas diferentes. Es
un tema de debate y deliberación, no una marca a replicar. A pesar de
características singulares como las que definen la educación universitaria,
hemos abogado por una calidad pública y democrática. No podrá dejar de lado
las respuestas que están implícitas en la determinación del modelo de
Universidad que queremos, así como tampoco las fuerzas morales,
intelectuales y políticas que tienen que contribuir a pensarlo e irlo logrando.
Sería deseable que la convergencia buscada vaya más allá de la fijación de
estándares; sólo así los objetivos que logremos serán no legítimos sino
además valiosos. No sólo valiosos sino éticamente defendibles, socialmente
relevantes y culturalmente enriquecedores. Para que todo ello suponga el inicio
de una agenda de progreso universitario, hemos de conciliar presiones y
demandas
externas
con
capacidades
institucionales
de
respuesta
y
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