EL NOVIO ETERNO Por Carlos Irusta Nota publicada en la edición septiembre 2011 de la Revista El Gráfico A los 80 años, Alejandro Bestene, a quien llamaban El Turquito, sigue jugando al fútbol todas las semanas. Integró el plantel de Morón campeón en el 55 y recuerda con nostalgia la época en que se jugaba sin agredir. LOS JUEVES son una fiesta para Alejandro. Es, aunque tal vez no se anime a decirlo, el día más feliz de su semana. Y razones tiene, porque ese día, o mejor dicho esa noche, volverá a encontrarse con su novia de toda la vida, por lo que esperará el momento, alrededor de las nueve y media de la noche, como lo que es, un novio enamorado dispuesto a seducir a su novia como el primer día. Así que cuando comienza a caer el sol, se ilumina el jueves, se ilumina de esperanza y alegría; se ilumina de amor y poesía; una poesía de barrio -¿por qué no?-, una poesía hecha de las pequeñas cosas de la vida, las que no se compran en ninguna tienda: la amistad, los paseos bajo la luna y el farol en las esquinas del barrio de siempre... Sí, Alejandro se viste, se arregla y se prepara cada jueves por la noche y luego, tras dejar atrás la casa de siempre, transita sin apuros por las calles poco alumbradas. Allá, en el bar del club están sus amigos de siempre, sus amigos de todas las horas. Y tras el saludo, tras la alegría renovada del reencuentro, Alejandro se encamina a ver a su novia. Es que Alejandro sigue de novio, tan enamorado como siempre, de la pelota. Una pelota de fútbol a la que, como hace desde que tiene uso de razón, tratará de conquistar en cada encuentro, como el de los jueves a la noche. Es que Alejandro, que cumplió 80 años el 19 de julio, siente que vuelve a ser un pibe cuando suena el silbato y empieza el partido... EN REALIDAD, Alejandro Bestene, ilustre vecino de Morón, está felizmente casado. Con María Isabel Ielapi tuvieron dos hijos: Silvia (48) y Alejandro Claudio (43). Y tienen tres nietos, Fernando (22), hijo de Silvia y Valentín (11) y Rocío (6). Es una historia curiosa, porque Silvia está casada con Néstor Biaggi, mientas que Alejandro a su vez, se casó con la hermana de Néstor: Lorena Biaggi, formando así una familia con hermanos cambiados que a veces, en las presentaciones, hay que aclarar detalladamente... Sí, Alejandro se casó con María Isabel, pero no fue su primera novia; así como él no fue su primer novio. Se conocieron una tardecita, en un parque de diversiones. O mejor dicho, comenzaron a conocerse mejor. Y luego vino el casamiento, vinieron los hijos, la pequeña casa construida de a poco y con esfuerzo... Luego, sí, vino todo eso que fue ganando despacio los sueños y los días de don Alejandro. Antes de todo eso, casi desde los primeros años de su vida, Alejandro ya había conocido a quien sería el otro amor de su vida: una pelota de fútbol. ALEJANDRO es el menor; hay tres hermanas antes que él. Nació en Ramos Mejía, en Alfredo Palacios y Chubut, que por entonces era llamada también Lomas del Millón (¡Estamos hablando de 80 años atrás!). Casas bajas, vecinos que se conocían entre sí, la bombeadora para sacarle el agua a la entraña de la Tierra y tiempo libre para jugar a la pelota con los amigos del barrio... Así se crió, así fue a la escuela, así fue creciendo. A los trece comenzó a ir a ver a Independiente; y llegó a admirar el juego de De La Mata y de Erico. A los 14, como se estilaba entonces, comenzó a trabajar, cosas menores quizás: una panadería, por ejemplo. Pero luego entró a Grimoldi, que en esa época estaba en la calle Victoria, que hoy se llama Hipólito Irigoyen, cerca de Plaza Miserere, o sea el Once, en la capital. ¿Si eso era lejos? No para él, claro, porque le bastaba tomar el tren Sarmiento y listo, en media hora estaba en la Plaza; tiempos en los que no se conocía la palabra “inseguridad” . Pero el momento más hermoso era cuando dejaba de trabajar y el tren lo devolvía a Morón, porque entonces podía ir a lo que era la mejor parte de su día, de su semana y de su vida: el fútbol. A los 20, como ocurría entonces, tuvo que cumplir el servicio militar, le tocó Marina y lo mandaron a Río Santiago, lo cual no fue obstáculo para que igual jugara, y llegó a hacerlo en Defensores de Cambaceres. ¿Para qué prolongar el suspenso? Se sabe que el narrador va siendo conducido por la historia por donde la historia lo desea, y esa historia conduce, inexorablemente, a un momento: el día –mágico e increíble día, aunque él no se dio cuenta en ese momento, como siempre ocurre-, en que le hablaron para jugar en Deportivo Morón, de número 10. Sí, claro que aceptó, sin saber lo que le esperaba, porque fue subcampeón en el 54 y campeón en el 55. Sí, él, al que todos conocían como El Turquito, el que jamás faltaba a un partido o un entrenamiento, el que por entonces era 64 kilos de músculos, fibras y amor por el fútbol. El que recuerda emocionado cuando en el 54 les ganaron a los de Almirante Brown 6 a 3, de los cuales marcó tres. Y que en el 55, vencieron por 4-0 a Chacarita, con tres goles propios. Así, lograron el campeonato de Primera D, mientras jugaban como locales en All Boys, porque estaban construyendo el estadio. Eran profesionales, claro; aunque nunca le importó demasiado el sueldo a Alejandro. Una, porque bien se lo ganaba con su trabajo en la fábrica de zapatos, y otra, porque ¿cómo pueden tasarse en pesos un gol, una gambeta o un aplauso? ¿Cuánta plata puede comprar un amague, un dribbling, una buena jugada? TRABAJO DURANTE veinte años en Grimoldi, hasta que Palmucci, un viejo amigo al que encontró en un partido de veteranos de Morón y que era gerente de la General Motors, le ofreció trabajo como operario en Chevrolet. Apenas lo consultó con su esposa y dijo que sí. Luego, pasó por la Chrysler y luego esta se unió a Ford Autolatina, así que terminó trabajando para las tres marcas... Pero esa parte es apenas una de su vida, porque lo que marca y hace su felicidad es aquella otra donde impera una pelota de fútbol. Y que hoy, puntualmente, sigue manteniendo viva, porque todos los jueves juega con los muchachos, como uno más, en el club Mitre: buffet en la entrada, barajas gastadas, antiguos flippers que todavía funcionan, una tele con los partidos, las botellas de Gancia y Cinzano en el aparador detrás del gastado mostrador. Atrás, la canchita: prohibido rematar de lejos, se tira al arco sólo desde la medialuna. El se aparece vestido de jogging, con un buzo al que le pegó un gallito; espera obediente, como todos, a que llegue la hora de entrar. Con él está su hijo y los amigos de siempre y los compañeros de equipo. Se siente livianito ahora, pesa 55 kilos, sigue como toda la vida, sin utilizar anteojos; jamás fumó, y cuando detiene la pelota y hace el primer paso, se le nota la elegancia, la clase y la experiencia. Fue en este mismo club de barrio donde le festejaron los 80 años. Quiso ser una sorpresa de su esposa, pero él se avivó antes... Su esposa... la que le conoce todos los gustos, la que le prepara la comida ligera todos los mediodías, la que comprende que él tiene un amor diferente pero profundo por el fútbol y lo tolera, lo comprende y lo estimula; su esposa... la que le da todos los gustos a la hora de comer y que aprendió hace muchos años que a don Alejandro no hay que pedirle ni que cambie una bombita ni que cocine un huevo duro, porque no sabe... El sabe de gambetas, de goles, de festejos y de la alegría inmensa de tratar bien a la pelota... CUENTAN los números que en 1959, Deportivo Morón logró el título de Campeón de Primera C. De los “viejos tiempos” solamente quedaba él, Bestene, que además fue el jugador que más presencias tuvo durante el campeonato, con 34 encuentros disputados. De aquellos buenos viejos tiempos quedan ya pocos testigos; por ahí, cerca de casa, apenas a unas siete cuadras de la suya, está el Vasco Arguissain, quien en realidad de Vasco no tiene nada, porque su apellido es armenio; de la misma forma en que a Alejandro y a su padre los llamaban "Turco" cuando en realidad eran de origen árabe-sirio. De aquellos tiempos le quedan recuerdos curiosos y divertidos. Allá por el 55, cuando ya se había producido la llamada Revolución Libertadora y había sido derrocado el general Perón, venían los jugadores y los hinchas festejando una victoria. Gritaban y gritaban, hasta que la fiesta se terminó cuando la policía detuvo a los camiones y los hicieron bajar a todos y los pusieron a todos contra la pared. Después se dieron cuenta del motivo: ellos venían gritando “¡Mo-rón! ¡Mo-rón!” ¿Qué otra cosa iban a gritar? Solamente que los celosos policías entendieron “¡Pe-rón! ¡Pe-rón!” y casi van todos presos... Fueron aquellos diez años de jugador en los que jamás dejó de cobrar $ 1.500 mensuales; le daban $ 50 por empate y les abonaban 100 (¿serían las famosas Fragatas?) cuando ganaban. Mientras su esposa de toda la vida, María Isabel, algo seguía aportando a través de su trabajo: en una fábrica de juguetes, primero; y en una fábrica de medias, después (aquellas famosas Ciudadela), la vida se deslizó siempre sin baches para ellos... RECUERDA a Elías Musimessi, el famoso arquero cantor, que andaba siempre con la guitarra a cuestas, correntino de ley que vivía prendido a sus chamamés, y a quien conoció mucho. Evoca esos tiempos de jugar todos los sábados y afirma, con toda seguridad de que aquella leyenda de comer ravioles primero e ir a la cancha después a jugar era absolutamente cierta, puesto que él mismo lo hacía. Y no duda en afirmar que en aquellos años era más fácil hacer un dribbling o una buena jugada, porque nadie le pegaba a nadie; no como ahora, cuando muchas veces la fuerza o la brusquedad anulan a la habilidad, cuando no predomina el gusto por el buen juego como antes, tiempos en los que era todo más amateur y no existían los managers ni los apoderados ni los empresarios; y mucho menos los intermediarios. Eran, aquellos, tiempos sin barrabravas. Un día fue a tirar un córner en Central Córdoba, y desde el público uno le gritó: “¡Che, flaco, comete un sánguche!”. Eso era todo y a nadie se le hubiera ocurrido tirarle una piedra o escupirlo. Se entrenaban dos veces por semana y la “charla técnica” era eso, una charla y que él recuerde, no se usaba el pizarrón. En cambio, el ritual era el aceite verde, que impregnaba de un olor especial todo, hasta la casa misma, así que cuando llegaba, doña María se enteraba un buen rato antes, porque aquel olor espeso llegaba a la casa antes que el propio marido. HOY sigue andando en bicicleta cuando puede, da vueltas por el barrio, se la pasa mirando cuanto partido encuentra en la tele y, por supuesto, asiste a los partidos del Gallito, donde tiene un lugar privilegiado y donde es un socio honorario y de lujo. Le gustan todos los deportes, pero especialmente se prende a la hora de viajar cuando hay Turismo Carretera. Pero, para él, la vida es vida cada jueves, cuando ya cayó el sol, cuando el reloj avanza hacia las nueve y media de la noche y él, como siempre, se prepara para encontrarse, una vez más, con su novia de toda la vida...