El violinista en el tejado TRADICIÓN, RUPTURA Y AMOR

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El violinista en el tejado
TRADICIÓN, RUPTURA Y AMOR
Por HABEY HECHAVARRÍA PRADO
Cada persona tiene o debe tener su propia lista de obras donde encuentra
siempre la conexión irrepetible entre la sensibilidad y el pensamiento que
puede descubrir nuevos espacios en la existencia individual. Y como no se
trata de algo que sucede solo con las grandes obras de arte, llega a ser una
experiencia personal donde las emociones casi sorprenden al espectador
ante cualquier producto de esta naturaleza.
Canciones y otras composiciones musicales, obras de las artes plásticas,
danzas y espectáculos escénicos, textos literarios, edificaciones y diseños de
lugares públicos, pero, sobre todo en la actualidad, las realizaciones
audiovisuales tienen la posibilidad de cortar nuestro aliento dejándolo
suspendido de la próxima nota, palabra o escena.
Cuando dicha emoción interior sucede, incluso no estando de acuerdo en
todo lo que se expresa, nos encontramos ante una obra que, aunque la crítica
especializada no avale, reúne una belleza esencial.
La película musical El violinista en el tejado, tan sencilla, en principio,
desde el punto de vista formal y del argumento, quizás esconda una
experiencia semejante a la antes descrita. Y si esto puede suceder es porque
en ella se discuten, con seriedad y sentido del entretenimiento, no pocos
problemas medulares de la vida cotidiana: la felicidad individual, la defensa
de la familia, la prosperidad económica, el amor, el matrimonio, la
convivencia comunitaria y con otros pueblos y etnias diferentes, la religión
y, el tema principal, la relación compleja entre la tradición y la ruptura.
Pero el envoltorio espectacular logra tal coherencia y seducción en cuanto
a la forma de manifestar las problemáticas y la historia, que muchos de los
asuntos mencionados podrían pasar sin que advirtamos hasta qué punto el
discurso se adentra en tópicos de semejante hondura.
Su director, Norman Jewison, sorprendió, en 1971, con esta película que
disfrutan hasta quienes no gustan del género. Y asombra cómo, sin esfuerzo
visible, eleva hasta el rango de un arte de tesis, una fórmula comprometida
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con el cine y el teatro más comercial, es decir, de puro divertimento. Dos
años después, el veterano cineasta estremecería la cultura mundial con su
polémica cinta, también musical, Jesucristo Superstar.
La posibilidad de hacer una producción tan peculiar se la concedió un
excelente relato que, en su versión original, procede del escritor judío nacido
en Rusia Sholem Aleijem (1859-1916). Figura muy destacada dentro de la
literatura en yídish, fue un humorista que compuso cuentos, novelas y obras
teatrales, ampliamente traducidos.
Su personaje, Tevye el lechero, inspiró el exitoso musical de Broadway El
violinista en el tejado, de 1964. Y el espectáculo de teatro sirvió de base para
el filme de Jewison, donde su estrella, el actor hebreo Chaim Topol, recibió,
por su conmovedora interpretación, el premio Globo de Oro, que otorga la
crítica especializada norteamericana, y una nominación a los premios Oscar.
Otra interpretación imposible de obviar, la ofrece el violinista Isaac Stern,
músico estadounidense nacido en Ucrania, uno de los mejores del pasado
siglo, que dobló para la banda sonora, y aporta, acaso, el símbolo más
importante y bello dentro de una película cargada de signos, símbolos,
música y bailes.
La historia ocurre en una aldea ucraniana, Anatevka, durante 1905, justo
en el período que marca el inicio de las revueltas populares que culminaron
en la revolución comunista de 1917, acontecimiento que cae fuera del
período de la película. En aquel rinconcito del mundo conviven personas de
fe judía y de confesión ortodoxa. El argumento, de una predominante
tesitura cómica, sigue la vida del popular Tevye, el lechero, un rudo pero
amoroso padre que cuida con celo de sus cinco hijas y de su esposa Golde.
Sin embargo, la obsesión de Tevye, además de casar a las muchachas,
será la rigurosa observación de sus tradiciones religiosas y culturales.
Entonces, lo que podía ser un sencillo manejo de las costumbres a través de
las cuales se ha heredado una identidad, una pertenencia y una manera de
estar y existir en el mundo, en aquel momento histórico se convierte en una
batalla casi quijotesca contra una realidad cambiante dentro de la familia,
la comunidad hebrea y la sociedad, que supera las fuerzas del humilde
lechero.
Sus tres hijas mayores, al enamorarse, desafían las normas que el padre
defiende. Tzeitel, la mayor, le convence para casarse con el sastre muerto de
hambre que en secreto ya era su novio, a la vez que rechaza al rico carnicero
con que Tevye ya la había comprometido.
Hodel descubre el amor en la cercanía del preceptor, también pobre, que
por comida enseña a las dos hermanas menores y, quien, por demás, es un
revolucionario radical que adultera la enseñanza de la Tora.
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Hanna no solo entra en amoríos con un joven ucraniano, sino que, de
espalda a los padres, confirma su unión con un matrimonio según el rito
ortodoxo, un golpe tan fuerte para Tevye, que este rechaza a su amada niña
y la relación entre ellos apenas se recupera al final.
Entre muchos momentos espectaculares ninguno disfrutamos más que las
conversaciones frecuentes que el lechero tiene a solas con Dios. La oración
en Tevye es un diálogo franco con el Padre Celestial, un intercambio de tú a
tú, en plena confianza filial, y donde él siempre encuentra respuesta a sus
dificultades, ya sean abandonar la pobreza o darle solución a las demandas
de sus hijas.
El director supo encontrar los recursos para producir el efecto de
ensimismamiento e intensa conversación espiritual. El actor transmite un
encanto irrepetible a las cadenas de acciones. Así lo demuestra el personaje
protagónico, al atravesar ocasiones difíciles y cantar su tema principal, el
mismo con el que se inicia la película, una inolvidable canción en la cual
repite el estribillo: tradición...
Para Tevye y la mayoría de los personajes, la tradición tiene la función de
un mástil en el barco a la deriva de los tiempos. Sin embargo, a la tradición
se opone la ruptura, la modernización que prefiere ignorar el pasado y solo
tiene ojos para el aquí y el ahora, aunque invoque el futuro. El
enfrentamiento de estos dos registros, necesarios en el curso de la vida, llena
la película de Norman Jewison. Parece un conflicto insoluble, a no ser por la
inteligencia natural del lechero y la cercanía constante de su Dios.
El filme, entre otras lecturas, sugiere un furtivo tratado sobre el amor. Se
nos indica, con delicadeza, que la única manera de cuidar un sistema de
costumbres, ritos, doctrinas y creencias, es actualizándolo en el transcurso
de la existencia. Creo advertirlo en la escena de la boda. Pero, en última
instancia, el proceso natural y benigno de modernización debe ocurrir desde
el amor que supera la ley, y que, en definitiva, la confirma. En tal sentido, la
ruptura edificante quizá sea la mejor manera de mantener viva la tradición.
El amor en los personajes de El violinista en el tejado es una planta
buena que crece dentro de la casa de los abuelos sin destruirla; que plantea
innumerables desafíos a los padres cuando tienen que aceptar que no
pueden construirle la vida a sus hijos, sino educarlos en el bien y la verdad,
y luego acompañarlos; que enseña el riesgo inevitable que corren los jóvenes
al desprenderse del hogar y crear su propia familia, asumir sus propios
peligros, lejos, tal vez, del manto sedoso de la madre y el padre; y que
demuestra el valor de los lazos de amor entre padres e hijos en el instante
en que otros amores humanos llegan a la vida y multiplican los vínculos
familiares.
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Con el tiempo serán los hijos, ahora esposos y padres, quienes tendrán
que poner en práctica la verdad que recibieron, y defender los valores y las
virtudes que se les confió, porque entonces ellos serán los nuevos guardianes
de la tradición. Da la impresión que Tevye termina comprendiendo el
proceso.
Al final de la película se nos muestra la dolorosa diáspora del pueblo
hebreo durante la Rusia zarista. Obligados a abandonar la aldea que era su
patria chica, la comunidad se dispersa. Como tenemos un conocimiento
básico de lo que sucederá durante el resto del siglo XX, llegamos a
imaginarnos lo que acontecerá unas décadas después a quienes se desplacen
a Polonia o a Estados Unidos, por ejemplo.
La dura imagen con que termina una historia llena de esperanza, le da un
gusto histórico a lo que parecía, a ratos, una fábula ocurrida fuera del
tiempo. La familia principal tomará diversos rumbos, pero ya sabemos que
sus vidas laten en unidad a un solo ritmo.
A quienes ya vieron la película les propongo volver a saborearla. Quien
todavía no la haya visto no debe suponer que estas páginas le han contado
toda la historia, y menos que atentan contra la degustación. El violinista en
el tejado propone un juego de efectividad cinematográfica, gracia teatral e
introspección humana que supera y engaña a la palabra escrita o hablada,
porque el lenguaje fundamental es el del corazón. Nada podrá sustituir la
experiencia indescriptible de su contemplación, disfrute y la frescura del
análisis.
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