Envejecimiento. Normalidad. Patología Envejecimiento normal y patológico Aging. Normality. Pathology REVISIÓN Envejecimiento normal y patológico1 (Rev GPU 2012; 8; 2: 192-194) Sergio Peña y Lillo2 En este artículo se describe la normalidad y la patología del envejecimiento, proponiendo diferenciar entre un “síndrome de deterioro”, como simple déficit de las funciones cognitivas, y un “síndrome demencial” con pérdida del juicio autocrítico e incapacidad de una vida autónoma y responsable. El envejecimiento normal L a vejez es una fase normal en el ciclo de la vida. El deterioro y la demencia, en cambio, son patologías del cerebro, no exclusivas, pero sí características de la edad avanzada. El envejecimiento –en sí mismo– no sólo forma parte del desarrollo evolutivo natural del hombre sino que es, además, una etapa necesaria, ya que en una existencia plena se requiere también haber transitado la experiencia de la vejez. Con demasiada frecuencia se confunde la senescencia o envejecimiento mental normal, con la senilidad, que es un envejecimiento patológico; es decir, que excede a la involución propia de la edad y que –por razones genéticas, y aun hereditarias– lleva al deterioro intelectual y a la demencia. Así, es común que se diga, ante las opiniones de un hombre de mayor edad: “no le haga caso porque está senil”. Pero esto es un profundo error, debido a que, la mayoría de las veces, el envejecimiento no significa una disminución de la inteligencia ni un menoscabo en la comprensión de la realidad. Por el contrario, lo que se observa es que el hombre va adquiriendo con los años 1 2 una particular ponderación del juicio y una percepción más objetiva de los acontecimientos. Se calcula que el deterioro intelectual franco y la demencia existirían en un 5 a 10% de las personas mayores de 65 años. Esta cifra sin duda es elevada y, para algunos, “aterradora”, pero indica –al mismo tiempo– que más del 90% de los hombres y mujeres de edad avanzada conservan su lucidez mental y son capaces de tener una existencia creativa y responsable. No obstante, lo que sí es indiscutible es que con el transcurso de los años el organismo biológico experimenta una involución progresiva de su vitalidad, que también afecta al cerebro, con un mayor o menor grado de daño neuronal. Se estima que a los 90 años habría una destrucción del 30% de las células nerviosas, pero no debe olvidarse que no hay un paralelismo absoluto entre el déficit psicológico y el grado de la atrofia cerebral, y así se han descrito casos de ancianos que –teniendo un enorme compromiso anatómico del encéfalo– conservan prácticamente indemnes sus facultades intelectuales. Ahora, desde lo psicológico, no cabe duda que el envejecimiento cerebral se traduce en una paulatina disminución de las funciones instrumentales de la Conferencia de ingreso a la Academia de Medicina del Instituto de Chile. Profesor Titular Psiquiatría Universidad de Chile 192 | Psiquiatría universitaria Sergio Peña y Lillo inteligencia, particularmente de la memoria y de la capacidad de aprendizaje. Sin embargo, esta merma de los rendimientos cognitivos se compensa con ese conocimiento más profundo y totalizador que sólo puede provenir de la experiencia vivida y de la madurez plena de la personalidad. Lo que en realidad ocurre en el envejecimiento normal es que éste implica una doble vertiente: deficitaria y madurativa. En otras palabras, existiría una curva descendente, por el inevitable menoscabo psicobiológico, y una curva ascendente, por la mayor serenidad reflexiva y una percepción más profunda de la realidad. Estas dos curvas se entrecruzan de tal modo que las pérdidas se equilibran con las ganancias, originando lo que se ha denominado la “Metamorfosis de la Sabiduría”. Es claro que, en una cultura como la nuestra, de éxitos competitivos y donde sólo pareciera valorarse lo más periférico de lo humano, se tiende a mirar el envejecimiento como algo exclusivamente negativo. No obstante –como hemos dicho– la vejez también tiene sus rasgos positivos. Podría decirse, incluso, que la caída de los rendimientos es sólo hacia fuera, en el plano de los logros y de las realizaciones exteriores, pero que existe, en cambio, un enriquecimiento hacia adentro, en el sentido de una mejor hondura reflexiva y de una superior madurez de las virtudes del espíritu. Esto no significa, por supuesto, desmerecer la importancia de los valores de la juventud, ni tampoco ignorar su papel dinamizante y renovador de la cultura. Como dice el Eclesiastés, todo tiene su tiempo y su edad y ambas etapas de la vida son complementarias, ya que se nutren mutuamente. Así, los jóvenes pueden aprender de la experiencia de las personas maduras y éstas –a su vez– enriquecerse con el entusiasmo juvenil y con su visión del mundo siempre nueva y original. En resumen, debemos decir que la vejez normal no significa necesariamente un empobrecimiento del psiquismo y de la vida y que no debe confundirse, por lo tanto, con el deterioro psicoorgánico patológico. En efecto, el concepto de “deterioro” –que proviene de la psicología– se refiere precisamente a una disminución de los rendimientos en las pruebas psicométricas mayor que el esperado para la edad cronológica. Luego –por definición– no corresponde al envejecimiento normal, sino que es indicador de un daño cerebral y constituye, por así decirlo, la antesala de la demencia. Es sabido, por otra parte, que las personas de mayor edad, si son creativas y mantienen sus actividades laborales, experimentan un envejecimiento psíquico más lento y más tardío. Es por lo mismo que la medicina tiene la obligación ética de “desmitificar” a la ancianidad, mostrando que los viejos también tienen su lugar en el marco del desarrollo y del progreso de la sociedad, ya que la vejez –cuando es normal– no incapacita al individuo ni empobrece su existencia y es sólo una nueva y diferente etapa de la vida. Pero –eso sí– el hombre debe aprender a envejecer y cambiar sus motivaciones e intereses de acuerdo con la edad. Debe irse desinteresando progresivamente de aquellos aspectos del mundo en los cuales ya no participa, y polarizar la atención hacia su interioridad. Sólo así se logra envejecer con dignidad. Deterioro y demencia Con frecuencia estos dos conceptos clínicos se confunden, o al menos no se diferencian. Así, por ejemplo, en la moderna neuropsiquiatría norteamericana se tiende a hablar sólo de demencias, definidas como una pérdida de las capacidades intelectuales al extremo de interferir el funcionamiento social y laboral, diferenciando, de acuerdo con la magnitud del compromiso psíquico, formas discretas, moderadas y avanzadas. A nuestro juicio, este concepto genérico resulta poco operante, ya que no se trata de un mero asunto de gradación cuantitativa, sino de un “salto” de cantidad en calidad donde tanto el deterioro como la demencia configuran síndromes psicopatológicos suficientemente definidos y que permiten un diagnóstico diferencial. Esta distinción, por lo demás, no tiene sólo un valor clínico sino una enorme importancia práctica, tanto para el enfermo y su familia, como desde el punto de vista médico y legal. El “Síndrome de Deterioro” se refiere a un déficit significativo de los rendimientos intelectuales, mayor que el esperado para la edad y que –por lo mismo– es sintomático de una patología cerebral. Pero el elemento central del síndrome es la conservación de la autocrítica y el hecho de que el compromiso psicoorgánico no altera ni la normalidad del juicio ni la comprensión de la realidad. El Síndrome Demencial, en cambio, se caracteriza por la pérdida de la autocrítica, apareciendo –sin conciencia de enfermedad– ideas y comportamientos insensatos que revelan el profundo compromiso del juicio y de la comprensión de la realidad. En ambos síndromes se pueden observar estados de agitación y cuadros funcionales deliriosos, pero sólo en las demencias aparecen las ideas y las conductas absurdas con claridad de la conciencia (ideas y actos demenciales). Es por esto que el diagnóstico de demencia no puede formularse de un modo definitivo en presencia de trastornos obnubilatorios de la conciencia. La demencia, entonces, no es sólo un grado mayor de déficit intelectual sino una especie de “insuficiencia de la mente” que se sobrepone al deterioro, interrumPsiquiatría universitaria | 193 Envejecimiento normal y patológico piendo la continuidad de la existencia al perderse lo más privativo de lo personal: la capacidad de tomar decisiones libres y responsables. Puede compararse la relación que existe entre el deterioro y la demencia con el tránsito de una cardiopatía a una insuficiencia cardíaca; o de una nefropatía a una insuficiencia renal. Es por eso que para diagnosticar una demencia no basta con un menoscabo de las funciones centrales de la inteligencia y se requiere un compromiso global de la personalidad, que se traduce en la pérdida de los hábitos sociales, en el descontrol de los impulsos instintivos y en la inadecuación interpersonal, pero –sobre todo– y como hemos dicho, en el quiebre de la autocrítica, desapareciendo la conciencia de defecto y de enfermedad. Esta pérdida de la autocrítica –que es lo definitorio de la demencia– se aprecia fácilmente en la entrevista clínica. Así, los enfermos deteriorados se muestran inseguros y vacilantes y se quejan de su falta de concentración y de memoria que les dificulta las tareas cotidianas. Los dementes, en cambio, ya no tienen quejas y muestran una actitud de ingenua autocomplacencia. Si se los interroga por su memoria, dirán que está perfecta, aunque olviden de inmediato lo que se les ha preguntado. Y, en general, estiman su psiquismo y su conducta como absolutamente normales. (Es precisamente esta falta de conciencia de su estado la que hace que no consulten por propia iniciativa y que deban ser llevados al médico por sus amigos o familiares.) El cambio de un estado al otro puede ser dramáticamente brusco y así un enfermo que sufría por considerarse incapaz e inútil, de la noche a la mañana ya no tiene queja alguna, sintiéndose alegre y complacido, lo que indica que ha pasado a la demencia. Algunas veces el tránsito sólo se aprecia por la aparición aislada de conductas insensatas: un robo absurdo, un acto exhibicionista o una agresión violenta hacia un familiar o un desconocido. Incluso puede no existir un claro paralelismo entre el grado del déficit y la aparición de la demencia, como ocurre por ejemplo, en las Presbiofrenias, que suelen tener escaso compromiso de las funciones cognitivas. Es por la misma razón que los test psicométricos –que sólo miden el porcentaje de deterioro– no pueden establecer la existencia de una demencia, cuyo diagnóstico es estrictamente clínico. Personalmente, creo que hay dos razones que favorecen la confusión entre un deterioro y una demencia. La primera deriva del uso del término demencia –simultáneamente para designar– a una enfermedad y a un estado psicopatológico. Así, se habla de demencia en el Alzheimer o en la Encefalopatía Multiinfarto, como diagnóstico gnosológico aun cuando el enfermo clínicamente 194 | Psiquiatría universitaria no esté demente. La segunda proviene de la doble visión –neurológica y psiquiátrica– de los cuadros psicoorgánicos. Al neurólogo lo que le interesa es el diagnóstico y las posibilidades terapéuticas. Y es por eso que pone el acento en la etiología, en el sentido de saber si se trata de un cuadro vascular, tumoral, abiotrófico, etc. Al psiquiatra, en cambio, le interesa la calidad del mundo psíquico y el grado de conservación de lo propiamente personal y, por lo mismo, pone el acento en la existencia o ausencia de autocrítica, diferenciando de este modo entre un estado de deterioro y otro de demencia. En todo caso, nos parece esencial establecer esta diferencia, ya que un demente está incapacitado para una vida responsable y no puede, por ejemplo, manejar libremente sus bienes. Un deteriorado, en cambio, especialmente en los cuadros de evolución más lenta, puede mantener incólume durante años tanto la adecuación de su conducta como su responsabilidad personal y económica. Incluso, ya desde el punto de vista médico, es diferente la atención que debe darse a un enfermo deteriorado, pero lúcido, y a un demente. Así, por ejemplo, la hospitalización involuntaria y aun el tratamiento de una enfermedad intercurrente, va a depender del grado del compromiso intelectual, ya que puede ser discutible la prolongación obstinada de la vida en un enfermo demencial que –como ser humano– ha llegado ya a su fin. La repercusión familiar Se debe tener en cuenta que el demente es, de por sí, un enfermo potencialmente peligroso, tanto por los descuidos amnésticos (dejar una llave de gas abierta, etc.) como por la eventualidad de agresiones físicas que pueden ser extremadamente violentas. Es por lo mismo que se requiere con frecuencia de un adecuado aislamiento y –cuando éste no es posible en el hogar– se deberá hospitalizar al enfermo. Aquí –nuevamente– resalta la diferencia entre el deterioro y la demencia, ya que en el caso de las personas viejas no demenciadas suele ser muy pernicioso, y aun cruel, el separarlas de su ambiente familiar internándolas en asilos de ancianos. Esta costumbre cada día más frecuente en los países económicamente desarrollados parecería obedecer en gran medida a la actual “estructura de familia” y de vivienda, que podría denominarse hogar para dos generaciones, en el cual no tienen cabida las personas viejas. Habría que repensar este tipo de grupo familiar si es que queremos ofrecerles condiciones de vida más humanas a los ancianos, entre los cuales –más tarde o más temprano– estaremos nosotros mismos.