Un mundo aparte - Embassy of India, Buenos Aires, Argentina

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Página 10/LA NACION
Turis
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Domingo 12 de diciembre de 2010
Domingo 12 de diciembre de 2010 LA NACION/Página 11
Por Luis Moreiro
Enviado especial
BOMBAY.– No hay silencio en estas
tierras. La India no conoce el silencio,
ni en el interior de sus parques tropicales ni en lo más profundo de sus templos. Aquí todo es bullicio. A toda hora,
en todo momento. Ruido de autos, de
camiones, de motocicletas. Gritos de
gente, en mil idiomas. Bocinas y más
bocinas. Pájaros que cantan, tal vez
hasta morir. La India estalla de vida
en cada rincón.
La economía explota. Las rutas rebosan de camiones que van y vienen
llevando mercaderías de un extremo
a otro. Bombay es el paraíso de las inversiones inmobiliarias y de la construcción. Calcuta se olvida un rato de
la dolorosa miseria de sus calles y se
transforma en una ciudad hipermoderna que crece y crece en los suburbios.
Bangalore suma autopistas y su primer
subterráneo, que estará inaugurado a
más tardar dentro de un mes. Todo es
frenético en esta extraña, enigmática
y amable tierra en la que, a su vez, las
calles son el hogar de millones de desarrapados que viven en la más extrema pobreza.
Delhi conquista con su estilo inglés
y su ritmo avasallante. Agra subyuga con su Taj Mahal y su Fuerte Rojo.
Bangalore atrae con su ciudad tecnológica, sus jardines y su producción
agrícola. Puttaparthi sólo sabe de Sai
Baba y de los dólares que allí gastan
sus seguidores occidentales. Bombay es
la pujanza económica, los rascacielos
y la modernidad. Y también está Calcuta, pero Calcuta es otra cosa, porque
Calcuta enamora. La megalópolis que
supo ser la gigantesca capital de la colonia británica parece haberlo perdido
todo, menos el orgullo de su gente. Y
con eso alcanza.
La India atrapa desde el primer minuto. Por la amabilidad de su gente; la
belleza de sus paisajes; su cultura milenaria; sus dioses; la mezcla de razas,
idiomas y costumbres, y también por
su pobreza.
India
Desde Nueva Delhi hasta Calcuta,
mergirse entre
Bangalore y Bombay, para sum
multitudes y disfrutar dee culturas muy
diferentes een cada rincón
Manos decoradas con tinturas;
otro concepto de belleza
Un mundo
aparte
El elefante camina por una
avenida de Bombay
Victoria Station, en Bombay, Patrimonio Cultural de la Humanidad
Changarines en un mercado de Nueva Delhi
FOTOS LUIS MOREIRO Y GENTILEZA MINISTERIO DE TURISMO DE LA INDIA
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Un particular mateo para pasear por Calcuta; detrás, el bellísimo Victtoria Memorial
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"' La capital, de a pie
Delhi es una ciudad dentro de otra.
La Nueva Delhi es muy british, con
amplísimas avenidas rodeadas de hermosos y cuidados parques. Todo prolijo y hasta ordenado. La vieja Delhi, en
cambio, es tremenda y decididamente
inexplicable. Autos, motos, gente, gritos, bocinas. Hindúes, musulmanes,
budistas, shiks, todos juntos, pero no
mezclados.
A la capital política del país hay
que vivirla en sus calles. Caminarla
junto a su gente, ser parte de esa babel de ropajes diferentes, de colores y
más colores.
Dieciocho lenguas oficiales hay en la
India, y todas están representadas en el
En Calcuta aún circulan los rickshaw tirados por hombres
Flores para rendirles culto a los dioses
anverso de su papel moneda, y a ellas
hay que agregar los dialectos regionales. Y el inglés, por supuesto.
En Delhi todo recorrido comienza a
la mañana bien temprano por la Puerta de la India, en el centro neurálgico
de la ciudad. El majestuoso arco es el
recuerdo que los ingleses levantaron
para conmemorar a los soldados hin-
dúes muertos en la Primera Guerra
Mundial. Preside la rotonda situada
sobre la Avenida de los Reyes, que lleva
hacia el palacio presidencial y desde
donde se desprenden las calles que comunican el fastuoso Parlamento con los
edificios ministeriales. Todo rodeado
de amplísimos jardines públicos.
Hay que dejarse llevar por sus gran-
Todos los colores y sabores en el mercado de verduras de Bombay
des avenidas, resguardadas por la sombra de añosos árboles, para llegar a la
segunda parada: la casa en la que fue
asesinado el Mahatma Gandhi. Allí se
conserva el camastro en el que ayunaba
el apóstol de la paz y se puede seguir el
rastro de sus pasos hacia la eternidad,
bajo un templete en el que una llama
votiva lo recuerda.
En Delhi, como en todas las ciudades de la India, los templos se cuentan
de a cientos. Descubrir los misterios y
las creencias que encierran es todo un
desafío. Allí vive gran parte de la asombrosa arquitectura, la cultura y la filosofía de este país maravilloso. Allí se
puede aprender que de un templo shik
nadie se va sin un bocado de comida.
A orillas del Ganges, en Calcuta.
uente Rabindranath,
Detrás, el pu
ciudad
ícono de la c
Porque todos, en algún momento de la
vida, sentimos hambre. Y por lo tanto,
a la salida siempre hay una marmita
en la que se cuece una suerte de mazapán que el peregrino debe recibir en
el cuenco de sus manos, para luego poder comerlo. O que al ingresar en los
templos hindúes hay que hacer sonar
una campana, para anunciarles a los
dioses: Aquí llegué; vengo con humildad a pedir que me presten atención;
o que la cruz esvástica es el símbolo
más antiguo de la paz y que la usada
por los nazis, en realidad, es una copia invertida del símbolo sagrado de
los hindúes.
Conocerá el visitante que los templos
tienen cuatro puertas y que, general-
mente, se ingresa por la que mira al Este y que después debe recorrérselos en
el sentido de las agujas del reloj. O que
en Calcuta aún hoy y por las mañanas
se sacrifican corderos negros para espantar a los demonios en el templo de
Shiva que, según dicen, es el más antiguo de la ciudad.
La mezquita de la ciudad vieja de
Delhi –con lugar para que 20 mil personas oren al mismo tiempo– es subyugante. El templo jainista de Calcuta, con sus jardines desbordantes, sus
colores y su atmósfera decididamente
kitsch, es sorprendente.
En todos, absolutamente en todos,
predomina el mármol, y en el caso de
aquellos que las tienen, las representaciones de las divinidades están rodeadas de incienso, perfumes deliciosos
y flores; por supuesto, flores de todos
los colores.
La gente canta, la gente ora, o sólo
medita. Pero todos, absolutamente todos, muestran un reverencial respeto
por la religión y sus dioses.
A los pies de la mezquita de Delhi se
abre uno de los más fantásticos bazares
de la ciudad. Enmarañadas callejuelas
encierran todo lo que uno pueda imaginar. Allí se apiñan miles de personas
que saltan de puesto en puesto, de comercio en comercio. No hay robos en
las calles y la policía, siempre presente, no lleva armas de fuego. Sólo porta
una vara de mimbre o bambú.
El mercado de las especias es el más
grande del norte de la India. El aroma
se huele a tres cuadras. Es toda una
aventura adentrarse en sus húmedos
y antiquísimos pasadizos sorteando
mercancías de todo tipo entre carro-
La moderna Bombay, capital comercial de la India
matos desvencijados, porteadores, comerciantes y clientes.
Por cierto, las calles no son limpias
y huelen de forma inimaginable, pero
vale la pena caminarlas.
Sobre la ciudad flota un smog que forma una bruma permanente. Delhi huele
a humo, como aquel que llegó a Buenos
Aires cuando ardieron las islas del Delta en Entre Ríos.
A ciento sesenta kilómetros de la capital se levanta Agra, que cobija al Taj
Mahal y al Fuerte Rojo. En la ruta hay
miles –y esto es literal– de camiones, que
no respetan regla de tránsito alguna; caravanas de camellos; motos; motonetas;
peatones; vacas; burros; carros tirados
por bueyes; piaras; monos; vendedores
ambulantes –también de a miles–; encantadores de serpientes, y más gente.
Gente que, simplemente, se deja caer en
cuclillas a ver pasar la vida, o lo que de
ella les queda.
La belleza del Taj Mahal paraliza el corazón. Es la simetría llevada a su máxima
expresión. La pureza del mármol blanco
para reflejar otra pureza, la del amor. Y
luego el Fuerte Rojo, entrelazados ambos también por la historia, la cultura,
la tradición y la tragedia.
La ciudad que enamora
Volar de Nueva Delhi a Calcuta es una
experiencia fascinante. Por las ventanillas del lado izquierdo del avión se recortan –casi al alcance de la mano– las cumbres del Himalaya. Es imponente ver a
9000 metros cómo los picos rompen las
nubes. Tal vez entre todas esas moles se
esconda el Everest. ¿Cómo saberlo? Hielos y nieves eternos en el techo del mundo
en un paisaje en el que, al viajero, todas
las cumbres pueden parecerle la montaña más alta de la Tierra.
Y tras dos horas de viaje, allí está Calcuta. Con su calor, su vegetación exuberante,
su pasado de gloria y su presente.
El Victoria Memorial preside la ciudad,
fenomenal construcción que, no vale la
pena aclararlo, recuerda a la reina británica. Una majestuosa estatua de bronce
de la soberana la muestra, cual Carlos
V, con un globo terráqueo en la mano
izquierda. “En mis dominios nunca se
pone el sol.”
Y Calcuta también es el Ganges, el río
sagrado, atravesado por el puente Rabindranath, el ícono de la ciudad, y por el
que transitan diariamente cuatro millones y medio de personas.
La gente se baña en las aguas turbias
y mal olientes del Ganges; la gente arroja ofrendas a los dioses.
En Calcuta se cuecen al sol gigantescas
reproducciones de Shiva y de Ghanesa,
hechas por habilidosos alfareros que trabajan con el barro sagrado que recogen
de las orillas del Ganges.
Calcuta es el increíble Palacio de Mármol, una residencia privada en la que se
pueden ver óleos de Rubens y Murillo, entre otros miles –sí, miles– de obras de arte, o los mercados callejeros que florecen
aquí y allá, con sus perfumes, sus vahos
y colores indescriptibles. Ropa, por aquí;
libros, por allá, frutas y verduras unos
metros más adelante. Pescados, cangrejos, camarones, langostinos y también
peces vivos, que el feriante podrá elegir
a su gusto de recipientes de metal colocados sobre la vereda.
Por el centro de las calles corren los
rickshaws, tirados a pulso por fibrosos
bengalíes. La gente parece vivir en las
calles. Come en las calles, se baña en las
calles y duerme en las calles.
Pero Calcuta es también el hogar eterno de la Madre Teresa, de su obra inconmensurable. Su tumba sencilla está
a pasos de lo que fue su morada. Quiebra y emociona pararse ante la puerta
de esa habitación desprovista de todo.
No hay una silla con respaldo en la habitación de la Madre Teresa. Sólo dos
bancos de madera, un escritorio, cuatro
tablas a modo de estantes, un camastro,
una bombita que pende del techo, y en
las gastadas paredes, un crucifijo y una
imagen de la Virgen María. Y nada más.
Imposible no dejar allí una oración y alguna lágrima.
Del high-tech al Sai Baba
Bangalore, en el Sur, es otra India. Más
ordenada, más limpia y pujante. A cua-
renta kilómetros de la ciudad se levanta
el polo tecnológico que cobija a todas las
grandes empresas. Dell, IBM, Microsoft,
entre otras, les dan vida a modernísimos
palacios de cristal en los que nace gran
parte de la tecnología cibernética que
hoy gobierna el mundo.
Bangalore, una ciudad de ocho millones de habitantes, llamada el Jardín de
la India, mientras tanto, se adapta a los
cambios. Su aeropuerto es uno de los
más modernos del país; las autopistas
estiran sus brazos hacia el infinito. Un
subterráneo hipermoderno, que une la
ciudad como un anillo, se inaugurará
pronto. La ciudad, además, es la puerta
de entrada a Puttaparthi, el territorio de
Sai Baba, la meca a la que peregrinan
miles de occidentales que siguen las enseñanzas del ya viejo gurú.
Sueños de Bollywood
Bombay es la gran meca. Allí, en lo que
alguna vez fueron siete islas separadas
por manglares que los ingleses secaron
y convirtieron en una lengua de tierra
firme que se adentra en el mar, se
anidan los sueños de miles y miles que
ansían triunfar en el cine que produce
Bollywood. Bombay es la modernidad
de sus edificios que miran hacia el
Mar Arábigo y la ciudad que acoge la
casa más cara del mundo, propiedad
del millonario Ambanir. Es también
la belleza de la Estación Victoria del
ferrocarril (Patrimonio Cultural de
la Humanidad), y de los edificios del
casco histórico, muchos del siglo XIX,
que combinan el colonial inglés con lo
neogótico y lo musulmán. El conjunto
resulta de una belleza llamativa.
También tiene Bombay su Puerta de la
India, sobre el mismo malecón del puerto, y a su derecha, el fabuloso edificio del
Hotel Taj, levantado por la familia Tata
y que en 2008 fue el blanco de un atentado terrorista.
Desde ese mismo puerto hay que embarcarse en viejas y pintorescas naves
para llegar a la Isla de la Elefanta, donde
los templos dentro de cuevas talladas en
la piedra en el siglo VI quitan el habla.
Siempre queda tiempo para caminar
por los jardines colgantes, o dejarse fascinar por el barrio de los lavanderos, por
el mercado del algodón (el más grande de
la India), pero también por los shoppings
hipermodernos.
Bombay tiene playas, en las que no
hay bañistas. Sólo gente vestida que camina junto al mar o que, al caer el sol,
busca en ellas un poco de aire fresco. Es
tal vez la única ciudad de la India en la
que uno puede ver un Rolls Royce rodando por la muy occidental Marine Drive y apenas unos kilómetros más allá,
tras cruzar por el modernísimo puente
Rahjiv Gandhi, toparse con un elefante
montado por dos personas que transportan mercancías.
La India, finalmente, es decididamente
increíble y dolorosa, pero a la vez fascinante como pocas.
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