Un debate que divide al feminismo y a la izquierda “Los valores liberales han contaminado a una parte importante de la izquierda y del movimiento de mujeres”, escribe el sociólogo Richard Poulin en sus “Quince Tesis sobre el capitalismo y el sistema prostitucional mundial”. (1) “Fueron los socialdemócratas y los Verdes alemanes quienes legalizaron la prostitución. Sin pretender hacer aquí un balance de esta izquierda, hay que señalar que su aceptación de los valores liberales le ha permitido desempeñar, en ciertos países, un papel activo en la normalización de las industrias del sexo en nombre de la defensa de las “trabajadoras del sexo” y del “derecho a la autodeterminación personal”, del que formaría parte el derecho a la prostitución.” Considerar que la prostitución no puede equipararse con un trabajo cualquiera, afirmar que esa institución es degradante para la mujer o que se basa estructuralmente en una relación de dominación masculina y de violencia de género - y que, por lo tanto, no se trata de gestionar o racionalizar ese fenómeno, sino de rebasarlo histórica y socialmente, empezando por considerar a las personas prostituidas como víctimas del mismo -, se ha convertido hoy en día en una actitud militante, a contracorriente de un regulacionismo difuso. Pero, si el feminismo se debate hoy entre tales contradicciones, no son menos desgarradoras las que se manifiestan en las filas de la izquierda. Frente a la corriente abolicionista, parece mayor el predicamento de aquellas opciones que, desde un pretendido “realismo progresista”, insisten en regular un ejercicio, legalizado, de la prostitución. Esa es, por ejemplo, la posición oficial de una fuerza sindical tan relevante como CCOO o de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona. No pocas de estas voces liberales de izquierdas son prisioneras de una ilusión: el espejismo de una prostitución razonablemente libre de violencias, dignificada socialmente y ejercida dentro de las coordenadas de un moderno Estado de bienestar y de derecho. Si “otro mundo es posible”, otra prostitución no lo es. La violencia intrínseca que supone el “derecho” de un hombre a poseer a su antojo el cuerpo de una mujer – y que hace de la prostitución paradigma y última frontera de la dominación patriarcal – se conjuga y se retroalimenta con los rasgos propios del imperialismo, régimen por excelencia de la desigualdad, las guerras, la opresión y la miseria para la mayoría de la humanidad. Y así tenemos la prostitución realmente existente, sórdida y brutal en su dimensión planetaria: el tráfico, con finalidad de prostitución, de millones de mujeres y de niñas en todo el mundo; las redes mafiosas y sus conexiones corruptas con gobiernos e instituciones; la explotación sin límites de la miseria; el confinamiento de mujeres y menores en burdeles y destinos de turismo sexual; la exposición en calles, carreteras y polígonos industriales… Y, a cada paso, las enfermedades, la degradación psíquica y física… y la violencia, la violencia cotidiana por parte de clientes, proxenetas o policías. Los países que, como Holanda, han optado por la legalización no sólo no han logrado desterrar ninguno de esos rasgos odiosos, sino que han visto crecer exponencialmente el tráfico de mujeres – provinentes sobre todo de regiones económicamente deprimidas, como los países de Europa del Este -, multiplicarse el número de mujeres prostituidas – singularmente en circuitos ilegales – y aumentar el volumen de negocio y la influencia de las mafias en la sociedad y el poder. Un volumen de negocio que refuerza, integrándose en sus “respetables” instituciones financieras, las tendencias parasitarias y especulativas que caracterizan al capitalismo contemporáneo. El otro modelo Suecia, merced a una política desarrollada durante muchos años a favor de la igualdad entre hombres y mujeres, considera que la prostitución constituye una violencia ejercida sobre las mujeres. A partir del 11 de enero de 1999, la prostitución – en el sentido de prostituir a una persona – está prohibida y los clientes – prostituidores son considerados como delincuentes susceptibles de ser condenados a penas de prisión. Se ha puesto en pie un trabajo de acompañamiento, a cargo de servicios sociales especializados, a fin de ayudar a las personas prostituidas que lo deseen a abandonar su condición, lo que es el caso de más del 90 % de ellas. También se ha promovido una política de información, dirigida al público, para disuadir a los hombres de recurrir a los servicios de una persona prostituida. ¿Resultados? Se estimaba en 125.000 personas la clientela y en 2.500 el número de personas prostituidas en 1998. Tres años después, la prostitución callejera en Estocolmo, donde había conocido un fuerte incremento en el período anterior, disminuyó en un 50 % y el número de prostituidores lo hizo en un 80 %. Esos resultados no significan que la prostitución haya desaparecido de Suecia: la clandestinidad se ha convertido en obligatoria para las personas prostituidas, lo que las fragiliza, y la frontera finlandesa ha visto aumentar los centros de prostitución. Por otra parte, los prostituidores suecos utilizan el turismo sexual en otros países. En otras palabras, la experiencia sueca demuestra que no es posible el triunfo del “abolicionismo en un solo país”. Eso no quita que se trata del modelo que ofrece mayores garantías de protección a la mujer, en las antípodas de los desastrosos efectos sociales inducidos por la legalización de la prostitución en algunos países europeos, en el sudeste asiático o en el Pacífico. ¿Dónde está la libertad? La geografía de la miseria humana, desde los países empobrecidos hasta nuestras resquebrajadas sociedades post-industriales, desdibuja la frontera entre prostitución forzada y “voluntaria”. En los primeros, la edad media de entrada en la prostitución se sitúa alrededor de los doce años; aquí, en torno a los catorce. Se mire por donde se mire, por lo que a la mujer se refiere, libertad y prostitución son dos nociones y, sobre todo, dos realidades antónimas e inconciliables. Por supuesto que existe un estigma social muy extendido hacia las mujeres prostituidas, producto de una moral retrógrada aún vigente. Pero no son esas consideraciones las que determinan las condiciones del mundo de la prostitución. Resulta útil referirse aquí a la distinción que establece el conocido filósofo esloveno Slavoj Zizek entre “violencia subjetiva” y “violencia objetiva”. La primera tiene un sujeto, persona o colectivo, perfectamente identificado, que la ejerce y la hace visible ante todo el mundo. La segunda, substrato de todas las disfunciones y violencias aparentes, es aquella inherente al sistema que rige las relaciones humanas en su conjunto. En la medida que esta violencia fundamental forma parte del “orden natural de las cosas” comúnmente aceptado, raramente se la percibe como tal. Muy al contrario, la violencia estructural aparece como “el grado cero de violencia”, un plano neutro sobre el que se visualizan las violencias subjetivas. Por así decirlo, el árbol de la violencia subjetiva no nos deja ver el tupido bosque de la violencia sistémica. Algo similar ocurre en esas distinciones que se pretende establecer sobre los diferentes tipos de prostitución: la brutalidad desmedida del traficante de seres humanos, que compra, secuestra y vende mujeres y niñas a las redes de prostitución… hace que consideremos el visado para trabajar como bailarina en un club de alterne, aceptado “libremente” por la joven de un país de los Balcanes devastado por las guerras interétnicas, como “el grado cero de violencia”. Los partidarios y partidarias de regular la prostitución esgrimen, en fin, un argumento que creen definitivo: “Hay que escuchar la opinión de las propias trabajadoras del sexo”. Y siempre aparece el testimonio de alguna mujer o de algún colectivo que afirman prostituirse libremente. Tampoco falta quien añade que, al cabo, eso es preferible a trabajar por un sueldo infame como cajera de un supermercado o fregando suelos en un edificio de oficinas. Bajo el capitalismo, toda relación laboral comporta explotación de la fuerza de trabajo, extracción de plusvalía por parte del capital. Recurriendo a la terminología marxista, algunos abogados de la regulación nos proponen que consideremos la prostitución como una prestación de servicios de orden sexual. Es aquí donde el feminismo interviene para poner las cosas en su sitio, desenmascarando a quienes transforman la teoría marxista de la explotación en un puro sofisma. Y es que el “servicio” en cuestión no consiste en una compra-venta de fuerza de trabajo, sino en la posesión íntegra del cuerpo de la mujer, cosificado, por parte del hombre; es decir, en la anulación de la mujer como persona y su transformación en un simple objeto, carente de identidad, voluntad o apetencias propias, y destinado a la exclusiva y privilegiada satisfacción sexual de los hombres. El movimiento feminista ha luchado siempre por hacer de la mujer un sujeto político y no un objeto sexual. He aquí que esa conquista fundamental está ahora en cuestión. Así pues, bajo la apariencia de una transacción comercial, late una relación próxima a la esclavitud y un acto sistemático de violación. Como lo decía Judith Ézéchiel: “El hecho de que un individuo de un grupo oprimido consiga escapar a ciertas constricciones no puede enmascarar la situación general de su grupo. Que una víctima alcance a llevar una existencia feliz a pesar de los límites que se le imponen no justifica en nada dichos límites. Finalmente, no porque un individuo encuentre en la opresión una fuente de identidad e incluso la transforme en inspiración creadora, dicha opresión queda por ello legitimada, ni esa creación invalidada” (“Les Temps modernes”, marzo-abril de 1997). Un reguero de sufrimiento ¿Están realmente dispuestos los detractores del abolicionismo a formular las preguntas adecuadas a las mujeres y a escuchar los abundantes y documentados testimonios disponibles? De ser así, quedarían sobrecogidos por la frecuencia de antecedentes de violencias domésticas o de incestos; por la desorientación afectiva que transforma a una joven en víctima propiciatoria de un proxeneta, “profesional” u ocasional; por la incidencia del fracaso escolar, de la marginalidad social, de la ausencia de perspectivas y del hundimiento de la autoestima… Es decir, por el relato vital que subyace en la “libre opción” de prostituirse. Esclarecedor es el testimonio de aquellas mujeres que, tras lograr abandonar el mundo de la prostitución, se reconocen a sí mismas como “supervivientes”. No lo es menos el de aquellas otras que, aún prostituyéndose, describen la sordidez y la miseria de las relaciones humanas que conlleva ese “oficio”, la íntima repugnancia que les inspiran y el extrañamiento de sí mismas al que han de recurrir cotidianamente para seguir ejerciéndolo. Es cierto que algunos agrupamientos de mujeres prostituidas – en Estados Unidos, en Francia, también en el Estado español – han venido reivindicando un reconocimiento formal, en tanto que profesión, de su actividad. Sin embargo, lejos de los legítimos anhelos de dignidad de esas mujeres, la mayoría de posicionamientos a favor de una regularización proceden de sectores interesados en reforzar el control sobre los movimientos migratorios, gestionar los espacios públicos según determinados modelos estandarizados de ciudad o reconducir la prostitución a través de sus propios circuitos de negocio. Naturalmente, cuando desde determinados ámbitos de la izquierda social se reivindica el reconocimiento los derechos de las “trabajadoras del sexo”, la pretensión es la de proteger a las mujeres. Pero un posicionamiento que obvie la naturaleza intrínseca de la prostitución, que la banalice, puede acabar legitimando la opresión en lugar de dignificar al ser oprimido. ¿Hacia la regulación? “En este país, la prostitución no está prohibida, ni legalizada. Sencillamente, está ahí”. Lo cierto es que el “talante abolicionista”, oficial en las filas del PSOE, tiene pocas posibilidades de resistir ante el reclamo creciente de las administraciones locales y autonómicas en el sentido de una regulación general de la prostitución… y ante la presión objetiva del propio fenómeno. Los parámetros neoliberales en que se mueve el ejecutivo de Zapatero desbaratan cualquier firmeza. Los informes del gobierno central, establecidos por el Ministerio del Interior en Diciembre de 2008, estimaban que más del 90 % de las mujeres prostituidas en España eran extranjeras, la mayoría en situación irregular o precaria desde un punto de vista administrativo. Esos informes se referían a un colectivo de más de 400.000 mujeres. Otros estudios sobre el número de “usuarios” de los servicios de estas mujeres sitúan al Estado español en lo alto del ranking de los países europeos consumidores de sexo de pago. Ante tal expansión, los ayuntamientos van llenando el vacío legal a base de decretos y ordenanzas. El ejercicio de la prostitución no es constitutivo de delito. Pero la capacidad de las administraciones locales de gestionar el espacio público permite “desplazar” a los colectivos que la practican, hostigándolos policialmente bajo otros criterios. El Ayuntamiento de izquierdas de Barcelona fue pionero en la elaboración de una “ordenanza cívica” cuyo ejemplo ha cundido después en otras ciudades y pueblos. Metiendo en un mismo saco comportamientos incívicos, maltrato del mobiliario urbano, mendicidad o prostitución, la ordenanza – forzosamente ambigua en el tratamiento de conductas y realidades de naturaleza tan dispar – otorga de hecho un poder discrecional y arbitrario al gobierno de la ciudad para administrar sus calles, “barriendo bajo la alfombra” la miseria social de la urbe… Pero, si la prostitución no es formalmente un delito – aunque, como vemos, su ejercicio en la calle pueda ser tratado como un “comportamiento incívico” -, tampoco lo es específicamente la explotación de la prostitución. La última reforma del Código Penal español suprimió la figura delictiva del proxeneta. De hecho, las intervenciones judiciales o policiales contra determinados locales y redes de prostitución se producen al amparo de la legislación laboral o de la Ley de Extranjería – o en función de delitos asociados a esa tramas, como puede ser el tráfico de drogas. En las raras sentencias que se han pronunciado sobre conflictos entre mujeres prostituidas y propietarios de locales de alterne – ratificadas en algún caso por el Tribunal Supremo -, los jueces se han referido estrictamente a la vulneración de los derechos laborales. En este sentido, la jurisprudencia existente tiende a avalar el reconocimiento de la prostitución como una profesión. Por su parte, la Generalitat de Catalunya no considera que estemos frente a un “colectivo de riesgo” – como sería el caso de las personas adictas a los estupefacientes – y no le dedica medida social alguna. (El Ayuntamiento de Barcelona, a través del Servicio de atención y mediación en la calle, dispone de un programa de reinserción. Pero, sólo el 43’5 % de las mujeres que solicitaron acogerse a él pudieron hacerlo). En el mismo informe gubernamental que describía la situación de la prostitución se proponían medidas para luchar contra las redes mafiosas responsables del tráfico y explotación de mujeres. Una de esas medidas, susceptible de tener alguna incidencia, preveía conceder el permiso de residencia a aquellas extranjeras en situación irregular que denunciasen a tales organizaciones. En la práctica, la iniciativa se ha reducido a la promesa de regularización “en función de los resultados finales de las pesquisas que se hayan podido iniciar a partir de la información facilitada”. O sea, a la indefensión de las denunciantes y a su dependencia de la generosidad policial. En el marco de la legislación vigente, las ocasionales redadas policiales – efectuadas en la calle o en algunos burdeles clandestinos, como en el caso de algunas “peluquerías” chinas de Barcelona – se limitan en general a constatar la situación irregular de las muchachas que allí son prostituidas; lo que a veces puede acarrearles una orden de expulsión, hecha efectiva o no. En cualquier caso, tales intervenciones acaban teniendo el efecto perverso de reforzar la dependencia de esas jóvenes respecto a las mafias, como único recurso de subsistencia. Un gobierno que realmente desease avanzar por el camino de la abolición de la prostitución, debería enfrentarse pues a una gravísima inadecuación de los aparatos del Estado – policía, magistratura, administraciones territoriales…-, a la necesidad de reformas legislativas de envergadura… y a una tarea no menos ingente en materia educativa. Por no hablar de ambiciosos programas sociales de acompañamiento, asistencia, formación y reinserción profesional de todas aquellas mujeres deseosas de abandonar – de modo absolutamente voluntario – el mundo de la prostitución. Por un abolicionismo feminista El abolicionismo plantea que la prostitución no constituye una necesidad social, ni mucho menos procede de un rasgo inherente a la naturaleza humana. Se trata de construcciones sociales y culturales, datadas históricamente y que, como tales, pueden ser substituidas por otras. La historia de la humanidad no ha terminado. No hay ninguna razón objetiva, más allá de la voluntad de perpetuar una relación ancestral de dominio y privilegio, que haga necesaria la existencia de una reserva permanente de mujeres y seres feminizados para satisfacer las apetencias sexuales de los hombres. El abolicionismo implica pues una vasta labor educativa integral, cultural y afectiva, en valores no patriarcales de igualdad y respeto. Incluso limitadas experiencias en materia de educación sexual, como las que se han dado en Francia, demuestran que los jóvenes que la reciben recurren cada vez menos a la prostitución para iniciarse o afirmarse en la vida adulta. No hay fatalidad. Es posible modificar las mentalidades. Pero, lógicamente, el esfuerzo educativo debe estar en concordancia con las leyes y las políticas sociales. ¿Se trataría de ampliar los supuestos de la Ley Integral contra la violencia de género? ¿Es necesaria una legislación específica? En cualquier caso, un ordenamiento jurídico progresista debería considerar la compra de favores sexuales como un abuso y un acto de violencia contra la mujer – es decir, como un hecho punible – y la explotación de la prostitución como un delito tipificado. Es necesario restablecer y actualizar la figura del proxeneta en el Código Penal. Naturalmente, la persecución del cliente prostituidor, como lo señala la activista belga Sandra Invernizzi, plantea no pocas dificultades, sobre todo en una época en que el Estado policial desplaza al Estado de derecho. La experiencia sueca demuestra que es posible aplicar esa política orientándola hacia la disuasión y la concienciación. Pero resulta imposible tratar justamente el problema de la prostitución en el marco de la actual Ley de Extranjería. He aquí una razón más, y de peso, para exigir la derogación de esa ley por antidemocrática, antisocial y vulneradora de los derechos humanos. Hay que empezar por la regularización de las personas en situación de prostitución, desvinculando su permiso de residencia de la actividad profesional que ejerzan o puedan ejercer. Se trata de legalizar a estas personas como ciudadanas y residentes con derecho a trabajar, no de encerrarlas administrativamente en los circuitos de la prostitución. En la actual situación, en que el Estado español se ha convertido en el destino de cientos de miles de mujeres, donde son usadas y explotadas sexualmente, éste es un inexcusable deber de reparación social. Lo contrario sería admitir que nuestro modelo de sociedad comporta una bolsa de cerca de medio millón de mujeres convertidas en mercancía sexual regularmente “renovada” como cualquier stock ante las exigencias del mercado y los gustos cambiantes de los “consumidores”. Ni que decir tiene que la adecuación del Estado a un tratamiento abolicionista feminista del fenómeno de la prostitución implica igualmente una tarea ingente desde el punto de vista de la formación y reorientación de funcionarios e instituciones, empezando por la magistratura y la policía, encargados de velar por la integridad y los derechos de las mujeres frente a traficantes, proxenetas y prostituidores. La función de las administraciones públicas no puede consistir en retirar a las prostitutas de las calles comerciales, ni en velar por que los burdeles no molesten al vecindario, sino en dar un tratamiento social al problema. Se trata de ayudar a las mujeres, víctimas del sistema prostitucional, a salir de él, a adquirir una plena autonomía personal y profesional y a reconstruir sus vidas. En un primer momento, junto a la imperativa regularización de las personas extranjeras, será sin duda necesario articular algún tipo de reconocimiento de aquellas mujeres que permanezcan en el ejercicio de la prostitución, de tal modo que puedan acceder a servicios y prestaciones sociales. Para todas aquellas que deseen abandonar ese mundo, será necesario desplegar toda una serie de programas de apoyo efectivo a esa decisión. Serán necesarios lugares de acogida para quienes lo requieran, ingresos de subsistencia, propuestas diversificadas de formación profesional y de inserción profesional… Harán falta equipos especializados de médicos, psicólogos y educadores. Como ya se ha podido comprobar en Canadá y en otros países, el papel de activistas y asociaciones de antiguas prostitutas tendrá una importancia decisiva: no sólo para apoyar a las actuales víctimas del comercio sexual, sino de cara a la educación – o reeducación – de la sociedad en su conjunto, porque es en su seno donde hay que ganar la batalla de la abolición. Sylviane DAHAN. Lluís RABELL – Octubre de 2009 (1) De Richard Poulin aparece estos días, en catalán y castellano, su manifiesto “Abolir la prostitución”, editado por “Dones d’Enllaç”. .