E M E RGE NC I A S 2: ESPACIALES Una revista de errores La revista Emergencias surgió impulsivamente. De hecho, surgió como un impulso de reforma; reforma de su publicación original, el libro de Convergencias que recopilaba los textos de los foros de literatura (hasta el 2012). Los foros eran mediados principalmente por profesores. Luego, cuando los estudiantes de Literatura tomaron el proyecto, Convergencias tomó otro rumbo: decidimos dedicarnos a los estudiantes desde una experiencia estudiantil. Y esa experiencia se basa, fundamentalmente, en el error. Convergencias cree que todos los escritos son un proceso. Ese proceso nunca se acaba, incluso cuando el texto está publicado. Creemos que la literatura (sea lo que eso sea) se construye a partir de relecturas y reediciones que siempre corrigen las anteriores. En esa medida, la literatura es una técnica que se basa siempre en errores que nunca la perfeccionan. Precisamente esa imperfección es lo que queremos presentar en estos fasciculos: una serie de textos abiertos a reelecturas y reediciones que nacerán de cada uno de los errores que estos textos cometen. Las portadas de los fascículos hacen referencia a la división hemisférica del cerebro (el “creativo” y el “analítico”); lados que están separados físicamente pero no eléctricamente. Así se cnostruye la narrativa y la crítica: alternando y mezclando ambos hemisferios, electrocutándose con el análisis rígido y la creatividad del lenguaje por igual. Desde el 2014, el comité de Convergencias busca darle un espacio de evolución a los escritos académicos y creativos de estudiantes como nosotros. La retroalimentación de los textos es la dinámica central de nuestro proyecto, que incluye no sólo Convergencias y Divergencias, sino también nuestra revista: Emergencias, una revista de errores. Los cuatro fascículos corresponden a los escritos elegidos durantes las convocatorias de Convergencias 2014-1 y Divergencias 2014-2. Algunos textos fueron publicados con comentarios de los jurados. Todos los textos están repletos de errores. Nos gustaría que, esta vez, quien los lea los encuentre. Que se enoje, que critique, que piense. Y que lo diga. *** Este fascículo corresponde a la manera en la que espacios específicos moldean cuerpos específicos, no necesariamente en el plano físico sino en el plano ideológico y existencial. Además, los textos no son, conceptualmente, continuaciones del primero, cada fascículo es una unidad independiente por si mismo, ojo con las influencias de tu lectura del fascículo anterior. Desde 2015 EMERGENCIAS Una revista de errores Naturaleza y civilización VS. Indio: hacia un nuevo binarismo genocida en “La cautiva” Por Sara Santa 4 El cuerpo escrito, inscrito en El Cristo de la rue Jacob de Severo Sarduy Por Ignacio Mayorga Alzate 10 Jacqueline Lesvos Por Ricardio 20 La ciudad me cree artista Por Pablo Cárdenas Ramirez 24 Emergencias: una revista de errores es una propuesta de estudiantes de la Universidad de los Andes. Los contenidos de la revista pueden ser reproducidos y citados en la medida en que se reconozca la autoría de cada uno de los escritores, ilustradores y diseñadores, además de la fuente de la que provienen (Emergencias) (Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported). La plantilla de los fascículos I, II, III y IV corresponden a una edición de la plantilla Red Borders de Magazine Template: Think bajo la licencia Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported de Creative Commons. Las imágenes tomadas de otras fuentes están debidamente reconocidas en las páginas en las que se encuentran. El proceso de impresión y reproducción de la revista recibirá asesoría del Departamento de Literatura de la Universidad de los Andes y Ediciones Uniandes. 4 Convergencias Naturaleza y civilización VS. Indio: hacia un nuevo binarismo genocida en “La cautiva” - Sara Santa Aguilar E n el presente trabajo quisiera reflexionar sobre la relación entre la interpretación del espacio y la justificación del genocidio en el poema “La cautiva” (1837) de Esteban Echeverría. Es llamativo, en este texto, que la geografía argentina se enmarca en una sintaxis y unos tropos de la poesía culterana (con particulares ecos de Góngora, que surgen en imágenes como la del sol de “rubia cabellera” etc.), y desarrolla unos conceptos, como el sublime kantiano, propios del romanticismo europeo . Echeverría construye la geografía argentina proyectando un imaginario lirico y filosófico en el que ésta resulta ser algo vasto, misterioso, pero a la vez maravilloso y fascinante. La naturaleza así presentada alcanza una completa idealidad, pero ¿qué lugar tiene el indio en esta naturaleza prístina? ¿Hace parte de su vastedad y su misterio, como su exótico habitante original, o es, más bien, un elemento disonante que no tendría lugar en ella pero tampoco en el mundo civilizado? etc.) como materialmente (ocupando territorios “desiertos”, fomentando el modelo económico agro exportador, fortaleciendo vías de comunicación etc.), el romanticismo en Hispanoamérica no rompe con las ideas de progreso de la ilustración, como sí lo hace el romanticismo europeo, que surge como una crítica a los horrores de la modernidad (Barreda y Béjar, 14), como puede verse en obras como Frankenstein , de Mary Shelley. Así, como lo ilustra Carlos Jáuregui, la naturaleza en la tradición del romanticismo americano no es el motivo abstracto e idealizado del romanticismo europeo, sino algo concreto sobre lo cual el hombre civilizado debe imponer la modernidad (Jáuregui 253). Surgen entonces dos modos de interpretar tanto a la naturaleza como al indígena. En la tradición romántica europea, que mira nostálgicamente hacia el mundo pre moderno, la naturaleza es vista como Antes de entrar a analizar las metáforas mediante las cuales Echeverría construye la naturaleza, para contrastarlas con aquellas mediante las cuales construye al indio, me parece importante situar este poema en su contexto cultural, para entender la innovación de la propuesta poética e ideológica de este autor. “La cautiva”, obra escrita en 1837, ha sido considerada como el poema fundacional del romanticismo argentino . En este punto, cabe resaltar que el romanticismo hispanoamericano, como lo resaltan Pedro Barreda y Eduardo Béjar, tiene, a grandes rasgos, unas características peculiares frente al romanticismo europeo. En efecto, debido al contexto hispanoamericano de principios del siglo XIX, en el que se hacía imperiosa la necesidad de construir una nación, tanto ideológicamente (mediante la creación de símbolos, mitos fundacionales, Emergencias - Fascículo II La cautiva, Juan Manuel Blanes, 1880. Emergencias: una revista de errores algo idealizado, y el indígena, como se puede ver a través del mito del “buen salvaje”, es visto como un ser ingenuo, que aún no ha sido corrompido por la civilización y vive en completa armonía con una naturaleza también pura e ideal. Por otro lado, en la tradición romántica hispanoamericana, la naturaleza es vista como una fuerza que hay que dominar, que hay que civilizar, y el indígena, por consiguiente, es visto también como un elemento bárbaro sobre el cual hay que imponer el proyecto civilizatorio, bien sea mediante la educación o el extermino. Aunque estos modelos se oponen radicalmente, hay una constante en ellos, que es la identificación del indio con la naturaleza: bien sea para idealizarlo como el modelo de pureza e ingenuidad, o para caracterizarlo como “bárbaro”; el indio siempre es algo que “pertenece” a la naturaleza y contrasta, para bien o para mal, con la civilización. Frente a estas dos tradiciones “La cautiva” se presenta como una innovación, pues como veremos a través de un análisis poético, el indio y la naturaleza están completamente disociados. Echeverría hace una apropiación selectiva de elementos de las dos tradiciones, la del romanticismo europeo y la del romanticismo americano: toma del primero la idea de una naturaleza pura y maravillosa, pero no la idea del “buen salvaje” que se identifica con esa naturaleza, para poder tomar del segundo la idea del indio bárbaro y feroz. Así, el indio no tiene cabida, es algo completamente disonante en ese espacio idealizado: es una figura hostil tanto a la civilización como a la naturaleza, que, por consiguiente, debe ser exterminada. La separación del indio de la naturaleza plantea una nueva dicotomía, en la que la naturaleza pasa a unirse a la civilización, pues está construida desde los conceptos y tropos de la civilización, y, como veremos, llega a conmoverse e identificarse, en el poema, con el hombre civilizado. El indio, por su parte, pasa a construirse como el enemigo común, algo que por el bien común debe ser extirpado del paisaje, propuesta muy práctica para un liberal progresista como Echeverría , si se piensa que, como lo refiere Carlos Jáuregui, hacia 1814 habían aumentado las pugnas limítrofes con los indios pampas (Jáuregui, 254), y que el proyecto esencial del liberalismo argentino en el siglo XIX consistía en una expansión territorial, que favoreciera el sistema económico agro exportador, además de un blanqueamiento racial. El poema de Echeverría se abre con una presentación idílica (valga la redundancia, poética) de la naturaleza: “Era la tarde, y la hora/ en que el sol la cresta dora/ de los andes” (11), presentación que continúa: “Ya el sol su nítida frente/ reclinaba en occidente/ derramando por la esfera/ de su rubia cabellera/ desmayado fulgor” (13). Esta “poetización” de la naturaleza se remonta curiosamente no a los modelos de la poesía romántica, sino a la poesía del siglo de oro. Se abre con un hipérbaton que remite a Luis de Góngora y Argote, particularmente al soneto CXIV que empieza: “Raya dorado sol, orna y colora/ del alto monte la lozana cumbre”, verso en el cual no sólo podemos ver la figura sintáctica del hipérbaton, tal como la usa Echeverría, sino también el mismo contenido: el sol que “dora” la cumbre de un monte, que en el poema de Echeverría resulta ser la Cordillera de los Andes. Echavarría entonces toma la naturaleza americana y la enmarca en la sintaxis y las metáforas de la poesía áurea, o, en otras palabras, toma el poema de Góngora y le da como referente la naturaleza americana, la Cordillera de los Andes. La imagen del sol “de rubia cabellera” también es una metáfora típica de la poesía del siglo de oro, empleada igualmente por Góngora . Cabe resaltar que presentar la naturaleza recurriendo a una tradición literaria culta le quita, desde el inicio del poema, cualquier connotación de “barbarie”. La naturaleza no es salvaje ni bestial, sino que es, en estos versos algo sacado de un poema de Góngora, algo que se liga a la civilización, a sus referentes culturales. En este punto es interesante pensar que es justamente el siglo de oro y no el romanticismo la escuela que toma Echeverría, pues resulta mucho más artificiosa la poesía del siglo de oro, frente a la poesía romántica, que tal como lo propone Friedrich Schlegel, está más ligada a las “orgías de la verdadera musa” (Schlegel, 34), a la espontaneidad del poeta. De la tradición romántica Echeverría toma, en cambio, la idea de lo sublime: “Cuantas, cuantas maravillas/ sublimes y a la par sencillas/ 6 Convergencias sembró la fecunda mano/ de Dios allí (…)/ La aura aromática y pura/ el silencio, el triste aspecto/ de la grandiosa llanura/ el pálido anochecer” (12). La naturaleza vasta e inconmensurable que presenta la pampa no es, como en Sarmiento, algo bárbaro, sino maravilloso, y esta majestuosidad se liga directamente con la idea de Dios. La vastedad de la naturaleza es, en “La cautiva”, algo que da cuenta de la infinita inteligencia de su creador, y, por ende algo “perfecto” que “sólo el genio su grandeza/ puede sentir y admirar” (12). Cabe resaltar en este punto que la idea de sublime que toma Echeverría es el sublime kantiano, que se liga directamente con la racionalidad: “lo auténticamente sublime no puede estar contenido en ninguna forma sensible, sino que sólo atañe a ideas de la razón” (Crítica del Juicio: 77). Para Kant, lo que para los sentidos parece ilimitado no es, como para Sarmiento, un impedimento para la racionalidad, sino por el contrario, una invitación a abandonar el ámbito de los sentidos, que sólo pueden aprehender lo limitado, y una invitación para el ejercicio de la racionalidad, que se mueve en el ámbito de los conceptos y, por ende, puede comprender nociones como “totalidad”, “infinito” e “ilímite”; Lo sublime, para Kant, es algo que “atrae el ánimo” (77) y lo invita a la reflexión sobre estas nociones abstractas. Lo sublime en Echeverría se liga a esta idea de contemplación racional: lo lleva a pensar en lo absoluto, en Dios, una contemplación propia del “genio”, como se vio en la estrofa anteriormente citada, que remite directamente al ámbito del pensamiento: “Las armonías del viento/ dicen más al pensamiento/ que todo cuanto porfía/ la vana filosofía” (12). La imagen del desierto, recurrente en el poema de Echeverría, no se configura entonces como lo planteó Beatriz Sarlo, como un vacío, una nada sobre la cual habría que imponer la civilización, sino como una naturaleza poblada ya de “maravillas”, que es llamada “desierto” sólo en virtud de su inmensidad, más no de la vacuidad. Además, la figura del indio no surge como un elemento “natural” de este vacío, tal como afirma Beatriz Sarlo: “así como del vacío, del desierto sólo podía extraerse la figura del bárbaro” (26), pues ni el desierto es un vacío, ni el indio es su producto Emergencias - Fascículo II natural: como veremos en este análisis es más bien algo que disuena, y que además no está siendo invisibilizado, negado, ( lo que sería, según Sarlo, la consecuencia de la imagen del desierto), sino que está muy bien caracterizado como elemento monstruoso que rompe la armonía de la naturaleza. Ante esta naturaleza lírica y sublime irrumpe el indio como un elemento disonante. Es algo que interrumpe esa comunión racional del hombre civilizado con la naturaleza. Así, su primera aparición en el poema se da como “rüido” que destruye la “armonía del viento”: “Entonces como el rüido/ (…)/ Se oyó en el tranquilo llano/ sordo y confuso clamor; / se perdió… y luego violento/ como baladro espantoso/ de turba inmensa, en el viento/ se dilató sonoroso/ dando a los brutos pavor” (14, mi énfasis). Es interesante de esta estrofa no sólo que el indio aparece como ruido, sordo y confuso clamor que destruye el silencio y la contemplación de la naturaleza, sino que es también algo que “da pavor a los brutos”, es decir, que no está del lado de las bestias sino que es algo peor, algo que atemoriza incluso a esas bestias de la naturaleza sublime. Así la presencia del indio se configura como una ofensa al espacio, y de hecho, más adelante Echeverría afirma que “hiende el espacio” cuando “pasa en ademán atroz” (13). Ante esa irrupción disonante en la naturaleza la voz poética se pregunta “¿Quién es? ¿Qué insensata turba/ con su alarido perturba/ las calladas soledades/ de Dios, do las tempestades/ sólo se oyen resonar?” (13, mi énfasis). Con esta pregunta queda claro que el indio no pertenece a esta naturaleza: su presencia es “insensata” (léase ilegítima) en ese hermoso paisaje. Su presencia es algo que incluso pareciera ofender a dios: en efecto, en el poema dios y naturaleza se identifican, puesto que la vastedad de la naturaleza, como veíamos, es la expresión de la grandeza de su creador; pero el indio no parece ser ni siquiera obra de ese creador, por el contrario es algo que “perturba” a su creación racional, “perturba” “las calladas soledades de Dios”. Así, si poéticamente el indio es algo que va no sólo en contra de la civilización, como en todas las ideologías progresistas del romanticismo americano, o de la naturaleza, como lo venía Emergencias: una revista de errores proponiendo Echeverría, sino incluso va contra Dios, con lo cual la propuesta genocida hallaría una inapelable justificación teológica. Si bien el indio no pertenece a la naturaleza, tampoco es humano en el poema de Echeverría. De hecho, cuando aparece “hendiendo el espacio” (ofensa a la naturaleza) lo hace con cabezas humanas ensartadas en sus lanzas (ofensa a lo humano) y celebrando este acto “con torpe placer” (16), con lo cual quedan completamente fuera del ámbito de la racionalidad. Así, en la segunda parte del poema, en contraste con los animales que “con triste aullido se quejan” (19) aparece el indio celebrando su masacre de cristianos. En esta parte el indio se liga explícitamente a lo monstruoso, lo que no es ni animal ni humano. En efecto, la metáfora que utiliza Echeverría para referirlo en este punto es la del vampiro (21), que posteriormente se liga a lo infernal: “Entonces empieza el bullicio/ y la algazara tremenda/ y el infernal alarido” (23) y culmina, para enfatizar el carácter demoníaco del indio (que ya se perfilaba en su oposición a Dios), en la imagen de la “fiesta sabática”, donde irrumpe por vez primera en el poema lo “horrible” y “feo”, que estaba ausente en la “maravillosa” y “armónica” naturaleza de la primera parte: “vislumbre siniestra/ traza tan horrible y fea/ fiesta sabática” (23). El choque del indio con el civilizado se deja ver no sólo en la masacre sino también en la violación de María, quien no en vano es llamada en el poema “mujer sublime” (38), es decir, es caracterizada como una figura análoga a la naturaleza también sublime. El indio ultraja a la mujer como ha ultrajado a la naturaleza, los dos símbolos sobre los cuales, según Doris Sommer, se erigen los proyectos de fundación nacional en Hispanoamérica (47), y estos ultrajes, como lo demuestra María, sólo pueden ser limpiados derramando la sangre del ofensor. El indio, en relación con lo civilizado siempre es construido como inhumano, razón por la cual matarlo resulta del todo legítimo; es tanto la turba “más inhumana y fatal” como los “tigres inhumanos” (37). En este punto cabe resaltar que si bien hay una animalización del indio, esta no conlleva una identificación de éste con la naturaleza, sino que tiene únicamente el fin de hacer un contraste con lo humano. Así, el indio resulta ser “tigre” , pero el término de similitud sobre el cual se construye la metáfora es sólo el no ser humano, como lo hace explícito Echeverría con el epíteto “inhumano” . De hecho, es revelador que el indio se diferencia radicalmente del segundo tigre que aparece en el poema . El animal, a diferencia del indio que la violó, es capaz de sentir compasión por la cautiva: “Llegó la fiera inclemente/ clavó en ella vista ardiente/ y a compasión ya movida/ o fascinada y herida/ por sus ojos y ademán/ recta prosiguió el camino” (72), y esa compasión de la bestia se vuelve al final del poema prácticamente un epíteto de María, quien es recordada después de su muerte como la que “Mover al tigre pudiera/ su vista sola” (90). La naturaleza, en este punto, incluso cuando es representada por la figura de la fiera que sería el tigre, está más cerca a la posibilidad de comprender, de sentir una simpatía (en el sentido etimológico de sym pathos, “sentir con”) frente al civilizado, mientras que el indio se configura como su antítesis más radical, incapaz de lograr ninguna empatía afectiva con éste: es alguien que no puede tener nada en común con el civilizado. La naturaleza, entendida ahora como el paisaje, también logra poéticamente esa simpatía con el sentir del civilizado. De hecho, en los cantos dedicados a la huída de los dos amantes, la naturaleza es una fuerza que no sólo se personifica como “triste” (19, 28,39,55), sino que abiertamente colabora con los prófugos, relacionándose nuevamente con la idea del dios cristiano que brinda ayuda a sus hijos, que serían los civilizados, a través de estas manifestaciones naturales. Así María divisa una estrella “por Dios enviada” (39), que los guía al “pajonal amigo” (48) donde hallan una breve tregua a sus angustias. Es interesante notar en este punto que la naturaleza se une al civilizado: ella está poblada de los referentes del hombre civilizado, como lo es la idea del dios judeocristiano que guía a sus elegidos a través de la luz de una estrella tal “como la nube encarnada/ que vio Israel prodigiosa” (39). Sin embargo, esta “tierra prometida” que sería el “pajonal amigo” 8 Convergencias también es amenazada y destruida por el indio, quien, nuevamente, se configura como la antítesis tanto de la naturaleza como de la civilización. En efecto, el pajonal se incendia por las hogueras que han hecho los indios en sus “sabáticas fiestas”: “de la chispa de una hoguera/ que llevó el viento ligera/ nació grande, cundió fiera/ la terrible quemazón” (63). Brian no puede aguantar más y muere, y María, después de la muerte de su amante, y tras enterarse de que los indios han degollado a su hijo, muere también, víctima del dolor causado por la monstruosidad de los indios. El genocidio queda entonces plenamente legitimado, y es la premisa para fundar la nación, pues el indio es aquello que impide el matrimonio ejemplar de la pareja de héroes, que como afirma Doris Sommer, está llamado a fundar simbólicamente la patria en las historias de fundación nacional , y también es aquello que destruye la maravillosa naturaleza, sobre la cual se fundaría materialmente la nación. La naturaleza entonces debe ser “limpiada” del indio que la perjudica como una plaga destructora , para que pueda ser poblada por el civilizado con el cual logra una perfecta armonía. De hecho, la naturaleza y el civilizado logran un trágico matrimonio al final del poema: La tierra está abierta para recibir al civilizado, convirtiéndose en su gloriosa tumba: “El desierto la sepultura/ tumba sublime y grandiosa/ do el héroe también reposa/ que la gozó y admiró” (94). Así, la nación surge de la fusión entre esa naturaleza amiga y el civilizado que acogió a manera de sepultura, y que, en vida, a diferencia del indígena, fue capaz de admirarla y gozarla estéticamente. Esta unión final entre la naturaleza y el civilizado se construye como el símbolo sobre el cual se va a fundar la nación, que, por cierto, no incluye al indio, ni mucho menos a la posibilidad de civilizarlo, pues no es ni siquiera como la naturaleza, capaz de sentir con el civilizado. La sepultura de Brian es la tierra fértil de la que surge, sin que nadie lo haya plantado, un ombú, y en él se anida un águila real para honrarlo con su magnificencia; también hay una cruz, símbolo de la civilización (sobre todo si se piensa en la oposición cristiano/ Emergencias - Fascículo II bárbaro o cristiano/indio). De esta tumba, así como de la construcción de la nación argentina, queda completamente exiliado el indio que “al ver el ombú gigante la verdosa cabellera/ suelta al potro la carrera/ gritando: ¡Allí está la cruz!/ y revuelve atrás la vista/ como quien huye aterrado” (95). Pero ¿adónde huir si ese proyecto nacional implica justamente la conquista de las pampas donde habita? Una respuesta efectiva sólo puede hallarse en el genocidio, que resulta plenamente legitimado pues el indio no hace parte ni de la naturaleza maravillosa, ni de la humanidad y ni siquiera de las creaturas de dios, sino que es más bien el enemigo común de estos tres ámbitos en “La cautiva”. Bibliografía Echeverría, Esteban. La cautiva. Buenos Aires: Grupo Editorial Altamira, 2000. Sommer, Doris. “Not Just Any Narrative: How Romance Can Love Us to Death”. The Historical Novel in Latin America. Ed. Daniel Balderston. Gaithesburg, MD: Hispamérica, 1986. pp. 47-73. Barreda, Pedro y Béjar, Eduardo. “Romanticismo y poesía romántica en Hispanoamérica: una propuesta crítica”. Poética de la nación: poesía romántica en Hispanoamérica (crítica y antología). Estados Unidos: Society of Spanish and SpanishAmerican Studies, 1999.pp. 1-21. Emergencias: una revista de errores Deja tu comentario aquí. ¿Qué piensas del texto? 10 Convergencias El cuerpo escrito, inscrito en El Cristo de la rue Jacob de Severo Sarduy Ignacio Mayorga Alzate E n el crepúsculo de sus días, Severo Sarduy, escritor cubano nacido en Camagüey y exiliado en Paris, no dejó de escribir. Signado por la enfermedad terrible del SIDA, Sarduy siguió produciendo escritos hasta el final de su tiempo. No obstante, en su literatura final, en los últimos escritos que le permitieron sus fuerzas, no encontramos una producción signada por la fatalidad de la muerte, ni una denuncia explicita al régimen cubano como en el caso de Reinaldo Arenas, otro escritor cubano cuya autobiografía ofrece una mirada rabiosa a determinados aspectos del régimen castrense que no se encuentran en la producción sarduyana. En 1987 Sarduy publicó El Cristo de la rue Jacob, un libro de difícil clasificación debido a la gran variedad de géneros que cultivó el autor cubano a lo largo de su creación literaria. Sería equivocado darle el rubro de narrativa al igual que clasificarlo como un libro de ensayos. Sarduy, en la nota introductoria al libro, lo define como una colección de “epifanías”, una serie de momentos que determinaron lo qué sería el escritor cubano en su ciudad natal, sus encuentros con grandes Emergencias - Fascículo II teóricos y escritores en el París que lo aceptó como un hijo, su relación con el telquelismo, y el grupo de plumas que allí escribían, su relación entrañable con Roland Barthes y François Wahl, compañero que lo acompañó hasta el final de sus días. Esta autobiografía, a diferencia de la de Arenas, no está revestida por el verbo incendiario de la denuncia social o política. No hay censura política en El Cristo de la rue Jacob: Cuba es un recuerdo en la memoria, una serie de historias que de alguna manera configuran a la voz que se enuncia, pero la experiencia caribeña se ve desplazada por la experiencia corporal. Cuba es entonces una excusa para un recuerdo, para una cicatriz que como veremos, sirve a Sarduy para buscar su identidad anclado sólo en su cuerpo. El libro está dividido en dos partes. En el primero, “Arqueología de la piel”, Sarduy intenta dar cuenta de cómo determinadas cicatrices signaron su carácter, su entendimiento de la vida y su posterior producción literaria. Así, partiendo de “Una espina en el cráneo” donde se retrata el rompimiento con la figura de la madre y el entendimiento, siempre traumático, de que se está solo Ilustración por Diana Sofía Murcia Emergencias: una revista de errores en el mundo y finalizando con “Una verruga en el pie”, la marca definitiva, final, de la enfermedad, Sarduy traza un catálogo de marcas dérmicas que inciden sobre su persona, como el cuerpo tatuado, figura trabajada en su libro de ensayos Escrito sobre un cuerpo. En la segunda parte del libro, que ocupa la mayor parte de su extensión y es llamada “Lección de efímero”, Sarduy realiza también un inventario de marcas, no físicas pero mnémicas “lo que ha quedado en la memoria de un modo más fuerte que el recuerdo aunque menos que la obsesión” (Sarduy 51). Allí se enmarcan experiencias vitales de Sarduy que, de alguna manera, configuran su escritura y su amplio armatoste teórico: su relación con Barthes y el grupo de Tel Quel, sus viajes a la India, sus amistades con escritores y artistas y un sórdido encuentro sexual en un camión de lavandería con su conductor, limitado por el temor a la terrible enfermedad que terminaría por acabar con la vida del escritor cubano. A continuación me ocuparé de analizar la obra de Sarduy, tratando a El Cristo de la rue Jacob como un cuerpo escrito que responde como una suerte de desdoblamiento del cuerpo de Sarduy. Así, parto del supuesto de que en él se inscriben, como en el cuerpo del escritor, una serie de marcas que sólo adquieren significación en la medida en que se enuncian desde el mismo cuerpo. Como con un tatuaje, el sentido de éste está determinado por donde está inscrito, así, la persona tatuada construye los significados de sus marcas a partir de su discurso y el tatuaje se convierte en un signo que remite a algo más, un pez koi sobre el brazo se convierte en una metáfora del valor de luchar contra las circunstancias como éstos peces que nadan contra corriente, por ejemplo. No obstante, las marcas del cuerpo que es El Cristo de la rue Jacob no son deliberadas y responden a los arcanos designios del azar: las heridas que dejaron como huella una cicatriz no fueron premeditadas sino accidentes. Pese al carácter azaroso de la inscripción de estas marcas sobre la piel cabe preguntarse por la necesidad de enunciarlas, cuestionar la veracidad de estas cicatrices o el por qué se dejaron por fuera otras y se le da predominancia a las inscritas. Pareciera que frente al azar Sarduy buscase darle sentido a lo que carece de ello, o por lo menos inventarlo. Así el problema de la escritura autobiográfica se nos presenta al abordar El Cristo de la rue Jacob como primera dimensión de la obra: ¿debemos confiar plenamente en la voz narrativa e inmediatamente remitirla a la figura real del escritor? ¿Qué hay de novelado en el relato? La historia es subjetiva y más aún si las fuentes son las experiencias propias, por ello resulta tan complicado catalogar de veraz la voz de El Cristo de la rue Jacob, sobre todo si tenemos en cuenta las disquisiciones que en torno a la figura del autor sucedían en rededor de Sarduy y de las que él mismo incluso fue participe. Si recordamos la filiación de Sarduy con los postulados de los estructuralistas y los posestructuralistas, algunos de ellos registrados en la segunda parte de El Cristo de la rue Jacob, la pregunta en torno a la autoría, la voz que se enuncia, no resulta disparatada. El problema con el yo que se enuncia en el libro radica en toda la construcción del lugar de enunciación de la teoría queer. No obstante esta primera persona que habla en El Cristo de la rue Jacob es difícil de catalogar. Responde sí a un esquema biográfico anclado en las experiencias vitales de Sarduy, mas no por ello necesariamente implica que es ese el Sarduy real. ¿Qué Sarduy habla? Este juego con la figura del escritor y la del personaje literario podría resultar también en un ardid de Sarduy quien recuerda, nueve años antes de la producción de este libro en el programa de Joaquín Soler en España: Siempre uno es el otro de su escritura, ¿eh?, por supuesto no tengo ningún tipo de identificación con lo que hago. Me parece que todo esto que aquí vemos y sobretodo que esa imagen que ustedes están viendo no es la mía. No tengo en lo más mínimo identificación con eso que pudiera ser el personaje de un escri- 12 Convergencias tor. El que ustedes ven, en definitiva, es una especie de simulacro: no soy yo. Yo estoy atrás, escondido, riéndome.(Sarduy entrevistado por Joaquín Soler, 1978). Cabe preguntarse si esta obra que la Colección Archivos busca catalogar bajo el rubro de “Escritos autobiográficos” no es otra más de sus bromas, uno de los últimos momentos en que el escritor se reía de los afanes del lector que buscaba perdido en su lenguaje un rastro ínfimo de la biografía del escritor. Ya en 1968, diez años antes de la entrevista con Joaquín Soler y casi veinte antes de la publicación de El Cristo de la rue Jacob, Roland Barthes, incondicional amigo de Sarduy y cuyo recuerdo queda signado con hermosa dedicación en el libro del cubano, había dado muerte al “autor”, en un libro titulado El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, en un pequeño ensayo, “La muerte del autor”, el blasón principal del movimiento estructuralista defendía la necesidad de emanciparse de la siempre mítica figura del autor, sólo así se hallaría el sentido último de la obra, dentro de ella misma y prescindiendo enteramente del análisis biográfico de la figura del escritor. “Hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente en favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignorando, sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”. (Barthes, 224). Así, el sentido último de la obra quedaba relegado a la lectura de ésta, sin mediación directa con las circunstancias geográficas, biográficas o ideológicas de su autor. Parece ser que la relación entre Sarduy y Barthes no sólo se inscribe en el carácter anecdótico que, en efecto, Sarduy hizo de la teoría barthiana parte fundamental de su Emergencias - Fascículo II escritura: el enmascaramiento de la voz narrativa a lo largo de su producción prosaica es evidente, como si en sus novelas no hubiese nada de él, sólo una cortina donde se esconde un titiritero que hala los invisibles hilos de sus personajes. Alicia Rivero-Potter ha escrito mucho al respecto de la producción textual del escritor cubano y registra en uno de sus libros: “Desacredita Severo Sarduy al autor como creador inspirado y autoritario. El texto y el lector son lo primordial, en vez del autor, el que lee es el coescritor de la obra” (Rivero-Potter, 100). En el caso concreto de El Cristo de la rue Jacob parece desbaratarse la tesis inicial de la autora: sólo recordemos que ya en la nota inicial Sarduy establece el carácter de epifanía que reviste las reflexiones reunidas en el volumen y, así mismo, hay una voz que se enuncia como creadora de ese discurso, materia en la que no habrá de participar el lector del texto y, si lo hace, es sólo para ponerse él también la piel del escritor, buscando entender el significado del cuerpo que habita a través de su lectura. O quizás es que en El Cristo de la rue Jacob Sarduy es el lector primero de su cuerpo, el que busca dilucidar las marcas que el azar ha trazado sobre él y que ahora escribe (inscribe) en el cuerpo desnudo de la hoja blanca de papel. Así, debido al afán prosopopéyico de Sarduy, el escritor se convierte en lector de signos antiguos, de las trazas que han sobrevivido al fluir del tiempo, como PierreFrançois Bouchard al encontrarse con la piedra de Rosetta o Howard Carter al toparse con la tumba escondida entre las dunas egipcias de Tutankamón, en fin, Sarduy asume el rol de un arqueólogo de su propio pasado. Pero ¿cuál es el método para realizar este proceso? Sin duda no es un método histórico ni evolutivo. El carácter de epifanía permite prescindir de la cronología y la escritura se va dando en la medida en que se van comprendiendo o develando los misterios del cuerpo que escribe. No obstante hay una epifanía inaugural: “Una espina en el cráneo” es la primera cicatriz consagrada en El Cristo de la rue Jacob y parece que responde a una necesidad de ruptura, buscando determinar a Emergencias: una revista de errores Sarduy por fuera de todo vínculo con la madre y, por consiguiente con la patria, Cuba. En efecto, en “Una espina en el cráneo” Sarduy establece el primer vínculo de extrema unión con la madre donde incluso ésta le confiesa que “a veces se privaba de comer para que yo pudiera alimentarme mejor” (Sarduy, 52). No obstante, al cruzar corriendo debajo de un naranjo, una espina del árbol se le incrusta en el cráneo y entonces, al ser operado, comprende que “Aquel dolor fue mío. No era el cuerpo de mi madre el que sufría, el que se resistía, terco, a la herida y se reflejaba, distorsionado y asimétrico, en las sudorosas losetas, manipulado por el oficiante; sino otra materia, otra extensión cuyos límites ahora demarcaba la quemadura de la sangre, cuyos bordes ardían.” (52). Al comprender la autonomía del cuerpo, la no dependencia de la madre y, ante todo, el carácter limitado a su subjetividad del dolor Sarduy se enuncia como un cuerpo aislado; coincidencialmente esta, junto la cicatriz primera que es el ombligo y que inscribía el vínculo de dependencia de la madre, es la única cicatriz que sucede en Cuba, y además se reconoce como un cuerpo distinto a todos los demás: “Comprendí entonces que esa <<mata de nervios>> -así me bautizó la enfermera que me fortalecía con intravenosas, en la cocina de una casona colonial- podía también despertarse con otra manipulación, con otro manoseo que apenas sospechaba, sensible a la penumbra del reverso, al ámbito antípoda de la espina, a la cámara obscura del placer.” (53). Este entendimiento de la independencia de su cuerpo viene con el entendimiento de que los deseos de éste son distintos de los demás, que sus placeres residen en el reverso discursivo del género. Esta primera cicatriz desenmarca a Sarduy de su familia, de la isla y del discurso de lo heteronormativo. Sin extendernos demasiado en esta cicatriz cabe resaltar la importancia inaugural en el cuerpo/texto. En efecto esta primera marca es la configuración del cuerpo de Sarduy, citando a Butler, “los límites del cuerpo son los límites de lo socialmente hegemónico.” (Butler, 258). Para Sarduy, el entender el carácter singular de su cuerpo, esto es un cuerpo ajeno al de la madre, figura central de la familia nuclear y parte fundamental del discurso hegemónico castrense, es la primera anunciación de sus intereses, la epifanía que revela el ser ajeno a lo normativo, encarnado en la figura del cuerpo de su madre. A esta primera epifanía la suceden una serie de escarificaciones que comprenden la naturaleza del cuerpo de Sarduy. Otra marca importante, retratada en “Cuatro puntos de sutura en la ceja derecha” da razón de la relación entre el acto de escritura y el proceso de marcar el cuerpo. Como en todas las cicatrices/epifanías el momento sucede sin esperarlo, llega como un designio del destino o del azar. En esta marca se da cuenta del momento en que Sarduy está atorado en la escritura de su novela Colibrí, no puede avanzar en la trama y la escritura se ve truncada por la falta de “esa alambicada metáfora del narcisismo que nos empeñamos en llamar inspiración.” (Sarduy, 53). Al verse inhabilitado para escribir Sarduy decide emborracharse: “Vueltas en redondo. Abatimiento. Masoquismo autocrítico y esa desconfianza total que sólo anula, hacia el mediodía, la reiterada cerveza “(53). Entonces las formas se difuminan, desintegradas en el oleaje del océano etílico, la conciencia del cuerpo se desdibuja y Sarduy termina en la clínica con una sutura de cuatro puntos sobre la ceja, al resbalar borracho y abrirse una herida en el cráneo por el golpe. Ante la imposibilidad de reconstruir la noche de la herida, Sarduy recurre a la imaginación de la novela, inventando posibles giros a lo que había sucedido y continúa: No sabía, a ciencia cierta qué había sucedido. Sabía, eso sí, cómo continuaba el capítulo de Colibrí: <<Intacto. Escultural. Ileso. No. Mira bien: desde la ceja derecha, dibujada a partir de un óvalo como un tachonazo de carbón, un cometa o la inicial de un calígrafo, hacia el párpado cerrado, de yeso, cae un goterón de sangre, un hilillo que desciende, alimentado por la minúscula fuente púrpura, ahora más rápido, a lo largo de la mejilla, por el ancho cuello, que atraviesa el torso, raya la 14 Convergencias cintura y el muslo, dividiendo en partes asimétricas, para una lección de acupuntura, la efigie lacerada del campeón.>> (55-56). Ciertamente no podemos asegurar que la figura del autor se ve insertada en la trama de la novela que está escribiendo, no hay alusión directa a la biografía de Sarduy en Colibrí, no obstante parece ser como si el mismo autor descubriera a través de su propio sufrimiento la manera en qué ha de proseguir la novela. La epifanía, la revelación de la trama está en la herida de la que no se tiene conciencia de cómo apareció. La primera parte de El Cristo de la rue Jacob cierra con “Una verruga en el pie”. En este último apartado de “Arqueología de la piel” Sarduy narra la visita a un pintor amigo que le refiere de la enfermedad de un conocido mutuo. Todos los nombres son borrados y se identifican a partir de letras. Entre la visita al estudio del pintor y las reflexiones en torno a su pintura, se entremezcla una verruga que le es extirpada a Sarduy en un consultorio médico. Acá aparece la terrible presencia del SIDA que amenaza a los hombres del círculo de Sarduy: “Supe, mirándolos [los cuadros], lo que sentía. Lo que mi cuerpo descentrado quería decir: el sida es un acoso. Es como si alguien en cualquier momento, con cualquier pretexto pudiera tocar a la puerta y llevarte para siempre, como si en el aire gravitara un peligro un irreconocible que de un instante al otro pudiera solidificarse, cuajar.” (59-60). El cuerpo descentrado de Sarduy reconoce la enfermedad que amenaza la periferia, el terrible acecho de un mal que puede manifestarse en cualquier momento, sin aviso alguno. Continúa Sarduy: “¿Quién será el próximo? ¿Por cuánto tiempo vas a escapar? Todo adquiere la gravedad de una amenaza. Los judíos, parece ser, conocen muy bien esa sensación.” (60). La amenaza sobre los cuerpos se cierne en torno de la comunidad periférica, la multitud de cuerpos desligada al discurso céntrico. Ya en el consultorio médico, Emergencias - Fascículo II por una verruga en el pie, Sarduy advierte que no siente ningún dolor pero sí reconoce el olor a caucho quemado que cree sentir en el barrio. “―No es en el barrio― replicó [el médico], pero sin mirarme, concentrado en su meticuloso quehacer― y no es caucho. Ya le he extirpado la verruga y ahora le estoy cauterizando la piel. Huele a carne humana chamuscada. Los judíos― añadió sin inmutarse― conocemos muy bien ese olor.” (60). La alusión a los judíos que ya había retratado anteriormente vuelve a poner de manifiesto la enfermedad terrible que terminaría por acabar con la vida de Sarduy. Esta amenaza marca el fin de “Arqueología de la piel”, una cicatriz que no produjo dolor pero sí el signo terrible de algo por suceder, una epifanía del terror oscuro que amenaza a los cuerpos descentrados que, como los judíos, se ven amenazados por un peligro que puede presentarse en cualquier momento. La segunda parte de El Cristo de la rue Jacob “Lección de Efímero” y, como esclarece Sarduy en la “Nota” introductoria, es también “un inventario de marcas, no físicas pero mnémicas: “lo que ha quedado en la memoria de un modo más fuerte que el recuerdo aunque menos que la obsesión” (51). Es una revisión de cicatrices en otro orden, de una naturaleza no corporal sino más bien sensible. Aunque previsible, la tónica pedagógica del relato (indicada en el titulo), es ejercitada con ironía por Sarduy. Sin embargo, por detrás de ella y refiriéndose caleidoscópicamente a situaciones e imágenes autobiográficas, la narración regresa una y otra vez a un centro organizador del discurso: el concepto de la escritura como un fenómeno epistemológico de lo vivido, como una segunda piel, de estrato absolutamente cultural, en la que se implantarán los relatos narrados por esta actividad escritural misma. La visión de esa insociabilidad formativa aproxima “Lección de Efímero” a “Arqueología de la piel”. Las huellas de la memoria revisten igual importancia a las de la piel y obedecen a una suerte de proceso formativo en la actividad escritural/vivencial de Sarduy. En un artículo sobre El Cristo de la rue Jacob y Nueva Inestabilidad, titulado “Sarduy: la escritura como épure” Horacio Costa explica la composición Emergencias: una revista de errores de esta segunda parte del libro: Como mencioné arriba, “Lección de Efímero”, como Maitreya, guarda una forma especular: cinco de sus cuatro partes constitutivas se alternan dos a dos (con la alteración apuntada en seguida). “Porque es lo real” sucede a “Unidad de lugar”, primera parte de “Lección de Efímero”; una segunda “Porque es lo real” sucede a “Unidad de figura”, tercera parte de esta división del libro. Como vemos, la disposición de estas partes podría ser leída de tal forma que las dos “unidades” -terminología que contiene un eco aristotelizante- dejarían implícita una pregunta (¿Cuál?), cuya “respuesta” se encontraría en las partes que la siguen (las dos “Porque es lo real”). Pero buscar una linealidad en estas “epifanías” más allá del estudio sutil de la transitoriedad (y, por ende, de la permanencia), organizado por la memoria y por la escritura, seria tornar artificial la lectura: lo narrado camina hacia muchas direcciones y quizás su única característica constante es la de la pulsión poética que lo impregna. (Costa, 293) En esta segunda parte convergen diferentes reflexiones que, como apunta Costa, no tienen otra línea directriz que la escritura misma, a través de la que el escritor puede dilucidar sus matices, la comprensión de su cuerpo inscrito por distintos momentos. La epifanía se revela ante los ojos de Sarduy en diferentes circunstancias, creando una colcha de retazos donde las revelaciones que vienen en forma anecdótica terminan por delimitar su ser. Así, por ejemplo, en “Benares” y “Vestirse de espacio” se retratan las experiencias de Sarduy en oriente, gran preocupación y empatía de carácter que fue una constante en la vida y obra del escritor camagueño. La contemplación del Ganges, última frontera mística del hinduismo, despierta en Sarduy inquietudes metafísicas en torno a las reflexiones teológi- cas que componen la lógica de esos lugares que visita: “Dejarás Benares, pero Benares no te dejará. Algo en ti, adentro, habrá cambiado para siempre.” (62) El lugar se inscribe en la memoria de Sarduy y muta todo yo que languidece frente a las prácticas que circundan la sagrada presencia del río mágico donde los seres van a purgar sus culpas espirituales: Si efectivamente, Benares no nos abandona jamás por la violencia de su color, por su proliferación incontrolable de dioses y cosas, Sarnath, al contrario –como es lógico en el budismo- capta al visitante por su silencio, por ese vacío sin bordes que sólo vienen a limitar dos estupas, o túmulos funerarios en ruina, y los molinos de plegaria de algunos monjes tibetanos en exilio (65) Sarduy establece un paralelo entre ambas ciudades y se permite verse modificado por las lógicas que las determinan, el hinduismo y el budismo convergen en la misma huella mnémica para quedar grabadas, una sola, en la psiquis y el cuerpo del escritor: Las dos ciudades, que siempre se visitan juntas y a la carrera, a diez kilómetros una de la otra, son como las dos imágenes posibles de un mismo pensamiento: el que, enmascarado por la palabra concibe la realidad como una pura simulación; el que, desde el principio y de modo irreversible, ha comprendido que el vacío lo atraviesa todo y que el todo perceptible no es más que su metáfora o su emanación. (65) Y entonces las reflexiones que le sugiere la visita de ambos lugares convergen en su carácter escritural: el enmascaramiento y la gran presencia del vacío como un todo identitario. No obstante, resulta cuando menos paradigmático que éstas reflexiones, esta ausencia y enmascaramiento, se conviertan en huellas, trazas que dan sentido a un cuerpo. En “Café de Flora” lo cotidiano adquiere un carácter de epifanía. En el medio de una descripción de la “fauna” humana que asiste a este haut-lieu parisino, una reflexión sobre el alcohol y la embriaguez, vista como una “pulsión a la repetición” que es “también un adjetivo de la muerte” (70), lleva 16 Convergencias al lamento sobre el primer gran numen tutelar del panteón de Sarduy: Roland Barthes. El alcohol atenúa o suscita una constatación: la vacuidad de todo- certeza generosa de en sinonimias: su más socorrido sustantivo, hoy desvalorizado, fue angustia. Pronto se llega al exceso, al desajuste social y orgánico, borrón del cuerpo y del protocolo. Teatralidad y desmesura histérica, siempre agresiva o sumisa, distante o lacrimosa, parlanchina o autística, que repugna al abstemio y que en el código brumoso del bebedor es sólo expresión mesurada y pulcra, exactitud de un monólogo apenas exterior, severo y lúcido. (71) El Café Flora se convierte entonces en un lugar donde los límites del cuerpo se desdibujan, libres de las ataduras sociales y culturales que los construyen (Butler, 255-256). El protocolo se deja de lado y se asume una postura teatral frente al vacío identitario, se llena el espacio desocupado con un monólogo personal que no dista de ser afectación, gesto, imposición ante la vacuidad de sentido. Sin embargo, la fuerza de la costumbre termina por convertir ese espacio de dilación en un componente real de la existencia que, a pesar del tiempo que ha pasado, sigue permaneciendo como un rasgo personal: “Durante muchos años, veinte quizás, frecuentamos el mismo café. Podía tratarse de un pretérito narrativo; es, en realidad, un presente: lo seguimos frecuentando…” (68-69). El lugar, grabado ahora en la memoria, sigue siendo parte de la existencia de Sarduy. “Una limpieza” recuerda un encuentro sexual con un camionero que custodia un camión cargado de ropa sucia, camino a la lavandería. El orgasmo en tales circunstancias corresponde necesariamente a la afirmación de la vida, al restablecimiento de una identidad desgastada por el inevitable roce social cotidiano. “Me vuelve a mirar entonces, pero sin Emergencias - Fascículo II decir nada, Nos abrimos las portañuelas, empezamos a masturbarnos. (…) Nos lamemos apenas los sexos – sin duda por miedo al sida. Finalmente, ya próximos a la eyaculación, nos besamos. (…) Salgo a la claridad, al día de los ciervos. Con la seguridad de estar, ahora, verdaderamente limpio.” (73). El escape del libido le permite a Sarduy limpiarse de las angustias que pueblan sus noches y le producen depresión. Sin embargo el contacto con el otro es apenas mínimo y el escenario de la liberación es perfectamente decadente. En un camión con sábanas manchadas de la carne de leprosas o enfermos se liberan las pulsiones que angustian al escritor, no obstante el miedo siempre ubicuo de la enfermedad evita el contacto con el otro cuerpo, y en última instancia la reafirmación de la vida deviene la reafirmación del carácter singular y único del cuerpo. Se escapan varios episodios que por motivos de espacio resulta imposible analizar coherentemente, la lectura de cada uno de ellos exige un posterior proceso de reflexión a la luz de lo que se ha venido trabajando. No obstante, quiero cerrar con dos de ellos que considero de tamaña importancia para la tesis que se ha venido desarrollando. El primero se titula “El libro Tibetano de los Muertos” y el segundo lleva por nombre “Textos para Nada”. Ambos textos nos permitirán llegar a las conclusiones del presente ensayo y ofrecerán luces sobre lo anteriormente dicho. En el primero de ellos, antes de referirse al homologo universalmente conocido, trata de la agenda de Sarduy, donde están registrados con tinta azul los amigos desaparecidos del escritor. Sus nombres se escriben en la libreta para no olvidarlos tras su muerte: Tachar las señas de un amigo ganado por esa ausencia que nos empecinamos en creer pasajera, substituirlo por otro, marcarlo con un signo que señale la inutilidad definitiva de su dirección – una cruz sería el más brutal y grotesco-, borrar para dejar entre las letras alineadas e idénticas un renglón vacío, indicio ostensible de la falta, sería como anularlo de nuevo, como entregarlo, cómplice de la vacuidad, a otra muerte Emergencias: una revista de errores dentro de la muerte, excluyéndolo para siempre del día azul de la tinta, de la más escueta y denotativa de las escrituras: verdadera desaparición para quien ha vivido diseminando palabras. (83-84) La muerte inevitable se cierne sobre los cuerpos de los amigos de Sarduy, no obstante el permanecer consagrados en el Libro Tibetano de los Muertos evita el triunfo definitivo del designio ineludible: el quedar registrados en el libro posibilita el recuerdo y permite que vivan en la memoria del escritor. “La letras iniciales del alfabeto, por mi filiación latina o por una oscura manía anagramática de la Depredadora, son las más solicitadas. Una de las más frondosas –varias direcciones, teléfonos rurales o secretos-, la B, fue diezmada de golpe: Barthes.” (84). No sólo el crítico y teórico francés cede ante el avance de la muerte, también recuerda Sarduy a Calvert Casey, Héctor Murena, María Rosa Oliver, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Witold Gombrowicz, Italo Calvino, Emir Rodríguez Monegal y José Bianco. El registrar sus nombres resulta como una suerte de apuesta contra lo inevitable, paradójicamente evitando la muerte del autor. El último aparte que quisiera considerar parece en cambio la antítesis del fragmento arriba referenciado. “Textos para Nada” en efecto habla de la inutilidad de la escritura: “La escritura es inútil. Porque ya no sirve para rescatar a los que arrastran un mar de lava, a los que yacen ya bajo esa lápida.” (81). El ejercicio escritural deviene en un absurdo frente la adversidad del mundo, frente a la posibilidad de hacer algo por evitar las tragedias: La escritura y el resto. Lección de efímero para quien ve impotente esos cuerpos cubiertos de fango, abroquelados, asfixiados por una costra que se endurece lentamente, el pelo de mármol blanco, los rostros desangrados. El agua negruzca, de cisco y ceniza, vomitada por la tierra, sube hasta el ahogo, hasta la pálida boca del orante, los sexos arrancados de un tajo(81) Este aparte vuelve con la ironía pedagógica que enuncia a la segunda parte de El Cristo de la rue Jacob, la lección de efímero radica en el carácter inútil del que escribe, la escritura es una serie de trazos que no pueden hacer nada, por ser sólo palabras, para lidiar contra lo irremediable. “Escribir supone esa inconsciencia, esa ligera irresponsabilidad del que olvida o soslaya, mientras que, presa en el magma que se va solidificando a su alrededor, apresurada mortaja una niña le pide a su madre que rece.” (81). ¿Qué son, en definitiva, esos pictogramas que dan forma al cuerpo de Sarduy? ¿Escribe este testimonio temeroso de no quedar registrado en ningún Libro Tibetano de los Muertos y, por tanto, son estas palabras una necesidad de vencer al olvido? ¿Qué preocupación real encarna las páginas de El Cristo de la rue Jacob? Si el carácter prosopopéyico de la obra permite que Sarduy, el Sarduy real auxiliado por un afán novelesco y una justicia poética propia desdoblada en su obra, nos hable de frente, sin ser el autor que se escondía y reía de los lectores que buscaban dilucidar los rasgos biográficos en sus novelas, ¿qué busca transmitirnos con estas epifanías? ¿Qué enseña o transmite la lección última sobre el ejercicio de escribir? Parece que la definición de Horacio Cerca puede ofrecer claridad al respecto: El Cristo de la rue Jacob coincide con la visión sarduyana indicada en Escrito sobre un cuerpo: la absorción de la dimensión pasada es detonada por las asociaciones que la arqueología de las cicatrices, inscritas en el cuerpo del escritor por el tiempo y el azar, sugieren. “Escritas” o “tatuadas” en el cuerpo de Sarduy, estas cicatrices, marcas indelebles, ideogramas cuyo sentido sólo puede ser decodificado por e1 mismo, su portador/paciente, se transforman en textos, trazando un eje significante entre la actualidad de la escritura y el cuerpo del escritor, una comunión entre el cuerpo del lenguaje y su soporte mínimo: el hombre que lo produce y lo padece (Costa, 290). 18 Convergencias Bibliografía: Sólo el escritor fallecido podría determinar concretamente que buscaba encontrar en ese proceso de revisión subjetiva, sólo él podría dilucidar el profundo significado escondido detrás de cada cicatriz: a nuestros ojos sólo es una marca sobre la piel, pero profundamente, bajo esa apariencia dérmica, reside la herida que permite la epifanía, sólo el cuerpo que la posee podrá realmente enunciarla. Así, en realidad, no todos los secretos son revelados, Sarduy todavía está oculto a pesar de lo que busca comunicar tras cada cicatriz, cada recuerdo, que viene a ser lo mismo en el caso del libro. Al final, de cada cicatriz, sólo sabemos lo que Sarduy quiere enseñarnos, guardando los secretos de su identidad para sí mismo, cuerpo singular escarificado, lleno de historias que no llegaron a estar consagradas en El Cristo de la rue Jacob. Emergencias - Fascículo II Barthes, Roland. “La muerte del Autor” en Textos de teorías y crítica literarias (Del formalismo a los estudios postcoloniales) ed. Nara Araújo y Teresa Delgado, Barcelona: Antrophos Editorial, 2010 221-224 Butler, Judith. “Actos corporales subersivos” en El género en disputa, Barcelona, Paidós, 2007 173-276 Costa, Horacio “Sarduy: la escritura como epuré” en Revista Iberoamericana Vol. LVII, Núm. 154, EneroMarzo 1991, Pittsburg University Press, Pittsburg, 1991 275-300 Rivero-Potter, Alicia. Autor/Lector Huidobro, Borges, Fuentes Y Sarduy, Wayne State University Press, Detroit, 1991 Sarduy, Severo. El Cristo de la Rue Jacob en Severo Sarduy. Obra completa. Tomo I, Galaxia Gutemberg, Madrid, 1999. pp. 51- 104 Emergencias: una revista de errores Deja tu comentario aquí. ¿Qué piensas del texto? 20 Divergencias Jacqueline Lesvos Ricardio E stando en el Jardín Botánico La Concepción, dentro del Jardín de la Ninfa, Jacqueline Lesvos discutía con su pareja, quien le reclamaba por enésima vez que no abriera los ojos mientras se besaban. Jacqueline le objetaba diciendo estar dispersa en cualquier otro lugar. A ella le parecía dos veces memorable verlo durante el beso, con la convicción y las muecas. Todo el acto. Sin embargo, a Paco no le convencían sus argumentos, se sentía intimidado y punto. Aquella discusión fue la más certera de su año y tres meses juntos, y Jacqueline, desencantada, huyó de aquel bosque sintético con la propulsión que causa la furia. Una vez atravesado el área de “La vuelta al mundo en ochenta árboles” y “La estufa caliente”, Jacqueline se vio fuera del lugar, sin su novio pero acompañada de su latente desilusión. El choque con Paco detonó todo lo que la aquejaba. Reparó cuánto la enojaba el carácter superficial y perecedero de los instantes, la concepción de mundo que tiene la gente, mundo en el cual los instantes coexisten con amargura… la capacidad de la humanidad en volver toda situación una hipérbole. Esa equimosis hizo que tomara el primer autobús que venía tras un Peugeot 206. Entre los destinos del autobús se encontraba la Calle San Agustín - 8. Jacqueline lloró. Lloró todo el camino desde que pagó el pasaje. El reflejo de su rostro lacrimógeno y comprimido en la ventanilla del autobús le pareció un interrogante a su belleza. Se bajó de manera aleatoria. Erró por la Plaza de la Merced. Secó y sonó sus lágrimas con un pañuelo decorado con Emergencias • Fascículo II figuritas geométricas de colores. Luego hizo del pañuelo una esfera arrugada y lo arrojó a un cesto de basura adyacente. Falló en su lanzamiento. El pañuelo rebotó y fue a dar los pies de un vigilante de zapatos lustrados categóricamente. Recogió el pañuelo e hizo una mueca, un intento de sonrisa. El vigilante se la devolvió y ella vio al lado de su gorro una nomenclatura que indicaba “Calle San Agustín - 8”; algunos centímetros más abajo, unas letras rojas decían “Museo Picasso-Málaga”. Preguntó al vigilante por el horario de atención y el hombre le respondió a Jacqueline, mientras limpiaba sus lentes con un pañuelo rojo, que alcanzaba a ver la colección, que recién llegaba; una donación de tres pinturas que hacían parte de las otras sedes. Pagó los seis euros de la entrada y se adentró en el museo. La joven estudiante de biología marina decidió empezar a partir de las tres pinturas mencionadas por el vigilante. Ya en la sala, detuvo su mirada en un muchacho que hacía anotaciones en una libreta; a su lado, un enjambre de personas discutían sobre cuántos nombres tenía Picasso y un largo etcétera. El sonido de la cámara de un celular absorbió la atención general y el vigilante en seguida le advirtió al inocente turista. Los dos hombres hicieron contacto visual con Jacqueline. A continuación se dispersaron en sentidos contrarios. El espacio vacío que dejó el encuentro produjo un efecto telón tras el cual se revelaron los óleos sobre lienzo que cambiarían sus días para siempre. El primero, El beso 1, era por cierto una pareja besándose con los ojos abiertos. Los de él, barbado y calvo, miraban profundos al vacío con un grado de elevación Emergencias: una revista de errores respecto a la frente de la mujer, cuyos ojos en cambio apuntaban en distintas direcciones: uno hacía el amante y el otro hacía Jacqueline que, absorta y con una felicidad mayor a su tamaño, dirigió su mirada con una euforia adolescente al segundo óleo de izquierda a derecha; se trataba de una mujer joven que llevaba un vestido negro estampado con figuritas amarillas de belleza diminuta, con el cuello exagerado y recto, de pelo negro recogido como el suyo y con la misma mirada que vio reflejada en la ventanilla del autobús. Enseguida leyó el título de la obra en la placa: “Jacqueline con flores”. Parió un gemido. Los asistentes la observaron sentenciosamente, de manera que se contuvo. El tercer óleo era el algoritmo que le hacía falta a la monumental casualidad. Entre lo que podía inferir de las líneas concretas, rígidas, cúbicas-multicolores, era una mujer con un pañuelo entre los dedos, con los ojos geométricos hinchados de llorar. Era la síntesis de una mujer que llora. Era La mujer que llora. La mente y el pecho de Jacqueline estaban invadidos por un semillero de sensaciones; le era inconcebible que fuese española y nunca hubiese visto un cuadro de Picasso en vivo. A su vez, se le ocurrió demandar a Picasso por hacer uso desautorizado de su subconsciente. Asimismo pensó con la mirada monomaniaca en el cuadro que la realidad de afuera no le era suficiente, no era verdadera, al menos no para ella. Abarcando con ello la universidad, su carrera, el mar que tanto estudiaba, Paco y sus besos litigantes, su madre costurera, su padre que nunca conoció, el Jardín Botánico, la Calle San Agustín - 8, este museo, España misma… Nada le concernía, sólo estas figuras y líneas amarillas y rojas y verdes y moradas y blancas y negras y azules y azules de nuevo. Jacqueline sentía que era la mujer del cuadro cuyas lágrimas debían ser descifradas. Aquel día viernes español, el vigilante acudió a Jacqueline en voz alta desde la puerta y le insistió que además de aquella, había más de una cincuentena de obras en el Museo de Picasso. Ella no se inmutó con ninguna causa ajena al óleo lacrimógeno. Tanto fue así que el joven de la libreta de notas le sugirió con prudencia al vigilante que se acercarse a ella, ya que a él y a otros cuantos los había ignorado por completo. Jacqueline entró al museo al medio día. Ya eran las 20:45 p.m. Permaneció inamovible frente al cuadro; incluso ya era parte del paisaje para los que ingresaban. El vigilante, que también había estado intranquilo desde la llegada de la joven, tomó como motivación la sugerencia del muchacho y se acercó a ella. Había un hilo de tensión entre el sonido crujiente de los zapatos del vigilante al tocar el piso de madera y la mirada expectante de la gente que aún permanecía en el lugar por motivo de un coctel que se estaba por celebrar. Los invitados se silenciaron. La música en vivo, que era jazz, siguió sonando delicadamente. El vigilante consiguió la suficiente distancia para tocarle un hombro. Jacqueline estaba de espaldas. Su pelo, que antes permanecía milimétricamente recogido, ahora se encontraba suelto y le cubría medio rostro. La mano del vigilante por fin alcanzó su hombro. Jacqueline volteó. La expresión de terror del vigilante estuvo acompañada de un grito ahogado y una inhalación profunda y vertical. La reacción fue colectiva. La música se detuvo, el jazz se calló de súbito. Hubo gritos, el vigilante decía incoherencias: pedía que llamaran a la policía. Jacqueline se asustó y salió despavorida, torpe, recta. La gente no supo si detenerla o dejarla pasar, ya que los aterraba su aparente abyección. Entre la indecisión del paso, Jacqueline tropezó y cayó en una fuente iluminada. Apenas disipadas las ondas que causaron su caída turbulenta, Jacqueline pudo ver en su reflejo: figuras y líneas amarillas y rojas y verdes y moradas y blancas y negras y azules y azules de nuevo. 22 Divergencias Emergencias • Fascículo II Jacqueline con flores, de Pablo Picasso Emergencias: una revista de errores Comentarios de jurados El jurado pensó que el cuento está muy bien escrito. Es dinámico y fluído, y con su narración captura el interés del lector. Hace un muy buen uso del lenguaje, construye un personaje voluminoso y con humor. El desenlace no es nada fuera de lo común pero el camino que escoge para llegar allí hace que valga la pena el recorrido. Hay buenas ideas, el relato se puede seguir fácilmente y la forma en la que está escrito es acertada. No obstante, hay un lenguaje rebuscado que no ayuda a la comprensión del texto en algunos momentos. Deja tu comentario aquí. ¿Qué piensas del texto? 24 Divergencias La ciudad me cree artista Pablo Cárdenas Durante la convocatoria de Divergencias 20142, recibimos esta propuesta de cómic. Resultó ser la única historia presentada en este formato (que no incluye texto). Consideramos que La ciudad me cree artista es una de las piezas más sobresalientes de estos fascículos, sobre todo porque incluye mucho de lo que esperábamos de la convocatoria: un autor no literato, con habilidades narrativas no necesariamente textuales, en un formato no necesariamente convencional. El cómic fue publicado en la Revista El Parcero por petición de uno de los jurados de la convocatoria, Juan Manuel Álvarez, quien dirige la revista online. Emergencias - Fascículo II Emergencias: una revista de errores 26 Divergencias Emergencias - Fascículo II Emergencias: una revista de errores 28 Divergencias Emergencias - Fascículo II Emergencias: una revista de errores 30 Divergencias Emergencias - Fascículo II Emergencias: una revista de errores 32 Divergencias Comentarios de jurados El jurado pensó que es es un ejemplo de por qué vale la pena hacer eventos como Divergencias. La idea es genial, y la ejecución tanto narrativa como visual es impecable. Con humor y un ritmo bien llevado, esto es en mi opinión lo mejor de toda la convocatoria. Le encantó las ilustraciones, es un cómic bien logrado en el que hubo un trabajo cuidadoso en el que nada fue puesto al azar. Deja tu comentario aquí. ¿Qué piensas del texto? Emergencias - Fascículo II Agradecemos a Daniel Jiménez, estudiante de arte y diseño de la Universidad de los Andes por el diseño de las portadas de los fasciculos. A Andrés Saab, estudiante de diseño y periodismo, por el diseño de los logos y de la página web (www.convergenciaslite.com). Al Departamento de Literatura por darnos el espacio para realizar nuestros evzentos. A todos los ilustradores y participantes de las convocatorias por hacer esta revista posible. - Comité de Convergencias Maru Lombardo / Alfa (o la pequeña déspota) Anna Garlatti / Copista (o secretaria) Diego Cepeda / Cyber Trunker (o web-master) Pedro Lemus / Smaug (o tesorero) Lina Rojas / Ex directora (2014) Nicolas Acosta / Ex organizador de Divergencias (2014)