Emergencias espaciales

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E M E RGE NC I A S
2: ESPACIALES
Una revista de errores
La revista Emergencias surgió impulsivamente. De hecho, surgió como
un impulso de reforma; reforma de su publicación original, el libro de
Convergencias que recopilaba los textos de los foros de literatura (hasta el 2012).
Los foros eran mediados principalmente por profesores. Luego, cuando los
estudiantes de Literatura tomaron el proyecto, Convergencias tomó otro rumbo:
decidimos dedicarnos a los estudiantes desde una experiencia estudiantil. Y esa
experiencia se basa, fundamentalmente, en el error.
Convergencias cree que todos los escritos son un proceso. Ese proceso
nunca se acaba, incluso cuando el texto está publicado. Creemos que la literatura
(sea lo que eso sea) se construye a partir de relecturas y reediciones que siempre
corrigen las anteriores. En esa medida, la literatura es una técnica que se basa
siempre en errores que nunca la perfeccionan. Precisamente esa imperfección es
lo que queremos presentar en estos fasciculos:
una serie de textos abiertos a reelecturas y reediciones que nacerán de cada uno
de los errores que estos textos cometen.
Las portadas de los fascículos hacen referencia a la división hemisférica
del cerebro (el “creativo” y el “analítico”); lados que están separados físicamente
pero no eléctricamente. Así se cnostruye la narrativa y la crítica: alternando
y mezclando ambos hemisferios, electrocutándose con el análisis rígido y la
creatividad del lenguaje por igual.
Desde el 2014, el comité de Convergencias busca darle un espacio de
evolución a los escritos académicos y creativos de estudiantes como nosotros.
La retroalimentación de los textos es la dinámica central de nuestro proyecto,
que incluye no sólo Convergencias y Divergencias, sino también nuestra revista:
Emergencias, una revista de errores. Los cuatro fascículos corresponden a
los escritos elegidos durantes las convocatorias de Convergencias 2014-1 y
Divergencias 2014-2. Algunos textos fueron publicados con comentarios de los
jurados. Todos los textos están repletos de errores.
Nos gustaría que, esta vez, quien los lea los encuentre. Que se enoje, que
critique, que piense. Y que lo diga.
***
Este fascículo corresponde a la manera en la que espacios
específicos moldean cuerpos específicos, no necesariamente
en el plano físico sino en el plano ideológico y existencial.
Además, los textos no son, conceptualmente, continuaciones
del primero, cada fascículo es una unidad independiente por
si mismo, ojo con las influencias de tu lectura del fascículo
anterior.
Desde 2015
EMERGENCIAS
Una revista de errores
Naturaleza y civilización VS.
Indio: hacia un nuevo binarismo
genocida en “La cautiva”
Por Sara Santa
4
El cuerpo escrito, inscrito en El
Cristo de la rue Jacob de Severo
Sarduy
Por Ignacio Mayorga Alzate
10
Jacqueline Lesvos
Por Ricardio
20
La ciudad me cree artista
Por Pablo Cárdenas Ramirez
24
Emergencias: una revista de errores es una propuesta de estudiantes de la Universidad de los Andes. Los contenidos de la revista
pueden ser reproducidos y citados en la medida en que se reconozca la autoría de cada uno de los escritores, ilustradores y
diseñadores, además de la fuente de la que provienen (Emergencias) (Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported). La
plantilla de los fascículos I, II, III y IV corresponden a una edición de la plantilla Red Borders de Magazine Template: Think bajo la
licencia Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported de Creative Commons.
Las imágenes tomadas de otras fuentes están debidamente reconocidas en las páginas en las que se encuentran.
El proceso de impresión y reproducción de la revista recibirá asesoría del Departamento de Literatura de la Universidad de los
Andes y Ediciones Uniandes.
4
Convergencias
Naturaleza y civilización VS. Indio: hacia
un nuevo binarismo genocida en “La
cautiva” - Sara Santa Aguilar
E
n el presente trabajo quisiera reflexionar
sobre la relación entre la interpretación del
espacio y la justificación del genocidio en el
poema “La cautiva” (1837) de Esteban Echeverría.
Es llamativo, en este texto, que la geografía
argentina se enmarca en una sintaxis y unos
tropos de la poesía culterana (con particulares
ecos de Góngora, que surgen en imágenes como
la del sol de “rubia cabellera” etc.), y desarrolla
unos conceptos, como el sublime kantiano, propios
del romanticismo europeo . Echeverría construye
la geografía argentina proyectando un imaginario
lirico y filosófico en el que ésta resulta ser algo
vasto, misterioso, pero a la vez maravilloso y
fascinante. La naturaleza así presentada alcanza
una completa idealidad, pero ¿qué lugar tiene el
indio en esta naturaleza prístina? ¿Hace parte de su
vastedad y su misterio, como su exótico habitante
original, o es, más bien, un elemento disonante
que no tendría lugar en ella pero tampoco en el
mundo civilizado?
etc.) como materialmente (ocupando territorios
“desiertos”, fomentando el modelo económico agro
exportador, fortaleciendo vías de comunicación
etc.), el romanticismo en Hispanoamérica no rompe
con las ideas de progreso de la ilustración, como sí
lo hace el romanticismo europeo, que surge como
una crítica a los horrores de la modernidad (Barreda
y Béjar, 14), como puede verse en obras como
Frankenstein , de Mary Shelley. Así, como lo ilustra
Carlos Jáuregui, la naturaleza en la tradición del
romanticismo americano no es el motivo abstracto
e idealizado del romanticismo europeo, sino algo
concreto sobre lo cual el hombre civilizado debe
imponer la modernidad (Jáuregui 253).
Surgen entonces dos modos de interpretar
tanto a la naturaleza como al indígena. En la tradición
romántica europea, que mira nostálgicamente hacia
el mundo pre moderno, la naturaleza es vista como
Antes de entrar a analizar las metáforas
mediante las cuales Echeverría construye la
naturaleza, para contrastarlas con aquellas
mediante las cuales construye al indio, me parece
importante situar este poema en su contexto
cultural, para entender la innovación de la
propuesta poética e ideológica de este autor. “La
cautiva”, obra escrita en 1837, ha sido considerada
como el poema fundacional del romanticismo
argentino . En este punto, cabe resaltar que el
romanticismo hispanoamericano, como lo resaltan
Pedro Barreda y Eduardo Béjar, tiene, a grandes
rasgos, unas características peculiares frente al
romanticismo europeo. En efecto, debido al contexto
hispanoamericano de principios del siglo XIX, en el
que se hacía imperiosa la necesidad de construir
una nación, tanto ideológicamente (mediante
la creación de símbolos, mitos fundacionales,
Emergencias - Fascículo II
La cautiva, Juan Manuel Blanes, 1880.
Emergencias: una revista de errores
algo idealizado, y el indígena, como se puede ver
a través del mito del “buen salvaje”, es visto como
un ser ingenuo, que aún no ha sido corrompido por
la civilización y vive en completa armonía con una
naturaleza también pura e ideal. Por otro lado, en la
tradición romántica hispanoamericana, la naturaleza
es vista como una fuerza que hay que dominar, que
hay que civilizar, y el indígena, por consiguiente, es
visto también como un elemento bárbaro sobre el
cual hay que imponer el proyecto civilizatorio, bien
sea mediante la educación o el extermino. Aunque
estos modelos se oponen radicalmente, hay una
constante en ellos, que es la identificación del
indio con la naturaleza: bien sea para idealizarlo
como el modelo de pureza e ingenuidad, o para
caracterizarlo como “bárbaro”; el indio siempre es
algo que “pertenece” a la naturaleza y contrasta,
para bien o para mal, con la civilización.
Frente a estas dos tradiciones “La cautiva” se
presenta como una innovación, pues como veremos
a través de un análisis poético, el indio y la naturaleza
están completamente disociados. Echeverría hace
una apropiación selectiva de elementos de las dos
tradiciones, la del romanticismo europeo y la del
romanticismo americano: toma del primero la idea
de una naturaleza pura y maravillosa, pero no la
idea del “buen salvaje” que se identifica con esa
naturaleza, para poder tomar del segundo la idea del
indio bárbaro y feroz. Así, el indio no tiene cabida,
es algo completamente disonante en ese espacio
idealizado: es una figura hostil tanto a la civilización
como a la naturaleza, que, por consiguiente, debe
ser exterminada. La separación del indio de la
naturaleza plantea una nueva dicotomía, en la que
la naturaleza pasa a unirse a la civilización, pues
está construida desde los conceptos y tropos de la
civilización, y, como veremos, llega a conmoverse e
identificarse, en el poema, con el hombre civilizado.
El indio, por su parte, pasa a construirse como el
enemigo común, algo que por el bien común debe
ser extirpado del paisaje, propuesta muy práctica
para un liberal progresista como Echeverría , si se
piensa que, como lo refiere Carlos Jáuregui, hacia
1814 habían aumentado las pugnas limítrofes
con los indios pampas (Jáuregui, 254), y que el
proyecto esencial del liberalismo argentino en el
siglo XIX consistía en una expansión territorial, que
favoreciera el sistema económico agro exportador,
además de un blanqueamiento racial.
El poema de Echeverría se abre con una
presentación idílica (valga la redundancia, poética)
de la naturaleza: “Era la tarde, y la hora/ en que el
sol la cresta dora/ de los andes” (11), presentación
que continúa: “Ya el sol su nítida frente/ reclinaba
en occidente/ derramando por la esfera/ de su rubia
cabellera/ desmayado fulgor” (13). Esta “poetización”
de la naturaleza se remonta curiosamente no a los
modelos de la poesía romántica, sino a la poesía del
siglo de oro. Se abre con un hipérbaton que remite a
Luis de Góngora y Argote, particularmente al soneto
CXIV que empieza: “Raya dorado sol, orna y colora/
del alto monte la lozana cumbre”, verso en el cual no
sólo podemos ver la figura sintáctica del hipérbaton,
tal como la usa Echeverría, sino también el mismo
contenido: el sol que “dora” la cumbre de un monte,
que en el poema de Echeverría resulta ser la
Cordillera de los Andes. Echavarría entonces toma
la naturaleza americana y la enmarca en la sintaxis
y las metáforas de la poesía áurea, o, en otras
palabras, toma el poema de Góngora y le da como
referente la naturaleza americana, la Cordillera de
los Andes. La imagen del sol “de rubia cabellera”
también es una metáfora típica de la poesía del siglo
de oro, empleada igualmente por Góngora . Cabe
resaltar que presentar la naturaleza recurriendo a
una tradición literaria culta le quita, desde el inicio
del poema, cualquier connotación de “barbarie”.
La naturaleza no es salvaje ni bestial, sino que
es, en estos versos algo sacado de un poema de
Góngora, algo que se liga a la civilización, a sus
referentes culturales. En este punto es interesante
pensar que es justamente el siglo de oro y no el
romanticismo la escuela que toma Echeverría, pues
resulta mucho más artificiosa la poesía del siglo de
oro, frente a la poesía romántica, que tal como lo
propone Friedrich Schlegel, está más ligada a las
“orgías de la verdadera musa” (Schlegel, 34), a la
espontaneidad del poeta.
De la tradición romántica Echeverría
toma, en cambio, la idea de lo sublime: “Cuantas,
cuantas maravillas/ sublimes y a la par sencillas/
6
Convergencias
sembró la fecunda mano/ de Dios allí (…)/ La aura
aromática y pura/ el silencio, el triste aspecto/ de
la grandiosa llanura/ el pálido anochecer” (12). La
naturaleza vasta e inconmensurable que presenta
la pampa no es, como en Sarmiento, algo bárbaro,
sino maravilloso, y esta majestuosidad se liga
directamente con la idea de Dios. La vastedad de la
naturaleza es, en “La cautiva”, algo que da cuenta de
la infinita inteligencia de su creador, y, por ende algo
“perfecto” que “sólo el genio su grandeza/ puede
sentir y admirar” (12). Cabe resaltar en este punto
que la idea de sublime que toma Echeverría es el
sublime kantiano, que se liga directamente con la
racionalidad: “lo auténticamente sublime no puede
estar contenido en ninguna forma sensible, sino que
sólo atañe a ideas de la razón” (Crítica del Juicio: 77).
Para Kant, lo que para los sentidos parece ilimitado
no es, como para Sarmiento, un impedimento para
la racionalidad, sino por el contrario, una invitación
a abandonar el ámbito de los sentidos, que sólo
pueden aprehender lo limitado, y una invitación
para el ejercicio de la racionalidad, que se mueve
en el ámbito de los conceptos y, por ende, puede
comprender nociones como “totalidad”, “infinito” e
“ilímite”; Lo sublime, para Kant, es algo que “atrae
el ánimo” (77) y lo invita a la reflexión sobre estas
nociones abstractas. Lo sublime en Echeverría se
liga a esta idea de contemplación racional: lo lleva a
pensar en lo absoluto, en Dios, una contemplación
propia del “genio”, como se vio en la estrofa
anteriormente citada, que remite directamente al
ámbito del pensamiento: “Las armonías del viento/
dicen más al pensamiento/ que todo cuanto porfía/
la vana filosofía” (12).
La imagen del desierto, recurrente en el
poema de Echeverría, no se configura entonces
como lo planteó Beatriz Sarlo, como un vacío,
una nada sobre la cual habría que imponer la
civilización, sino como una naturaleza poblada ya
de “maravillas”, que es llamada “desierto” sólo en
virtud de su inmensidad, más no de la vacuidad.
Además, la figura del indio no surge como un
elemento “natural” de este vacío, tal como afirma
Beatriz Sarlo: “así como del vacío, del desierto sólo
podía extraerse la figura del bárbaro” (26), pues ni
el desierto es un vacío, ni el indio es su producto
Emergencias - Fascículo II
natural: como veremos en este análisis es más bien
algo que disuena, y que además no está siendo
invisibilizado, negado, ( lo que sería, según Sarlo,
la consecuencia de la imagen del desierto), sino
que está muy bien caracterizado como elemento
monstruoso que rompe la armonía de la naturaleza.
Ante esta naturaleza lírica y sublime irrumpe el
indio como un elemento disonante. Es algo que
interrumpe esa comunión racional del hombre
civilizado con la naturaleza. Así, su primera
aparición en el poema se da como “rüido” que
destruye la “armonía del viento”: “Entonces como
el rüido/ (…)/ Se oyó en el tranquilo llano/ sordo y
confuso clamor; / se perdió… y luego violento/ como
baladro espantoso/ de turba inmensa, en el viento/
se dilató sonoroso/ dando a los brutos pavor” (14, mi
énfasis). Es interesante de esta estrofa no sólo que
el indio aparece como ruido, sordo y confuso clamor
que destruye el silencio y la contemplación de la
naturaleza, sino que es también algo que “da pavor
a los brutos”, es decir, que no está del lado de las
bestias sino que es algo peor, algo que atemoriza
incluso a esas bestias de la naturaleza sublime. Así
la presencia del indio se configura como una ofensa
al espacio, y de hecho, más adelante Echeverría
afirma que “hiende el espacio” cuando “pasa en
ademán atroz” (13).
Ante esa irrupción disonante en la
naturaleza la voz poética se pregunta “¿Quién es?
¿Qué insensata turba/ con su alarido perturba/ las
calladas soledades/ de Dios, do las tempestades/
sólo se oyen resonar?” (13, mi énfasis). Con esta
pregunta queda claro que el indio no pertenece a
esta naturaleza: su presencia es “insensata” (léase
ilegítima) en ese hermoso paisaje. Su presencia es
algo que incluso pareciera ofender a dios: en efecto,
en el poema dios y naturaleza se identifican, puesto
que la vastedad de la naturaleza, como veíamos, es
la expresión de la grandeza de su creador; pero el
indio no parece ser ni siquiera obra de ese creador,
por el contrario es algo que “perturba” a su creación
racional, “perturba” “las calladas soledades de
Dios”. Así, si poéticamente el indio es algo que
va no sólo en contra de la civilización, como en
todas las ideologías progresistas del romanticismo
americano, o de la naturaleza, como lo venía
Emergencias: una revista de errores
proponiendo Echeverría, sino incluso va contra
Dios, con lo cual la propuesta genocida hallaría una
inapelable justificación teológica.
Si bien el indio no pertenece a la naturaleza,
tampoco es humano en el poema de Echeverría.
De hecho, cuando aparece “hendiendo el espacio”
(ofensa a la naturaleza) lo hace con cabezas
humanas ensartadas en sus lanzas (ofensa a lo
humano) y celebrando este acto “con torpe placer”
(16), con lo cual quedan completamente fuera del
ámbito de la racionalidad. Así, en la segunda parte
del poema, en contraste con los animales que
“con triste aullido se quejan” (19) aparece el indio
celebrando su masacre de cristianos. En esta parte
el indio se liga explícitamente a lo monstruoso, lo que
no es ni animal ni humano. En efecto, la metáfora
que utiliza Echeverría para referirlo en este punto es
la del vampiro (21), que posteriormente se liga a lo
infernal: “Entonces empieza el bullicio/ y la algazara
tremenda/ y el infernal alarido” (23) y culmina, para
enfatizar el carácter demoníaco del indio (que ya se
perfilaba en su oposición a Dios), en la imagen de la
“fiesta sabática”, donde irrumpe por vez primera en
el poema lo “horrible” y “feo”, que estaba ausente
en la “maravillosa” y “armónica” naturaleza de la
primera parte: “vislumbre siniestra/ traza tan horrible
y fea/ fiesta sabática” (23).
El choque del indio con el civilizado se deja
ver no sólo en la masacre sino también en la violación
de María, quien no en vano es llamada en el poema
“mujer sublime” (38), es decir, es caracterizada
como una figura análoga a la naturaleza también
sublime. El indio ultraja a la mujer como ha ultrajado
a la naturaleza, los dos símbolos sobre los cuales,
según Doris Sommer, se erigen los proyectos de
fundación nacional en Hispanoamérica (47), y estos
ultrajes, como lo demuestra María, sólo pueden ser
limpiados derramando la sangre del ofensor. El indio,
en relación con lo civilizado siempre es construido
como inhumano, razón por la cual matarlo resulta
del todo legítimo; es tanto la turba “más inhumana
y fatal” como los “tigres inhumanos” (37). En este
punto cabe resaltar que si bien hay una animalización
del indio, esta no conlleva una identificación de éste
con la naturaleza, sino que tiene únicamente el fin
de hacer un contraste con lo humano. Así, el indio
resulta ser “tigre” , pero el término de similitud sobre
el cual se construye la metáfora es sólo el no ser
humano, como lo hace explícito Echeverría con el
epíteto “inhumano” .
De hecho, es revelador que el indio se
diferencia radicalmente del segundo tigre que
aparece en el poema . El animal, a diferencia del
indio que la violó, es capaz de sentir compasión
por la cautiva: “Llegó la fiera inclemente/ clavó en
ella vista ardiente/ y a compasión ya movida/ o
fascinada y herida/ por sus ojos y ademán/ recta
prosiguió el camino” (72), y esa compasión de la
bestia se vuelve al final del poema prácticamente un
epíteto de María, quien es recordada después de su
muerte como la que “Mover al tigre pudiera/ su vista
sola” (90). La naturaleza, en este punto, incluso
cuando es representada por la figura de la fiera que
sería el tigre, está más cerca a la posibilidad de
comprender, de sentir una simpatía (en el sentido
etimológico de sym pathos, “sentir con”) frente al
civilizado, mientras que el indio se configura como
su antítesis más radical, incapaz de lograr ninguna
empatía afectiva con éste: es alguien que no puede
tener nada en común con el civilizado.
La naturaleza, entendida ahora como
el paisaje, también logra poéticamente esa
simpatía con el sentir del civilizado. De hecho,
en los cantos dedicados a la huída de los dos
amantes, la naturaleza es una fuerza que no sólo
se personifica como “triste” (19, 28,39,55), sino
que abiertamente colabora con los prófugos,
relacionándose nuevamente con la idea del dios
cristiano que brinda ayuda a sus hijos, que serían
los civilizados, a través de estas manifestaciones
naturales. Así María divisa una estrella “por Dios
enviada” (39), que los guía al “pajonal amigo” (48)
donde hallan una breve tregua a sus angustias. Es
interesante notar en este punto que la naturaleza se
une al civilizado: ella está poblada de los referentes
del hombre civilizado, como lo es la idea del dios
judeocristiano que guía a sus elegidos a través de
la luz de una estrella tal “como la nube encarnada/
que vio Israel prodigiosa” (39). Sin embargo, esta
“tierra prometida” que sería el “pajonal amigo”
8
Convergencias
también es amenazada y destruida por el indio,
quien, nuevamente, se configura como la antítesis
tanto de la naturaleza como de la civilización. En
efecto, el pajonal se incendia por las hogueras que
han hecho los indios en sus “sabáticas fiestas”: “de
la chispa de una hoguera/ que llevó el viento ligera/
nació grande, cundió fiera/ la terrible quemazón”
(63). Brian no puede aguantar más y muere, y
María, después de la muerte de su amante, y tras
enterarse de que los indios han degollado a su hijo,
muere también, víctima del dolor causado por la
monstruosidad de los indios.
El genocidio queda entonces plenamente
legitimado, y es la premisa para fundar la nación,
pues el indio es aquello que impide el matrimonio
ejemplar de la pareja de héroes, que como afirma
Doris Sommer, está llamado a fundar simbólicamente
la patria en las historias de fundación nacional , y
también es aquello que destruye la maravillosa
naturaleza, sobre la cual se fundaría materialmente
la nación. La naturaleza entonces debe ser
“limpiada” del indio que la perjudica como una plaga
destructora , para que pueda ser poblada por el
civilizado con el cual logra una perfecta armonía.
De hecho, la naturaleza y el civilizado logran un
trágico matrimonio al final del poema: La tierra está
abierta para recibir al civilizado, convirtiéndose en
su gloriosa tumba: “El desierto la sepultura/ tumba
sublime y grandiosa/ do el héroe también reposa/
que la gozó y admiró” (94). Así, la nación surge de
la fusión entre esa naturaleza amiga y el civilizado
que acogió a manera de sepultura, y que, en vida,
a diferencia del indígena, fue capaz de admirarla y
gozarla estéticamente.
Esta unión final entre la naturaleza y el
civilizado se construye como el símbolo sobre el
cual se va a fundar la nación, que, por cierto, no
incluye al indio, ni mucho menos a la posibilidad de
civilizarlo, pues no es ni siquiera como la naturaleza,
capaz de sentir con el civilizado. La sepultura
de Brian es la tierra fértil de la que surge, sin que
nadie lo haya plantado, un ombú, y en él se anida
un águila real para honrarlo con su magnificencia;
también hay una cruz, símbolo de la civilización
(sobre todo si se piensa en la oposición cristiano/
Emergencias - Fascículo II
bárbaro o cristiano/indio). De esta tumba, así como
de la construcción de la nación argentina, queda
completamente exiliado el indio que “al ver el
ombú gigante la verdosa cabellera/ suelta al potro
la carrera/ gritando: ¡Allí está la cruz!/ y revuelve
atrás la vista/ como quien huye aterrado” (95).
Pero ¿adónde huir si ese proyecto nacional implica
justamente la conquista de las pampas donde
habita? Una respuesta efectiva sólo puede hallarse
en el genocidio, que resulta plenamente legitimado
pues el indio no hace parte ni de la naturaleza
maravillosa, ni de la humanidad y ni siquiera de las
creaturas de dios, sino que es más bien el enemigo
común de estos tres ámbitos en “La cautiva”.
Bibliografía
Echeverría, Esteban. La cautiva. Buenos Aires:
Grupo Editorial Altamira, 2000.
Sommer, Doris. “Not Just Any Narrative: How
Romance Can Love Us to Death”. The Historical
Novel in Latin America. Ed. Daniel Balderston.
Gaithesburg, MD: Hispamérica, 1986. pp. 47-73.
Barreda, Pedro y Béjar, Eduardo. “Romanticismo
y poesía romántica en Hispanoamérica: una
propuesta crítica”. Poética de la nación: poesía
romántica en Hispanoamérica (crítica y antología).
Estados Unidos: Society of Spanish and SpanishAmerican Studies, 1999.pp. 1-21.
Emergencias: una revista de errores
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10
Convergencias
El cuerpo escrito, inscrito en El Cristo de
la rue Jacob de Severo Sarduy
Ignacio Mayorga Alzate
E
n el crepúsculo de sus días, Severo Sarduy,
escritor cubano nacido en Camagüey
y exiliado en Paris, no dejó de escribir.
Signado por la enfermedad terrible del SIDA,
Sarduy siguió produciendo escritos hasta el final
de su tiempo. No obstante, en su literatura final, en
los últimos escritos que le permitieron sus fuerzas,
no encontramos una producción signada por la
fatalidad de la muerte, ni una denuncia explicita
al régimen cubano como en el caso de Reinaldo
Arenas, otro escritor cubano cuya autobiografía
ofrece una mirada rabiosa a determinados aspectos
del régimen castrense que no se encuentran en la
producción sarduyana.
En 1987 Sarduy publicó El Cristo de la
rue Jacob, un libro de difícil clasificación debido a
la gran variedad de géneros que cultivó el autor
cubano a lo largo de su creación literaria. Sería
equivocado darle el rubro de narrativa al igual que
clasificarlo como un libro de ensayos. Sarduy, en
la nota introductoria al libro, lo define como una
colección de “epifanías”, una serie de momentos
que determinaron lo qué sería el escritor cubano
en su ciudad natal, sus encuentros con grandes
Emergencias - Fascículo II
teóricos y escritores en el París que lo aceptó
como un hijo, su relación con el telquelismo, y el
grupo de plumas que allí escribían, su relación
entrañable con Roland Barthes y François Wahl,
compañero que lo acompañó hasta el final de
sus días. Esta autobiografía, a diferencia de la de
Arenas, no está revestida por el verbo incendiario
de la denuncia social o política. No hay censura
política en El Cristo de la rue Jacob: Cuba es un
recuerdo en la memoria, una serie de historias
que de alguna manera configuran a la voz que
se enuncia, pero la experiencia caribeña se ve
desplazada por la experiencia corporal. Cuba es
entonces una excusa para un recuerdo, para una
cicatriz que como veremos, sirve a Sarduy para
buscar su identidad anclado sólo en su cuerpo.
El libro está dividido en dos partes. En el
primero, “Arqueología de la piel”, Sarduy intenta
dar cuenta de cómo determinadas cicatrices
signaron su carácter, su entendimiento de la vida
y su posterior producción literaria. Así, partiendo
de “Una espina en el cráneo” donde se retrata el
rompimiento con la figura de la madre y el entendimiento, siempre traumático, de que se está solo
Ilustración por Diana Sofía Murcia
Emergencias: una revista de errores
en el mundo y finalizando con “Una verruga en
el pie”, la marca definitiva, final, de la enfermedad, Sarduy traza un catálogo de marcas
dérmicas que inciden sobre su persona, como
el cuerpo tatuado, figura trabajada en su libro
de ensayos Escrito sobre un cuerpo. En la
segunda parte del libro, que ocupa la mayor
parte de su extensión y es llamada “Lección
de efímero”, Sarduy realiza también un inventario de marcas, no físicas pero mnémicas “lo
que ha quedado en la memoria de un modo
más fuerte que el recuerdo aunque menos
que la obsesión” (Sarduy 51). Allí se enmarcan
experiencias vitales de Sarduy que, de alguna
manera, configuran su escritura y su amplio
armatoste teórico: su relación con Barthes
y el grupo de Tel Quel, sus viajes a la India,
sus amistades con escritores y artistas y un
sórdido encuentro sexual en un camión de
lavandería con su conductor, limitado por el
temor a la terrible enfermedad que terminaría
por acabar con la vida del escritor cubano.
A continuación me ocuparé de analizar
la obra de Sarduy, tratando a El Cristo de la
rue Jacob como un cuerpo escrito que responde como una suerte de desdoblamiento del cuerpo de Sarduy. Así, parto del supuesto de que
en él se inscriben, como en el cuerpo del escritor, una serie de marcas que sólo adquieren
significación en la medida en que se enuncian
desde el mismo cuerpo. Como con un tatuaje,
el sentido de éste está determinado por donde
está inscrito, así, la persona tatuada construye
los significados de sus marcas a partir de su
discurso y el tatuaje se convierte en un signo
que remite a algo más, un pez koi sobre el
brazo se convierte en una metáfora del valor
de luchar contra las circunstancias como éstos
peces que nadan contra corriente, por ejemplo.
No obstante, las marcas del cuerpo que es El
Cristo de la rue Jacob no son deliberadas y responden a los arcanos designios del azar: las
heridas que dejaron como huella una cicatriz
no fueron premeditadas sino accidentes. Pese
al carácter azaroso de la inscripción de estas
marcas sobre la piel cabe preguntarse por la
necesidad de enunciarlas, cuestionar la veracidad
de estas cicatrices o el por qué se dejaron por
fuera otras y se le da predominancia a las inscritas.
Pareciera que frente al azar Sarduy buscase darle sentido a lo que carece de ello, o por
lo menos inventarlo. Así el problema de la escritura autobiográfica se nos presenta al abordar El
Cristo de la rue Jacob como primera dimensión de
la obra: ¿debemos confiar plenamente en la voz
narrativa e inmediatamente remitirla a la figura real
del escritor? ¿Qué hay de novelado en el relato?
La historia es subjetiva y más aún si las fuentes
son las experiencias propias, por ello resulta tan
complicado catalogar de veraz la voz de El Cristo
de la rue Jacob, sobre todo si tenemos en cuenta
las disquisiciones que en torno a la figura del autor
sucedían en rededor de Sarduy y de las que él
mismo incluso fue participe.
Si recordamos la filiación de Sarduy con
los postulados de los estructuralistas y los posestructuralistas, algunos de ellos registrados en la
segunda parte de El Cristo de la rue Jacob, la pregunta en torno a la autoría, la voz que se enuncia,
no resulta disparatada. El problema con el yo que
se enuncia en el libro radica en toda la construcción del lugar de enunciación de la teoría queer.
No obstante esta primera persona que habla en
El Cristo de la rue Jacob es difícil de catalogar.
Responde sí a un esquema biográfico anclado en
las experiencias vitales de Sarduy, mas no por ello
necesariamente implica que es ese el Sarduy real.
¿Qué Sarduy habla? Este juego con la figura del
escritor y la del personaje literario podría resultar
también en un ardid de Sarduy quien recuerda,
nueve años antes de la producción de este libro en
el programa de Joaquín Soler en España:
Siempre uno es el otro de su escritura, ¿eh?,
por supuesto no tengo ningún tipo de identificación con lo que hago. Me parece que todo
esto que aquí vemos y sobretodo que esa
imagen que ustedes están viendo no es la mía.
No tengo en lo más mínimo identificación con
eso que pudiera ser el personaje de un escri-
12
Convergencias
tor. El que ustedes ven, en definitiva, es
una especie de simulacro: no soy yo. Yo
estoy atrás, escondido, riéndome.(Sarduy
entrevistado por Joaquín Soler, 1978).
Cabe preguntarse si esta obra que la
Colección Archivos busca catalogar bajo el
rubro de “Escritos autobiográficos” no es otra
más de sus bromas, uno de los últimos momentos en que el escritor se reía de los afanes
del lector que buscaba perdido en su lenguaje
un rastro ínfimo de la biografía del escritor.
Ya en 1968, diez años antes de la
entrevista con Joaquín Soler y casi veinte
antes de la publicación de El Cristo de la rue
Jacob, Roland Barthes, incondicional amigo
de Sarduy y cuyo recuerdo queda signado
con hermosa dedicación en el libro del cubano, había dado muerte al “autor”, en un libro
titulado El susurro del lenguaje. Más allá de la
palabra y la escritura, en un pequeño ensayo,
“La muerte del autor”, el blasón principal del
movimiento estructuralista defendía la necesidad de emanciparse de la siempre mítica
figura del autor, sólo así se hallaría el sentido
último de la obra, dentro de ella misma y prescindiendo enteramente del análisis biográfico
de la figura del escritor. “Hoy en día estamos
empezando a no caer en la trampa de esa
especie de antífrasis gracias a la que la buena
sociedad recrimina soberbiamente en favor de
lo que precisamente ella misma está apartando, ignorando, sofocando o destruyendo;
sabemos que para devolverle su porvenir a
la escritura hay que darle la vuelta al mito: el
nacimiento del lector se paga con la muerte del
Autor”. (Barthes, 224). Así, el sentido último de
la obra quedaba relegado a la lectura de ésta,
sin mediación directa con las circunstancias
geográficas, biográficas o ideológicas de su
autor.
Parece ser que la relación entre Sarduy y Barthes no sólo se inscribe en el carácter anecdótico que, en efecto, Sarduy hizo de
la teoría barthiana parte fundamental de su
Emergencias - Fascículo II
escritura: el enmascaramiento de la voz narrativa
a lo largo de su producción prosaica es evidente,
como si en sus novelas no hubiese nada de él,
sólo una cortina donde se esconde un titiritero que
hala los invisibles hilos de sus personajes.
Alicia Rivero-Potter ha escrito mucho al
respecto de la producción textual del escritor cubano y registra en uno de sus libros: “Desacredita
Severo Sarduy al autor como creador inspirado
y autoritario. El texto y el lector son lo primordial,
en vez del autor, el que lee es el coescritor de la
obra” (Rivero-Potter, 100). En el caso concreto de
El Cristo de la rue Jacob parece desbaratarse la
tesis inicial de la autora: sólo recordemos que ya
en la nota inicial Sarduy establece el carácter de
epifanía que reviste las reflexiones reunidas en el
volumen y, así mismo, hay una voz que se enuncia como creadora de ese discurso, materia en la
que no habrá de participar el lector del texto y, si
lo hace, es sólo para ponerse él también la piel
del escritor, buscando entender el significado del
cuerpo que habita a través de su lectura. O quizás
es que en El Cristo de la rue Jacob Sarduy es el
lector primero de su cuerpo, el que busca dilucidar las marcas que el azar ha trazado sobre él y
que ahora escribe (inscribe) en el cuerpo desnudo
de la hoja blanca de papel. Así, debido al afán
prosopopéyico de Sarduy, el escritor se convierte
en lector de signos antiguos, de las trazas que
han sobrevivido al fluir del tiempo, como PierreFrançois Bouchard al encontrarse con la piedra de
Rosetta o Howard Carter al toparse con la tumba
escondida entre las dunas egipcias de Tutankamón, en fin, Sarduy asume el rol de un arqueólogo
de su propio pasado.
Pero ¿cuál es el método para realizar este
proceso? Sin duda no es un método histórico ni
evolutivo. El carácter de epifanía permite prescindir de la cronología y la escritura se va dando en
la medida en que se van comprendiendo o develando los misterios del cuerpo que escribe. No
obstante hay una epifanía inaugural: “Una espina
en el cráneo” es la primera cicatriz consagrada en
El Cristo de la rue Jacob y parece que responde a
una necesidad de ruptura, buscando determinar a
Emergencias: una revista de errores
Sarduy por fuera de todo vínculo con la madre
y, por consiguiente con la patria, Cuba. En
efecto, en “Una espina en el cráneo” Sarduy
establece el primer vínculo de extrema unión
con la madre donde incluso ésta le confiesa
que “a veces se privaba de comer para que
yo pudiera alimentarme mejor” (Sarduy, 52).
No obstante, al cruzar corriendo debajo de un
naranjo, una espina del árbol se le incrusta
en el cráneo y entonces, al ser operado,
comprende que “Aquel dolor fue mío. No era
el cuerpo de mi madre el que sufría, el que
se resistía, terco, a la herida y se reflejaba,
distorsionado y asimétrico, en las sudorosas
losetas, manipulado por el oficiante; sino otra
materia, otra extensión cuyos límites ahora
demarcaba la quemadura de la sangre, cuyos
bordes ardían.” (52). Al comprender la autonomía del cuerpo, la no dependencia de la
madre y, ante todo, el carácter limitado a su
subjetividad del dolor Sarduy se enuncia como
un cuerpo aislado; coincidencialmente esta,
junto la cicatriz primera que es el ombligo y
que inscribía el vínculo de dependencia de
la madre, es la única cicatriz que sucede en
Cuba, y además se reconoce como un cuerpo distinto a todos los demás: “Comprendí
entonces que esa <<mata de nervios>> -así
me bautizó la enfermera que me fortalecía
con intravenosas, en la cocina de una casona
colonial- podía también despertarse con otra
manipulación, con otro manoseo que apenas sospechaba, sensible a la penumbra del
reverso, al ámbito antípoda de la espina, a la
cámara obscura del placer.” (53). Este entendimiento de la independencia de su cuerpo
viene con el entendimiento de que los deseos
de éste son distintos de los demás, que sus
placeres residen en el reverso discursivo del
género. Esta primera cicatriz desenmarca a
Sarduy de su familia, de la isla y del discurso
de lo heteronormativo.
Sin extendernos demasiado en esta
cicatriz cabe resaltar la importancia inaugural en el cuerpo/texto. En efecto esta primera marca es la configuración del cuerpo de
Sarduy, citando a Butler, “los límites del cuerpo son
los límites de lo socialmente hegemónico.” (Butler,
258). Para Sarduy, el entender el carácter singular de su cuerpo, esto es un cuerpo ajeno al de la
madre, figura central de la familia nuclear y parte
fundamental del discurso hegemónico castrense, es
la primera anunciación de sus intereses, la epifanía
que revela el ser ajeno a lo normativo, encarnado
en la figura del cuerpo de su madre.
A esta primera epifanía la suceden una
serie de escarificaciones que comprenden la naturaleza del cuerpo de Sarduy. Otra marca importante,
retratada en “Cuatro puntos de sutura en la ceja
derecha” da razón de la relación entre el acto de
escritura y el proceso de marcar el cuerpo. Como en
todas las cicatrices/epifanías el momento sucede sin
esperarlo, llega como un designio del destino o del
azar. En esta marca se da cuenta del momento en
que Sarduy está atorado en la escritura de su novela
Colibrí, no puede avanzar en la trama y la escritura
se ve truncada por la falta de “esa alambicada metáfora del narcisismo que nos empeñamos en llamar
inspiración.” (Sarduy, 53). Al verse inhabilitado para
escribir Sarduy decide emborracharse: “Vueltas en
redondo. Abatimiento. Masoquismo autocrítico y esa
desconfianza total que sólo anula, hacia el mediodía,
la reiterada cerveza “(53). Entonces las formas se
difuminan, desintegradas en el oleaje del océano etílico, la conciencia del cuerpo se desdibuja y Sarduy
termina en la clínica con una sutura de cuatro puntos
sobre la ceja, al resbalar borracho y abrirse una herida en el cráneo por el golpe. Ante la imposibilidad de
reconstruir la noche de la herida, Sarduy recurre a la
imaginación de la novela, inventando posibles giros a
lo que había sucedido y continúa:
No sabía, a ciencia cierta qué había sucedido.
Sabía, eso sí, cómo continuaba el capítulo de
Colibrí: <<Intacto. Escultural. Ileso. No. Mira bien:
desde la ceja derecha, dibujada a partir de un
óvalo como un tachonazo de carbón, un cometa o
la inicial de un calígrafo, hacia el párpado cerrado,
de yeso, cae un goterón de sangre, un hilillo que
desciende, alimentado por la minúscula fuente
púrpura, ahora más rápido, a lo largo de la mejilla,
por el ancho cuello, que atraviesa el torso, raya la
14
Convergencias
cintura y el muslo, dividiendo en partes asimétricas, para una lección de acupuntura,
la efigie lacerada del campeón.>> (55-56).
Ciertamente no podemos asegurar
que la figura del autor se ve insertada en la
trama de la novela que está escribiendo, no
hay alusión directa a la biografía de Sarduy
en Colibrí, no obstante parece ser como si el
mismo autor descubriera a través de su propio
sufrimiento la manera en qué ha de proseguir
la novela. La epifanía, la revelación de la trama
está en la herida de la que no se tiene conciencia de cómo apareció.
La primera parte de El Cristo de la rue
Jacob cierra con “Una verruga en el pie”. En
este último apartado de “Arqueología de la
piel” Sarduy narra la visita a un pintor amigo
que le refiere de la enfermedad de un conocido
mutuo. Todos los nombres son borrados y se
identifican a partir de letras. Entre la visita al
estudio del pintor y las reflexiones en torno a
su pintura, se entremezcla una verruga que
le es extirpada a Sarduy en un consultorio
médico. Acá aparece la terrible presencia del
SIDA que amenaza a los hombres del círculo
de Sarduy: “Supe, mirándolos [los cuadros],
lo que sentía. Lo que mi cuerpo descentrado
quería decir: el sida es un acoso. Es como si
alguien en cualquier momento, con cualquier
pretexto pudiera tocar a la puerta y llevarte
para siempre, como si en el aire gravitara un
peligro un irreconocible que de un instante
al otro pudiera solidificarse, cuajar.” (59-60).
El cuerpo descentrado de Sarduy reconoce
la enfermedad que amenaza la periferia,
el terrible acecho de un mal que puede
manifestarse en cualquier momento, sin aviso
alguno. Continúa Sarduy: “¿Quién será el
próximo? ¿Por cuánto tiempo vas a escapar?
Todo adquiere la gravedad de una amenaza.
Los judíos, parece ser, conocen muy bien
esa sensación.” (60). La amenaza sobre los
cuerpos se cierne en torno de la comunidad
periférica, la multitud de cuerpos desligada al
discurso céntrico. Ya en el consultorio médico,
Emergencias - Fascículo II
por una verruga en el pie, Sarduy advierte que no
siente ningún dolor pero sí reconoce el olor a caucho
quemado que cree sentir en el barrio. “―No es en
el barrio― replicó [el médico], pero sin mirarme,
concentrado en su meticuloso quehacer― y no es
caucho. Ya le he extirpado la verruga y ahora le
estoy cauterizando la piel. Huele a carne humana
chamuscada. Los judíos― añadió sin inmutarse―
conocemos muy bien ese olor.” (60). La alusión a los
judíos que ya había retratado anteriormente vuelve
a poner de manifiesto la enfermedad terrible que
terminaría por acabar con la vida de Sarduy. Esta
amenaza marca el fin de “Arqueología de la piel”, una
cicatriz que no produjo dolor pero sí el signo terrible
de algo por suceder, una epifanía del terror oscuro
que amenaza a los cuerpos descentrados que, como
los judíos, se ven amenazados por un peligro que
puede presentarse en cualquier momento.
La segunda parte de El Cristo de la rue
Jacob “Lección de Efímero” y, como esclarece
Sarduy en la “Nota” introductoria, es también “un
inventario de marcas, no físicas pero mnémicas:
“lo que ha quedado en la memoria de un modo
más fuerte que el recuerdo aunque menos que la
obsesión” (51). Es una revisión de cicatrices en otro
orden, de una naturaleza no corporal sino más bien
sensible. Aunque previsible, la tónica pedagógica
del relato (indicada en el titulo), es ejercitada con
ironía por Sarduy. Sin embargo, por detrás de ella
y refiriéndose caleidoscópicamente a situaciones
e imágenes autobiográficas, la narración regresa
una y otra vez a un centro organizador del discurso:
el concepto de la escritura como un fenómeno
epistemológico de lo vivido, como una segunda
piel, de estrato absolutamente cultural, en la que se
implantarán los relatos narrados por esta actividad
escritural misma. La visión de esa insociabilidad
formativa aproxima “Lección de Efímero” a
“Arqueología de la piel”. Las huellas de la memoria
revisten igual importancia a las de la piel y obedecen
a una suerte de proceso formativo en la actividad
escritural/vivencial de Sarduy.
En un artículo sobre El Cristo de la rue Jacob
y Nueva Inestabilidad, titulado “Sarduy: la escritura
como épure” Horacio Costa explica la composición
Emergencias: una revista de errores
de esta segunda parte del libro:
Como mencioné arriba, “Lección de
Efímero”, como Maitreya, guarda una
forma especular: cinco de sus cuatro
partes constitutivas se alternan dos a dos
(con la alteración apuntada en seguida).
“Porque es lo real” sucede a “Unidad
de lugar”, primera parte de “Lección de
Efímero”; una segunda “Porque es lo
real” sucede a “Unidad de figura”, tercera
parte de esta división del libro. Como
vemos, la disposición de estas partes
podría ser leída de tal forma que las dos
“unidades” -terminología que contiene un
eco aristotelizante- dejarían implícita una
pregunta (¿Cuál?), cuya “respuesta” se
encontraría en las partes que la siguen (las
dos “Porque es lo real”). Pero buscar una
linealidad en estas “epifanías” más allá
del estudio sutil de la transitoriedad (y, por
ende, de la permanencia), organizado por
la memoria y por la escritura, seria tornar
artificial la lectura: lo narrado camina hacia
muchas direcciones y quizás su única
característica constante es la de la pulsión
poética que lo impregna. (Costa, 293)
En esta segunda parte convergen diferentes reflexiones que, como apunta Costa,
no tienen otra línea directriz que la escritura
misma, a través de la que el escritor puede
dilucidar sus matices, la comprensión de su
cuerpo inscrito por distintos momentos. La epifanía se revela ante los ojos de Sarduy en diferentes circunstancias, creando una colcha de
retazos donde las revelaciones que vienen en
forma anecdótica terminan por delimitar su ser.
Así, por ejemplo, en “Benares” y “Vestirse de
espacio” se retratan las experiencias de Sarduy en oriente, gran preocupación y empatía
de carácter que fue una constante en la vida
y obra del escritor camagueño. La contemplación del Ganges, última frontera mística del
hinduismo, despierta en Sarduy inquietudes
metafísicas en torno a las reflexiones teológi-
cas que componen la lógica de esos lugares que
visita: “Dejarás Benares, pero Benares no te dejará.
Algo en ti, adentro, habrá cambiado para siempre.”
(62) El lugar se inscribe en la memoria de Sarduy y
muta todo yo que languidece frente a las prácticas
que circundan la sagrada presencia del río mágico
donde los seres van a purgar sus culpas espirituales:
Si efectivamente, Benares no nos abandona
jamás por la violencia de su color, por su proliferación incontrolable de dioses y cosas, Sarnath, al
contrario –como es lógico en el budismo- capta
al visitante por su silencio, por ese vacío sin
bordes que sólo vienen a limitar dos estupas, o
túmulos funerarios en ruina, y los molinos de plegaria de algunos monjes tibetanos en exilio (65)
Sarduy establece un paralelo entre ambas
ciudades y se permite verse modificado por las lógicas que las determinan, el hinduismo y el budismo
convergen en la misma huella mnémica para quedar
grabadas, una sola, en la psiquis y el cuerpo del
escritor:
Las dos ciudades, que siempre se visitan juntas y
a la carrera, a diez kilómetros una de la otra, son
como las dos imágenes posibles de un mismo
pensamiento: el que, enmascarado por la palabra
concibe la realidad como una pura simulación; el
que, desde el principio y de modo irreversible, ha
comprendido que el vacío lo atraviesa todo y que
el todo perceptible no es más que su metáfora o
su emanación. (65)
Y entonces las reflexiones que le sugiere la
visita de ambos lugares convergen en su carácter escritural: el enmascaramiento y la gran presencia del
vacío como un todo identitario. No obstante, resulta
cuando menos paradigmático que éstas reflexiones,
esta ausencia y enmascaramiento, se conviertan en
huellas, trazas que dan sentido a un cuerpo.
En “Café de Flora” lo cotidiano adquiere
un carácter de epifanía. En el medio de una descripción de la “fauna” humana que asiste a este
haut-lieu parisino, una reflexión sobre el alcohol y la
embriaguez, vista como una “pulsión a la repetición”
que es “también un adjetivo de la muerte” (70), lleva
16
Convergencias
al lamento sobre el primer gran numen tutelar
del panteón de Sarduy: Roland Barthes.
El alcohol atenúa o suscita una constatación: la vacuidad de todo- certeza
generosa de en sinonimias: su más
socorrido sustantivo, hoy desvalorizado,
fue angustia. Pronto se llega al exceso,
al desajuste social y orgánico, borrón
del cuerpo y del protocolo. Teatralidad y
desmesura histérica, siempre agresiva o
sumisa, distante o lacrimosa, parlanchina
o autística, que repugna al abstemio y que
en el código brumoso del bebedor es sólo
expresión mesurada y pulcra, exactitud
de un monólogo apenas exterior, severo y
lúcido. (71)
El Café Flora se convierte entonces
en un lugar donde los límites del cuerpo se
desdibujan, libres de las ataduras sociales y
culturales que los construyen (Butler, 255-256).
El protocolo se deja de lado y se asume una
postura teatral frente al vacío identitario, se
llena el espacio desocupado con un monólogo
personal que no dista de ser afectación, gesto,
imposición ante la vacuidad de sentido. Sin
embargo, la fuerza de la costumbre termina
por convertir ese espacio de dilación en un
componente real de la existencia que, a pesar
del tiempo que ha pasado, sigue permaneciendo como un rasgo personal: “Durante muchos
años, veinte quizás, frecuentamos el mismo
café. Podía tratarse de un pretérito narrativo;
es, en realidad, un presente: lo seguimos
frecuentando…” (68-69). El lugar, grabado
ahora en la memoria, sigue siendo parte de la
existencia de Sarduy.
“Una limpieza” recuerda un encuentro sexual con un camionero que custodia un
camión cargado de ropa sucia, camino a la
lavandería. El orgasmo en tales circunstancias
corresponde necesariamente a la afirmación
de la vida, al restablecimiento de una identidad
desgastada por el inevitable roce social cotidiano. “Me vuelve a mirar entonces, pero sin
Emergencias - Fascículo II
decir nada, Nos abrimos las portañuelas, empezamos a masturbarnos. (…) Nos lamemos apenas los
sexos – sin duda por miedo al sida. Finalmente, ya
próximos a la eyaculación, nos besamos. (…) Salgo
a la claridad, al día de los ciervos. Con la seguridad
de estar, ahora, verdaderamente limpio.” (73). El
escape del libido le permite a Sarduy limpiarse de
las angustias que pueblan sus noches y le producen
depresión. Sin embargo el contacto con el otro es
apenas mínimo y el escenario de la liberación es
perfectamente decadente. En un camión con sábanas manchadas de la carne de leprosas o enfermos
se liberan las pulsiones que angustian al escritor, no
obstante el miedo siempre ubicuo de la enfermedad
evita el contacto con el otro cuerpo, y en última instancia la reafirmación de la vida deviene la reafirmación del carácter singular y único del cuerpo.
Se escapan varios episodios que por motivos de espacio resulta imposible analizar coherentemente, la lectura de cada uno de ellos exige un
posterior proceso de reflexión a la luz de lo que se
ha venido trabajando. No obstante, quiero cerrar
con dos de ellos que considero de tamaña importancia para la tesis que se ha venido desarrollando.
El primero se titula “El libro Tibetano de los Muertos” y el segundo lleva por nombre “Textos para
Nada”. Ambos textos nos permitirán llegar a las
conclusiones del presente ensayo y ofrecerán luces
sobre lo anteriormente dicho.
En el primero de ellos, antes de referirse
al homologo universalmente conocido, trata de la
agenda de Sarduy, donde están registrados con
tinta azul los amigos desaparecidos del escritor. Sus
nombres se escriben en la libreta para no olvidarlos
tras su muerte:
Tachar las señas de un amigo ganado por esa
ausencia que nos empecinamos en creer pasajera, substituirlo por otro, marcarlo con un signo
que señale la inutilidad definitiva de su dirección – una cruz sería el más brutal y grotesco-,
borrar para dejar entre las letras alineadas e
idénticas un renglón vacío, indicio ostensible de
la falta, sería como anularlo de nuevo, como entregarlo, cómplice de la vacuidad, a otra muerte
Emergencias: una revista de errores
dentro de la muerte, excluyéndolo para
siempre del día azul de la tinta, de la más
escueta y denotativa de las escrituras: verdadera desaparición para quien ha vivido
diseminando palabras. (83-84)
La muerte inevitable se cierne sobre los cuerpos de los amigos de Sarduy, no
obstante el permanecer consagrados en el
Libro Tibetano de los Muertos evita el triunfo
definitivo del designio ineludible: el quedar
registrados en el libro posibilita el recuerdo y
permite que vivan en la memoria del escritor.
“La letras iniciales del alfabeto, por mi filiación
latina o por una oscura manía anagramática
de la Depredadora, son las más solicitadas.
Una de las más frondosas –varias direcciones, teléfonos rurales o secretos-, la B, fue
diezmada de golpe: Barthes.” (84). No sólo el
crítico y teórico francés cede ante el avance
de la muerte, también recuerda Sarduy a
Calvert Casey, Héctor Murena, María Rosa
Oliver, José Lezama Lima, Virgilio Piñera,
Witold Gombrowicz, Italo Calvino, Emir Rodríguez Monegal y José Bianco. El registrar sus
nombres resulta como una suerte de apuesta
contra lo inevitable, paradójicamente evitando
la muerte del autor.
El último aparte que quisiera considerar parece en cambio la antítesis del fragmento arriba referenciado. “Textos para Nada”
en efecto habla de la inutilidad de la escritura:
“La escritura es inútil. Porque ya no sirve para
rescatar a los que arrastran un mar de lava, a
los que yacen ya bajo esa lápida.” (81). El ejercicio escritural deviene en un absurdo frente la
adversidad del mundo, frente a la posibilidad
de hacer algo por evitar las tragedias:
La escritura y el resto. Lección de efímero
para quien ve impotente esos cuerpos
cubiertos de fango, abroquelados, asfixiados por una costra que se endurece
lentamente, el pelo de mármol blanco, los
rostros desangrados. El agua negruzca, de
cisco y ceniza, vomitada por la tierra, sube
hasta el ahogo, hasta la pálida boca del orante,
los sexos arrancados de un tajo(81)
Este aparte vuelve con la ironía pedagógica
que enuncia a la segunda parte de El Cristo de la
rue Jacob, la lección de efímero radica en el carácter
inútil del que escribe, la escritura es una serie de
trazos que no pueden hacer nada, por ser sólo
palabras, para lidiar contra lo irremediable. “Escribir
supone esa inconsciencia, esa ligera irresponsabilidad del que olvida o soslaya, mientras que, presa
en el magma que se va solidificando a su alrededor,
apresurada mortaja una niña le pide a su madre que
rece.” (81).
¿Qué son, en definitiva, esos pictogramas
que dan forma al cuerpo de Sarduy? ¿Escribe este
testimonio temeroso de no quedar registrado en
ningún Libro Tibetano de los Muertos y, por tanto,
son estas palabras una necesidad de vencer al
olvido? ¿Qué preocupación real encarna las páginas
de El Cristo de la rue Jacob? Si el carácter prosopopéyico de la obra permite que Sarduy, el Sarduy
real auxiliado por un afán novelesco y una justicia
poética propia desdoblada en su obra, nos hable de
frente, sin ser el autor que se escondía y reía de los
lectores que buscaban dilucidar los rasgos biográficos en sus novelas, ¿qué busca transmitirnos con
estas epifanías? ¿Qué enseña o transmite la lección
última sobre el ejercicio de escribir? Parece que la
definición de Horacio Cerca puede ofrecer claridad al
respecto:
El Cristo de la rue Jacob coincide con la visión
sarduyana indicada en Escrito sobre un cuerpo:
la absorción de la dimensión pasada es detonada
por las asociaciones que la arqueología de las cicatrices, inscritas en el cuerpo del escritor por el
tiempo y el azar, sugieren. “Escritas” o “tatuadas”
en el cuerpo de Sarduy, estas cicatrices, marcas
indelebles, ideogramas cuyo sentido sólo puede
ser decodificado por e1 mismo, su portador/paciente, se transforman en textos, trazando un eje
significante entre la actualidad de la escritura y el
cuerpo del escritor, una comunión entre el cuerpo
del lenguaje y su soporte mínimo: el hombre que
lo produce y lo padece (Costa, 290).
18
Convergencias
Bibliografía:
Sólo el escritor fallecido podría determinar
concretamente que buscaba encontrar en
ese proceso de revisión subjetiva, sólo él podría dilucidar el profundo significado escondido detrás de cada cicatriz: a nuestros ojos
sólo es una marca sobre la piel, pero profundamente, bajo esa apariencia dérmica, reside
la herida que permite la epifanía, sólo el cuerpo que la posee podrá realmente enunciarla. Así, en realidad, no todos los secretos son
revelados, Sarduy todavía está oculto a pesar
de lo que busca comunicar tras cada cicatriz,
cada recuerdo, que viene a ser lo mismo en
el caso del libro. Al final, de cada cicatriz,
sólo sabemos lo que Sarduy quiere enseñarnos, guardando los secretos de su identidad
para sí mismo, cuerpo singular escarificado,
lleno de historias que no llegaron a estar consagradas en El Cristo de la rue Jacob.
Emergencias - Fascículo II
Barthes, Roland. “La muerte del Autor” en Textos de
teorías y crítica literarias (Del formalismo a los estudios postcoloniales) ed. Nara Araújo y Teresa Delgado, Barcelona: Antrophos Editorial, 2010 221-224
Butler, Judith. “Actos corporales subersivos” en El
género en disputa, Barcelona, Paidós, 2007 173-276
Costa, Horacio “Sarduy: la escritura como epuré” en
Revista Iberoamericana Vol. LVII, Núm. 154, EneroMarzo 1991, Pittsburg University Press, Pittsburg,
1991 275-300
Rivero-Potter, Alicia. Autor/Lector Huidobro, Borges,
Fuentes Y Sarduy, Wayne State University Press,
Detroit, 1991
Sarduy, Severo. El Cristo de la Rue Jacob en Severo
Sarduy. Obra completa. Tomo I, Galaxia Gutemberg,
Madrid, 1999. pp. 51- 104
Emergencias: una revista de errores
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20
Divergencias
Jacqueline Lesvos
Ricardio
E
stando en el Jardín Botánico La Concepción, dentro del Jardín de la Ninfa,
Jacqueline Lesvos discutía con su
pareja, quien le reclamaba por enésima vez
que no abriera los ojos mientras se besaban.
Jacqueline le objetaba diciendo estar dispersa
en cualquier otro lugar. A ella le parecía dos
veces memorable verlo durante el beso, con
la convicción y las muecas. Todo el acto. Sin
embargo, a Paco no le convencían sus argumentos, se sentía intimidado y punto. Aquella
discusión fue la más certera de su año y tres
meses juntos, y Jacqueline, desencantada,
huyó de aquel bosque sintético con la propulsión que causa la furia.
Una vez atravesado el área de “La
vuelta al mundo en ochenta árboles” y “La
estufa caliente”, Jacqueline se vio fuera del
lugar, sin su novio pero acompañada de su
latente desilusión. El choque con Paco detonó
todo lo que la aquejaba. Reparó cuánto la
enojaba el carácter superficial y perecedero
de los instantes, la concepción de mundo que
tiene la gente, mundo en el cual los instantes
coexisten con amargura… la capacidad de la
humanidad en volver toda situación una hipérbole. Esa equimosis hizo que tomara el primer
autobús que venía tras un Peugeot 206.
Entre los destinos del autobús se encontraba la Calle San Agustín - 8.
Jacqueline lloró. Lloró todo el camino
desde que pagó el pasaje. El reflejo de su
rostro lacrimógeno y comprimido en la ventanilla del autobús le pareció un interrogante
a su belleza. Se bajó de manera aleatoria.
Erró por la Plaza de la Merced. Secó y sonó
sus lágrimas con un pañuelo decorado con
Emergencias • Fascículo II
figuritas geométricas de colores. Luego hizo
del pañuelo una esfera arrugada y lo arrojó
a un cesto de basura adyacente. Falló en su
lanzamiento. El pañuelo rebotó y fue a dar
los pies de un vigilante de zapatos lustrados
categóricamente. Recogió el pañuelo e hizo
una mueca, un intento de sonrisa. El vigilante
se la devolvió y ella vio al lado de su gorro una
nomenclatura que indicaba “Calle San Agustín
- 8”; algunos centímetros más abajo, unas
letras rojas decían “Museo Picasso-Málaga”.
Preguntó al vigilante por el horario de atención
y el hombre le respondió a Jacqueline, mientras limpiaba sus lentes con un pañuelo rojo,
que alcanzaba a ver la colección, que recién
llegaba; una donación de tres pinturas que
hacían parte de las otras sedes.
Pagó los seis euros de la entrada y se
adentró en el museo.
La joven estudiante de biología marina
decidió empezar a partir de las tres pinturas
mencionadas por el vigilante. Ya en la sala,
detuvo su mirada en un muchacho que hacía
anotaciones en una libreta; a su lado, un enjambre de personas discutían sobre cuántos
nombres tenía Picasso y un largo etcétera. El
sonido de la cámara de un celular absorbió la
atención general y el vigilante en seguida le
advirtió al inocente turista. Los dos hombres
hicieron contacto visual con Jacqueline. A
continuación se dispersaron en sentidos contrarios. El espacio vacío que dejó el encuentro
produjo un efecto telón tras el cual se revelaron los óleos sobre lienzo que cambiarían sus
días para siempre. El primero, El beso 1, era
por cierto una pareja besándose con los ojos
abiertos. Los de él, barbado y calvo, miraban
profundos al vacío con un grado de elevación
Emergencias: una revista de errores
respecto a la frente de la mujer, cuyos ojos en
cambio apuntaban en distintas direcciones:
uno hacía el amante y el otro hacía Jacqueline que, absorta y con una felicidad mayor a
su tamaño, dirigió su mirada con una euforia
adolescente al segundo óleo de izquierda a
derecha; se trataba de una mujer joven que
llevaba un vestido negro estampado con
figuritas amarillas de belleza diminuta, con
el cuello exagerado y recto, de pelo negro
recogido como el suyo y con la misma mirada
que vio reflejada en la ventanilla del autobús.
Enseguida leyó el título de la obra en la placa:
“Jacqueline con flores”. Parió un gemido. Los
asistentes la observaron sentenciosamente,
de manera que se contuvo. El tercer óleo era
el algoritmo que le hacía falta a la monumental
casualidad. Entre lo que podía inferir de las
líneas concretas, rígidas, cúbicas-multicolores,
era una mujer con un pañuelo entre los dedos,
con los ojos geométricos hinchados de llorar.
Era la síntesis de una mujer que llora. Era La
mujer que llora.
La mente y el pecho de Jacqueline estaban invadidos por un semillero de sensaciones; le era inconcebible que fuese española
y nunca hubiese visto un cuadro de Picasso
en vivo. A su vez, se le ocurrió demandar a
Picasso por hacer uso desautorizado de su
subconsciente. Asimismo pensó con la mirada
monomaniaca en el cuadro que la realidad de
afuera no le era suficiente, no era verdadera,
al menos no para ella. Abarcando con ello la
universidad, su carrera, el mar que tanto estudiaba, Paco y sus besos litigantes, su madre
costurera, su padre que nunca conoció, el
Jardín Botánico, la Calle San Agustín - 8, este
museo, España misma… Nada le concernía,
sólo estas figuras y líneas amarillas y rojas y
verdes y moradas y blancas y negras y azules
y azules de nuevo. Jacqueline sentía que era
la mujer del cuadro cuyas lágrimas debían ser
descifradas.
Aquel día viernes español, el vigilante
acudió a Jacqueline en voz alta desde la puerta y le insistió que además de aquella, había
más de una cincuentena de obras en el Museo
de Picasso. Ella no se inmutó con ninguna
causa ajena al óleo lacrimógeno. Tanto fue así
que el joven de la libreta de notas le sugirió
con prudencia al vigilante que se acercarse
a ella, ya que a él y a otros cuantos los había
ignorado por completo.
Jacqueline entró al museo al medio
día. Ya eran las 20:45 p.m. Permaneció inamovible frente al cuadro; incluso ya era parte del
paisaje para los que ingresaban. El vigilante,
que también había estado intranquilo desde
la llegada de la joven, tomó como motivación
la sugerencia del muchacho y se acercó a
ella. Había un hilo de tensión entre el sonido
crujiente de los zapatos del vigilante al tocar
el piso de madera y la mirada expectante de
la gente que aún permanecía en el lugar por
motivo de un coctel que se estaba por celebrar. Los invitados se silenciaron. La música
en vivo, que era jazz, siguió sonando delicadamente. El vigilante consiguió la suficiente
distancia para tocarle un hombro. Jacqueline
estaba de espaldas. Su pelo, que antes permanecía milimétricamente recogido, ahora se
encontraba suelto y le cubría medio rostro. La
mano del vigilante por fin alcanzó su hombro. Jacqueline volteó. La expresión de terror
del vigilante estuvo acompañada de un grito
ahogado y una inhalación profunda y vertical. La reacción fue colectiva. La música se
detuvo, el jazz se calló de súbito. Hubo gritos,
el vigilante decía incoherencias: pedía que llamaran a la policía. Jacqueline se asustó y salió
despavorida, torpe, recta. La gente no supo si
detenerla o dejarla pasar, ya que los aterraba
su aparente abyección. Entre la indecisión del
paso, Jacqueline tropezó y cayó en una fuente
iluminada. Apenas disipadas las ondas que
causaron su caída turbulenta, Jacqueline pudo
ver en su reflejo: figuras y líneas amarillas y
rojas y verdes y moradas y blancas y negras y
azules y azules de nuevo.
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Divergencias
Emergencias • Fascículo II
Jacqueline con flores, de Pablo Picasso
Emergencias: una revista de errores
Comentarios de jurados
El jurado pensó que el cuento está muy bien escrito. Es dinámico y fluído, y
con su narración captura el interés del lector. Hace un muy buen uso del
lenguaje, construye un personaje voluminoso y con humor. El desenlace no
es nada fuera de lo común pero el camino que escoge para llegar allí hace
que valga la pena el recorrido.
Hay buenas ideas, el relato se puede seguir fácilmente y la forma en la que
está escrito es acertada. No obstante, hay un lenguaje rebuscado que no
ayuda a la comprensión del texto en algunos momentos.
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Divergencias
La ciudad
me cree artista
Pablo Cárdenas
Durante la convocatoria de Divergencias 20142, recibimos esta propuesta de cómic. Resultó ser la única
historia presentada en este formato (que no incluye texto).
Consideramos que La ciudad me cree artista es una de las piezas
más sobresalientes de estos fascículos, sobre todo porque
incluye mucho de lo que esperábamos de la convocatoria: un
autor no literato, con habilidades narrativas no necesariamente
textuales, en un formato no necesariamente convencional. El
cómic fue publicado en la Revista El Parcero por petición de
uno de los jurados de la convocatoria, Juan Manuel Álvarez,
quien dirige la revista online.
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Comentarios de jurados
El jurado pensó que es es un ejemplo de por qué vale la pena hacer eventos
como Divergencias. La idea es genial, y la ejecución tanto narrativa como visual es impecable. Con humor y un ritmo bien llevado, esto es en mi opinión lo
mejor de toda la convocatoria.
Le encantó las ilustraciones, es un cómic bien logrado en el que hubo un trabajo cuidadoso en el que nada fue puesto al azar.
Deja tu comentario aquí. ¿Qué piensas del texto?
Emergencias - Fascículo II
Agradecemos a Daniel Jiménez,
estudiante de arte y diseño de la
Universidad de los Andes por el diseño
de las portadas de los fasciculos.
A Andrés Saab, estudiante de
diseño y periodismo, por el diseño
de los logos y de la página web
(www.convergenciaslite.com). Al
Departamento de Literatura por darnos
el espacio para realizar nuestros
evzentos. A todos los ilustradores y
participantes de las convocatorias por
hacer esta revista posible.
- Comité de Convergencias
Maru Lombardo / Alfa
(o la pequeña déspota)
Anna Garlatti / Copista
(o secretaria)
Diego Cepeda / Cyber Trunker
(o web-master)
Pedro Lemus / Smaug
(o tesorero)
Lina Rojas / Ex directora (2014)
Nicolas Acosta / Ex organizador de
Divergencias (2014)
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