LA CORTEZA CEREBRAL DE UN GENIO Dr. Pedro Berruecos V. EL MEDIO La Novena Sinfonía de Beethoven es la culminación del poder creador de un genio que se fue conformando en el tiempo de su paso por el mundo y en el espacio en el que le tocó vivir. Es una manifestación de amor, de alegría y paz, de concordia y libertad. Es, en la práctica, la más clara demostración de cómo los sordos dejan de recibir sonidos pero oyen en realidad con la corteza cerebral; de cómo pueden sentir las teclas de un piano sin siquiera rozarlas y de cómo pueden imaginar cientos de sonidos, maravillosamente mezclados por innumerables instrumentos de cuerdas, percusiones o aliento, metal o madera y de combinarlos, de darles secuencia y de fijarlos para la posteridad en infinidad de hojas blancas, solamente rayadas por las líneas del pentagrama. Independientemente de su contenido musical, de su aventurada innovación y del fondo emotivo y artístico que la sostiene, la Novena se constituyó desde su concepción como un mensaje universal y como el intento para ayudar a la humanidad a seguir su camino, a disolver la obscuridad para encontrar la luz y a iluminar con ella el sendero que permite el tránsito del caos a la serenidad. Nació en una época en la que lo mismo los Borbones, los Habsburgo o los Romanov, intentaban ahogar la búsqueda de la libertad de grandes masas de población y en la que debían enfrentar la ira popular de quienes antecedieron en dos siglos a los “indignados” de hoy, cuando seguían la estela fulgurante de la Revolución Francesa y los efectos de las campañas de Napoleón. El himno de la hermandad universal, se estrenó el 7 de Mayo de 1824 en Viena, que en el colmo de la ironía, se estaba constituyendo como la capital de una nación que Metternich poco a poco transformaba en el primer estado policiaco moderno. En esa época la situación política europea era crítica y provocaba grandes aflicciones y profundos resentimientos sociales. El autoritarismo de los estados imperiales se manifestaba reprimiendo a los muchos que rechazaban la exuberancia tan descarada como inmoral de la nobleza, por su contraste con la miseria y las enormes carencias de las mayorías. Precisamente en el año del estreno de la Novena, un idealista a ultranza, Lord Byron, moría combatiendo por la liberación de Grecia del Imperio Otomano. Fue la época en la que en la Rusia de los Zares, Pushkin esbozaba su drama antiautoritario, Boris Godunov, y en la que Stendhal y Heine escribían obras en las que se burlaban de las maneras tradicionalistas de pensar de los opulentos. Un lapso en el que presintiendo ese acercamiento de países y ciudades que hoy nos da la modernidad de los transportes y no muy lejos del ambiente centroeuropeo de Beethoven, la pintura se unía a la música y a la literatura, con la Scène des massacres de Scio, en la que Delacroix expresaba su apoyo a la misma causa de Lord Byron, al mismo tiempo que otro sordo insigne, Francisco de Goya, pintaba Los fusilamientos del 3 de Mayo. Se han escrito numerosas obras sobre Beethoven, porque gran parte de su creación fue concebida y concluida a partir de los 26 años de edad, cuando empezó a perder la audición y luego, cuando su sordera era ya total, desde los 30 años de los 57 que vivió. Estas líneas pretenden hacer comprender la enorme diferencia que existe entre recibir estímulos sonoros, particularmente en el Órgano de Corti y el fino procesamiento que de ellos se hace en la corteza cerebral auditiva, en asociación con la forma como la memoria auditiva cortical permite oír, aunque estén dañadas o completamente ausentes las células ciliadas del receptor periférico. Si intentamos por un momento hacer una apreciación completamente fuera de lo convencional y conociendo la sordera de Beethoven, su Novena Sinfonía, obra maestra de la música universal, no es otra cosa que un lente a través del cual es posible descifrar los pensamientos y sentimientos de su autor y comprender algo de la política, la estética y el ambiente social de la época. Es una obra que en su enorme complejidad, logró dar espacio al poder de los individuos y al espíritu colectivo de la humanidad. MARCO PSICOAUSTICO El aparato auditivo periférico, no es más que un sistema de recepción de estímulos. Ciertamente es un receptor maravilloso pero a fin de cuentas, es solo el punto de partida de un espectacular proceso ascendente, perfectamente coordinado en las diversas etapas de la vía auditiva, que culmina cuando los estímulos impactan las áreas corticales de la audición. En el oído se reciben los estímulos; en la corteza se procesan, se descifran, se entienden, se almacenan y adquieren un valor que se expande de manera exponencial. Cuando los sonidos de lenguaje o las notas musicales llegan al cerebro, cada fonema, palabra u oración, o cada nota, acorde o secuencia musical, está cargada de afectos y de pensamientos que unen a los seres humanos, delimitan normas éticas y de convivencia, establecen alianzas, despiertan emociones y finalmente, permiten iniciar los primeros pasos de lo que es toda una aventura intelectual. Hace casi 25 siglos, Aristóteles dijo: “cuando la capacidad de oír oye y lo que puede sonar, suena, el oír real y el sonar real forman una unidad… así como la morfología de un objeto está ligada a su estructura, de igual manera la percepción encuentra su realidad en la capacidad de percibir”. (de An, III, 2, 425b, 29ss). Por eso, los sonidos que solo capta el receptor periférico nos conducen a realizar actos precisos frente a situaciones concretas, pero el significado de las palabras o de la música que es descifrado en la corteza cerebral, permite la evolución del pensamiento y despierta la capacidad de abstracción. El oído es además, el principal órgano de información temporal porque los sonidos ambientales, lingüísticos o musicales, se dan en el tiempo, unos después de los otros. A sus indispensables características de intensidad y altura tonal, se suman la duración, la secuencia, la simultaneidad, los silencios, la repetición y la interacción de esos factores temporales con las modulaciones de frecuencia y de amplitud. Los sonidos del lenguaje oral, los textos escritos que los representan y de igual manera las notas o las partituras que las plasman, implican secuencias necesariamente ligadas a ese parámetro fundamental de la vida humana, que es el tiempo. Se pueden delimitar cuatro “niveles psico-acústicos” de la audición. El “básico”, constituye el fondo y el escenario sonoro de la vida diaria. El ruido del viento al mover las ramas de los árboles, la lluvia, el murmullo de personas a nuestro alrededor o el tráfico, son sonidos que nos indican que hay movimiento y vida a nuestro alrededor. El sonido es signo infalible de actividad de la naturaleza y de los seres vivos y por él, tenemos información sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Ese nivel nos permite tener la sensación de que estamos vivos, en un mundo vivo que nos rodea. No hay conciencia real de su valor porque lo captamos de manera inconsciente pero el sordo que no lo percibe, vive en un mundo “muerto”, porque pierde con su audición, la posibilidad de establecer el importantísimo binomio sujeto-medio. El nivel de “avisos o señales” analiza información específica, implícita en sonidos como el zumbido de una abeja, el timbre de un teléfono o la sirena de una ambulancia. Esos, no son solamente una simple colección de sonidos, sino portadores de información adicional que depende de las fuentes sonoras que los producen. El nivel “simbólico”, es el que nos permite captar las experiencias derivadas del significado de las palabras. Si oímos “gis” o “mesa”, sus sonidos corresponden a dos objetos concretos, conocidos o que conocemos a través de experiencias auditivas y lingüísticas; pero si oímos conceptos abstractos como “fe”, “amor” o “amistad”, solamente adquieren significado cuando se explican con lenguaje. Finalmente, el nivel “estético” es aquel en el que se analizan, en un plano superior de absoluta abstracción y con un placer que solo existe en quienes tienen un oído apto para las más finas percepciones, las características melódico-rítmicas de un mensaje hablado, de una obra musical, o de una poesía. Cuando la audición no existe, disminuye o se pierde, se hacen inoperantes uno, varios o todos esos niveles, por lo que la riqueza que da la audición, se convierte en la pobreza del sordo. Un bebé que nace sin oír, flota en una nebulosa que solo se disipa con la identificación, el diagnóstico y la intervención tempranas; pero cuando una persona que nació oyendo pierde la audición, se enfrenta al drama de conocer lo que tuvo y perdió, de su incapacidad para comunicarse con sus semejantes y del desequilibrio psico-emocional causado por la ausencia de las sensaciones de vida y movimiento que da el sonido. Es ese el caso de Beethoven, que al volverse sordo, ya había adquirido los mecanismos del lenguaje oral pero lo más trascendente, es que pudo adquirir un sistema que le permitió desarrollar una red infinita de notas almacenadas en su memoria musical y así, crear sonidos nuevos. LA FAMILIA Y LOS PRIMEROS AÑOS DE BEETHOVEN Sus ancestros eran oriundos de Brabante en Bélgica. El “van” de Flandes era distinto del “van” alemán porque solo significa “de” y no era signo de nobleza. De hecho, era hijo de personas de recursos limitados. Su abuelo debió trasladarse a Alemania y no mucho después, nació en Bonn. Lo único seguro es que fue bautizado el 17 de diciembre de 1770 y como entonces los bebés se bautizaban uno o dos días después de nacer, no es extraño que se considere el 16 de Diciembre como su fecha natal y que ese sea el día en el que desde entonces se celebra su nacimiento. Sus primeros años fueron penosos por graves limitaciones económicas y tristes, por los maltratos de su padre Johann, cantor y músico de la corte de Bonn, pero ebrio consuetudinario. Su madre, Magdalena Keverich, dulce, tranquila y considerada por Ludwig como su “mejor amiga”, murió fulminada por una hemoptisis tuberculosa en 1787 y de los siete hermanos, solo tres llegaron a la edad adulta. La carencia de un buen ambiente hogareño, la pobreza, los problemas de salud familiares y la dureza del carácter paterno, contribuyeron sin lugar a dudas a conformar ese carácter hosco y retraído que manifestó abiertamente en años posteriores. Su abuelo era un respetado director de capilla de la corte y su padre cultivaba también las artes musicales. A partir de los cinco años de edad, además de la carga genética musical, fue entrenado y obligado por su padre a tocar el clavicémbalo y el violín, porque recordando a Leopoldo Mozart, intentaba convertir a su hijo en un nuevo Wolfgang Amadeus. Fue golpeado y forzado a trabajar noche y día para adquirir el virtuosismo que podría darle buenos ingresos, al pensar en pasearlo de corte en corte y de castillo en castillo. Beethoven nunca fue el pequeño fenómeno que fue Mozart. Tuvo enormes habilidades para la ejecución musical por lo que a los 7 años –seis según su padre para hacerlo aparecer menor- actuó por vez primera en Colonia. El afán paterno de quitarle años, hizo dudar a Ludwig sobre su verdadera edad. Cuando años más tarde recibió una copia de su acta de nacimiento, pensó que era de su hermano mayor, Ludwig María, que había nacido dos años antes que él, pero que había muerto a los pocos días de nacido. A los trece años, ya había compuesto tres sonatas, pero su explosión como compositor se manifestó hasta después de los 20, lo que muestra su paciente espera para madurar junto a su tendencia a la introversión y a la forma como empezaba a llevar la música por dentro. A los 16 años, quiso conocer a Mozart y viajo a Viena pero no pudo educarse con él porque por la gravedad de su madre, tuvo que regresar a Bonn para verla morir en 1787. Cuando más tarde regresó a Viena en 1792, Mozart, afectado por la tisis, había muerto el año anterior, pero Beethoven se estableció definitivamente en esa ciudad, que fue después el escenario de sus triunfos, al mismo tiempo que de las difíciles condiciones de su vida. CARACTERISTICAS PERSONALES Beethoven ha sido descrito como de tipo pícnico o brevilíneo: de cabeza grande, frente ancha, ojos de color azul grisáceo, cara llena y tez morena, nariz achatada, labio inferior prominente en una boca grande, cuello breve, baja estatura, miembros cortos, hombros anchos, dedos gruesos y tendencia a la obesidad. Desde joven tuvo algunas deficiencias visuales que lo obligaron a usar lentes con cristales cóncavos y en su cara congestionada, quedaron marcas de la viruela que padeció en la infancia. De cabello negro, abundante e hirsuto, manifestó con frecuencia desapego a su cuidado personal, por lo que era característica su melena despeinada, su desaliño en el vestir y su barba sin afeitar. Su marcha era ligeramente encorvada, usaba trajes oscuros con grandes botones metálicos, chaleco y camisas blancas y se cubría con un capote largo embadurnado por el tiempo, la lluvia y el polvo. Sin embargo, a pesar de sus crónicas estrecheces económicas, fingía no necesitar nada y su generosidad era tan grande, que socorría con frecuencia a amigos suyos más necesitados que él, además de que nunca ocultó su gratitud hacia quienes lo apoyaron. Su conducta fue muy inestable a lo largo de su vida. Su risa era violenta, rápida, exagerada y llena de gestos y su carácter, duro y extraño, oscilaba entre una supuesta tranquilidad, afectividad y alegría y momentos de angustia, desesperación, depresión, cólera y brusquedad. Sus graves problemas para relacionarse socialmente hacían parecer imposible que pudiera tener acercamientos sentimentales con mujeres, dado su inalcanzable idealismo y su intolerante pensamiento moralista. Carente de atractivos físicos, tuvo grandes admiradoras que formaban parte de la nobleza, pero para él sólo fueron sublimes en términos de amistad. Además de seleccionar siempre mujeres inaccesibles por su condición social, por estar casadas o por ambas cosas, su estatus le impidió pedir la mano de una aristócrata, por lo que sus amores solo fueron ideales imposibles que solo existían en su mente. Proyectó su amor al sexo opuesto con su música y su sordera lo obligó a amar en silencio. Giulietta Guicciardi fue inmortalizada por él con su Sonata "Claro de Luna". Después se enamoró de Teresa de Brunswick, prima de Giulietta, quien se supone fue su inspiración para crear en 1806 su Cuarta Sinfonía. En 1810 intentó casarse con Teresa Malfatti pero fue rechazado por la familia y después, conoció a otro amor imposible, Antonie von Birkenstock, cuando en el balneario de Toplitz, adonde Beethoven acudía para sus curas termales, acababa de conocer a Goethe. En 1812 escribió a Antoine, probablemente su “amada inmortal”, casada con Franz Brentano, banquero de Frankfurt, tres famosas cartas de amor que quizás nunca envió. Su búsqueda de amores imposibles terminó por sentenciarlo a su única felicidad, que iba a estar centrada en su arte. Su aspiración de formar un hogar, siempre frustrada, lo condenó a un celibato melancólico que tuvo que soportar en medio de su desesperada existencia. Muy en el fondo, buscaba a alguien como Leonore, la heroína de su ópera, como ejemplo de mujer sumisa pero con coraje, femenina pero viril y virginal pero sensual, evidenciándose con esto que sus esperanzas de matrimonio, siempre fueron un sueño con los ojos abiertos. Sus rasgos de carácter y personalidad, descritos por él mismo y por muchos que lo conocieron, apuntan a la presencia de un temperamento ciclotímico, en el que contrastaron y se alternaron fases de agitación y euforia, con otras de tristeza y depresión. Hay incluso indicios de que en su mente rondó en algún momento la idea del suicidio, que solo fue superada por el compromiso que siempre sintió hacia su producción artística. Ya desde la muerte de su madre, había escrito: “…era para mi muy buena, muy querida…¿Quién más feliz que yo cuando podía aun pronunciar el dulce nombre de “madre” y ella oírlo y responderme?... desde que estoy en Bonn he gozado muy pocas horas serenas… he estado con asma y temo que sea el principio de la tisis …y a esos problemas se agrega mi postración, que es tan grave sufrimiento como la propia enfermedad…” Sus palabras indican la mezcla de los sentimientos que lo asediaban: por una parte, su ímpetu de creación y su orgullo y por la otra, la depresión y la hipocondría fundadas en la preocupación de contraer la enfermedad que había terminado con la vida de su madre, además de la derivada de las condiciones en las que debía afrontar el provincialismo de Bonn, después de haber experimentado la vivacidad de Viena. HISTORIA CLINICA Y MUSICAL En la historia clínica de Beethoven, existen antecedentes de viruela en su niñez, que le dejó cicatrices faciales permanentes y de un cuadro de fiebre tifoidea. A los 16 años empezó a presentar cuadros de asma, acompañados de fiebre y cefaleas, pero no existen antecedentes de otitis supurada, lo que descarta a priori, la idea de que su sordera se debió a una otomastoiditis. Poco después, empezó con problemas visuales que lo obligaron al uso de lentes por una posible miopía. Alrededor de los 10 años ya había terminado su escolaridad formal, tal y como se acostumbraba en esos tiempos. Su escritura era burda y en matemáticas no iba mucho más allá de la suma y la resta pero aprendió a hablar, leer y escribir en francés y se convirtió poco a poco en un voraz lector y en un curioso interminable de todo lo que había en el mundo que lo rodeaba. Así, sin haber podido tener una amplia ilustración científica y literaria, empezó a leer a Homero y a Plutarco, lo mismo que a Shakespeare, Goethe y Shiller, que inspiraron luego algunas de sus composiciones. A los trece años, en 1783, su maestro Christian Gottlob Neefe elogiaba el prometedor talento de Ludwig como ejecutante pero también como compositor en proceso de maduración. En efecto, a esa edad se imprimió en Mannheim su primera obra: Nueve Variaciones sobre una Marcha de Dressler. Las limitaciones escolásticas, no fueron un obstáculo para que Neefe, personaje decisivo en su formación inicial, cultivara con cuidado su explosivo talento por la música, porque consideró atinadamente que en él, todo lo demás era secundario. Sus años restantes en Bonn, de los 16 a los 22 años no fueron improductivos. Fue organista oficial de la corte y luego, desde los 18 años, violista de la orquesta, lo que lo puso en contacto con las más significativas creaciones musicales de la época entre las que estaban Le Nozze di Figaro y Don Giovanni, de Mozart. Mientras daba lecciones de piano siguió componiendo, pero en 1792, a los 22 años, decidió regresar a Viena. Aunque Mozart había muerto muy joven un año antes, a los 35 de edad, el Conde Waldstein, mecenas de Ludwig, quiso que estudiara con Haydn, en ese entonces de alrededor de sesenta años. El Conde le escribió: “Gracias a su ininterrumpida fatiga, espero que pueda recibir el espíritu de Mozart de las manos de Haydn” . En Noviembre de 1792, Beethoven viajó a Viena y dejó su ciudad natal, para nunca más volverla a ver. Además de que el espíritu de Mozart no era transmisible, Haydn no fue el enseñante ideal para alguien tan voluntarioso como Beethoven. Sin embargo, en el giro de una década, las esperanzas del generoso Conde Waldstein fueron mucho más allá de lo que pudo imaginar. En 1795, publicó tres Tríos para violín, piano y violoncelo, considerados como op. 1 y ya para 1802, a diez años de los buenos deseos de Waldstein, había escrito 20 Sonatas para piano, las primeras dos Sonatas para violoncelo y piano, las primeras ocho Sonatas para violín y piano, sus primeros tres Conciertos para piano y orquesta, los primeros seis Cuartetos para arcos y sus primeras dos Sinfonías. En medio de esta frenética producción, no destacó tanto la cantidad de obras, como su audacia para cambiar los rumbos de la composición musical, su potencia emotiva y una profundidad espiritual absolutamente excepcional. En paralelo con su fuerza creativa, su sordera y los acufenos empezaron a manifestarse desde 1796 y aludió a ellos al final de esa década, en su famoso “Testamento de Heiligenstadt”. Beethoven no era escritor de palabras sino de música, pero lo que en ese escrito hizo constar, indica su búsqueda de catarsis y de un efecto liberador frente a su sordera. La anacusia se instaló entre los 30 y los 35 años. Usó el metrónomo y las cornetas acústicas diseñadas para él por el talentoso inventor checo Johann Nepomuk Maelzel, pero las desechó por ineficaces. Captó por un tiempo algunos sonidos, con una varilla de madera aprisionada entre sus dientes y apoyada en el piano, pero también dejó de servirle. Se ha mencionado la posibilidad de que hubiera adquirido sífilis en esa época de su vida en la que la desesperación lo agobiaba. No obstante, al no encontrarse en la autopsia restos de arsénico o bismuto, usados entonces para curar esa enfermedad que podría ser causa de una lesión secundaria del nervio auditivo, no se toma en cuenta en la etiología de su sordera, además de que la época en la que se supone que pudo haberla contraído, fue muy posterior a la aparición de los síntomas iniciales de su pérdida auditiva. En la década de 1803 a 1813, su “período intermedio”, manifestó una enorme evolución como compositor. Decir que fue un innovador es subvalorarlo, porque en realidad cambió totalmente el rumbo de la música occidental. Amplió los confines de la tonalidad, extendió y transformó viejas formas de composición y dejó a la expresión intensamente personal, mayor libertad de cuanta se había conocido antes. Se apoderó de metódicas precedentes pero las cambió de manera radical. Sustentó el principio de infringir viejas reglas y el derecho de crear nuevas. Buscó que la música, considerada como “artesanía” en las cortes, debía distinguirse de lo que era en realidad un “gran arte”, para dar así paso a la genialidad, que fue luego paradigma absoluto de la cultura del S. XIX. Frente a la restricción de la frase “las reglas no lo permiten”, Beethoven plantea la postura de “Bueno...lo permito yo”. Emerson, en 1823, a propósito de las costumbres de la sociedad, escribía quizás pensando de manera beethoveniana: “¿Quién es ella para controlarme?...¿porqué no puedo actuar, hablar, escribir y pensar en completa libertad?...” Lo que Beethoven produce en ese decenio, maravilla y alcanza la incredulidad. Compuso la Tercera (“Heroica”), la Cuarta, la Quinta, la Sexta (“Pastoral”), la Séptima y la Octava Sinfonías; la Ópera Leonore (que después a regañadientes aceptó que se llamara “Fidelio”); los conciertos Cuarto y Quinto (“Emperador”) para piano; el Concierto para violín; las Sonatas “Waldstein” para piano, la “Apasionada” y “Les Adieux”; las Sonatas 9 y 10 para violín; la Tercera sonata para violoncelo; Cuatro cuartetos para arcos; los Tríos para piano, violín y violoncelo; “Coriolano”, “Egmont” y tres Oberturas para Leonore; la Fantasía Coral para piano, coro y orquesta y la Misa en Do mayor. Su madurez, originalidad, individualismo romántico y revolucionario, intransigencia y excentricidad, dieron lugar a comentarios y discusiones en la Viena imperial, que a fin de cuentas no fueron otra cosa que el símbolo de su búsqueda de una libertad artística sin restricciones. Esa prolongada explosión de energía creativa no pudo mantenerse entre 1813 y 1820. En ese período, escribió el Cuarteto para arcos op 95, las tres Sonatas para piano op. 90, 101 y 106, las dos Sonatas para violoncelo y el ciclo de Lieder para la Amada Lejana pero esas siete obras, por si solas, podrían ser suficientes para considerarlo entre los titanes de la música occidental. Redujo su ritmo creativo por el dolor emocional y la infelicidad que le producía su sordera. Su aislamiento y su rudeza social, lo hicieron el más notable excéntrico de Viena. Sus extravagancias suscitaban lo mismo comentarios irónicos o diversión, que compasión y afecto pero además de su dramática discapacidad, sus difíciles condiciones económicas y la necesidad de hacerse cargo de su sobrino Karl, influyeron para limitar su ritmo de trabajo. Sin embargo, éste período le permitió la máxima concentración y una productiva introversión, con la que consolidó la estructura de sus propios recursos internos, para dirigirse al estallido creador de los últimos años de su vida. A fines de 1819, cuando supo que su alumno y protector, el Archiduque Rodolfo, hermano del Emperador, iba a ser nombrado Arzobispo de Olmütz, le escribió para anunciarle que para conmemorar su nombramiento, escribiría una Missa Solemnis. La carta que envió se conserva, porque conociendo y tolerando Rodolfo el carácter de su maestro, la hizo simplemente archivar después de leer líneas que podrían considerarse agresivas y llenas de orgullo personal, en las que manifestaba claramente que no era un subordinado y en las que daba incluso a entender que como artista maduro, sería recordado mucho más allá, en el tiempo, que el ilustre destinatario de su obra. Beethoven fue también en cierta forma, precursor de nuevos rumbos de la política centroeuropea, en tanto buscó pasar, en su ámbito musical, del despotismo ilustrado al idealismo revolucionario. Admiró y fue detractor de Napoleón e hizo evidentes sus ideas que subrayaban el deseo de gobiernos constituidos por personas sabias o por una élite de sabios que en cualquier caso, dejaran libre curso a todas las formas positivas de expresión. En una ocasión, al ir caminando por la alameda del balneario de Toplitz con Goethe a quien acababa de conocer, se topo con la Emperatriz y su corte. Goethe se hizo a un lado y levantó respetuosamente su sombrero pero Ludwig, de manera contrastante, afianzó el suyo en su cabeza y siguió su camino sin saludar. Beethoven despreciaba a muchos seres humanos pero al mismo tiempo, evidenciaba su amor global por toda la humanidad, para la que constantemente creaba momentos de interiorismo de gran trascendencia para él mismo, pero también para los demás. Siempre pensó que los empeños del artista y el descubrimiento de si mismo solo eran válidos para alcanzar la armonía universal entre los hombres. En este contexto, concluyó la Missa Solemnis dedicada al Archiduque Rodolfo; la Novena Sinfonía en Re menor, op. 125, “Choral”; sus últimas tres Sonatas para piano; las Variaciones “Diabelli” para piano y sus últimos cinco Cuartetos. Todas estas obras no fueron otra cosa que su búsqueda de trascendencia, es decir, de la posibilidad de “ser” y de “poder ser”, implícitas en este caso en el arte, como punto de partida hacia objetivos sin límite. Fue la búsqueda de una paulatina pero constante solución de dudas y problemas que al presentársele continuamente, afinaron su sensibilidad con la que pudo alcanzar sus espectaculares realizaciones musicales. Por todo lo anterior, intentar leer la vida de un artista a través de sus obras, no es relevante en el caso de Beethoven, porque sus últimas composiciones no fueron expresión de vida sino propiamente su vida misma. Su sordera fue un exilio y el aislamiento que le permitió visualizar una perspectiva absoluta para encontrar esa condición en la que, como dijo el poeta ruso Brodskij que vivió el exilio: “… todo lo que le queda a un hombre es él mismo… su lengua… sin nadie más y sin nada en medio..”. Lucha, esfuerzo y fatiga. Lucha y enfrentamiento directo con el caos y la inmensidad del universo, a veces incomprensible; esfuerzo y fatiga en largas y duras batallas, para lidiar con las penas que lo acosaron sin fin. Caben también en esas tres palabras, las vivencias de Bach y de Mozart, a pesar de la indefinición en sus ámbitos y tiempos, de la diferencia entre “artesanado” y “arte”. Ellos dos crearon constante y velozmente las obras que les encargaban y que sin duda alguna, son parte de lo que podría llamarse “La Gran Música” de la humanidad, pero su visión del mundo según la cual todo sucedía por la voluntad de Dios, fue diversa de la de Beethoven que buscaba indagar y discutir todo, sin restricción alguna. Beethoven trabajó siempre en esa dirección, manteniendo vivo su espíritu de investigación de nuevas formas musicales y con ellas, de ideas que intentan describir el Cosmos, el hombre y su estructura, su configuración interna y su diversidad. Conforme avanzó su edad y progresó su pérdida auditiva, dejó de lado casi todo tipo de relaciones sociales pero al aislarse, se concentró en si mismo y en la inmensidad de la abstracción. Después de vivir la primera fase de su proceso creativo que fue de lucha, para definir no a dónde ir, sino adónde era necesario ir, vino la conciliación de su vida mental, espiritual y creativa, que era para él la vida verdadera, con la que los demás consideraban como la vida real. Esto le significó gran fatiga y esfuerzo, pero le permitieron llevar a cabo una exploración que nadie había hecho antes para crear un nuevo y entero ciclo en la historia de la música universal. Sorprende por insólito y por aparentemente contradictorio, que conforme su sordera progresaba, su obra se engrandecía. Consultó a los especialistas de la época sin ningún resultado y al constatar que no tenía posibilidades de curación, perdió las esperanzas, se volvió melancólico e introvertido y adquirió la personalidad de un neurótico auditivo. Para su sordera recibió múltiples prescripciones: gotas óticas con té, polvos de ajo, hierbas y aceites de almendras. El doctor Johann Schmidt en 1802, le pasó corrientes galvánicas en los oídos pero por los pobres resultados, enjuició a los médicos, calificándolos como ignorantes y diciendo que lo engañaban con esperanzas de una ilusoria mejoría. En una carta que envió en 1801 al médico y viejo amigo de Bonn, Wegeler, decía: “La causa de esto debe ser la condición de mis tripas que, como sabes, ha sido siempre terrible…Frank quería restaurar mi oído con aceite de almendras, pero no pasó nada: mi oído se puso peor y peor…entonces apareció un medico asno, que me recetó baños fríos…otro, mas sensato, me receto el usual baño tibio del Danubio …pero aunque mis tripas mejoraron, mi sordera quedo igual o inclusive peor…este último invierno me sentí realmente miserable, tuve ataques terribles de cólicos y volví a mi condición anterior….entonces me prescribió píldoras para mi estomago y otro tipo de hierbas para mis oídos….pero ellos siguen zumbando constantemente, día y noche..” Sus múltiples problemas de salud, fueron decisivos para determinar su irritabilidad y su depresión. Sus alteraciones gastrointestinales manifestadas por mala digestión y dolor abdominal crónico, se unieron a trastornos bronquiales, articulares y oculares, pero la causa definitiva de su muerte, establecida en la autopsia, fue una cirrosis hepática, asociada a nefropatía y pancreatitis crónica. Desde su fallecimiento en 1827, han existido muchas especulaciones y estudios sobre las causas de sus múltiples dolencias y de su propia muerte. El análisis de un mechón de su cabello y de un fragmento de su cráneo mostró altas concentraciones de plomo, indicativas de saturnismo. Esta posible intoxicación, en general paulatina, pudo originar sus problemas estomacales y el cambio de su personalidad a partir de los 20 años pero aunque existen algunos extraños casos de sordera provocados por plomo, no hay evidencias sólidas que sustenten que fue esa causa la que originó su sordera. Falleció por insuficiencia y coma hepático secundarios a cirrosis, asociados a una septicemia por la fistulización e infección de las cuatro punciones que se le hicieron por su ascitis. La probabilidad de una severa disfunción renal y de una diabetes descompensada, también se mencionaron como causas colaterales de su fallecimiento. Al día siguiente de su muerte, el patólogo doctor Johann Wagner, practicó la autopsia. El protocolo original escrito en latín, estuvo extraviado hasta 1970, año en que el doctor Kart Portele lo encontró en el Museo de Anatomía Patológica de Viena. La autopsia demostró una cirrosis hepática macronodular, ascitis infectada, esplenomegalia, hipertensión portal, pancreatitis crónica y necrosis papilar renal. Se descartaron tuberculosis y otras enfermedades broncopulmonares. La bóveda craneana estaba engrosada y uniformemente densa. Los nervios auditivos, en especial el izquierdo, adelgazados y desprovistos de sustancia medular y el derecho, blanco brillante, formado apenas por un cordón. El tímpano estaba engrosado al igual que las trompas de Eustaquio, con mucosas edematosas y retraídas. Las células visibles de la apófisis mastoidea, estaban recubiertas de mucosa fuertemente vascularizada, y la totalidad del yunque aparecía surcada por una marcada red sanguínea que también se observó a nivel de la lámina espiral del caracol. Lamentablemente, la falta de precisión de los hallazgos de la autopsia, algo natural para la época, la carencia de un estudio histológico, el inexplicado extravío de los huesos temporales y algunos errores de traducción de la versión en latín de la autopsia, han contribuido a que, pese al gran interés, no exista hoy un real acuerdo en relación con el origen de su pérdida auditiva. Dentro de la maraña etiológica en la que se cae al buscar la explicación de su sordera, parece que si hay acuerdo en que presentó un grave compromiso sensorial, derivado de un problema inicial de conducción por otoesclerosis. La hipoacusia inicial para sonidos graves que por pocos años pudo compensar con las cornetas acústicas y con la varilla de madera, se convirtió después en dificultad de captación de los tonos agudos, asociada a elevación de la voz al hablar, presencia de zumbidos e intolerancia de los ruidos ambientales. La hipótesis de una otosclerosis que se inicio a los 26 años de edad, a pesar de no existir antecedentes familiares al respecto y de que la autopsia no menciona evidencias de fijación del estribo, se apoya de todas maneras en lo que el propio compositor relató en sus cartas, a propósito de la instalación bilateral y lentamente progresiva de su sordera y a la presencia de acufenos. Las alteraciones conductivas primero, seguidas de las sensoriales -sordera, acufenos y reclutamiento- son propias de ese cuadro clínico que en Beethoven debe haberse iniciado en la articulación estapediovestibular, involucrándose después, progresivamente, las estructuras de la cóclea. LA NOVENA Desde hace casi ya dos siglos, muchos músicos se han dedicado al análisis de las líneas melódicas, la armonía, la estructura, los motivos rítmicos y los modos de desarrollo de la Novena Sinfonía. No obstante, la mayoría de esos análisis han sido realizados desde el punto de vista técnico-musical, pero sigue considerándose imposible develar los procesos interiores que animaron a Beethoven para realizar esta obra. Ciertamente, el hecho de haber agregado a tres movimientos puramente instrumentales, uno final vocal e instrumental, nos obliga a pensar, sobre todo conociendo la guía que proporcionan las palabras del texto cantado, que quiso atribuirle un significado preciso. Empieza la Novena en una atmosfera de incertidumbre pero rápidamente se oyen sonidos siniestros que hace pensar por un lado en el caos o en la inmensidad del universo y por el otro, en el significado prácticamente nulo del hombre en la escala cósmica. Beethoven garabateó en la partitura del primer movimiento la palabra Verzweiflung, que se traduce como “desesperación”, pero no porque haya experimentado dificultades para completar la obra, en tanto siempre se tomaba su tiempo para completarlas -como sucedió con la Missa Solemnis que concluyó tres años después de habérsela ofrecido al Archiduque Rodolfo-, sino porque quiso comunicar con esa palabra y por medio de su música, un estado de ánimo que le era familiar. Más adelante, la indicación Allegro ma non troppo e un po maestoso, se refiere a la velocidad de ejecución, pero no propiamente a la alegría y a la majestad y la grandeza, pero no al boato o al lujo. El primer movimiento vuela entre tonos mayores y menores, entre explosiones sonoras de gran intensidad y reducción drástica de la misma. Los tonos violentos se disuelven y pasan a lo que él marcó como dolce, que puede interpretarse como un momento de titubeo y nostalgia. Luego marcó crescendo, diminuendo, piano, pianissimo, forte, più forte, fortissimo, sforzando y así termina el movimiento, modulando su obra de manera tal, que nos aprisiona entre sus manos y de repente nos deja expectantes, sin dejarnos andar, sin vía de escape. En el segundo movimiento, después del “paisaje lunar” del primero, vuelve a la clave de Re menor con un molto vivace en el que poco a poco se agregan instrumentos que culminan en un crescendo y un fortissimo, en los que participa prácticamente toda la orquesta. Sigue después un pasaje de profunda belleza y de gran emotividad que se alterna con pasajes en staccato producidos por los arcos y los oboes. Una especie de coda es de una especial naturaleza religiosa, subrayada por la entrada de los trombones que se usaban en rituales tradicionales; pero un presto y luego un molto vivace en precipitada repetición, llevan a que la energía del tema musical haga terminar el movimiento con un cierre aparentemente imprevisto. Por segunda ocasión, Beethoven nos deja en el aire, perplejos y con la ansiedad y las dudas sobre lo que pensamos que debería seguir o sobre lo que estamos esperando que suceda y que ciertamente esta por venir. La extraordinaria tranquilidad interior de los compases iniciales del tercer movimiento, marca su carácter sublimemente lírico. Las muestras de lo que podríamos considerar como manifestaciones psicológico-musicales, se dan en este movimiento con un paso mucho más lento que el que se puede apreciar en los dos primeros. La tranquilidad hace recordar los compases iniciales del Sanctus de la Missa Solemnis pero evocando más sumisión y resignación, que devoción religiosa. Este movimiento nos hace sentir que mucho más allá del resultado de las múltiples batallas que lo anteceden, está la apreciación de la belleza de los seres mortales, que por sus angustias e incluso por la muerte, son sensibles a la belleza y por lo tanto, proclives a la creación artística. Decía Toscanini que dirigir ese movimiento “…me eleva de la tierra… me quita la gravedad, el peso…todo uno se vuelve alma…necesitaría dirigirlo de rodillas…”. El remolino desapareció; la lucha cesó; nos aferramos a pedazos del naufragio pero estamos cerca de la orilla. Los fagots y clarinetes, se funden lentamente con el calor de violines, violas y violoncelos. Beethoven indica Adagio molto e cantabile pero marca también mezza voce hasta llegar al piano, al più piano e incluso al morendo. De repente, se oye un fragmento melódico que recuerda algo…no sabemos bien qué es… hasta que evocando el Himno a la Alegría, nos damos cuenta que Beethoven nos envía una prefiguración preliminar de lo que oiremos dentro de poco. Luego, las notas se suavizan y quedan suspendidas en el aire. El compositor está en paz. Nos deja en paz. El mundo está en paz. Beethoven ya había usado antes de escribir la Novena, recitativos de estilo vocal en la música instrumental, de manera explícita o disimulada, por lo que puede pensarse que estaba buscando desde hacía mucho tiempo, las formas para decir algo muy preciso. No sabemos qué, porque independientemente del fondo de los textos de Friedrich von Schiller, seguramente quería expresar algo más, específicamente a través de la música y no sólo de las palabras. Violoncelos y contrabajos dan una nota sombría a la que se mezcla de repente el tema contrapunteado del segundo movimiento. Los temas se alternan como si no existiera rumbo para un tema determinado, hasta que poco a poco, como el sol que al alba rompe la oscuridad de la noche, surge suavemente el esbozo del nuevo tema: el del Himno a la Alegría. Lo reconocen violoncelos y contrabajos, lo repiten y luego se intercala el regocijo del mismo tema con tímpanos e instrumentos de viento, hasta que la incertidumbre es rota por la conocida línea melódica que marcan primero los contrabajos, luego los violoncelos, después los violines y finalmente la orquesta entera, hasta que con el estruendo de los timbales, dan entrada a las primeras palabras del bajo solista que clama “Oh amigos, no estos sonidos…entonemos otros más agradables…¡y más gozosos!”, con lo que se refiere a lo acontecido en los tres movimientos anteriores. Así empieza la Oda a la Alegría, esa bella chispa divina, que puede lograr que todos los hombres sean hermanos…que todos beban alegría de los senos de la Naturaleza… Surge entonces el exhorto: “Caminen hermanos, por su camino alegre, como los héroes hacia la victoria…Abrazaos…¡Oh! Millones… ¡el mundo entero en un beso!”, porque “…Hermanos: más allá del cielo estrellado seguramente vive un padre amoroso”. Flautas, clarinetes, fagots violas, violoncelos y trombones envuelven las voces cuando a la pregunta de “¿cómo tú, Mundo, representas a tu creador?”, la respuesta dice: “¡búscalo más allá del cielo estrellado …no puede morar que mas allá de las estrellas!” La última variación del final, tiene la indicación de poco allegro, stringendo il tempo, sempre più allegro, para que explote luego en un presto, la culminación intensa y reiterada de la expresión chispa divina con la que en un prestissimo final, se accede a la alegría que Beethoven quiere para todos los seres humanos… a esa alegría que finalmente pudo tener él mismo, al transfigurar su vida difícil, en un cometa que se dispara hacia las más remotas regiones de la imaginación humana. PARALELISMO ENTRE SU SORDERA Y SU CREACION MUSICAL Conforme fue perdiendo la audición, Beethoven fue desarrollando y logró consolidar un inigualable archivo en su memoria musical. Sin tocar las notas del piano, imaginaba y “oía” los sonidos, los mezclaba, intuía la relación de las líneas melódicas y el ritmo de diversos instrumentos y anotaba todo en el pentagrama para después leer sus composiciones, como quien lee un libro, imaginándose con creces lo que describe el relato escrito. Al no poder servirse de sus receptores periféricos, establecía y correlacionaba de manera automática en su corteza cerebral, las imágenes musicales con las auditivas. Conocía perfectamente el efecto que producía la mezcla de notas en los diferentes instrumentos musicales y sin ningún intermediario material, analizaba las cualidades y los efectos de sus composiciones. No oía, pero si “oía” sin oír. Su guía, su “bastón blanco”, era su lenguaje musical interior y por eso podía escribir y coordinar sus pensamientos melódicos a través de complejas asociaciones perceptivas. Su pobreza y soledad, su aislamiento del mundo y la amargura propia de su limitada condición, no solo no fue obstáculo, sino el mayor acicate para componer las maravillas que nos legó. Hay quien dice que la sordera que vivió más de la mitad de su vida, no influenció su producción, como si esa estuviera programada de manera rutinaria y automática. Por el contrario, fue precisamente la sordera la que influenció su obra, porque el trauma que le provocó y los contrastes de alegría y tristeza, de esperanza y depresión, consecuencia absoluta de la misma, produjeron toques magistrales que van mucho más allá de la propia música. Su extraordinaria creatividad coexistió con su sordera, por lo que resulta claro que este problema, mas que frenarla, la impulsó para evidenciar su verdadera genialidad. Esos puntos de vista solo se entienden cuando sabemos que los efectos de la sordera no son fáciles de comprender por quienes oyen bien. Se simplifican a ultranza, se desdeñan, no se reconocen y más aún, no se entienden. Beethoven notó primero, poco a poco, sus problemas para captar muchas notas de muchos instrumentos; luego, perdió su capacidad de comunicarse lingüísticamente y más adelante, dejó de recibir los sonidos del medio, portadores de vida y movimiento. No obstante, sublimó su condición, buscó con ansia la perfección, persiguió el conocimiento nuevo y a pesar de su depresión, tuvo piedad absoluta de si mismo y de los demás. Su amor le permitió visualizar anticipadamente el cielo que siempre han imaginado los santos, los poetas y los artistas. Con el descubrimiento de nuevas formas musicales, buscó entender al hombre que trasciende gracias a sus receptores y lemniscos, vías y centros y a su inacabable capacidad para memorizar y evocar, para analizar y sintetizar, para crecer y para crear lenguaje hablado, escrito y musical. Solamente así pudo volar hacia el firmamento, acercarse a lo sobrenatural y sentir profundamente la realidad del dolor, la injusticia, el hambre, la soledad y la pobreza. Beethoven buscó su verdad y quiso dejarnos, más que una meta, el trazo de senderos por recorrer. Nunca dudó del carácter positivo de su arte, sin olvidar que con él debía paliar los verdaderos problemas que angustiaban a la sociedad de su tiempo. Su pesimismo, desconfianza y depresión, ciertamente obedecieron a su situación: vio a personas circulando, observó gritos y gesticulaciones de vendedores ambulantes y permaneció inmutable frente a peligros que anunciaban ciertas alarmas sonoras. Contempló movimientos constantes que tenían la irrealidad de la pantomima e intentó descifrar el movimiento de labios de sus interlocutores, captando quizás algunas ideas, pero nunca la rica información que dan los tonos, el ritmo y la melodía del lenguaje. Así, al perder los detalles básicos de la conversación, se encerró en sí mismo y se encaminó a lo que luego fue un grave problema de tipo personal y social. Paulatinamente quedó cubierto por un imaginario capelo de cristal al vacío, desde el cual podía ver lo que pasaba a su alrededor, sin recibir ninguna información auditiva. Fue tachado, a veces con fundamento, como suspicaz, cruel, inamistoso, agresivo o insociable, por lo que fue blanco de perjuicios injustificados en vez de que se hubiera apreciado mejor su ternura interior, su bondad escondida, sus altísimas miras y su generosidad. Independientemente de las dudas sobre las causas de su sordera, hay acuerdo en que Beethoven era poseedor del llamado “oído absoluto”, capacidad perceptual y cognitiva que permite discriminar con facilidad y exactitud todos los sonidos y reconocer todas las notas que los componen. Su sordera influyó en su carácter y en sus virtudes como pianista y director de orquesta, pero es impresionante apreciar que tanto su aparición temprana como su progresión lenta y sostenida hasta llegar a ser completa, se acompañaron siempre de un crecimiento logarítmico de su productividad musical, que no puede explicarse más que por su auténtica genialidad. Esa genialidad se acentuó con su sordera porque pudo desarrollar su extraordinaria memoria auditiva musical y porque se concentró en si mismo, en sus pensamientos musicales innovadores y en sus ideas humanas y sociales. Los problemas de su infancia, sus padecimientos y el tormento de su sordera, propiciaron el máximo desarrollo de su potencial creador. Beethoven sublimó su pérdida sensorial y nos hizo ver cómo la infinita información que tenía almacenada en su corteza cerebral y la que inventaba día con día, se convirtió en manantial interminable de imágenes sonoras nuevas que conjuntó una y mil veces, para entregarlos sin límite al goce de la humanidad. EPILOGO Dice Carlos Fuentes que “…con la lengua somos sujetos y no objetos… “ y tiene toda la razón. Pero a ese indudable aserto hay que agregarle que al lenguaje oral, predominante en el ser humano, debe asociársele el lenguaje musical y que ninguna de esas dos formas lingüísticas se desarrollan si no hay oído que estimule su construcción, o si no hay oído que capte las intenciones, la afectividad, las emociones, el pensamiento y la inteligencia de quien las produce. La cadena de fonemas, sílabas, palabras y oraciones, o las series de notas, acordes, ritmos y melodías, son las que permiten que el hombre rompa las cadenas de lo concreto para volar en alas de la abstracción. Beethoven no tuvo que narrarnos una historia como hace el novelista, ni copió la naturaleza como muchas veces hace el pintor o el escultor. Beethoven se plasmó a sí mismo y plasmó su tiempo en el pentagrama, con su lenguaje de notas. Nos hizo saber que a pesar de haber sido la antítesis de lo suave y lo melifluo, pudo hacernos sentir la emoción de sus cambios, conforme evolucionó su espíritu y su carácter musical. La Novena Sinfonía, con sus cuatro movimientos, corre en paralelo con los cuatro niveles psicoacústicos de la audición, con las cuatro grandes etapas de la vida de Beethoven y con las circunstancias del tiempo en que vivió. La sonoridad, el desconcierto, la inmensidad de lo desconocido, la desesperación, la profundidad del universo, el caos de la sociedad de su tiempo y las turbulencias creadas por los regímenes imperiales de fines del S. XVIII, se asocian en el primer movimiento a la incredulidad, la introversión, la rabia y la depresión personales, cuando empezó a perder los beneficios del nivel estético de la audición. Después, su lucha y sus esfuerzos personales en el inicio de su madurez cuando sus dificultades comunicativas empezaron a hacerle perder el nivel simbólico, corrieron en paralelo con el brutal cambio político que propiciaron la Revolución Francesa y las glorias de Napoleón Cónsul, para buscar la igualdad, para abolir los privilegios injustos y para luchar en las grandes batallas que pueden adivinarse en la dinámica del molto vivace e presto del segundo movimiento. Cuando pasan los años y Beethoven se resigna y acepta su soledad y su sordera; cuando se tambalea en el desequilibrio afectivo por la pérdida de los niveles psicoacústicos básicos, pero al mismo tiempo cuando sublima su problema con un cerebro que le hace producir sus más bellas obras; cuando el sosiego interior lo envuelve y se consolida en él su tranquilidad creadora, parece manifestar, en el lirismo incomparable del adagio molto e cantabile del tercer movimiento, la calma que sigue a las guerras y la armonía, la esperanza y la serenidad que develan el brillo inicial de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Finalmente, después del caos inicial, de las batallas intermedias y del advenimiento de la quietud, surge el heraldo de alegría, de hermandad, de amor y de fe en la humanidad. La Novena sinfonía, más que la culminación de la obra de Beethoven, es la conjunción de toda ella, en el enorme mensaje de esperanza que abrigó en su interior, al final de su vida. Beethoven parece decirnos a través de los solistas y del coro: ”Ya desciframos el caos; ya peleamos mil batallas, ya logramos la concordia interior y colectiva. Volemos ahora para alcanzar los más altos peldaños que puede alcanzar el espíritu. Vivamos juntos, en paz, como hermanos, en alegría. Yo ya pasé por la incertidumbre. Yo ya combatí en mil batallas, contra todas las adversidades… yo ya alcancé mi tiempo y mi espacio de serenidad.. ahora, es momento de vivir la alegría de los verdaderos hermanos”. La Novena Sinfonía, puede considerarse como la magna condensación de la obra entera de Beethoven. Oírla nos puede hacer comprender la enorme diferencia entre sensación y percepción, entre la periferia y el cerebro. Es valorar lo que recibe el Corti, pero admirarse frente a lo que es capaz de realizar la corteza auditiva. Es imaginar lo inimaginable: como si pudiéramos asomarnos y escudriñar el funcionamiento de la enorme telaraña de neuronas del cerebro de Beethoven al mezclar notas e instrumentos; al crear melodías; al preparar cambios para impactar entre un tono menor, sombrío e incierto y uno mayor, vibrante y luminoso; al imaginar las indicaciones en la partitura para que músicos y director, modulen al gusto del autor, la intensidad, el ritmo, la cadencia, las pausas, los silencios; al inventar acordes y al imprimir finalmente, un mensaje en el que se plasma a si mismo, en el que dice lo que ve y lo que vive a su alrededor y en el que manifiesta lo que cree, desea y sueña, alrededor de la verdadera hermandad de todos los seres humanos. Oír a Beethoven va mucho más allá de la incertidumbre de una historia clínica. Es mucho más que intentar analizar las estructuras, las funciones o la patología del receptor periférico o de las vías y centros de la audición. No vale la pena, oyendo la Novena, detenernos en las dimensiones del decibel, en el valor de los umbrales auditivos, en el perfil de las curvas audiométricas o en los picos neurales. Oír la Novena, es sentir el gesto y la emoción, la familia y los genes, el perfil psicológico, el ambiente social, económico y político, el pensamiento, las emociones y la inteligencia de quien la produjo. Es sentir que sus ecos y relámpagos, ritmos y pausas, cadencias, ritmo, melodía y acordes, nos llevan a lugares que van mucho más allá del silencio o del secreto. Es una obra que debe hacernos pasar de los rayos y el trueno, al sueño y la quietud; de la obscuridad y el caos, a la alegría de la luz y del sonido. Es lograr que los sonidos, prendidos en el tiempo y el espacio, se hagan color, que las notas se hagan versos y que los conjuntos vocales, se conviertan en poesía. Es alejarnos del ruido del viento o las borrascas, para vivir la magia de la música y para despertar con ella, al esplendor de una nueva aurora. San Jerónimo Lídice, D.F. 27 de Diciembre de 2011 Berruecos VP (2012): “La corteza cerebral de un genio”. En: Dabbah MH y Lifshitz A (Eds): “La Otra Historia Clínica” Palabras y Plumas Ed. S.A. de C.V., pp. 533-564, México