Palabras del Presidente del Congreso en el acto institucional del XXXII Aniversario de la Constitución Española Hay rutinas muertas que ejercemos por hábito, con indiferencia. No es el caso de hoy. La celebración que nos convoca cada seis de diciembre en el Congreso, es un acto vivo. El compromiso con la libertad nos despierta de cualquier tentación de letargo. Un año más les doy la bienvenida para celebrar el trigésimo segundo aniversario de la Constitución. Casi un tercio de siglo entendiéndonos sin destrozarnos, con un lugar común donde sentarnos y conversar. La Constitución está viva y plenamente vigorosa. Lo hemos visto en estos días inclementes en los que un grupo de ciudadanos han abandonado sus obligaciones y, echando un pulso al Estado, han perjudicado gravemente a muchos españoles y a España misma. La Constitución, sabiamente, ha ofrecido la fortaleza de su letra para alertarnos a todos de que quienes recurren al chantaje para defender privilegios son los únicos culpables. Ni han vencido en esta ocasión ni vencerá quien lo intente de nuevo. Nos va en ello demasiado. Los culpables deben perder toda esperanza. Formamos parte de una de las naciones más antiguas del mundo. Una nación que es, también, una comunidad de sentimientos. Y a nosotros, más que nadie, a los políticos nos incumbe que esos sentimientos sean los mejores. Nos une la tierra, el idioma, el clima, los valores, la historia. Nos unen muchas cosas pero a veces parece que nos esforzamos en poner en común solamente aquello que nos enfrenta. Pese a nuestros empeños en exagerar diferencias, lo que nos une como españoles es mucho más que lo que nos separa. Y por mucho que se empeñen algunos en separarnos, somos millones los que sabemos que, con la Constitución de nuestra parte, no hay peligro de ruptura. No hay peligro de que en España nazca un español que tenga más derechos que otro. La diferencia sí, pero desigualdad de derechos entre los españoles sería lo peor para la nación y para la justicia. España es madre de muchos pueblos y es garantía de igualdad entre todos los españoles. No es extraño, por ello, que los enemigos de la igualdad también lo sean de la España que la garantiza. El pasado día 24 de septiembre, celebramos el bicentenario de la constitución de las Cortes en la Isla en San Fernando. Pocos países en el mundo tienen un origen parlamentario tan veterano. Es verdad que en esos 200 años hemos tenido largos periodos de dictadura y de democracia amañada. Baste indicar que al final del reinado de Isabel II había en España 16 millones de ciudadanos pero solo votaban 100.000. O que el sufragio universal solo ha regido 37 años y hasta el mal llamado sufragio universal masculino fue sistemáticamente falseado por el caciquismo. Pero a pesar de dictadores y caudillos la idea de una España de ciudadanos libres e iguales, que ya proclamó la Constitución de 1812, latía con fuerza irresistible en el corazón de los españoles que se rebelaban y no soportaban la tiranía. España no precisa acciones excelsas de personajes heroicos, sino actos cotidianos de trabajo responsable que, al multiplicarse por millones de personas, transforman la sociedad. Esa es la razón para ser optimistas. No porque tengamos fe en la magia, ni en la burocracia, ni en las encuestas favorables, sino porque sabemos que el futuro es una sucesión infinita de presentes. Y sabemos también que el presente no es un trabajo reservado a una casta o profesión, y mucho menos a los vaivenes de los especuladores o de quienes solo quieren ganar el titular del día siguiente en un periódico, sino tarea vital de millones de personas que no desean retroceder. Esa es la clave de esta hora, de este día y de ésta época: el deseo de avanzar de nuestro pueblo es la garantía de nuestro progreso. Madrid, 6 de diciembre de 2010