Leipzig, 1848 La historia de la música, en su afán por sintetizar las

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Leipzig, 1848
La historia de la música, en su afán por sintetizar las complejidades de la realidad y
presentar una narración resumida que pueda ser aprehendida, ha tendido a la
selección de modo tan natural como obligado. De entre los miles de autores que se
documentan en los archivos, solo unos pocos han logrado situarse en el lugar
preferente de los manuales de la música; y de entre los millares de miles de obras
conservadas, solo algunas han podido abrirse hueco en la posteridad. Esta
selección es, en el caso de la música (no así en el de otras artes), un fenómeno
bastante reciente. Hasta la transición del siglo XVIII al XIX, los únicos autores que se
escuchaban eran, por lo general, los del presente. Solo a partir del siglo XIX se forjó
definitivamente la idea de un pasado musical con autores y obras que merecía la
pena recuperar del olvido para ser interpretados, un movimiento que tuvo su inicio
en Inglaterra la centuria anterior. A partir de entonces se planteó la necesidad
inevitable de elegir aquellos compositores u obras cuyas bondades las hacían
merecedoras de nuevas y continuas escuchas. Este mismo mecanismo resultó
evidente cuando paralelamente se establecieron en toda Europa temporadas
estables de conciertos, una iniciativa con fines artísticos y también mercantiles que
precisaba hacer atractiva la programación para seducir a los abonados. En definitiva,
con la concurrencia de críticos, intérpretes y programadores, a partir de entonces se
fortalecieron los mecanismos de selección de los compositores y las obras dignas de
ser programadas en la sala y, ya en el siglo XX, ser grabadas en el estudio.
Schumann y Liszt entraron pronto en este selecto club. Ya en vida, ambos
compositores lograron un importante reconocimiento entre sus contemporáneos, si
bien no exactamente como autores de música sinfónica. En ambos casos fue el
piano su principal instrumento. Liszt, con sus extraordinarias dotes como pianista
virtuoso, apareció pronto vinculado a este instrumento, en un primer momento más
como intérprete que como compositor. De hecho, su producción aumentaba
conforme decrecía su actividad como concertista internacional. Por su parte,
Schumann también mantuvo una íntima relación con el piano, y una proporción
importante de su catálogo está dedicada a este instrumento, bien como solista, bien
como acompañante de la voz en el Lied.
En cambio, Carl Reinecke (1824-1910) no llegó a lograr nunca el mismo
reconocimiento como compositor, y tras su fallecimiento son muy pocas las obras
que se han interpretado con alguna frecuencia en la sala de conciertos. En este
sentido, el programa de hoy proporciona el interés de poder escuchar la que
posiblemente es su obra orquestal más difundida. Como muchos de los músicos de
la época, la polifacética personalidad de Reinecke le permitió desempañar una lista
de oficios que hoy nos parecen difícilmente reconciliables: compositor, director,
pianista, docente, gestor y autor de varios tratados. Hasta que no alcanzó la
cuarentena, Reinecke vivió como un convulso viajero en distintas ciudades europeas
(París, Copenhague, Danzig, Colonia, Breslau y Riga son solo algunas de ellas).
Pero fue su actividad a partir de 1860 en el Conservatorio de Leipzig, del que
llegaría a ser director en 1897, la que le situaría como una figura destacada de la
vida musical alemana en las décadas finales del siglo XIX. Su contribución fue
determinante para consolidar la posición de Leipzig en el panorama musical europeo
del periodo, como docente del Conservatorio y como director de la Orquesta de la
Gewandhaus hasta 1895. De ambos puestos fue sustituido por Arthur Nikisch,
recordado hoy como uno de los fundadores de la dirección moderna y director de
una de las primeras grabaciones de la historia de una sinfonía completa (la Quinta
de Beethoven registrada en 1913 con la Orquesta Filarmónica de Berlín).
La fructífera relación que Reinecke mantuvo con Leipzig tuvo uno de sus primeros
episodios destacados en la visita que realizó a la ciudad en 1848, cuando quizá no
sospechaba que acabaría siendo su lugar de residencia durante décadas. En esta
estancia temprana, el compositor fue cordialmente acogido por el círculo de
Mendelssohn, los Schumann y Liszt. De Mendelssohn aprendió su desarrollo
melódico, que tuvo una clara impronta en sus obras de estos años y quizá, también,
el amor a la tradición y a la música del pasado. La reivindicación que Meldelssohn
venía haciendo de, en particular, la música de Johann Sebastian Bach —por
entonces un compositor solo admirado en círculos muy específicos— tiene ciertas
analogías con la posición de guardián de la tradición que Reinecke se otorgó a sí
mismo en el Conservatorio de Leipzig. Su propio estilo compositivo, como muestra el
Concierto para flauta op. 283 que escucharemos hoy, miraba más al pasado que al
futuro. Resulta paradójico que la misma actitud que en su tiempo algunos tildaron de
conservadora se nos antoje hoy, con perspectiva histórica, innovadora. Con todo,
fue Robert Schumann quien más influyó estilísticamente en su manera de entender
la composición. Y Liszt, cuya hija estudiaría luego con Reinecke en París, destacó
su modo de ejecutar con un “toque bello, suave, legato y lírico”. Este encuentro en
Leipzig en 1848, que tan importante resultaría para la posterior trayectoria de
Reinecke, inspira el programa del concierto de hoy, recreando las relaciones
personales y estéticas que se desarrollaron entre Liszt, Reinecke y Schumann.
Liszt y la narración sinfónica
Liszt llegó relativamente tarde a la composición orquestal en una carrera
condicionada, desde el comienzo, por los géneros pianísticos y sus portentosas
condiciones como intérprete. Su llegada a Weimar en 1848 para ocupar la posición
de Kapellmeister ofrecida por el cultivado Carl Alexander, gran duque de Weimar,
supuso un punto de inflexión en la carrera creativa de Liszt, quien decidió abandonar
su intensa actividad como virtuoso para recluirse en la tranquilidad de una corte de
provincia que le permitiera dedicarse a la dirección y a la composición orquestal. La
falta de confianza en el terreno orquestal explica que hasta entonces apenas hubiera
transitado la música sinfónica e incluso en estos años contaría con la ayuda de
estrechos colaboradores para la orquestación (August Conradi y Joachim Raff son
los más conocidos). Los 13 años que pasaría en esta posición, junto a su nueva
amante, la princesa Carolyne von Sayn-Wittgenstein, arrojó importantes frutos. El
más destacado, posiblemente, fue nada menos que la gestación de un género
nuevo: el poema sinfónico.
A comienzos de la década de 1850, Liszt comenzó a emplear el término “poema
sinfónico” (symphonische Dichtung) para referirse a una composición orquestal
basada en una narración. La “muerte de la sinfonía” promulgada por Wagner en su
Ópera y drama (1851) tras el agotamiento del género en manos de Beethoven, sirvió
de acicate para buscar nuevas fórmulas de expresión musical. El poema sinfónico
derivaba de la antigua obertura de concierto y buscaba la ilustración sonora de un
texto o programa literario tomado como base estética. Como ha resumido
magistralmente Carl Dahlhaus, el poema sinfónico fue la solución ideada por Liszt a
dos problemas: adoptar el ideal clásico de sinfonía pero sin la dependencia de la
estructura formal tradicional y elevar el estatus de la música programática, que pasó
de ser un género pintoresco (como lo era, por ejemplo, la trascendental Sinfonía
fantástica de Berlioz) para convertirse en uno poético y filosófico. Las consecuencias
históricas de la “invención” lisztiana tiene su mejor prueba en su pervivencia con
obras de Smetana, Strauss o Sibelius, algunos de los mejores continuadores del
género.
Durante sus años en Weimar, Liszt escribió 12 poemas sinfónicos, muchos basados
en héroes enfrentados a un dilema, una condición a la que el propio compositor se
había visto arrastrado en su vida. Prometheus, compuesto entre 1850 y 1855, fue
estrenado por el propio compositor y publicado al año siguiente. El origen de esta
obra está en la música que Liszt había escrito para una celebración en Weimar, en
el verano de 1850, conmemorando las figuras de Goethe y de Herder, este último
autor de Der entfesselte Prometheus. Inicialmente pensado como obertura de una
obra para coro y orquesta, el poema sinfónico acabó configurándose, con algunos
retoques, como obra independiente. Su argumento es la historia de Prometeo, la
figura mítica que desafió a Zeus robando el fuego del Olimpo y entregándoselo a los
hombres, acción por la que recibiría un severo castigo. Para Liszt, Prometeo
representaba también la figura del artista: un semi-dios a veces castigado o ignorado
por la sociedad. En términos formales, Prometheus sigue la estructura habitual de la
sonata precedida por una introducción y culminada por una coda, a lo largo de la
cual se van describiendo algunos de los episodios más conocidos de la historia. La
fuga como reflejo de la lucha de Prometeo y Zeus o los registros graves para el
encadenamiento a una roca con el que este castigó a aquel son algunos de los
recursos que utiliza. El intervalo de cuarta, presentado en el mismo comienzo de la
obra, se asocia a Prometeo, mientras que el de tercera, presente en la sección de
desarrollo en textura de fugato, simbolizaba al hermano de Prometeo, Epimeteo. La
fusión de ambos motivos en la coda final evoca la reconciliación de ambos. Pero
más allá de las descripciones de este tipo, son los principales atributos de esta figura
mítica los que Liszt aspiraba a transmitir en esta música. En sus propia palabras:
“audacia, sufrimiento, resistencia y salvación: valientes aspiraciones de los destinos
más elevados que el espíritu humano puede alcanzar”.
Reinecke, el guardián de la tradición
Como compositor, Reinecke es conocido fundamentalmente como autor de
composiciones pianísticas, siendo él mismo un consumado intérprete. En este
sentido, la afinidad con Liszt y Schumann no puede ser más evidente. Sin embargo,
la mayoría de su obra para piano se enmarca en la llamada Hausmusik, música de
salón inspirada en formas populares y melodías cantabile. Pese a ello, alguna de su
música orquestal ha disfrutado de ciertas cotas de éxito, en particular su Concierto
para flauta y orquesta en re mayor Op. 283, compuesto en torno a 1908, poco antes
de morir.
Lo más llamativo de este concierto es la aparente distancia que hay entre el
marcado halo clasicista que emana la obra con la fecha de su composición. Con las
innovaciones y cambios compositivos de los primeros años del siglo XX en mente –
justo los enfatizados por los manuales de historia en detrimento de las
continuidades– resultaría difícil situar cronológicamente esta obra. La articulación
formal de los movimientos, el tratamiento de los recursos orquestal y el diálogo entre
el solista y la orquesta mantienen la práctica habitual del siglo anterior. Y, sobre
todo, el lenguaje compositivo en el ámbito de la tonalidad propio del Romanticismo y
el desarrollo temático del material son dos ingredientes principales. Desde el
comienzo, resulta patente la importancia de la sección de viento, a la que Reinecke
confía los compases que abren la obra y preparan la presentación de la flauta
solista, antes de que el clarinete y las cuerdas aborden el tema principal. Las cuatro
trompas tienen protagonismo en el movimiento central, ensalzado por las cuerdas en
sordina, mientras que en el Finale la flauta adquiere las mayores cotas de
virtuosismo. Quizá sean las melodías de contornos atractivos y el virtuosismo de
ciertos pasajes los elementos que más llamen la atención del oyente.
Schumann y el peso de la sinfonía beethoveniana
Las cotas a las que Beethoven llevó la sinfonía (y el cuarteto) fueron tan elevadas
que, por así decir, paralizaron a las siguientes generaciones de compositores. La
asunción del legado beethoveniano que heredaron los compositores del siglo XIX no
fue una tarea fácil. En manos de Beethoven, la sinfonía se transformó en un género
monumental de la máxima ambición compositiva, no solo en términos técnicos
(formales, temáticos y orquestales), sino también filosóficos: con la Novena
Beethoven se había dirigido nada menos que a la humanidad en su conjunto. Dar el
siguiente paso en la senda marcada por Beethoven fue un reto que afrontaron con
cierta angustia todos los compositores sinfónicos desde Schubert hasta Mahler.
Hasta tal extremo que los investigadores plantean, en el caso de este género, una
historia “circumpolar”: la evolución de la historia de la sinfonía no evolucionó de un
estadio al siguiente más avanzado como era la práctica habitual, sino que durante
un siglo todos los autores partieron, de uno u otro modo, de Beethoven. La distancia
histórica y la distancia estética operan aquí como categorías separadas.
El caso de Schumann no fue una excepción, aunque el respeto por la tradición
beethoveniana no le impidió culminar con relativa rapidez la Sinfonía nº 2. En
septiembre de 1845 escribía a Mendelssohn confesándole que: “Desde hace varios
días, trompetas y tambores resuenan en mi cabeza en la tonalidad de do mayor. No
sé que surgirá de todo esto”. Lo que estaba gestándose entonces era su segunda
sinfonía. Para diciembre, con la explosión creativa que le caracterizaba, ya había
logrado terminar un borrador completo al piano que orquestaría durante los primeros
meses del año siguiente, coincidiendo con uno de sus periodos de salud quebrada.
En su diario anotó: “He compuesto esta sinfonía mientras estaba medio enfermo;
siento que nadie puede percibirlo. Solo en el movimiento final empecé a mejorarme”.
El estreno lo realizaría su amigo Mendelssohn en noviembre de 1846 en la
Gewandhaus de Leipzig, meses antes del encuentro que ambos tuvieron con Carl
Reinecke.
En esta Sinfonía no hay un plan poético preciso, como era habitual en su música,
incluyendo la Sinfonía nº 1. Sin embargo, algunos oyentes quisieron ver en la obra
una especie de canto espiritual a partir del abundante uso de temas similares a las
melodías de coral y de la escritura de fanfarria en los metales (como en el primer
movimiento o hacia la conclusión del último). Más explícitos son, en cambio, los
guiños musicales a maestros anteriores, como si Schumann quisiera presentar un
compendio de sus referentes compositivos. El motivo B-A-C-H aparece en el
segundo trío del Scherzo, mientras que el tema del tercer movimiento es una cita de
la sonata en trío de la Ofrenda musical. Hacia el final del Allegro molto vivace, la
evocación beethoveniana es expresada al incluir un fragmento del Lied Nimm sie hin
denn, dieses Lied del ciclo An der ferne Gelibte de Beethoven. Como Mendelssohn y
Reinecke, también el autor de Zwickau miraba al pasado con admiración. Solo
cuatro años después, en 1850, Schumann retomaría la masa orquestal para
componer su Sinfonía nº 3, en realidad la última de su catálogo en tanto que la
Sinfonía nº 4 de 1851 es una revisión profunda de una obra datada una década
anterior. El legado sinfónico de Schumann acabó siendo un punto de referencia para
algunos compositores de la posteridad, como certifica la reorquestación que hiciera
Mahler en torno a 1900.
Miguel Ángel Marín
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