SEMANA CULTURAL 2016 Martes, 26 de abril de 2016, 20:15h. Auditorio del Conservatorio Profesional de Música de Salamanca Ludwig van BEETHOVEN (1770-1827) 3 sonatas para violín y piano op. 30 (1802) Andrés Balaguer Gasch: violín Pablo López Callejo: piano Sonata nº 6 en La mayor (op. 30 nº 1) I. Allegro II. Adagio molto espressivo III. Allegretto con variazioni Sonata nº 7 en Do menor (op. 30 nº 2) I. Allegro con brio II. Adagio cantábile III. Scherzo: Allegro IV. Finale: Allegro Sonata nº 8 en Sol mayor (op. 30 nº 3) I. Allegro assai II. Tempo di Minuetto III. Allegro vivace NOTAS AL PROGRAMA En 1801 Beethoven cumple 31 años, y lleva ya 9 establecido en Viena. Su notoriedad es tal que ya ha conseguido lo que sus más ilustres predecesores como Bach, Mozart o Haydn, no habían logrado: emanciparse y vivir únicamente de su trabajo como músico. Su amigo y protector el príncipe Lichnowsky le ha otorgado una renta de 600 florines, y sus composiciones se venden muy bien: “… puedo decir que tengo más encargos de los que puedo cumplir. Por cada obra, si me interesa, tengo seis o siete editores, incluso más aún; no se discute conmigo; yo fijo un precio y se me paga. Como puedes ver, no está nada mal.” Esto escribe Beethoven a su amigo Wegeler en junio de 1801, y en términos similares se expresa en otra carta fechada el mismo mes a Amenda, otro amigo suyo. Pero también en estas dos cartas Beethoven confiesa por primera vez algo que lleva ya años preocupándole: su creciente sordera. En la misma carta a Wegeler escribe: “Puedo decir que llevo una vida miserable. Hace dos años que evito toda clase de sociedad, pues no puedo decir a la gente: soy sordo. Si tuviera cualquier otro oficio, esto sería quizá posible, pero en el mío es una situación terrible.” Su temor no es tanto que no pueda seguir escribiendo o tocando música (es bien sabido que un músico profesional no necesita tocar lo que escribe para saber cómo suena, del mismo modo que solo con leer una partitura puede oírla en su cabeza), sino que su posición social y su fuente de ingresos se vea afectada por ello. Pero si además tenemos en cuenta que la naturaleza le había dotado con un sentido del oído de los más perfectos y sensibles que hayan existido, podemos entender el drama que supuso para Beethoven este giro del destino. “¡Resignación!, qué lamentable recurso; ¡es sin embargo el único que me queda!” continúa la carta a Wegeler. Fiel a su carácter rebelde, Beethoven no se resignará, desde luego. En otra carta a Wegeler del mismo año, esta vez fechada en noviembre, se nos revela otra cuestión de distinta índole: Beethoven está enamorado. Esto no supone ninguna novedad en su vida, sus amigos cercanos saben bien que Beethoven siempre tiene algún romance entre manos, especialmente con damas de alta cuna. Esta vez se trata de una joven alumna suya, la condesa Giulietta Guicciardi, que pasará a la historia de la música en la dedicatoria de la sonata para piano nº 14, op.27 nº 2, la célebre “Claro de Luna”. Beethoven sabe que la relación no tiene demasiado futuro, ya que el matrimonio con una joven de la aristocracia queda fuera de su alcance, pero siente que su afecto es correspondido y esos momentos de felicidad le dan nuevas fuerzas ante un futuro incierto: “quisiera coger al Destino por el cuello. Esta vez no conseguirá doblegarme” le dice a Wegeler. Sin embargo, la condesa Guicciardi demostró ser una muchacha frívola y egoísta, que flirteó todo lo que pudo con Beethoven para acabar casándose con un conde bastante mayor. Unos 50 años más tarde, la condesa se referirá a Beethoven tan solo como “su maestro de música”, añadiendo que casi siempre “iba vestido muy pobremente”. Parece que aunque Beethoven consiguiera la ansiada independencia profesional, para la aristocracia vienesa de la época un músico, por muy genial que fuera, seguía siendo poco más que un sirviente. En la primavera de 1802 la relación amorosa con la condesa Guicciardi está ya bastante estropeada. La sordera de Beethoven sigue su curso y, descontento con su médico anterior, decide ponerse en manos de un tal doctor Schmidt, que le aconseja trasladarse una temporada a un entorno tranquilo, solitario y silencioso. Beethoven decide pasar el verano en la pequeña localidad de Heiligenstadt, a las afueras de Viena, pero no sirve de nada. El aislamiento, la relación amorosa fracasada, el avance imparable de su sordera, todo ello hunde a Beethoven en un estado depresivo que le hace pensar en el suicidio. En octubre de ese mismo año escribe una carta a sus dos hermanos, que no llegó a enviar, y en la que refleja su desesperación, les deja sus posesiones y se despide de ellos para esperar la llegada de la muerte. Este escrito se conoce como el “Testamento de Heiligenstadt”, y es uno de los documentos cruciales en el estudio de la biografía de Beethoven. Sin embargo, lejos de quitarse la vida, unas semanas más tarde regresa a Viena con la Sinfonía Heroica rondando ya en su cabeza. Ya no habrá más testimonios ni cartas que reflejen su angustia, que seguramente no ha desaparecido, pero sí una voluntad de tomar de nuevo las riendas de su destino y de hacer una música completamente nueva. En esta mezcla de prosperidad y enfermedad, amor y decepción, desesperación y rebeldía, se fraguan las tres sonatas para violín y piano op.30, la sexta, séptima y octava de las diez que escribió Beethoven para esta combinación instrumental. Probablemente estaban ya terminadas antes del verano de 1802, y fueron publicadas en mayo de 1803 por la Cámara de Artes e Industria de Viena, las tres dedicadas al Emperador Alejandro I de Rusia. El Allgemeine Musikalische Zeitung, el periódico que había difundido críticas de las cinco sonatas para violín y piano escritas por Beethoven hasta entonces, se refirió a la sexta (la primera de las tres del op.30) como “en absoluto digna de Beethoven”. Se puede suponer que estaban estableciendo una comparación con las dos sonatas anteriores, es decir la cuarta op.23 y la quinta op.24, que fueron acogidas muy favorablemente por los críticos de ese periódico, y no con las tres primeras sonatas del op.12, juzgadas con más severidad. En cualquier caso, si al Allgemeine Musikalische Zeitung no le había convencido mucho la sexta sonata, que es quizá la menos rompedora del op. 30, nos gustaría saber qué podría pensar de las otras dos, que ni siquiera menciona y que plantean novedades más relevantes, en especial la séptima. Y es que tras el giro hacia el clasicismo de las sonatas cuarta y quinta, parece que Beethoven retoma el camino iniciado por las primeras hacia el desarrollo de un lenguaje más personal y transgresor. Las sonatas op.23 y op.24 se habían acercado también a un público de intérpretes aficionados gracias a su menor dificultad de ejecución. No ocurre así con las del op.30, en las que Beethoven parece obligar tanto al violín como al piano a plegarse a las exigencias de su música, y la consecuencia es una escritura instrumental incómoda, llena de saltos abruptos y digitaciones retorcidas que, si plantea ya problemas técnicos espinosos a los intérpretes profesionales, para los aficionados resulta francamente antipática. Parece ser que cuando Beethoven envió a Josefina Brunsvik, su amiga y consejera, las sonatas para piano del op.31, ésta dijo después de leerlas que esas obras “anulan todo lo que se ha escrito anteriormente”. Algo parecido se puede decir de las tres sonatas op.30, concebidas durante el mismo período de tiempo. Al igual que en el op.31, Beethoven coloca en primer y tercer lugar las sonatas de corte más clásico, dejando para la posición central la más personal e innovadora. El allegro inicial de la sonata nº 6, estructurado en forma sonata típica, es casi de estilo mozartiano y solo en su desarrollo aparecen momentos realmente novedosos, extraños incluso viniendo de Beethoven. El adagio central adopta la tradicional forma tripartita del lied, pero la larga coda tiene tal entidad que parece añadir una sección más. Es éste un buen ejemplo de lo que serán los grandes movimientos lentos del autor en los que, sin perder el lirismo, el habitual tono de romanza amable desaparece para dejar paso a la meditación profunda y la expresión de lo inefable. Para cerrar esta sexta sonata, Beethoven había escrito un Presto dinámico y virtuoso que después debió considerar demasiado extrovertido para el carácter general de la obra, ya que fue reemplazado por un tema seguido de seis variaciones que, con un tono general más intimista, constituyen un final más apropiado. El Presto pasaría a ser el último movimiento de la sonata nº 9 op.47 “a Kreutzer”. La octava sonata se abre con un animoso allegro, de nuevo en la forma sonata tradicional, quizás ahora más cercano al buen humor de un Haydn. En lugar de un gran movimiento lento central, Beethoven opta esta vez por un curioso minueto, indicado “ma molto moderato e grazioso”, posiblemente para no romper el dinamismo general de la obra. Este ímpetu culmina en el movimiento final, una especie de moto perpetuo con aire de danza popular. Reservemos nuestra admiración, sin embargo, para la séptima sonata en Do menor, segunda del op.30. Obra profundamente personal, aquí aparecen reflejadas todas las vivencias que llevaron a su autor a redactar el Testamento de Heiligenstadt, pero también muestra la voluntad de escribir música de una forma completamente nueva. Allegro con brio, reza el movimiento inicial: la misma indicación que los primeros movimientos del Concierto para piano nº 3 y la Quinta Sinfonía (todos ellos en Do menor, por cierto, y hay más ejemplos en la obra de Beethoven), composiciones que comparten todas el mismo tono a la vez heroico, sombrío y obstinado. La forma sonata es tratada aquí con enorme libertad, concentrando los temas en breves motivos que luchan unos contra otros, cambiando el carácter melódico del segundo tema por una especie de marcha militar, y añadiendo una importante coda final que actúa como un segundo desarrollo. El adagio que sigue, de una gran belleza melódica, vuelve al tono meditativo del segundo movimiento de la sexta sonata, esta vez con un carácter más resignado, aportando algo de consuelo después del implacable allegro inicial. De nuevo una larga coda viene a ampliar la estructura tripartita del movimiento. El breve y un tanto impertinente scherzo que sigue no debía complacer mucho a Beethoven, que al parecer pensó en retirarlo de la sonata en una edición completa de sus obras que un editor le planteó realizar en 1822 y que no llegó a llevarse a cabo. Sea como sea, el scherzo supone una eficaz transición entre el sublime adagio y el furioso allegro final, en forma de rondó-sonata, que recupera el carácter del primer movimiento para llevarlo hasta el extremo. Eclipsada por su hermana mayor, la sonata nº 9 op.47 “a Kreutzer”, la séptima sonata en Do menor no es quizá tan conocida por el gran público como debiera. Una prueba más de que si seguimos acercándonos a Beethoven, incluso hoy en día es posible que disfrutemos de una nueva experiencia.