Te bendecimos por los frutos de la tierra (Presentación de los dones) Ya han sido traídos al altar el pan y el vino, destinados a la ofrenda. Son alimento, pero en la intención de Cristo y de su Iglesia, serán “otro alimento”, no destinado a las necesidades de la carne, sino a las del alma, a las de la vida de hombres y mujeres que quieren traducir en el mundo, la vida de Cristo. Por esto, el pan dejará de ser pan y el vino no será más vino: ambos se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús. El Presidente de la asamblea eucarística pronuncia una “bendición ascendente” en la que Dios es reconocido (= bendecimos a Dios…, lo declaramos “bendito”… decimos cosas buenas de Él…) por el pan y el vino, frutos de la tierra, que serán para nosotros -una vez consagrados- Pan de vida y Cáliz de salvación. El pan y el vino se convertirán en “Eucaristía”, en la Acción de gracias de Cristo y de la Iglesia. Este pan y vino presentados son, además, “frutos del trabajo del hombre”: de muchos granos y de muchas espigas, de muchas horas de trabajo y desvelos, de mucho riego y cuidados, de mucha esperanza puesta en pequeñas semillas de donde surgirán el trigo y las uvas… También los hombres tenemos que ver con “la materia” de la Eucaristía, con estos dones de aquí-abajo que, unidos a los dones de allí-arriba, concluirán en el fruto santo que se nos regala en cada celebración de la Misa. Un Dios que es generoso nos brinda esos dones El que nos alimenta lo hace porque es providente. Nuestro Dios es quien “da el pan a sus amigos mientras duermen”: sin que nos despreocupemos de nuestras obligaciones, apoyamos nuestra confianza en un Dios que no es mezquino con su riqueza y ante nuestras necesidades. Por esto se hacen verdad las palabras del Salmo: “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles”, como también: “Si el Señor no custodia la casa, en vano vigilan los centinelas”. Sin el don de Dios, nada es posible. Con los dones de lo alto, todo lo podemos. La generosidad de Dios y nuestro esfuerzo producen el pan y el vino “que ahora te presentamos”. Unimos la presentación del pan y del vino a los bienes dados por los fieles Es sumamente conveniente -para que este momento de la misa cobre relievesuspender la celebración mientras se hace “la colecta” y los fieles ofrecen su limosna. Acompañado por un canto adecuado, mientras todos estamos sentados, este momento celebrativo lo vivimos como quienes van a la iglesia no sólo a recibir (el Pan y el Vino consagrados…), sino también a dar (la colecta en dinero y los bienes que los fieles deseen obsequiar, para ayuda a los necesitados). Una vez realizado este gesto generoso, procesionalmente se llevará todo al altar, cerrando la procesión el pan y el vino que, segregados del uso común, serán destinados “a convertirse en ofrenda”, que sólo lo será cuando el Cuerpo y la Sangre de Cristo estén sobre el altar, ara de sacrificio y mesa de banquete. ¡Cuántas reminiscencias bíblicas tiene “la vid”! Múltiples uvas tendrán vocación a convertirse en “cáliz de salvación o de bendición”. También es verdad que muchos granos de trigo serán un solo pan. Hemos proclamado a Dios como bendito, por el bien del pan y por la bondad del vino, de ese vino que alegrará el corazón del hombre. Todos los fieles, junto con el sacerdote, hemos ejercido el sacerdocio común, presentando los dones en orden a la futura ofrenda. Todos los sacramentos –y, de modo especial, la Eucaristía- son para el hombre, para nuestro crecimiento espiritual, para nuestra santificación, para la conformación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La Eucaristía no es una comida cualquiera: desayunamos y almorzamos en la cocina o en el comedor de nuestra casa, y no en un templo. El altar no es cualquier mesa: es mesa y ara, lugar del Banquete y de la Ofrenda sacrificial. No comemos a diario un “Pan de Vida”, sino pan común comprado en una panadería, ni bebemos el “Cáliz de salvación”, sino vino común en una copa de vidrio donde lo ponemos. El Pan de vida y el Cáliz de salvación en verdad lo son, una vez “eucaristizados”, como los antiguos llamaban a la consagración. Por el momento, presentamos un poco de pan y de vino, sacándolos del uso común. Y este “sacarlos” está mostrando otra vocación del pan común y del vino cotidiano de nuestras mesas: los “retiramos del circuito”, para darles otro destino. El pan común tiene capacidad de alimentar el cuerpo y hacerlo crecer. El Pan vivo bajado del cielo, el nuevo maná, tiene vocación de alimentar el alma, para que ésta pueda fortalecer al cristiano, hacerlo uno con Cristo moviéndolo, por la fuerza del Espíritu, a la comunión con Dios y con los hermanos. ¿Por qué…? Porque el que recibe el Cuerpo y la Sangre de Cristo “se convierte en Aquél a quien recibe”, al decir de san Agustín. * A semejanza de este momento de la celebración eucarística, también nosotros seremos, de algún modo, segregados del uso común, para ser consagrados a la vocación especial de un pueblo de hijos y de hermanos, que quieren convertirse en eucaristías vivas capaces de alimentar al prójimo y darles la misma vida que tuvo Jesús, Pan de los Ángeles, Pan vivo bajado del cielo… (Fr Héctor Muñoz OP – Mendoza – Argentina)