La Dama y la Vicuña

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La Dama y la Vicuña
Jaime Suárez González
La Dama y la Vicuñeta
La Dama y la Vicuñita
Estábamos en La Rioja, Argentina, a unos 60 km.
de Alto Jague, recorriendo el entorno de la Laguna Brava. Esta salada laguna se extiende blanca y mansamente
a los 4.200 m de altura, por más de 15 km. entre La
Pampa del Veladero y La Pampa del Peñón. Vivenciábamos en ella, la contemplación de asustadizos flamencos, una rala flora fomentada por las escasas afluencias
de agua dulce que se baten en perdida lucha contra la
salinidad de la laguna, un gran y huidizo zorro colorado,
transpirantes y pequeños geisers, el viejo asentamiento
inca -otrora importante centro humano en la zona, con
sus derruidas construcciones-, y el marco de grandes y
nevadas montañas en todos los sectores del horizonte.
Es un paisaje majestuoso y sorprendente que no se cansa
de admirar y descubrir.
Pronto el atardecer comenzó alargar sus sombras
mientras oscuros nubarrones iban cubriendo el cielo,
hasta ese entonces azul y brillante. Nos dirigimos hacia el
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Refugio Mulas Muertas, a unos 8 Km. de distancia, sorteando trozos del viejo y el nuevo camino en construcción. La llegada al refugio nos permitió emitir un suspiro
de alivio. Bajamos nuestras mochilas y equipo, y pronto
saboreamos un caliente té.
Luego salimos a
observar el clima y
las grises formas
que tomaban los
contornos de los
cerros que rodean
el refugio. Mirando
hacia el que está en
la parte posterior
nos sorprendió ver
la temblorosa silueta de un camélido que se recortaba
contra las negras nubes, trastabillando, cayendo y volviendo a levantarse, para volver a caer.
Enseguida pensamos en un animal enfermo o
herido, por lo que despaciosamente, con Estefanía, comenzamos a ascender hacia donde se encontraba en su
última caída. En unos minutos llegamos hasta él. Era una
vicuñita de muy frágil cuerpito, de muy pocos días de
vida, con dos inmensos ojos brillando en una pequeñita
cabeza, que se mimetizaba en el suelo junto a los amarillentos y múltiples coirones.
Al vernos llegar, intentó infructuosamente ponerse
en pie. Con dulces y suaves palabras Estefanía se acercó
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a ella tomándola con facilidad en sus brazos. Miramos en
derredor y no vimos ningún otro animal. Decidí subir
unos cerros aledaños para ver señales de su madre. Enero es un mes de parición para estos animales, pero lo raro
era que estuviese solo. Barajé algunas posibilidades al no
observar movimiento alguno por gran distancia de los
alrededores. O su madre lo abandonó, que suele suceder
aunque raramente. Que haya sido matada por alguien. O
que el recién nacido por alguna circunstancia se hubiese
separado de la manada y no se volviesen a reunir, lo que
me resultaba difícil.
Bajamos con el bello animalito hasta el refugio.
Estefanía, que está terminando la carrera de nutrición,
rápidamente le preparó una tibia leche e improvisó una
mamadera con un envase pequeño de agua mineral, cuya
marca por suerte la provee con pico. Acomodó la vicuñita primeramente en el suelo y poco a poco fue volcando
gotas de leche en su boquita. En el comienzo fue un natural rechazo, pero luego una aceptación que aumentaba
a medida que en su vacío estómago comenzaba a entrar
algo del vital líquido. Estaba hambrienta. Aceptó la mitad
del envase y quedó descansando y asimilando la comida.
Un poco después y ya en conformidad, en los brazos de
su nodriza terminó todo el líquido.
Un rato más tarde se paraba nuevamente sobre sus
patitas con algo de gracia. Alguien musitó: ¡Es más linda
que Bambi! La dejamos libre. Se fue alejando despaciosamente de nosotros hacia la laguna de la Mula Muerta.
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Pero a unos 100 metros se tiró exhausta en el suelo. Y
quedó ahí descansando. Pensé que era lo ideal. Si su madre andaba cerca la llamaría o se arrimaría a ella. Nos metimos dentro del refugio.
Pasaron dos o tres horas, hasta que en una mutua
mirada se cruzó la imagen del zorro rojo en nuestros cerebros. Salimos corriendo hasta donde había quedado
“Bambi”. Allí estaba, acurrucada y recibiendo cristalinos
corpúsculos de nieve que el viento comenzaba a traer.
Estefanía la tomó en sus manos y la acomodó dentro de
un gran horno de piedra existente frente al refugio. Preparó otra mamadera de leche, como cena, y maternalmente en medio de la tenue luz de una linterna se la dio
sorbo a sorbo. Ya aparecía la lengüita de la vicuña intentando succionar más alimento. ¡Excelente síntoma! musitó la dama. Ya era hora de ir a dormir. Comenzó a nevar más fuerte. Toda la noche hubo tormenta. Me alegré
de la decisión que habíamos tomado.
El amanecer era blanco. No existían imágenes definidas. Sólo la de los vehículos cercanos cubiertos de
nieve. Nos dirigimos al horno. Bambi estaba bien, aunque tapizado superficialmente su pelamen de nieve. Nuevamente sus grandes ojos de dirigieron a Estefanía. Ésta
nuevamente había preparado la mamadera con leche caliente. Y nuevamente comenzó la ceremonia de la alimentación, aunque ahora muy facilitada.
Estábamos contentos. Bambi se veía mejor, y no estaba
enferma como en algún momento habíamos temido. PePágina 5
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ro no pude dejar de sorprenderme gratamente cuando al
abandonar Estefanía el horno, el animalito inmediatamente se paró y salió raudamente tras ella. Con mansedumbre y alegría la seguía paso a paso, y cuando se paraba la dama, la vicuñita
daba vueltas en torno
a ella. ¡Había encontrado a su madre sustituta! ¡No pensaba
abandonarla por nada!
No podíamos dejarla
ahí. Su madre no había aparecido. Sería
víctima muy pronto
de un zorro o un león. Al retirarnos se acomodó en los
brazos de la dama en el asiento delantero del vehículo
disfrutando los rayos de sol que la acariciaban a través del
parabrisas, mientras afuera pelaba el frío. Viajó mansamente con nosotros.
El apreciado Don Cirilo Urriche y su excelente
gente, -los guarda parques de Jague-, se harían cargo de
ella. Así sucedió ya que con agrado esta gente la tomó a
su cargo. Mientras nos alejábamos una lágrima brilló en
el rostro de la dama. Viajero que pases por Jague, no dejes de admirar a la vicuñita.
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