Un cuento por Navidad Este cuento forma parte de una serie de relatos inéditos protagonizados por personajes disfrazados de Papá Noel que se mueven dentro de la tradición mediterránea del realismo social. Desde Escuela de Escritores esperamos que, como los personajes de Joujoujou, encontréis la fuerza y el coraje necesarios para afrontar el próximo año con vuestra dignidad intacta. El autor: Jorge Dionisio López Jorge Dionisio López nació en Benavente (Zamora) en 1974. Es licenciado en periodismo y, entre otros medios, ha trabajado en SER, RNE, Ràdio Gràcia, Sport, Marca y Metro. También, en los gabinetes de comunicación de la ACB y Alcatel-Lucent. Actualmente, es profesor de la Escuela de Escritores y mantiene su blog jorgedioni.com. Joujoujou El teléfono sonó una, dos, tres veces. La fanfarria de Star Wars brotó del abrigo rojo con ribetes blancos hasta enfrentarse con el hilo musical. En el regazo del hombre disfrazado de Papá Noel, una niña con un moco en la punta de la nariz. A él le parecía que buscaba cómo limpiárselo desde que se había subido a sus rodillas y trataba de evitarlo con un balanceo cada vez menos disimulado que había estado a punto de provocar la caída de la niña en un par de ocasiones. No podía dejar que se le manchara el traje. Ese año, el centro comercial había obligado a todos los que trabajaban en la campaña de Navidad a comprarse los disfraces y aún le quedaban muchos días. Cada noche, lo rociaba con quitaolores y, por la mañana, combinaba desodorante y perfume. No podía permitirse tener que meterlo a la lavadora ni, mucho menos, llevarlo a la tintorería. El teléfono volvió a sonar. De nuevo el chaaaan-chanchan-chan-chan-chaaaan-chan. Si algún responsable se daba cuenta, pensó, tendría problemas. Se añadió que, quienquiera que fuese, debería estar muy cerca para oír su móvil por encima del Noche de Paz versión bachata del hilo musical. Sonrió haciendo que se moviera la barba blanca y le preguntó a la niña si tenía más deseos. Otra vez el teléfono. Cógelo, dijo la niña, me da igual. El hombre le pidió que siguiera con su lista de regalos. Anda, cógelo, insistió, a ver si te deja de picar el culo. No me pica nada, respondió el hombre tras comprobar que la señora que estaba con ella miraba una oferta de dulces de Navidad. Entonces, es que me quieres sobar. No te estoy haciendo nada, susurró el hombre, me estoy defendiendo del moco que tienes en la nariz. ¿Qué moco?, dijo la niña acercando su rostro a la barba. El hombre respingó. El panel de Feliz Navidad impidió que el trono se venciera, pero no que la niña acabara en la caja de regalos. Joujoujou, gritó el hombre y la sacó por la cintura. Le acarició el moflete y le dio un paquete azul de la caja. La barba huele a mierda, dijo la niña antes de marcharse corriendo. Sin aparentar prisa, el Papá Noel se dirigió a los vestuarios y, una vez allí, sacó el móvil. Tres llamadas de su mujer. —Qué coño pasa. Estoy trabajando. Me pueden echar si oyen el teléfono. —Ha surgido un problema y no llego a por el niño. —¿Qué? —Que no llego. Hoy sale a la una y media y no puedo escaparme antes. Tenemos un problema con un envío y hasta las tres, imposible. —Joder, yo no puedo. ¿Has hablado con tu madre? —Están en el pueblo. Y tus hermano, también. —Mierda. —Por favor, tráemelo a la oficina y ya vamos los dos a casa. —No me puedo ir de aquí dos horas. Y los veinte minutos que tardo en cambiarme. —No se me ocurre otra cosa. Volvió al trono, donde ya había tres niños esperándolo. Cogió al primero por la cintura y trató de acercarle las barbas, pero el niño se separó estornudando. La madre le explicó que tenía alergia a la lana y sus derivados y se lo llevó para echarle unas gotas en los ojos. El segundo niño dijo que prefería quedarse sin beso y comenzó la retahíla. Pero en rojo, eh, que el año pasado fue el azul. En rojo, repitió. El hombre sonrió ladeando la cabeza y el niño insistió con el color. Tienes que portarte bien, dijo el Papá Noel. ¿Qué te he dicho?, dijo el niño. Rojo, respondió. Pero, ¿el qué? ¿Qué se dice?, interrumpió una voz femenina. No podía aguantar más. Aunque había varios niños esperando, decidió levantarse e ir a ver al encargado para pedirle avanzar tiempo de la comida y ampliarlo un poco más. Le pediría una hora y, al volver, ya le ofrecería explicaciones, si es que estaba. Normalmente, no aparecía antes de las seis. En la puerta, dudó entre decirle que su madre estaba muy enferma, que su mujer había tenido un accidente o que le habían llamado del colegio de su hijo. Optó por esta última y no necesitó dar muchas explicaciones. El tipo solo le pidió que estuviera de vuelta antes de las cuatro y media. Es cuando se cansan de los burguers y vienen para aquí. Volvió a su trono y, a la primera ocasión que tuvo, cerró la pequeña Laponia con un cordón negro. La niña del moco pasó con un gorro rojo con pompón blanco y le hizo burla. Tras responderle extendiendo el dedo, el hombre se metió en el bolsillo un paquete de la caja de regalos, uno pequeño. Ni siquiera intentó cambiarse. Salió del centro comercial a las doce y media y, corriendo, se dirigió a la parada del autobús. Por detrás, escuchaba las bromas, Joujoujou, dónde has dejado el trineo, tráeme la psp, capullo, o, la más ingeniosa, Rudolph te prestará los cuernos porque se está follando a Mamá Noel. En el autobús, tuvo que apartarse la barba para que el conductor comprobase que el abono le pertenecía a él y, al sentarse, no le abandonó el ligero murmullo. Nada comparable con el colegio. Una manada de niños chirriantes lo rodeó enseguida pidiéndole aspitos, caramelos o lo que fuera. Danos algo, gritaban, danos algo. Al principio, repartía carcajadas mientras buscaba a su hijo, pero, en cuanto notó que le tiraban de la chaqueta y del pantalón, comenzó a apartarlos como a chuchos. Déjelos, hombre, que no hacen nada, le dijo una voz femenina, son niños. Me van a romper el traje, respondió el hombre. Joder, vaya espíritu, voceó otra. Su hijo estaba apoyado en un banco, junto a la puerta principal, jugando con una maquinita. Lo llamó. El chico levantó la cabeza, pero volvió a la pantalla y comenzó a andar. Casi junto a él, el hombre se apartó la barba y volvió a decir su nombre. Los niños que aún lo rodeaban se quedaron paralizados. La primera voz de mujer comenzó a gritarle, ¿no le da vergüenza?, ¿no le da vergüenza? El hombre cogió a su hijo de la mano y se alejaron del colegio, donde cada vez más voces lo increpaban. —¿Qué haces, papá, déjame? —He venido a buscarte. Mámá no sale hasta las tres. —Podía haber venido la abuela. —No está y mamá no quiere que vayas solo. —Pero podrías haber venido normal. Todo el mundo se va a reír de mí. —Estoy trabajando. —Eso no es un trabajo. Mamá tiene un trabajo. —Trae la nintendo. El niño dio un grito y comenzó a correr. Sin moverse, el hombre extendió la mano. No, por favor, por favor. La mano no se replegó y el niño acabó depositando allí el aparato. El hombre se lo guardó en el bolsillo. —Esta mierda salió de tres días haciendo de Drácula. —Lo siento, papá. El hombre comenzó a andar. El niño lo seguía a un par de pasos, mascullando algo incomprensible. De repente, el hombre se detuvo. —¿Dónde quieres ir? —¿Me das la nintendo? —En casa hay comida, pero podemos ir al centro, cerca de la oficina de mamá. —Pero, ¿me das la nintendo? —¿Dónde quieres ir? —Al centro. No quiero encontrarme con nadie del barrio. —¿Tienes dinero, no? —Sí, mamá siempre me deja algo por si acaso. —Es que en estos bolsillos no se puede guardar nada. —La nintendo, sí; ¿me la das? Al ir a buscar la maquinita, se encontró con el paquete de la caja de regalos del centro comercial. Se lo dio. El pequeño entusiasmo que había provocado el envoltorio se difuminó con el resultado. Es una barba, dijo el niño. ¿Por qué no te la pones? ¿Me das la nintendo? En cuanto se sentaron en el autobús, el hombre le dio la maquinita y el niño se hocicó en la pantalla. Por detrás, una voz de niña preguntaba si ese que tenía un Papá Noel para él solo se había portado muy mal o muy bien. Un adulto balbuceaba. Se bajaron del autobús y comenzaron a andar sin rumbo. El hombre miraba los precios anunciados en los escaparates de los sitios de comer y el niño trataba de guiar a Donkey Kong a través del Reino Sandía para enfrentarse al Jabafante. Desembocaron en la Plaza Mayor, donde el hombre volvió a verse rodeado por un grupo, esta vez, más heterogéneo. Además de niños, había adolescentes, adultos y turistas. Los jóvenes, con gorros rojos y cuernos de reno, se apretaban contra él para sacar fotos con sus móviles y los últimos trataban de convencerlo para que posase en medio de algún grupo. Perdió de vista al niño y comenzó a gritar que lo dejaran en paz, que estaba hasta los huevos. Antes de que el desconcierto se transformase en agresividad, como en la puerta del colegio, decidió huir y comenzó a llamar a su hijo. Respondió enseguida. Juntos, salieron por una de las bocacalles. El hombre miró el móvil: las dos menos cuarto. Envió un mensaje a su mujer para preguntarle si todo iba bien y seguían quedando a las tres. Le respondió que sí, un poco antes, incluso. El hombre cogió al niño de la mano y comenzaron a andar en dirección a la zona de oficinas. El tercer sitio lo convenció. Menú del día por once. ¿Cuánto tienes?, preguntó al niño. Veinte, le respondió. Entraron. El hombre pidió macarrones y albóndigas para el niño y caña y pincho de tortilla, para él. ¿Por qué no pides dos platos? Es que no quiero mancharme el traje de tomate. Tengo que volver esta tarde. Y mañana, añadió el niño. —Hasta que venga el de verdad. —Y, entonces, nos iremos al pueblo, con los primos. —Un par de días, quizá, después tengo más trabajo. —¿De paje? —¿Qué te crees?, de Melchor. —Podrás aprovechar la barba. Cuando el hombre acabó, el niño aún estaba por el primer plato. ¿Quieres la nintendo? Al salir, el hombre le dio al niño la vuelta y retomaron el camino hacia la zona de oficinas. El niño le preguntó a qué había jugado y el hombre le respondió que al comecocos, al Arkanoid y al Mario. La conversación duró hasta llegar al edificio donde trabajaba la madre. A las tres menos cuarto, el hombre le hizo una llamada perdida. Ahora bajo, respondió en un mensaje. Cuando apareció, lo primero que oyeron fue su risa, Joujoujou. Vete a la mierda, le dijo el hombre antes de besarla. Tienes que lavar esta barba, dijo ella al separarse para apretujar al niño. Después, volvió al hombre, apartó el peluche blanco y le rebozó los labios en la cara. —¿Qué me vas a traer?, Papá Noel, he sido muy mala. El hombre se limpió el rostro con el brazo y, sin dejar de sonreír, volvió a ponerse la barba. Joder, le dijo la mujer, no sabía que ibas a venir así. —Joder, cariño, te lo dije. Tardo veinte minutos en ponérmelo y, además, no voy a dejarlo allí. Puede venir cualquiera y llevárselo. —Tú sabrás. El niño se acercó a la madre con una esponja blanca en la mano. —Mira, papá me ha regalado una barba. —Anda póntela. —No porfa, mamá. —Venga, póntela y os hago una foto a los dos. El niño se ajustó la barba. No dejaba de mover la cara y de recolocársela. Me estoy comiendo esto, decía. Venga colocaos, gritaba la madre, tenéis que reír Joujoujou. La mujer tiró un par de fotos con el móvil. El hombre dijo que se tenía que ir enseguida. Anda, quédate cinco minutos. Pasearon por los bajos de la zona de edificios, frente a los escaparates de las oficinas. Todas las garitas se volvían al verlos. Algunos levantaban la mano y pedían un regalo. Me tengo que ir ya, dijo el hombre. Volvieron a besarse. No te olvides de dejarme la barba en el lavabo para que le dé un agua por la mañana. El hombre llamó al niño, que intercambiaba burlas con una recepcionista. Lo cogió por la cintura y lo inundó de barba. —Ay, que me picas. —Y tú también.