LA OBSERVANCIA REGULAR Escuela para la Contemplación Dominicana* INDICE GENERAL INTRODUCCIÓN Fr. Carlo Avagnina, O.P.............................................................................................3 DE LAS OBSERVANCIAS A LA OBSERVANCIA REGULAR Fr. Bernardino Prella, O.P. ...................................................................................5 UNA LECTURA SAPIENCIAL DE LCM n. 35 Fr. Viktor Hoffstetter...........................................................................................19 LA VIDA COMÚN Fr. Carlo Avagnina, O.P......................................................................................31 LA ORACIÓN LITÚRGICA Y SECRETA Sor Mary Martin Jacobs, O.P...............................................................................53 EL ESTUDIO COMO ELEMENTO DE LA ESPIRITUALIDAD DOMINICANA Fr. Franz Müller, O.P...........................................................................................61 LA CLAUSURA Monasterio Matris Domini – Bérgamo ...............................................................77 EL SILENCIO Monasteiro Madonna della Neve – Pratovecchio................................................93 EL HÁBITO Monasterio Ara Crucis – Faenza.........................................................................99 EL TRABAJO Monasterio Beata Margarita de Saboya – Alba.................................................109 LAS OBRAS DE PENITENCIA Monasterio Santa Ana – Nocera........................................................................117 *Se les agradece a las monjas de Italia, a los distintos autores y a Sor María de Jesús (Monasterio de la Piedad, Palencia, España) que nos han proporcionado y traducido este documento para que llegue a las monjas del mundo de habla española. ¡Muchas gracias! 3 Ordo Praedicatorum CURIA GENERALITIA Roma, Pentecostés 1995 Queridas hermanas: Después de la publicación de los dos Números Monotemáticos sobre la Clausura y sobre el Gobierno Dominicano, aquí está el tercer volumen: “La Vida Regular Dominicana, escuela para la Contemplación”, que constituye un amplio comentario a LCM 35. También este forma parte de un programa de formación permanente en el tema de la espiritualidad dominicana. Es un volumen de una cierta complejidad, que ha requerido un serio y largo estudio de profundización. Querría remarcar claramente que aunque el tratamiento explícito concierne a los varios medios de la observancia regular: los principales, como la vida común, la liturgia y la oración secreta, los votos y el estudio, y los secundarios, como la clausura, el silencio, el hábito, el trabajo y las obras de penitencia, el fin de esta búsqueda es la Contemplación. El tratamiento, de hecho, no tendría sentido si no fuese leído a la luz y en la constante búsqueda de la Contemplación Dominicana. Un brevísimo comentario sobre los artículos: P. Bernardino Prella, O.P., presenta un excursus sobre el paso ocurrido en la Orden, de las observancias regulares precedentes a la actual “observancia regular”, y cuáles son las consecuencias. P. Víctor Hofstetter, O.P. ha desarrollado una reflexión sapiencial sobre LCM 35. Yo he tratado de trazar una panorámica sobre los nuevos elementos emergentes con respecto a la vida común, en los últimos Capítulos Generales de la Orden. El artículo sobre la Liturgia y la oración secreta es de Sor Mary Martín Jacob, O.P., Priora del Monasterio de Summit, Estados Unidos, que gentilmente ha permitido la traducción y publicación. P. Franz Müller O.P., actual Superior de Zurcí y que ha desempeñado el oficio de Maestro de Estudiantes de la Provincia Suiza durante varios años, profundo conocedor de Santo Domingo y de sus primeros biógrafos, ha tratado del estudio. Como pronto notaréis, no se han insertado los votos, por el hecho de que ya poseemos la magnífica presentación del P. Timothy Radcliffe, en su carta “Enviados a la Misión”. Los otros cinco artículos, y esta es una estupenda novedad, han sido elaborados por algunas comunidades de Monasterios italianos, donde se encuentran unidas la reflexión teológico-espiritual y la amplia experiencia. Pero lo que más cuenta es que tales artículos, en sus borradores, han sido largamente discutidos y profundizados comunitariamente. Resulta, por tanto, un notable trabajo de colaboración. Estos son: 4 Matris Domini – Bergamo (clausura), Pratovecchio (silencio), Faenza (hábito), Alba (trabajo), Nocera (obras de penitencia). Espero y deseo que cuanto ha sido presentado por los Monasterios sea solo un pequeño anticipo de más colaboraciones futuras. Confío que este amplio estudio sobre los medios, en orden a la Contemplación, en el ámbito de la espiritualidad dominicana, sea antes que nada un eficaz fermento de renovación para los Monasterios italianos, pero también un humilde y devoto servicio a toda la Familia Dominicana. Con afecto fraternal, P. Carlo Avagnina, O.P. Vicario Del P.M.O. sobre los Monasterios italianos 5 DE LAS OBSERVANCIAS A LA OBSERVANCIA REGULAR P. Bernpardino Prella, O.P. I – UNA LECTURA DE LCM 35 I DE LCO 39-40 1.1. INTRODUCCIÓN ¿Observancias o bien observancia? A primera vista podría casi parecer una discusión marginal, cuando no incluso superflua. Sin embargo, la diferencia es grande y muy importante. De hecho, de una concepción estática de las observancias regulares o monásticas –determinadas de una vez para siempre1- se nos invita, más aún, estamos comprometidos, a pasar a una nueva responsabilidad comunitaria para configurar concretamente, y por tanto, en el propio tiempo, en el propio lugar y en la propia cultura, una forma auténtica de vida dominicana. Las “nuevas Constituciones” nos comprometen a construir un modo de ser dominicos y dominicas “hoy”, para vivir auténticamente “hoy” el carisma de Santo Domingo. Fieles a sus raíces, adecuado a las exigencias del momento presente y capaces de la creatividad que el continuo careo con el desarrollo de la historia de la salvación genera en todos los grandes dones del Espíritu. El número 35 del LCM (Liber Constitutionum Monialium Ordinis Praedicatorum, 1986; Constituciones de las Monjas de la orden de Predicadores, Valencia 1987), en su novedad y en su reelaborada formulación, ofrece además a las monjas dominicas, involucrando a todas en esta nueva y grave responsabilidad, un instrumento específico para responder a la insistente petición que la Iglesia misma, ya desde hace años, dirige a la vida religiosa: “En estos tiempos se exige de los religiosos aquella autenticidad carismática, vivaz e imaginativa, que brilló fúlgidamente en los Fundadores” (Potissimum Institutioneis 67, citando Mutuae relationes 23). Trataremos ahora, aunque sea brevemente, de descubrir y profundizar un poco en el valor de la novedad de este primer número del artículo sobre La observancia regular del LCM. Examinaremos primeramente la articulación interna, ayudándonos de algunos replanteamientos acaecidos en toda la Orden con ocasión del Concilio Vaticano II, y después esbozaremos una interpretación, para poner en evidencia algo de su potencialidad vital y de su urgencia. 1 No se puede considerar sabio el no estar dispuesto a reconocer el valor de prácticas de vida experimentadas como positivas durante siglos, pero sin embargo puede parecer sabio saber reconocer las adaptaciones que en los mismos siglos han sufrido estas prácticas, y saber también valorar lo que hoy estamos todavía practicando y viviendo –dado que se puede practicar sin vivir... -, en vistas a la evangelización, que es el propositum – fin de la Orden. 6 1.2. LA OBSERVANCIA REGULAR Y LOS ELEMENTOS QUE CONSTITUYEN LA VIDA DOMINICANA El número 35 del LCM puede presentarse como un ejemplo típico del enraizamiento de la legislación de las monjas. Es una fioritura específica de la legislación de la Orden de Predicadores, con su sabiduría y su particularidad propia, pero al mismo tiempo brota enraizada en la reflexión y en la legislación de los frailes. No es difícil notar el paralelismo de estos tres párrafos con los números 39 y 40 de LCO2. 35. § I La observancia regular, recogida de la tradición por Santo Domingo o renovada por él, dispone el estilo de vida de las monjas en forma tal que les ayuda en su decisión de seguir más de cerca de Cristo y a realizar con mayor eficacia la vida contemplativa en la Orden de Predicadores. Mirando a las primeras hermanas que el Bienaventurado Domingo estableció en el Monasterio de Prulla, en el centro de su “Santa Predicación”, las monjas, viviendo unánimes en casa, imitan a Jesús, que se retiraba al desierto para orar. De esta forma son un signo de la Jerusalén celeste que los frailes construyen con su predicación. Efectivamente, las hermanas en la clausura se consagran completamente a Dios, y, al mismo tiempo, perpetúan el carisma especial que el Bienaventurado Padre tuvo para con los pecadores, los pobres y los afligidos, llevándolos en el sagrario íntimo de su compasión. § II. Pertenecen a la observancia regular todos los elementos que integran nuestra vida dominicana y la ordenan mediante la disciplina común. Entre estos elementos destacan la vida común, la celebración de la liturgia y la oración privada, el cumplimiento de los votos, el estudio de la verdad sagrada, para cuyo fiel cumplimiento nos ayudan la clausura, el silencio, el hábito, el trabajo y las obras de penitencia. § III. A fin de permanecer fieles a su vocación, es necesario que las monjas estimen en mucho la observancia regular, que la amen de corazón y se esfuercen en llevarla a la práctica. 2 Por comodidad, transcribimos el texto de los tres párrafos de LCM 35 en la traducción española, aprovechando la ocasión para hacer notar que la traducción del LCM requiere una atenta revisión sobre el texto original latino. Transcribimos, además, el texto de LCO 39-40: 39.- La observancia regular, recogida de la tradición por Santo Domingo, o innovada por él, dispone nuestro estilo de vida en forma tal que nos ayuda en nuestra decisión de seguir a Cristo, y a que podamos realizar con mayor eficacia nuestra vida apostólica. A fin de permanecer fieles en nuestra vocación, es preciso que estimemos en mucho la observancia regular, que la amemos de corazón y nos esforcemos en llevarla a la práctica. 40.- Pertenecen a la vida regular todos aquellos elementos que constituyen la vida dominicana y la regulan mediante la disciplina común. Entre ellos destacan la vida común, la celebración de la liturgia y la oración privada, el cumplimiento de los votos, el estudio asiduo de la verdad y el ministerio apostólico, a cuyo fiel cumplimiento nos ayudan la clausura, el silencio, el hábito y las obras de penitencia. 7 El primer párrafo del § I es casi la simple transcripción de la primera proposición del número 39 del LCO. La diferencia más significativa se refiere, obviamente, a la realización de la vida contemplativa en la Orden de Predicadores, que sustituye a la vida apostólica del LCO. Otra adaptación obvia es una diferencia no inmediatamente clara: el texto latino de LCM dice promovet, que sustituye ordinat del LCO. El segundo párrafo del mismo parágrafo es totalmente nuevo. El § II retoma el número 40 del LCO, con dos variaciones importantes y otras un poco curiosas: en la edición latina, la vida dominicana se define como nuestra; la orationes secretae (LCM) sustituye a la oratio privata (LCO); el studium sacrae (como en las Constituciones de los frailes de 1954, n. 4) veritatis (LCM) ocupa el puesto del studium assiduum veritatis; se omite el ministerium apostolicum y se añade un labor a los elementos que ayudan a aquellos que constituyen nuestra vida. Por fin, el § III es simplemente una adaptación de la segunda proposición del LCO 39. Sabemos además que el texto actualmente en vigor, de 1986, es ya el fruto de una revisión, que ha insertado en LCM 35 §II todo el número 40 del LCO, si bien con las modificaciones ya indicadas, y no solo la primera proposición, que es la parte más significativa y fundamental. Sin conocer todo el trabajo anterior a la elaboración de estos textos, no se puede más que subrayar las diferencias de las dos redacciones oficiales sucesivas. En la redacción de 1971, los tres parágrafos en cuestión, que entonces correspondían a LCM 40, estaban divididos de modo diferente: el § I estaba compuesto por la primera proposición de LCO 39, que a su vez comprendía solo la primera proposición de LCO 40, la fundamental. El § II estaba constituido por el texto nuevo que ahora es el segundo párrafo del § I , mientras el § III, igual al actual, era una simple adaptación de la segunda proposición de LCO 39. Sin embargo, no aparecía la segunda proposición de LCO 40, que ahora está presente también en LCM 35 § II, trasladando así la parte que podríamos definir como la más descriptiva y ejemplificativa, pero que, sin embargo, plasmaba con claridad la distinción entre la observancia de los elementos fundamentales de la Orden, regulados por la disciplina común, y las ayudas, esto es, las antiguas observancias monásticas que permanecen, y que favorecen la práctica fiel. La afirmación más novedosa y, a mi parecer, más importante, se encuentra al inicio del § II, donde se afirma que pertenecen a la observancia regular todos los elementos que integran nuestra vida dominicana. Las Constituciones de la Orden, por tanto, no indican las “prácticas” o los “ejercicios” particulares, sobre todo los comportamientos 3 que deberían adoptarse, casi desde el exterior, en la vida dominicana, sino que proponen lo primero de todo la práctica de la misma vida dominicana, todos los elementos que la constituyen. 3 Por “comportamientos” entiendo la uniformidad de los gestos externos que con demasiada frecuencia definían el buen religioso o la buena religiosa: capucha calada, manos bajo el escapulario, ... y que eran la parte más importante de los distintos Speculum de los noviciados, estudiantados, etc. 8 A propósito de esto, para captar la novedad del texto, puede ser interesante recordar brevemente cuanto afirman las Constituciones precedentes, ya sea de los frailes o de las monjas. Las Constitutiones Fratrum S. Ordinis Praedicatorum de 1954, en el número 4, entre los “medios” para conseguir el fin de la Orden, indican la vida regularis cum observantiis monasticis, recomendando, en el n. 5 § I, el ejercicio uniforme, y en los números 591-626 delinean los contenidos, tratando de la comida, ayunos, servicio de la mesa, lectura durante la mesa, hábito, rasura, dormitorio, celdas, camas, clausura, cartas y, por fin el silencio, suministrando así un breve elenco fijo de actividades prácticas para desarrollar, lugares para obrar, comportamientos para uniformar. Las Constituciones de las Monjas de la Orden de Predicadores de 1931, a su vez, también invitando desde el primer número, pero de modo muy general, a ser “uniformes en la observancia de las mismas Constituciones”, cuando el n. 6 indican los medios prescritos “por el santísimo patriarca Domingo”, no hablan explícitamente ni de vida regular ni, y esto es un poco sorprendente, de observancias monásticas”, aunque sí citan “los ayunos prescritos y las maceraciones corporales”. En las Constituciones de las monjas de 1931, no se encuentran, por tanto, números explícitos que traten de las observancias regulares y monásticas, o de la vida regular, teorizándolas o fundamentándolas, pero tiene dos partes, del n. 177 al 208 y del 301 al 340, donde se encuentran muchos números que regulan los comportamientos, lugares, estructura de los instrumentos y su uso, también de modo mínimo, y que solo raramente se refieren al término observancia (por ejemplo, cfr. n. 200). Aunque no sea tenido por todos ni el más feliz, ni el definitivo, hay que admitir que la intención de las Constituciones actuales de distinguir los elementos constitutivos de la Orden de la observancia regular que los disciplina, y de las ayudas que favorecen la realización, ha sido un esfuerzo relevante de clarificación, para salir de ciertas ambigüedades. De hecho, puede ser importante recordar, a modo de ejemplo, que, en el n. 207 del LCM de 1931, la recitación solemne del Oficio Divino viene considerada la primera entre las principales observancias dirigidas a la divina contemplación, manifestando así una cierta ambivalencia del término observancia, que entonces no era distinto del que hoy viene definido como los elementos, por los que la Orden se constituye, y que no pueden ser sustancialmente cambiados (cfr. LCO 1, § IV y VIII). Esta ambivalencia parece precisamente anticipar, y por tanto, ser un antecedente de la nueva concepción de la observancia regular entendida como práctica de los elementos fundamentales del carisma dominicano. 1.3.- UNA NUEVA METODOLOGÍA PARA LA OBSERVANCIA REGULAR El § II del n. 35 de LCM contiene sin embargo, otra novedad, no menos importante. Es la indicación de un nuevo método para determinar los contenidos concretos de la observancia regular: la disciplina común. Por tanto, no solo se propone un contenido nuevo, sino una vía nueva: el capítulo del monasterio, o del convento, es llamado y comprometido en una nueva responsabilidad de programación y de verificación, no solo de las actividades, sino de la misma vida de la comunidad. 9 La determinación de la disciplina común, de hecho, es una de las funciones principales del capítulo, que debe examinar y decidir las cosas más importantes, de modo particular el directorio del monasterio (cfr. LCM 201 y 184), y, paralelamente, cuanto respecta a la vida común, apostólica y la administración del convento (cfr. LCO 307). Un encontrarse entre hermanos y hermanas que, deseosos de la misericordia de Dios, se interrogan hasta qué punto su vida común y personal y sus actividad son lugares de transparencia y de difusión del Evangelio; que juntos escuchan las riquezas y las urgencias que el Espíritu suscita en la humanidad entera, sobre todo allí donde viven; que en la escucha recíproca y de la propia historia, saben formular y reformular su fraternidad, la fidelidad a su llamada de parte de Dios, su modo de permanecer ante y en el Misterio, de dejarse iluminar por la Verdad, de ser fieles a sus intuiciones, tanto las más profundas como a las más creativas, y que quieren ofrecerse a Dios y al Mundo, porque son apóstoles... Esto es un capítulo dominicano. La disciplina es común porque es organizada por todos, porque está enriquecida por el don de cada uno, porque involucra a toda la comunidad y es observada por todos. A{un más, permanece común cuando un religioso, para conseguir mejor una finalidad de la Orden, es dispensado de la observancia de algunas decisiones particulares. De hecho, el superior mismo que concede la dispensa es garante ante la comunidad que todo ello no está en contraposición a las decisiones comunitarias, sino en orden a aquella finalidad común que funda todavía más profundamente nuestra comunión. 1.4.- ALGUNAS RAÍCES DE ESTA NOVEDAD Esta innovación de nuestras Constituciones tiene su historia recientísima, una menos reciente y su fundamento que es esconde en el misterio del mismo carisma de la Orden. La expresión “observancia regular” en la Orden ha sido usada también antes de 4 1968 fecha de las nuevas Constituciones, pero indicaba la práctica conjunta de las observancias monásticas o regulares. También la sustitución de osservantiae monasticae con osservantiae regulares querida en 1965 por los definidores del capítulo general de Bogotá 5, ha sido propuesta únicamente como fórmula usual en la Orden .Algunos religiosos, por tanto, justamente la han entendido simplemente como un cambio de forma, esto es, un simple cambio de términos, un retomar términos más tradicionales en la historia de la Orden, y por tanto, como un “purismo histórico”6. Este cambio de terminología no quería ser, y por tanto no hubiera podido aparecer como una toma de posición en la discusión que desde algún tiempo 4 Cfr. por ejemplo: Acta capituli generalis diffinitorum S.O.F.P. Bogotae [...] celebrati [...], Romae 1965, p. 110 5 Ibidem n. 88, p. 62 6 P. André Duval en julio de 1966, en una nota privada escrita a P. Bedouelle y que él gentilmente me ha hecho llegar, precisa a este propósito que la propuesta de la Comisión para las Constituciones instituida por el capítulo de Tolosa tenía la siguiente motivación: terminus quo Ordo semper usus est. Más aún, P. A. Duval recuerda también que el término “monástico” fue usado para definir el estilo de vida dominicano desde el P. Lacordaire en adelante (cfr. Lacordaire, Mémoire de 1852, p. 39) y que después ha sido retomado por el capítulo de Gand del 1871, y por tanto insertado en el n. 14 de las Constituciones del P. Jandel (1872), y de ahí ha pasado después al n. 4 de las Constituciones en vigor en el 1966. 10 existía en la Orden7, contra aquello que para otros podía, y quizá aún hoy puede ser definido el estilo “monástico” de la vida dominicana8. La Comisión permanente sobre la Vida de los Frailes y sobre el Gobierno de la Orden, que desde el capítulo de Bogotá estaba encargada de preparar una mejor redacción de todo el n. 49, y el Capítulo de River Forest (1968), que ha aprobado las nuevas Constituciones, en el § IV de la Constitución Fundamental han reformulado el texto de un modo mucho más profundo. De hecho, han eliminado las expresiones plurales de observancias, monásticas o regulares, y han introducido el nuevo concepto de observancia regular. Es necesario, sin embargo, tener presente que la Orden más veces (en 1228, 1872, 1932) ha reflexionado y tratado de definirse a sí misma, a veces también con grandes cambios (solo en el 1924 el studium sacrae veritatis ha sido indicado como un valor sustancial), y que el Concilio Vaticano II ha pedido de modo autorizado un “aggiornamento” a todos los institutos religiosos. La reflexión acaecida en la Orden después del Concilio la ha inducido a describirse en una Constitución Fundamental, que seguramente podrá mejorarse y deberá desarrollares, pero que no puede no ser apreciada y sustancialmente compartida. Esta reflexión no está terminada, sin embargo, en el 1968, sino que ha continuado en capítulos generales sucesivos produciendo profundizaciones de notable interés. Más aún, para ser fieles a la comprensión que la Orden tiene actualmente de sí, y a las indicaciones que los religiosos recibimos del Magisterio, esta reflexión debe y deberá continuar para siempre10. El carisma de la Orden, de hecho, comprende también una visión de la vida religiosas y, más profundamente, de la misma vida humana, visión que se encuentra en la raíz del compromiso continuo de renovación. Sigmon Tugwell en su intervención en las Notas de trabajo preparatorias al capítulo general de Walberberg (1980)11, afirma que la elasticidad legislativa de la Orden, casi fundada sobre el deber del apóstol de “hacerse todo para todos, a fin de salvar a alguno” (1 Cor. 9, 22), desde siempre se ha encontrado en oposición con las intenciones de los primeros Cistercienses, que a su vez tendían a “precisar al detalle un modo de vida que 7 Como introducción, para un mayor conocimiento de la discusión, sobre todo en Italia, cfr. Innocenzo COLOSIO, Saggi sulla spiritualitá domenicana, L.E.F., Firenze 1961, pp. 44-51. 8 Parece útil, a propósito de esto, profundizar en la componente regular de la “canonicidad” escogida por Domingo. Él, de hecho, no era un canónigo simplemente, sino canónigo regular. Pe parece además muy oportuno subrayar la novedad de la Orden, precisamente como síntesis vital nueva, síntesis que junto a grandes novedades comprende también elementos precedentes, obviamente, pero no me parece que estos elementos asumidos de la tradición puedan ser utilizados para definir la Orden en su específica novedad. 9 Acta capituli generalis diffinitorum Sacri Ordinis FF. Praedicatorum Bogotae [...] celebrati [...], Romae 1965, n. 268, pp. 119-120 10 Cfr. el segundo párrafo de LCO I, § VII 11 P. Simon Tugwell, Apuntes sobre la identidad dominicana (a propósito del trabajo para el próximo capítulo general), en Notas de trabajo, Ordo Fratrum Praedicatorum, Curia Generalicia, 1980, pp. 1-6. 11 habría debido asegurar en todos sus casos una observancia uniforme en todas las épocas” (Cfr. Anal. S.O.Cist. 6 (1950) pp. 17, 23). Según P. Tugwell, “Los primeros legisladores dominicanos no han fijado demasiados detalles en vista a la observancia regular; jamás han querido ir más allá de un mínimo de uniformidad, y, del mismo modo, no han rechazado acoger modificaciones de inmediato. Esto significa que nuestra Orden no puede llegar en absoluto a identificarse con un modo particular cualquiera de vida12”. Las actas del Capítulo General de Walberberg han profundizado estas indicaciones, aportando para la meditación de toda la Orden páginas bellísimas y fundamentales sobre la vida común y sobre el pluralismo de las formas de vida dominicanas13. El prólogo al capítulo sobre la vida común afirma lo primero que “el carisma en nuestra Orden no es solamente un vago espíritu (spiritus quidam), sino un modo de vida orgánicamente establecido, que requiere una forma especial de vida común” - fundamento del anuncio evangélico y de la sequella Christi de todo religioso.- Después recuerda que “la diversidad de los ministerios, de las situaciones, de las culturas, de los modos de vida es tan grande, que no se puede proponer una forma de vida para todos”. Al final concluye que, a la luz de la confianza auténtica que los religiosos tienen en virtud del carisma de la Orden, se debe “admitir una pluralidad de formas, dejando a salvo nuestro carisma, en aquel valor fundamental que es la vida común”14. Éste me parece el único comportamiento interior que permite vivir no solo los elementos esenciales de la Orden, sino también el particular modo de ser, también parte de nuestro carisma, que nos hace prestar atención a la historia de los hombres, que en el Espíritu Santo es historia de salvación, para saber adaptarse y renovarse con fortaleza, “discerniendo y reconociendo todo lo que en los deseos de los hombres es bueno y útil, y acogiéndolo en la inmutable armonía de los elementos fundamentales de su vida”15. La legislación entendida como un medio para alcanzar el propio fin, y no un fetiche para conservar y observar a toda costa; la práctica de los tres capítulos generales que en modo motivado y comunitario pueden modificar también textos importantes de las Constituciones; la aceptación en el pasado de las legítimas consuetudines; el directorio para los monasterios y los estatutos para las provincias; estos son todos los instrumentos que, si se utilizan con responsabilidad creativa, permiten la fidelidad de la Orden a su carisma. 12 Ibidem, p. 2 13 Acta capituli generalis provincialium Ordinis Praedicatorum apud Walberberg [...] celebrati [...], Romae, 1980, pp. 47-50. 14 Ibidem, p. 48. 15 LCO 1, VIII 12 II – LA “DOBLE PRÁCTICA” DE LA OBSERVANCIA REGULAR DOMINICANA La vida religiosa dominicana aparece así como un lugar de continuo aprendizaje, donde una comunidad –a la luz de las indicaciones de la Iglesia, de la Regla y de las Constituciones, de las actas de los capítulos generales, de las ordenaciones del Maestro de la orden, de las actas de los capítulos provinciales y del estatuto o del directorio, bajo la atenta mirada del prior provincial o de la priora y del superior local, y por tanto, no precisamente una comunidad a la deriva o abandonada a sí misma-, construye su observancia regular, determinando el modo concreto de vivir los elementos fundamentales de la Orden, e inventándose también, según las necesidades, ayudas nuevas que, junto a las ya conocidas, puedan facilitar en las circunstancias presentes aquel testimonio de vida y de anuncio que es la evangelización del Nombre del Señor16. Este continuo aprendizaje compromete a cada religioso y religiosa, y paralelamente a cada comunidad, a vivir en una especie de statu nascenti, en una condición de creatividad, que facilita la responsabilidad personal, la interiorización y la ejecución de cuanto se ha construido juntos. Bonum enim quod communiter approbatur cito et facile promovetur 17. Palabras antiguas, para nosotros siempre actuales. En este preciso sentido se puede hablar de una doble práctica de la observancia regular dominicana: lo primero, el compromiso comunitario en la determinación concreta de la disciplina común, en fidelidad al propio carisma, en obediencia a nuestra legislación, en escucha a nuestros hermanos y del Mundo que nos rodea; después la libertad de realizar canto comunitariamente se ha decidido, verificando también la coherencia de nuestro vivir cotidiano y la verdad de nuestras decisiones. Ciertamente, este pluralismo puede generar dificultades y la construcción de la propia forma de vida por parte de cada monasterio, o convento, puede ser lugar de comprobación comunitaria, a veces también con sufrimiento. Sin embargo, también esto forma parte de nuestro carisma. Más aún, este pluralismo es la condición para historizar nuestro carisma: madurar una presencia verdaderamente adecuada a cada generación 18 y testimoniar nuestra fe en la historia humana que es historia de salvación. También para nosotros. De hecho, solo la historia humana es el lugar de manifestación y de realización del amor de Dios y de su salvación, y solo encarnándonos en la historia y no separándonos de ella podremos recibir gracia y dar fruto en abundancia. 16 Hace poco tiempo el prior de una comunidad nuestra, que reside en una de las capitales europeas más grandes, me contaba que, para testimoniar de un modo concreto la pobreza, el capítulo conventual había decidido no tener “personal laico” para los trabajos internos del convento. Consecuentemente, como entre hermanos pobres, se distribuyeron diversas tareas. Cada lunes por la mañana, mientras iba a enseñar a la universidad, a él le correspondía pasar por el mercado general y hacer la compra para toda la semana ... Podría ser un simple ejemplo, pero espléndido, de “observancia regular” no abstracta e indefinida, de “ayudas” que surgen de una reflexión sobre la situación histórica y local. Con frecuencia me pregunto, sin embargo, la cantidad de costumbres de los conventos (no me atrevo a decir en los monasterios, que casi no los conozco), responden a otro espíritu, más que a poder ser fieles a las “observancias”... 17 Humberto de Romans, Expoistio regulae, XVI, citado en LCO 6: “El bien aprobado comunitariamente, es promovido con rapidez y facilidad”. 18 LCO 1 § VII 13 Este vivir nuestro en statu nascenti, en una condición de creatividad, y en contacto con la historia de la salvación que se da en la historia de la humanidad, es beneficioso no solo por los religiosos o religiosas individuales y para nuestra vida apostólica, sino también para toda la Orden, porque facilita, e incluso permite, un cambio verdaderamente vital y por tanto vivificante dentro de toda la Orden, y entre sus distintas instancias de gobierno. Cada religioso y religiosa particular se sentirá responsable de la construcción y maduración de la vida común y de su personal fidelidad al carisma dominicano, entendido no tanto como un estándar abstracto y estático, sino como un don vital del Espíritu que “aquí” y “ahora” debe dar sus frutos. Un gran peligro de los religiosos, de hecho, es el de reducirse a simples ejecutores de normas particulares, y además pensar que son los comportamientos, con frecuencia de infructuoso virtuosismo, los que favorecen la santificación en los conventos o monasterios. Casi la vida religiosa podría reducirse a tensiones “simbólicas”, creadas sobre una “auténtico” tablero de ajedrez, lo único verdaderamente real19... Esta responsabilidad activa es además útil, porque en los diversos capítulos provinciales o generales se han ofrecido y confrontado experiencias vitales, filtradas y desarrolladas no solo por religiosos aislados, sino vividas y maduradas en comunidades enteras, y para que las comunidades sean capaces de recibir cuanto los capítulos generales y provinciales indican o prescriben. Nos encontramos con frecuencia, de hecho, con comunidades compuestas por religiosos “bloqueados”, que ya no son receptivos, y que además impiden también a los demás una acogida de las propuestas de los mismos capítulos. Después, si los religiosos están “bloqueados”, no solo los capítulos locales, sino también los provinciales o los generales se bloquearán, y también si se producen documentos, buenos documentos, muchos documentos – porque todo profeta dará su aportación -, al menos permanecerán como papel mojado, o pronto serán olvidados... 2.1. UN CASO PARTICULAR... NO HAY NADA NUEVO BAJO EL SOL!!! El versículo del Qoelet (1,9), puede leerse, sobre todo según los propios estados de humor, o como pesimista, o melancólica, desilusionada, desencantada, o... quizá con cualquier otro matiz. Algunas veces, e indiscutiblemente, parece extremadamente sabia. Ciertamente así ha aparecido en mi mente mientras leía la sensata y meditada carta con la cual el Maestro de la Orden M.S. Gillet presentaba la edición de 1931 de las Constituciones de las Monjas de la Orden de Predicadores. 19 Nuestras “nuevas” Constituciones – alguno las llama todavía así, después de casi 27 (40) años!!!- han realizado otro cambio aún más profundo que el que estamos hablando. Han propuesto las relaciones humanas, tanto personales como comunitarias, como principales “lugares” de humanización y de santificación, reduciendo casi al mínimo, como estamos viendo, los simples “comportamientos”. La medida en que esta indicación ha sido acogida, se puede deducir, por ejemplo, de la frecuencia y de la seriedad de los capítulos del convento o del monasterio, vividos precisamente como lugar de relaciones humanas, donde hombres y mujeres, deseosos de la salvación propia y ajena, se confrontan, programan, verifican, para ejercitar la creatividad de la virtud y de los dones del Espíritu recibidos... Las Constituciones nos ofrecen, de hecho, el capítulo de la casa como un lugar donde desarrollar aquel dinamismo en la base y de la base que facilite una verdadera interiorización creativa. Sicut liberi... 14 En la esperanza del Maestro, “la Regla tan esperada” habría contribuido no solo a realizar “la unidad orgánica” de los Monasterios diseminados en el mundo para ofrecer “el bello espectáculo de la unidad en la multiplicidad”, y habría resultado más fácil “proveer a todas las necesidades de la vida del espíritu y del corazón” de todas las hermanas. Entre estas necesidades, una centra toda la atención en el escrito, y es “la necesidad de conocer y profundizar las cuestiones religiosas”, poniendo como ejemplo “ciertas disposiciones de espíritu desconocidas para las antiguas Religiosas”, introducidas por las jóvenes “que hoy entran en el Monasterio, con verdadera vocación vida contemplativa” : “necesidad que les impulsa a leer y estudiar libros de doctrina católica y religiosa, de los cuales ningún ejemplar se encuentra en la biblioteca común”. A esto sigue una lúcida y delicada descripción de cómo comprender y gestionar esta novedad, que de hecho es una apasionada exhortación al valor del estudio en la vida de los monasterios contemplativos dominicanos y que llega a su punto más fuerte en la nota final. Aquí, como comentario de una carta del Prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos, del 25 de Noviembre de 1929, viene afirmado que “con más razón debe exigirse a las religiosas contemplativas” la instrucción y doctrina cristiana que “debe, juntamente con la gracia de Dios, servir de ayuda en la contemplación”. A distancia de casi 65 (73) años, que no es poco, esta carta parece todavía muy (¿demasiado?) actual, al menos para más de un monasterio de monjas dominicas, que yo sepa, y no solo por la cuestión de la “necesidad de conocer y profundizar las cuestiones religiosas”. Precisamente: no hay nada nuevo bajo el sol ¿Cómo es posible?20 III – “SI SIEMPRE SE HA HECHO ASÍ! Se puede ver bien, sin embargo, que todo esto parece como un ejemplo, importante ciertamente, pero solo un ejemplo de un problema más amplio que afecta, entre otros, no solo a la vida de las hermanas contemplativas, sino a toda la Orden de Predicadores, y que se ha manifestado ampliamente sobre todo después del concilio Vaticano II. En las indicaciones sobre el aggiornamento ofrecidas y queridas por el Concilio, de hecho, los Frailes Predicadores han encontrado mucho de su carisma inicial, que con el paso de los siglos había sido sin embargo un poco sofocado o velado, casi como si el impulso vital de los orígenes se hubiese apagado, y las intuiciones de algunos valores, en parte se hubieran oscurecido. ¿Cómo ha sido posible que una de las Ordenes que en la Iglesia está llamada a desarrollar y manifestar al máximo el valor de la búsqueda comunitaria del bien común, de la continua puesta a punto de la propia legislación, a través de numerosos y frecuentes capítulos para permanecer fieles a la misión de la evangelización, y sobre todo es llamada a testimoniar el valor de una comunidad fraterna (masculina y femenina), y por tanto paritaria... cómo ha sido posible que esta Orden se encontrase, sin embargo, en posiciones un poco bloqueadas por esquemas rígidos y repetitivos, viviese atmósferas comunitarias a veces fuertemente jerarquizadas y por tanto discriminantes, y se hallase un poco separada del flujo de la historia, cuando no muy lejana...? 20 Por su interés se incluye en un apéndice, al final del artículo, la carta de promulgación de las Constituciones delas Monjas de la Orden de Predicadores de 1.931 del P. Maestro Fr. Martín Estanislao Gillet (N.T.) 15 Pienso que nuestros legisladores han querido ofrecernos una posibilidad de renovación perenne más eficaz, porque está más cercana a la vida de cada día: la observancia regular de LCM 35 y de LCO 40. Esta Posibilidad es para nosotros, hoy, responsabilidad: la responsabilidad de vivir y testimoniar el carisma de la Orden, hoy21. Debemos, a veces, tener el coraje de preguntarnos a nosotros mismos interrogantes que pueden resultarnos incómodos: ¿y si no fuésemos capaces ya de reconocer las vocaciones que el Señor nos envía? ¿Y si los hombres y mujeres llamados al carisma dominicano no se sintieran identificados con nuestra vida concreta? Quizá, nos lamentamos también por la falta de vocaciones... Además que en la vida de los conventos, también en la vida de los monasterios hay aspectos importantes que deben ser replanteados y puestos al día. Pienso en la tensión entre contemplación y clausura, entre la autonomía de los monasterios y sus federaciones; pienso en la formación inicial común a los diversos monasterios; pienso en futuros capítulos generales de las monjas dominicas... Pienso y sueño. Pienso: las “nuevas” Constituciones confían “hoy” a nuestros capítulos la realización y, por tanto, la eficacia de nuestro carisma; el Maestro de la Orden Fr. Timothy Radcliffe envía cartas sobre problemas importantes, para proporcionar material a las discusiones de los capítulos... Sueño: los capítulos del monasterio –pero también los del convento – que... Convento San Domenico, Chieri 29.04.1995, Fiesta de Santa Catalina de Siena 21 El dicho “¡Si siempre se ha hecho así!” es con demasiada frecuencia una especie de expresión mágica usada por todos, ya sean los superiores o los religiosos, por pura pereza rutinaria, o, peor, mental. Propondría no usarla jamás, por simple pudor. Si hay razones profundas –necesarias o de absoluta conveniencia –para actuar como siempre o para continuar actuando para siempre de un modo determinado, es importante que estas razones profundas sean conocidas y, por tanto, puedan iluminar y eventualmente hacer madurar la inteligencia y la conciencia de todos. Sobre todo en la fase de formación es necesario que estas razones sean dichas, explicadas y también autorizadamente propuestas. Si estas razones profundas no existen, dada la condición histórica de la vida humana y la sabiduría del viejo aforismo ab assuetis non fit passio - de la experiencia habitual no surge emoción -, el único motivo, pero más que suficiente para cambiar, ante las dificultades reales incluso de una sola persona, o con la esperanza de mejorar la situación que sea, es precisamente el hecho de que siempre se ha hecho así. Sobre todo si este es el único motivo... 16 III – APÉNDICE A NUESTRAS QUERIDÍSIMAS HIJAS EN STO. DOMINGO LAS MONJAS CONTEMPLATIVAS DE LA ORDEN DE PREDICADORES NOS FR. MARTÍN ESTANISLAO GILLET PROFESOR DE SAGRADA TEOLOGÍA, HUMILDE MAESTRO GENERAL DE TODA LA ORDEN DE PREDICADORES Y SIERVO, SALUD Y ESTUDIO DE LA VERDAD DIVINA EN LA CARIDAD He aquí las tan deseadas Constituciones, que confiamos han de promover eficazmente entre las Hermanas que se dedican a la vida contemplativa, esa unidad orgánica, sin la cual la misma Iglesia, que tiene promesas de perpetuidad, no podría subsistir; porque son muchas las causas internas y externas de corrupción, que en los tiempos presentes atacan aun a los cuerpos más robustos y de constitución más perfecta. Ya no tendremos solamente esos Monasterios dispersos por todo el mundo, sin más lazo de unión que el deseo común y sincero de pertenecer a la familia dominicana, procurando practicar sus reglas; ahora aparecerá ante nuestros ojos el bello espectáculo de la unidad en la multiplicidad, es decir: podremos ver muchísimas comunidades, independientes unas de otras, pero unidas moral y profundamente por la alegre aceptación y escrupulosa observancia de las mismas Constituciones. De este modo, en un ambiente espiritual renovado, será más fácil a las almas tomar fuerzas y proveer a todas las necesidades de la vida del espíritu y del corazón. De algunas de estas necesidades pensamos hablaros brevemente, porque para satisfacerlas es preciso que todas las Hermanas y principalmente las Superiores y Maestras de Novicias, tengan, además de un gran espíritu sobrenatural, conocimiento de las almas, cada día más profundo, juntamente con una justa apreciación de las especiales dificultades que les esperan en el Monasterio, y un deseo ardiente de resolverlas, aunque sea por ingeniosas novedades, que no estorbarán a los medios tradicionales de perfección, sino que los aumentarán y fortalecerán, infundiéndoles un vigor juvenil. Hay un hecho que no se puede negar. Y es: que, en nuestros tiempos, no pocas jóvenes de las que entran en el Monasterio, con verdadera vocación de vida contemplativa, llevan a él especiales disposiciones, desconocidas de las antiguas religiosas. Por ejemplo: el deseo de conocer las cuestiones religiosas y penetrarlas profundamente. Esto las impulsa a leer y meditar libros de doctrina, de los cuales ningún ejemplar se encuentra en la Biblioteca común. Y además la necesidad que sienten, no digo de juzgar, pero sí de comprobar seriamente lo que de cerca o de lejos pertenece a su vocación en la vida conventual, en vez de aceptarlo todo a ojos cerrados, sin sentir ni decir nada en contrario. Todo esto tiene su razón de ser en la educación que reciben, en ese múltiple influjo recibido dentro de la propia familia, en el mundo, en las escuelas, en los escaños de las Universidades, y que se concilia perfectamente en ellas con el sentido religioso vivísimo, con la fe sincera, con la caridad ardiente y con el sacrificio verdadero y real. Por razones fáciles de comprender, esta armonía no aparece clara a los ojos de las Superioras y de las Maestras de Novicias. 17 De aquí proceden a veces esas dudas, vacilaciones y faltas de comprensión en la dirección de las Novicias, que a todos atormentan. ¿Cómo se han de conciliar ciertas disposiciones de alma, que a primera vista, parecen irreconciliables? ¿Cómo obtendrán éxito feliz en la vocación, esas almas ardientes, pero ansiosas; completamente sinceras, pero atormentadas aún por cierta inquietud? Un medio sencillo sería sofocar en nombre de la humildad y de la obediencia, ese doble deseo de saber y de juzgar, que algunas modernas postulantes llevan del mundo al convento, aun después de haber renunciado a todas las vanidades del siglo. Pero les es ya tan connatural, y el suprimirlo depende tan poco de su voluntad, que tratar de hacerlo sería como prohibirles respirar. Además, si ocurriera emplear este medio directo de supresión con las jóvenes que vienen al Monasterio confiadas en la esperanza de ser comprendidas y de satisfacer por completo a estas sus necesidades, se incurriría en grave riesgo de engañarlas y aun de escandalizarlas. Muchísimas, si no todas, las que sentían en el mundo este deseo de saber y juzgar materias religiosas, cursaron algunos años de estudios, encontrando cierta luz y tranquilidad. Con la aprobación de su director pudieron leer libros de doctrina que mientras disipaban su ignorancia, las encendían en el deseo de meditación y soledad. ¿Acaso el Convento les proporcionará bajo este aspecto, medios más escasos que los del mundo, y las puertas que a su paso se cerraron, apartarán su entendimiento de las fuentes de la verdad, que es madre de la libertad y de la luz? Estamos persuadidos de que es posible tener muy buenas y santas religiosas, sin estudiar cursos de Sagrada Teología ni leer libros de doctrina. La gracia de Dios puede suplirlos y la caridad está sobre todo. Pero la gracia de Dios está más en su mano que en la nuestra. Para las almas religiosas, que sienten ese deseo de conocer mejor a Dios para amarle con más perfección, de formarse una idea más exacta de Él, más conforme a la doctrina de la Iglesia y en todo superior a esas imágenes enfermizas, con que se alimenta la piedad sensible de ciertas Monjas, ¿acaso no sería arrogancia pensar que la voluntaria ignorancia religiosas (aunque impuesta y conservada en nombre de la obediencia y humildad) prepararía sus almas para recibir la gracia de Dios, mejor que la prudente y habitual familiaridad con la doctrina revelada, que se les puede suministrar en forma de instrucciones o de lecturas doctrinales, con la vigilancia necesaria? Esta es la verdadera cuestión a que deben atender las Superioras y Maestras de Novicias en la instrucción de las nuevas generaciones. El mundo trató de retenerlas y corromperlas, enalteciendo a su manera el deseo de saber, y ellas, impulsadas por el mismo deseo y movidas por la gracia de Dios, se encerraron en el Monasterio, para conocer mejor al Dios inefable que las atraía, haciéndole único objeto de su meditación y consgrando su vida a contemplarle y amarle. La solución práctica de este nuevo problema de educación religiosa en bien de las almas dedicadas a la vida contemplativa, no parece imposible ni muy difícil. La única dificultad consiste en poder encontrar sacerdotes y religiosos en todo completos, intelectual y moralmente, que sean capaces de desempeñar este oficio. Sería lo mejor que el mismo Capellán se ocupara de esto. Pero a falta del Capellán, ¿no se podrían encontrar en el Seminario, uno o más sacerdotes para los Monasterios sujetos al Obispo, y en los Conventos, uno o más religiosos para los sujetos a la Orden, que de una manera regular, o 18 en tiempos especiales, se dedicaran a la formación doctrinal de las Novicias, organizando al mismo tiempo una Biblioteca especial para ellas? Así nada se añadiría en este respecto a las religiosas más antiguas y más avanzadas en el camino de la santidad sin sentir estas ansias de saber, pero con el tiempo llegaría un día en el que, después de varias generaciones de novicias así formadas, se pudiera extender el mismo método a toda la Comunidad y, como la cosa más natural, no produciría extrañeza. Creemos que de esta manera, la vida religiosa tomaría incremento en todos absolutamente, no solo en cada monja particular, sino también en toda la Comunidad. La familiaridad con la doctrina segura, sobria, acomodada a sus alcances, a las necesidades del corazón, a la formación de la voluntad y equilibrio de la sensibilidad, derramará luz en el espíritu e inflamará la caridad; acercándolas al bien infinitamente grande, las librará de esa obsesión por las cosas infinitamente pequeñas, con más eficacia que ciertas fórmulas vacías, imprecisas y mal digeridas, con las que, a falta de otra cosa, se alimentan muchas almas, pero que ningún influjo ejercen en el entendimiento ni en la dirección de la vida. Y para terminar, Hermanas queridísimas; no buscamos que los Monasterios se llenen de monjas intelectuales, y muchísimo menos, que en la vida contemplativa, la ciencia sea preferida al amor. No; intelectuales, no; pero sí religiosas instruidas; o de otra manera: religiosas que deseen conocer mejor a Dios, para amarle más perfectamente; que le amen mejor, para conocerle con más perfección, y que mejor le amen y conozcan para mejor servirle. Para llegar aquí, hay que pasar por tres estado: el del estudio, que consiste en la asimilación intelectual de la verdad revelada; el de la meditación, trabajo del entendimiento más que del corazón, pero siempre con la mira puesta en el aumento del amor divino, y por fin el de la contemplación, donde el corazón prevalece sobre el entendimiento, para que crezca el amor de Dios, cambiándolo de abstracto, en concreto, y reduciendo la especulación a la vida práctica. En una palabra: se busca que en nuestros Monasterios, sea añadido este medio eficaz a los otros medios de santificación y apostolado, para satisfacer a la necesidad más propia de la vocación dominicana; la necesidad de conocer a Dios y contemplarle, para mientras se le contempla, comunicar a los demás el fruto de la contemplación: “Contemplata aliis tradere” (*). Dado en Roma, en nuestro Colegio Angélico, en la fiesta de Santo Tomás de Aquino, 7 de Marzo 1930 FR. M. S. GILLET, O.P. Maestro General (*) En la revista oficial “Acta Apostólicae Sedis” (27 de Enero de 1930), apareció una Instrucción de la Sagrada Congregación de Religiosos (25 de Noviembre 1929) firmada por el Prefecto, Eminentísimo Cardenal Lepicier, en la que se recomienda a los Supremos Superiores y Superioras de las familias Religiosas laicales, la obligación de enseñar a los postulantes, novicios y novicias, la doctrina cristiana, a fin de que “...cada Hermana, no sólo la sepa de memoria, sino que también pueda exlicarla suficientemente y que ninguna sea admitida a la profesión, sin suficiente conocimiento de la misma, que debe comprobarse mediante previo examen”. Lo que la Sagrada Congregación exige a humildes religiosos de ambos sexos, con más razón se deberá exigir a las religiosas contemplativas, a quienes la doctrina cristiana, juntamente con la gracia de Dios, debe servir de ayuda en la contemplación. 19 UNA LECTURA SAPIENCIAL DE LCM n° 35 LA OBSERVANCIA REGULAR Fr. Viktor Hofstteter, O.P.22 La lectura sapiencial que pretendo hacer en este pequeño artículo del n° 35 del Libro de las Constituciones de las Monjas de la Orden de Predicadores, que trata de la Observancia Regular, no es otra cosa que una lectura en profundidad de las mismas Constituciones, comenzando, por así decirlo, en el corazón del n° 35: de “esta gracia singular de Nuestro Santo Padre”. Una lectura sapiencial se opone, en cierto modo, a una lectura material de las Constituciones; intenta responder a la cuestión del por qué de la observancia regular, cuál es la motivación y su base espiritual, más bien que indagar el porqué y cómo observar la Regla, siguiéndola al pie de la letra. La cuestión que nos planteamos, por tanto, no es: “¿qué nos manda hacer la Constitución?”, sino más bien: “¿con qué espíritu hay que observar las Constituciones, y por tanto, la observancia regular, para mejor reflejar el espíritu de Santo Domingo?”. En efecto, las Constituciones abundan en una verdadera teología de la observancia regular, del sentido profundo de la vida regular en la tradición de la Orden dominicana. A veces nos olvidamos de meditar estos densos números de las Constituciones, que nos hablan del porqué de ésta o aquélla disposición, y que, con frecuencia, son la base de las indicaciones más concretas y prácticas. Las leemos, habitualmente, con esta mentalidad: “¿Qué nos mandan las Constituciones hacer en concreto? ¿Cómo podemos ponerlas en práctica?” No nos lo preguntamos en absoluto según la perspectiva del n° 17, que habla de la obediencia dominicana: “¿Cómo podemos nosotras «permanecer fieles al espíritu y a la misión de nuestra comunidad» (LCM 17), al espíritu y a la misión de la Orden que las Constituciones nos presentan como el espíritu de Santo Domingo y la misión que nos ha confiado como testamento?”. LA CLAUSURA COMO APERTURA A LA COMPRENSIÓN DEL AMOR DE DIOS A título de ejemplo quiero comenzar presentando una breve reflexión sobre el n° 36 del LCM, que habla de la clausura de las monjas dominicas. Precede a los otros nueve números que tratan de las disposiciones concretas de la clausura, entre las cuales está la que dice: “la clausura de las monjas es clausura papal...” (LCM 37). Muchas veces he presenciado vivos debates sobre el n° 37 y sobre lo que significa “la clausura papal”, y debo confesar que con mucha frecuencia he tenido la impresión de que tal lectura se ciñe sólo a estas dos palabras (clausura papal), sin esforzarse en comprender también cuanto sigue, como explicación del término “clausura papal”. Ni qué decir tiene que las referencias al n° 36 son muy raras. Sin embargo, contiene toda la teología y el espíritu de Santo 22 Fr. Víctor Hoffstteter, OP ocupó el cargo de Promotor General de las Monjas de la Orden de Predicadores. 20 Domingo, a través del cual es necesario comprender la clausura, en el contexto de la tradición dominicana, y, consiguientemente, también las disposiciones concretas que siguen. De hecho éste es el único lugar, entre los diez números que hablan explícitamente de la clausura, donde las Constituciones hacen referencia directa a Santo Domingo: “Tal fue la clausura querida por el Santísimo Patriarca para las monjas, desde el principio de la Orden, y fielmente conservada hasta hoy”. ¿Cuál fue el sentido de la clausura escogido por Nuestro Padre para las monjas desde el principio de la Orden? Se impone una primera constatación. En todo el número no hay ninguna alusión a las disposiciones materiales, como por ejemplo, las rejas o las llaves. Al contrario, todo el artículo nos presenta perspectiva teológica muy densa de la clausura. Trata, ante todo, de la «liberación de la solicitud del mundo, en el espíritu y en la realidad», insistiendo en el hecho de que toda la realidad de la clausura debe estar impregnada de una dimensión espiritual. Además, os cita alguna simbología bíblica que subraya el sentido espiritual de la clausura: «las monjas, como las vírgenes prudentes, esperan a su Señor» y «se ocupan del Reino de Dios». Finalmente, es esta perspectiva clave la que da a la clausura un significado tan profundo, que nos obliga a cuestionarnos si todo nuestro discurso sobre la clausura no es, a menudo, superficial y, por tanto, asfixia el «verdadero sentido deseado por Santo Domingo para las monjas, desde el principio de la Orden». Es necesario hacer una reflexión más profunda partiendo únicamente de estas palabras, que nos hacen descubrir un elemento de la observancia regular, como es la clausura a nivel espiritual, que, en cierto modo, nos da vértigo: «Esta vida apartada (secreta) abrirá a la comprensión de la largura, de la altura, de la profundidad del amor de Dios, que envió a su propio Hijo, para salvar al mundo». Permitidme citar más extensamente el pasaje de la Carta de S. Pablo a los Efesios al cual se refiere este texto de las Constituciones: “Para que (Dios) os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios” (Ef. 3, 16-19) Nosotros percibimos la perspectiva de la observancia regular que la tradición nos ha transmitido en esta bella imagen: como el pájaro necesita las dos alas para volar, así la observancia regular no sirve para nada si no va con la caridad. Sería fácil ilustrar cómo esto es válido para todos los elementos de la observancia regular. Sin embargo, me ha parecido importante subrayarlo, en particular, para la clausura porque, con frecuencia, queriendo ser “observantes” en el aspecto de la clausura, corremos 21 el riesgo de pecar contra la caridad. Debemos reconocer que estamos muy lejos de esta apertura a la comprensión de la largura, altura y profundidad del amor de Dios. Se impone una última observación sobre este magnífico número de las Constituciones. Mientras, a menudo, se entiende la clausura como una limitación, como algo negativo, y desgraciadamente, no sólo por las personas ajenas, sino también por las mismas monjas, que viven mal su vida regular, el n° 36 nos la presenta como una ocupación positiva: «...permanecer a la espera...», «...la liberación de las preocupaciones del mundo, y que permite (a las monjas) entregarse, con corazón libre (corde perfecto) al Reino de Dios...», «...abrirá su inteligencia...». Escuchemos ahora el soplo renovador y liberador de las palabras de S. Pablo: «Para conocer el amor de Cristo, que sobrepasa toda inteligencia, para que seáis colmados de la plenitud de Dios». Así se realizará la “libertad de Espíritu” de la cual habla la Constitución Fundamental: Uniformes en una norma de vida puramente contemplativa; observando, con la clausura y el silencio el apartamiento del mundo; diligentes en el trabajo; escrutando con corazón ardiente la Sagrada Escritura; perseverantes en la oración; practicando con ánimo voluntario la penitencia; buscando la comunión en su régimen de vida; con pureza de conciencia y con la alegría de la concordia fraterna, buscando con “libertad de espíritu” a Dios, que al presente las hace habitar unánimes en el Monasterio, y que en el día del juicio las reunirá en la Cidad Santa, como pueblo que él se ha elegido (LCM 1,V). Una vez más, prevalecen las afirmaciones positivas: “solícitas... fervientes... escrutando con corazón ardiente ... asiduas ... con alegría ... con conciencia pura y gozosa... con libertad de espíritu ...”. La Constitución Fundamental prepara, por tanto, esta perspectiva de profundizar en la observancia regular como escuela de contemplación dominicana, y consecuentemente, es mucho más que un rígido estilo de vida al cual deben someterse las monjas si quieren ser “observantes”. Esta lectura sapiencial del n° 36 prepara el camino para volver al corazón del n° 35. LA OBSERVANCIA REGULAR Y LA GRACIA SINGULAR DE SANTO DOMINGO. A primera vista, parece sorprendente que, en el centro del n° 35, donde se habla de la observancia regular, se haga alusión “a esta gracia singular”, o, por utilizar un término más actual, al carisma particular de Santo Domingo. Es importante subrayar que las Constituciones se refieren a menudo a la persona de Domingo; sobre todo en loso momentos decisivos cuando se trata de captar bien el espíritu del Fundador y la intención con la cual él mismo vivía el carisma y la misión de su Orden. Por tanto, pedía a los primeros hermanos y hermanas hacer lo mismo, pero lo hacía sin imponer su voluntad. Esto es lo que expresa el n° 35 desde el principio, con las siguientes palabras: “La observancia regular que Santo Domingo tomó de la tradición o que, en parte, renovó”. Se deben subrayar dos cosas: 22 1.- Que los mismos elementos tomados de la tradición, los ha escogido con vistas a un fin, a una visión de la Orden ,que las Constituciones definen con frecuencia como la misión de la Orden. 2.- Hay algunos elementos que él mismo renovó en vistas a las nuevas necesidades y de esta, su nueva visión. Además, las Constituciones nos dicen que la observancia regular tiene como fin principal “dirigir la vida de las monjas para ayudarlas en el propósito de seguir a Cristo más de cerca, y conseguir más eficazmente la vida contemplativa en la Orden de Predicadores” (LCM 35). Esta formulación, por tanto, considera la observancia regular situándola en la tradición de la Orden de Predicadores. Si bien es verdad que las monjas dominicas comparten ciertas orientaciones con otras contemplativas, y también con religiosos y religiosas de otras Órdenes, es también evidente que la observancia regular no es la misma en todas las contemplativas. LCM 35, II lo declara explícitamente: “Pertenecen a la observancia regular todos aquellos elementos que constituyen la vida dominicana y la regulan según la disciplina común”. Ya que constituyen la vida dominicana, podremos decir que todo debe verse a la luz de la tradición de la Orden. Esto es particularmente cierto en los cuatro elementos esenciales de la vida dominicana: “la vida común, la celebración de la liturgia y la oración personal, la práctica de los votos y el estudio de la verdad”. Pero, como ya he tratado de ilustrarlo con respecto a la clausura, es válido para todos los demás elementos. Antes de referirnos a alguno de estos elementos y considerarlos cmo pertenecientes a esta tradición dominicana, conviene volver de nuevo la mirada a lo que hemos considerado como el corazón de este n° 35: el carisma particular de Santo Domingo. Una vez más nos encontramos con un texto denso y rico de contenido: “Mirando a las primeras hermanas que el Bienaventurado Domingo estableció en el Monasterio de Prulla, en el centro de su “Santa Predicación”, las monjas, viviendo unánimes en casa, imitan a Jesús, que se retiraba al desierto para orar. De esta forma son un signo de la Jerusalén celeste que los frailes construyen con su predicación. Efectivamente, las hermanas en la clausura se consagran completamente a Dios, y, al mismo tiempo, perpetúan el carisma especial que el Bienaventurado Padre tuvo para con los pecadores, los pobres y los afligidos, llevándolos en el sagrario íntimo de su compasión” (LCM 35, I; Libellus de Jordán de Sajonia, 12). El texto no deja lugar a dudas. Estableciendo a las primeras hermanas en el corazón de la “Santa Predicación”, las monjas participan con pleno derecho del carisma de la Orden de Predicadores. Dos imágenes, queridas por Santo Domingo, y que aparecen con frecuencia en los documentos primitivos de la Orden, lo confirman: “viviendo juntas, animadas por un mismo espíritu” ... “ofrecen así un signo de la Jerusalén celestial”. Importante subrayar que las Constituciones no dicen que sean “sólo los frailes los que, mediante su predicación .... construyen la ciudad santa”, sino que las monjas participan, a su modo, en la construcción del Reino de Dios. A título de ejemplo, cito dos pasajes de las Constituciones: LCM 3, II, que trata del sentido profundo de los votos en orden a la vida dominicana, en el contexto de la cvida común, nos presenta una imagen de auténtica eclesiología: 23 “Las hermanas, viviendo concordes por medio de la obediencia, unidas por un amor más excelente por el ejercicio de la castidad y dependiendo estrechamente unas de otras por el voto de pobreza, edifican en primer lugar en su Monasterio la Iglesia de Dios, que después deben contribuir a extender en todo el mundo, mediante la oblación de sí mismas”. Subrayo que esta construcción de la Iglesia de Dios, primero en el interior del propio Monasterio, ya sobrepasa los límites del propio Monasterio; de hecho, con el don de toda su vida, las monjas la hacen crecer en el mundo. Esta dimensión universal, apostólica y profética de la vida de las monjas de la Orden, la encontramos de nuevo en el número de la Constitución Fundamental que he citado más arriba: “Mientras crecen por el amor, en el corazón de la Iglesia, dilatan con fecundidad misteriosa el pueblo de Dios, y anuncian con su misma vida que Cristo es la única y definitiva riqueza, al presente por la gracia, y el futuro por la gloria”. (LCM 1, V) Viviendo el carisma particular de Santo Domingo, en el corazón de la Iglesia, las monjas descubren que la contemplación dominicana está siempre impregnada de esta dimensión apostólica, porque el Dios que Domingo encuentra en el santuario íntimo de su compasión, es el Padre de misericordia y el Dios de compasión. Vivir en la clausura la vida contemplativa dominicana y dedicarse completamente a Dios en el silencio, la penitencia, la oración y el amor mutuo, nunca podrá significar separarse completamente del mundo, porque comportaría descuidar la otra dimensión que honra la contemplación verdaderamente dominicana: “perpetuando aquella gracia singular que tenía el Bienaventurado Padre por los pecadores, los pobres y los afligidos, que llevaba siempre en el santuario íntimo de su compasión”. Meditando sobre estas palabras de Jordán se Sajonia y subrayando aquellas otras: “porque a todos amaba, era de todos amado”, el P. Duval nos dice: estas dos reflexiones, de quien lo había amado mucho y conocido bien, el Beato Jordán, nos indican el corazón de Domingo, su vida, su obra, el ideal que nos propone: ¿Qué puede significar amar a todos? En primer lugar, todos aquellos que encontraba - ¡y en los 20 años de su vida itinerante encontró muchísimos! Pero amar a todos era amar también a los que soñaba. ¡De hecho soñaba! Soñaba con los pueblos del Norte, soñaba con los musulmanes, soñaba con los Cumanos del Este. Un día llegaremos hasta ellos, decía. ¡Soñaba! Las personas que encontraba no eran suficientemente numerosas, no eran más que un botón de muestra de aquella ingente cantidad de seres humanos por los cuales ha muerto Jesucristo. Eran todos aquellos a quienes amaba. Vivir la contemplación dominicana con el celo apostólico de Nuestro Padre Santo Domingo, encuentra su más profunda expresión en estas palabras de Jordán de Sajonia: “Llevaba el sufrimiento de los pobres en el santuario íntimo de su compasión”. Y el P. Duval comenta: un santuario, esto es, ... en el sentido de que él, cuando se compadecía de las miserias de os demás, no vivía solo; en este santuario estaba la presencia de Jesucristo, a quien invocaba continuamente en su oración. Por esto, los encuentros que tenía, jamás eran superficiales. De hecho, se prolongaban en la conversación y continuaban en el santuario de su oración. Si tenía el atrevimiento de anunciar la salvación de Jesucristo a los musulmanes, 24 a los paganos, a los herejes, era porque con ellos se encontraba con Dios, en el santuario de su corazón, de modo tal que, cuando se encontraba con alguno, éste tenía la sensación de que le estaba esperando. Durante largo tiempo, sin haberlo imaginado, sin nombrarlo, en su corazón había orado por aquellos que conocía de improviso. Sobre su rostro estaba aquella sonrisa que acogía a todos, hombres y mujeres que acudían a él; sonrisa velada por la seriedad, incluso por la tristeza, cuando percibía que el nuevo interlocutor era de aquellos que, desde hacía mucho tiempo, deseaba encontrar: un infeliz, un oprimido, alguien que, quizá sin saberlo, buscaba a Dios. Así de grande era este corazón, para poder llevar el sufrimiento de todos los seres humanos, por los cuales ha muerto Jesús; pero por grande que fuera su corazón, lo consideraba demasiado angosto. ¿Cómo llevar él sólo toda la miseria del mundo en busca de salvación? Esta llama que ardía en el santuario íntimo de su compasión era diez veces mayor que todas las otras virtudes, toda la energía; su intuición del mundo en su tiempo, lo empujaba a iniciativas audaces, le hacía desarrollar, en la acción, todo su realismo práctico. El motivo de la fundación de la Orden de Predicadores fue para que se multiplicaran, por todo el mundo, los santuarios de la compasión. Por tanto, ahora comprendemos mejor cómo y porqué la alusión a este santuario de la compasión aparece en medio de este n° 35, que nos habla de la observancia regular, y cómo Domingo entendía esta observancia regular, y con qué espíritu la vivía. EL CELO APOSTÓLICO NACIDO DEL SANTUARIO ÍNTIMO DE LA COMPASIÓN Esta meditación nos hace entrar en lo más profundo de la contemplación de Santo Domingo, en esta gracia singular de Nuestro Santo Padre, para comprender que el querer oponerla a la vida apostólica no tiene ningún sentido en la tradición dominicana. Jordán de Sajonia insiste mucho en este punto, que el celo apostólico y misionero de Domingo nace en el santuario íntimo de su compasión. Caminar y anunciar el Evangelio de la misericordia de Jesucristo y encontrar al Dios y Padre de la compasión en la contemplación no son dos movimientos en dirección opuesta, sino el mismo movimiento que comienza y termina en este santuario íntimo de su compasión, lugar privilegiado del encuentro con este Dios de Jesucristo, que es el Padre de la compasión y de la misericordia. Así es como la contemplación dominicana se abre a esta amplia perspectiva que la Constitución Fundamental de la Orden define como la finalidad principal de toda la Orden: “Para realizar en nosotros la perfección del amor de Dios y del prójimo, siguiendo a Cristo, nos consagramos totalmente a Dios con la profesión, que nos introduce en la Orden y nos pone, de un modo totalmente nuevo, al servicio de la Iglesia Universal, completamente “comprometidos en el anuncio de la Palabra de Dios”, en todas sus formas (Honorio III)”. (LCO III). Esta visión fundamental de la Orden se refleja, en más momentos, en las Constituciones de las Monjas. En primer lugar, en la Constitución Fundamental: “Con su vida, tanto los frailes como las monjas, intentan lograr, hacia Dios y hacia el prójimo, una perfecta caridad, eficaz para procurar la salvación de los hombres, persuadidos que serán verdaderamente miembros de Cristo solo cuando se dediquen completamente a la 25 salvación de las almas, a ejemplo del Salvador de todos, el Señor Jesucristo, que se ofreció a sí mismo por nuestra salvación. Hay diversidad de dones, pero uno solo es el Espíritu, una la caridad, una la misericordia. Es propio de los frailes, de las hermanas y de los laicos de la Orden “predicar por el mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Honorio III); mientras las monjas lo buscan, invocándolo en lo escondido, para que la Palabra que sale de la boca de Dios, no vuelva a él vacía, sino que dé fruto en aquellos a quienes ha sido enviada (cfr. Is 55, 10)” (LCM 1, II). La oposición entre el fin de la vida de los frailes y la de las monjas de la Orden, que a veces quiere leerse en este pasaje de la Constitución Fundamental está claramente relativizada cuando LCM habla de la Palabra de Dios como fundamento de la lectio divina y del estudio de las monjas, y, como vemos más tarde, a propósito de la contemplación: “Los frailes de la Orden, “dedicados totalmente al anuncio de la Palabra de Dios”, viven su vocación especialmente a través de la predicación. Las monjas, en cambio, llamadas por Dios particularmente a la oración, no están totalmente privadas del ministerio de la Palabra (cfr. Venite Seorsum, V). De hecho, escuchando esta Palabra, celebrándola y guardándola (cfr. Lc 11, 18) anuncian ,con el ejemlo de su vida, el Evangelio de Dios” (LCM 96, I). En esta frase del LCM se basa la afirmación del Maestro de la Orden, Fr. Damián Byrne, en su carta sobre la predicación, dirigida a toda la Orden: “Las monjas de la Orden son el centro de nuestra familia de predicadores, por el testimonio de su vida común”. LA OBSERVANCIA REGULAR: LA PALABRA DE DIOS OS HABITE EN ABUNDANCIA En este mismo capítulo sobre la Palabra de Dios, encontramos una definición de la observancia regular que nos abre una nueva perspectiva: “Toda la observancia regular, especialmente la clausura y el silencio, tiende a que la Palabra de Dios habite abundantemente en el Monasterio. Y así, las monjas, con el testimonio de la oración y de la penitencia, a ejemplo del Precursor, preparen los caminos del Señor en el desierto” (LCM 96, II). Este pasaje nos confirma claramente que preparar en el desierto los caminos del Señor a ejemplo del Precursor es, efectivamente, participar en la obra de la Evangelización. Tanto las monjas como los frailes nacen de la misma pasión, de la misma compasión, que les empuja a convertirse en “Evangelio”, “Buena Noticia”, en y para el mundo desgarrado, y a la búsqueda de la salvación. “Tienden a una perfecta caridad para con Dios y para con el prójimo, que es eficaz para buscar y procurar la salvación de los hombres, persuadidos de que serán 26 verdaderamente miembros de Cristo solo cuando se dediquen completamente a la salvación de las almas”. Aunque compete a las monjas, en primer lugar, la acogida de esta Buena Nueva de la salvación, en cuanto dominicas, está n llamadas también a transmitirla, y lo hacen “anunciando, con el ejemplo de su vida, el Evangelio de Dios”. En este punto podemos responder a una objeción que, a menudo, se observa por parte de algunas monjas, que afirman que el estudio es ciertamente un elemento constitutivo de la observancia regular de los frailes de la Orden, porque les prepara directamente a la predicación, pero lo es menos para las monjas, en cuanto que participan sólo indirectamente a la predicación. Una vez más, las Constituciones no permiten este error: “Porque el estudio, parte genuina de la observancia de la Orden, recomendado ciertamente por el Bienaventurado Domingo a las primeras hermanas, no solo nutre la contemplación, sino que removiendo los impedimentos que provienen de la ignorancia, e informando el juicio práctico, favorece la práctica de los consejos evangélicos con una fidelidad más lúcida, y pretende servir a la unanimidad de las mentes. Finalmente, con su constancia y dificultad, constituye una forma de ascesis y de equilibrio” (LCM 100, II). ¡Qué interpretación tan larga de uno de los elementos de la observancia regular! La observancia regular no es solo un medio de ascesis y de disciplina; contribuye igualmente a la formación humana e intelectual de las personas, y por esto “dispone el estilo de vida de las monjas en forma tal que les ayuda en su decisión de seguir más de cerca de Cristo y a realizar con mayor eficacia la vida contemplativa en la Orden de Predicadores” (LCM 35, I). Estamos muy lejos de una concepción intelectualista del estudio, y no se trata, en efecto, de hacer de las comunidades de monjas dominicas academias de mujeres eruditas. Como ya decía el Maestro de la Orden, Fr. Martín Gillet, en su Introducción a la Constitución de las monjas de 1.930: “No se trata de abarrotar los monasterios de intelectualidad, ni de sostener que, en la vida contemplativa, la ciencia sea más importante que el amor. Esto sería desastroso. No, no se trata de intelectuales, sino de religiosas instruidas que desean conocer a Dios lo más posible, para amarlo siempre mejor; y amarlo aún más, para conocerlo más íntimamente”. Conocer a Dios al máximo para amarlo más; amarlo más para conocerlo más íntimamente, es otra forma de decir por qué, en la tradición dominicana, el estudio es “un elemento característico de la observancia de la Orden que nutre la contemplación”. Todo el capítulo III sobre la Palabra de Dios, que nos habla de la lectio divina y del estudio, está lleno de sabiduría, y nos hace descubrir la vida contemplativa dominicana con una profundidad muy exigente: “La luz y la fuente de nuestro estudio es Dios, el cual, antiguamente, habló muchas veces, y de distintas maneras, y habló finalmente en Cristo, por el que el misterio de la voluntad del Padre, habiendo 27 enviado el Espíritu, se ha revelado plenamente en la Iglesia, iluminando las mentes de todos” (LCM 101, I). Hay un estrecho vínculo entre el estudio y la lectio divina: “El estudio de la verdad sagrada ... es muy útil para el desarrollo de la madurez humana, y prepara una lectio divina provechosa” (LCM 100, I). Cuando las Constituciones piden: “señálense en los Directorios un tiempo suficiente, es decir, alrededor de dos horas al día, para que las monjas puedan dedicarse con asiduidad a la oración particular * y a la lectura espiritual* en lugares y tiempos señalados” (LCM 93), no es suficiente acordar el tiempo para la meditación personal; LCM habla claramente de la lectio divina, que es mucho más exigente que pasar algún momento tranquilo en el coro o en la celda. El vínculo entre el estudio y la lectio divina se extiende a la contemplación, la liturgia y la oración. Citando algún párrafo de estos números, quiero solo llamar la atención sobre la riqueza de estos pasajes de las Constituciones. Podrán comentarse más ampliamente en alguna otra ocasión: “La lectio divina es aquella que se ordena al verdadero coloquio con Dios, pues “hablamos con Él cuando oramos y le oímos cuando leemos sus divinos oráculos” (S. Ambrosio)”. (LCM 97, I) E inmediatamente después sigue otro pasaje que, por su densidad, merece una cita más larga: “Cristo es la Palabra de Dios. Le escuchamos en la Sagrada Escritura: todo lo que hay en ella suena a Cristo. Le escuchamos en la voz de la Iglesia, qUe nos habla de Él, en los Sacramentos de la fe, en la enseñanza de los Pastores, en el ejemplo de los santos, le escuchamos cuando el mundo y nuestros hermanos reclaman nuestra caridad. Porque uno solo es el Espíritu de Cristo, que adapta íntimamente a sus inspiraciones nuestros oídos espirituales” (LCM 97, II). El estudio, “como elemento característico de la observancia de la Orden” la lectio divina y la contemplación son, antes que nada, un don del Espíritu de Cristo que, con sus inspiraciones, desarrolla en nosotros una escucha profunda. He aquí, por tanto, que nos encontramos de nuevo en el corazón del LCM 35: Esta gracia singular de Nuestro Santo Padre: “Domingo llevaba siempre en el santuario íntimo de su compasión a los pobres y afligidos”, y se ponía así a la escucha de Cristo ... “Le escuchamos cuando el mundo y nuestros hermanos reclaman nuestra caridad”. La contemplación dominicana es todo esto: ponerse a la escucha de Cristo, de la Palabra de Dios, y vivir “toda la observancia regular, especialmente la clausura y el silencio, para que en el Monasterio la Palabra de Dios habite abundantemente”. “Imitadoras de Santo Domingo, como él lo fue de Cristo (1 Cor 4, 16), perpetúen su fervor de espíritu y su oración... No olviden su exclamación frecuente: “Señor, ¿qué será de los pecadores?” (LCM 74, III) * En las Constituciones en italiano, “oración secreta” y “lectio divina”. Sería interesante comprobar el texto original latino (N.T.) 28 Ponerse a la escucha de Cristo en la contemplación dominicana significa también, como Santo Domingo, ponerse a la escucha del grito de los seres humanos que están en la pobreza. La contemplación dominicana no se realiza en la quietud de un claustro, o en el apartamiento de los problemas de este mundo, porque, como Domingo, nos encontramos con el Dios de la compasión y la misericordia. Sabemos que, para Domingo, aquellas largas horas de la noche estaban muy turbadas por esta pasión por la salvación del mundo: “Por tanto, toda la vida de las monjas se ordena a conservar concordemente el recuerdo de Dios. En la celebración de la Eucaristía y del Oficio Divino, en la lectura y meditación de los libros sagrados, en la oración privada, en las vigilias y en toda su intercesión, procuren sentir lo mismo que Cristo Jesús. En la quietud y en el silencio, busquen asiduamente el rostro del Señor y no dejen de interpelar al Dios de nuestra salvación para que todos los hombres se salven. Den gracias a Dios Padre que las llamó de las tinieblas a su luz admirable. Fijen en su corazón a Cristo, que por todos nosotros fue fijado en la Cruz. Practicando todo esto son realmente monjas de la Orden de Predicadores” (LCM 74, 4) Fr. Vladimir Koudelka destaca que tenemos aquí los cuatro elementos clásicos de la Edad Media para la iniciación a la oración y a la vida con Dios: la lectura (lectio), la oración, la meditación, la contemplación; a veces es la oración la que surge de la meditación. La lectio es un elemento muy importante en este camino espiritual, como lo vemos bien expresamente en las pinturas del Beato Angélico. Creo no haber agotado toda la riqueza de la lectura sapiencial de las Constituciones, que tratan de la observancia regular. Hay elementos que no he tenido en cuenta, pero espero que este anticipo pueda abrir camino para proseguir una lectura en profundidad. Quiero terminar subrayando dos cosas: una breve, sobre el capítulo regular, y otra de un gran maestro espiritual de la Orden, Taulero. Está claro que la comprensión de la observancia regular, más en profundidad, exige de la comunidad un riguroso examen y una ayuda mutua. Todo esto no puede permanecer como preocupación de una monja particular, sino que compromete a toda la comunidad. Desde el inicio de la Orden, Santo Domingo y los primeros frailes y monjas, practicaban el Capítulo Regular como un medio de propiciar tal ayuda, y un mutuo sostén en la fidelidad al Evangelio. Una de las consecuencias de este nuevo descubrir la observancia regular, podrá ser la revalorización del capítulo regular: “Las monjas, reunidas fratermalmente en capítulo regular bajo la dirección de la Priora, ayúdense mutuamente con caridad y humildad a promover y restaurar la vida regular” (LCM 68). “Las monjas se examinen voluntariamente sobre su fidelidad al Evangelio” (LCM 71) 29 UN BUEN BARRIL PARA UN BUEN VINO Sabemos que nuestros místicos renanos Eckart, Taulero y Susón predicaban con frecuencia a las monjas de la Orden. No hay nada asombroso entre sus sermones, de las reflexiones que hacen referencia a la observancia regular. A título de ejemplo quiero presentar un sermón de Taulero que Sor Susana Eck, también monja dominica, nos hace saborear en un magnífico libro titulado “Iniciación a Juan Taulero”. Este es su comentario: “En el sermón 79, rico y con un título atrayente, “Sermón para un buen uso del día”, Taulero, que habla a las hermanas jóvenes, a las monjas de la Orden, nos ofrece una iniciación a la oración. Se muestra paterno, benévolo, incluso indulgente. Está muy lejos de la exigencia ascética de los Padres del Desierto, que Taulero y sus hermanos del Medievo conocían bien, a través de Casiano, y leían asiduamente”. “Es necesario, inicialmente, poner en orden la propia vida, es decir, para las jóvenes hermanas y monjas, ponerse en armonía con la Regla de la Orden. Se requiere una base bien organizada, para aprender a vivir con Dios, que comporta prestar atención al propio régimen de vida, a la salud, a la alimentación, al sueño. Se necesita un barril en buen estado, para contener el buen vino de Dios. No es bueno forzar el cuerpo para la oración: si se cae de sueño a la hora establecida para la oración secreta, después de Maitines, a media noche, y si, para colmo, no logra volver a coger el sueño a la hora del descanso nocturno, es necesario adaptar el horario al ritmo del propio cuerpo. Conviene también dar al cuerpo una posición confortable, si es necesario, en la propia celda, ¡o también en la cama!” No omitiresmos cierto espíritu crítico que encontrará excesiva y perjudicial esta indulgencia. El P. Hugneny, en la edición de los sermones de Taulero de 1.927, no omite expresar, en una nota, su desacuerdo. Pero nuestro maestro espiritual va aún más allá: dice que no es una cosa tan grave adormecerse en la oración. Un sobresalto nos pondrá ante Dios con tanta más fuerza y renovado fervor; por eso será menos nocivo que una oración voluntarista, tensa, vista como esfuerzo, con stress físico. Debemos, sobre todo, expandirnos en la benevolencia de nuestro Creador” (Susana Eck, Iniciación a Taulero, pp. 60-61) Que todas las monjas de la Orden puedan vivir su vida con este entusiasmo y en el espíritu de Santo Domingo, y así serán verdaderamente monjas de la Orden de Predicadores. Este es mi gran deseo. Korea, Fiesta de Santa Catalina, 1.995 30 LA VIDA COMÚN en la interpretación de los últimos Capítulos Generales O.P. P. Carlo Avagnina, O.P.23 Premisa No es fácil tratar de la vida común en los Institutos Religiosos porque es uno de los argumentos más estudiados, a propósito del cual encontramos una abundantísima literatura. Sin embargo, el modo de acercarse a la vida común puede provenir bajo una doble perspectiva. O tratando de descubrir los valores y las aplicaciones de modo muy general y común a todos los Institutos, pero en tal caso el tratamiento resultaría necesariamente, genérico. O bien puede afrontarse bajo un ángulo más específico, determinado y obviamente más limitado. Será, por tanto, mi intención ilustrar las características más estrechamente vinculadas con la espiritualidad dominicana y a la luz del carisma transmitido por Santo Domingo. Los textos de referencia serán por tanto, las Constituciones de los frailes (LCO) y las de las monjas (LCM), las Actas de los Capítulos Generales y las cartas de los Maestros de la Orden. En consecuencia, supongo adquirido el conocimiento de los elementos generales de la vida común, derivados de la Sagrada Escritura, de la Patrística y de las distintas tradiciones monásticas o de los Institutos de más reciente fundación. Cuanto sigue deberá leerse en el trasfondo del carisma dominicana, con particular referencia a la legislación más reciente de nuestra Orden. I – PRIMERA APROXIMACIÓN 1.- ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DE FONDO Es muy fácil oír hablar de comunidad o de vida comunitaria como una realidad existente, o como hecho obvio, que aparece ante los ojos de todos. Efectivamente, en el mundo y en regiones particulares, existen numerosos conventos y monasterios, construidos en diversas épocas y localidades geográficas. Tales entidades pueden también constituir Entes Morales, legalmente reconocidos. Pero no es tan evidente y manifiesto que exista una “comunidad” o que se realice una “auténtica vida común”. 23 Carlo Avagnina O.P., entre otros cargos al servicio de su Provincia italiana y de la Orden, ha sido Vicario del M.O. Fr. Timothy Radcliffe para los Monasterios Italianos durante la década de los 90. 31 La estructura del edificio, una vez construida, subsiste dura por siglos, con la única necesidad del mantenimiento ordinario y extraordinario. Además el edificio puede ser embellecido, ampliado, o caer en ruinas. Si lo consideramos bien, no es tan obvio que exista la comunidad. Ésta, para subsistir, tiene mayores exigencias, está en un equilibrio precario y frágil, y puede fácilmente disolverse y desintegrarse, si no se reconstruye continuamente. Bajo un cierto aspecto se podría incluso decir que la comunidad no existe, sino que está en un continuo devenir, o de consolidamiento o de disolución. El vínculo que mantiene unida la comunidad, la consolida y le da estabilidad es de orden moral, por tanto, constituido de actos humanos voluntarios y libres, confirmados cotidianamente, en formas diversas, con tal de que sean siempre coherentes. La comunidad se construye con actos voluntarios, de libre y espontánea elección, pero que no se prolongan en el tiempo por pura inercia o hábito, sino que deben renovarse y confirmarse según las distintas exigencias, con particular intensidad en momentos de crisis o de cansancio comunitario. Los actos habituales y actuales Sabemos bien, por la moral fundamental, que el hombre puede orientar sus actos o con la preponderancia de actos habituales, o mediante elecciones lúcidas, voluntarias y de plena conciencia. Y esto mismo se puede aplicar a la moral o la vida espiritual de cada persona. Con los actos habituales se construye bien poco y muy mal. Tienen un mínimo de voluntariedad actual y un gran peso de la costumbre, o de la inercia. Obviamente, la costumbre hace crecer poquísimo, porque en los actos habituales es muy escasa la voluntariedad. Al contrario, los actos actuales, plenamente conscientes y libremente escogidos, son los que mejor cualifican el actuar humano y lo convierten en virtuoso. Aplicando todo esto a la comunidad, pueden surgir muchas preguntas. ¿Qué tipo de relación existe y mantiene unida nuestra comunidad? ¿Vivimos juntas solo porque nos hemos encontrado en el mismo convento o monasterio, o bien tenemos verdaderas y válidas razones para compartir nuestra vida? ¿Qué vínculos reales y valores nos mantienen unidas? La comunidad es algo muy frágil, que se construye o se disgrega cada día. Igual que es difícil diagnosticar cuál es nuestro estado real de salud espiritual, así es arduo valorar el estado de vinculación y de unión que tiene la comunidad. Es necesaria, por tanto, una atenta vigilancia sin excesivas ilusiones. De improviso, y de un modo inesperado, podemos descubrir profunda solidaridad y hasta heroísmo; o bien llevarnos la amarga sorpresa de que la comunidad ya no existe, está hecha añicos, incluso si continuamos estando juntas. 2.- COMUNIDAD ESTÁTICA Y DINÁMICA Es necesario precisar con mucha claridad que, por parte de la Orden, en estos últimos decenios, ha habido una notable evolución, quizá todavía no plenamente comprendida por parte de los frailes y de las monjas, y por ello no ha entrado aún en el tejido de la 32 vida práctica. Pero, para explicarme mejor, presentaré el diferente concepto de comunidad en la Orden: el tradicional y el que emerge en la legislación más reciente. A.- Concepto tradicional de comunidad Estaba esencialmente fundado sobre el valor de la observancia regular. La comunidad mantenía mucho más cuidado en la práctica del silencio: en la iglesia, en los pasillos, en el refectorio, en las celdas, con particular rigor en algunos momentos de silencio más estricto. Las recreaciones, todos juntos, favorecían poco los contactos individuales. A esto se añadía una subdivisión más estrecha de grupos en la comunidad, con pocos o excepcionales contactos mutuos. La clase de los padres, de los estudiantes, de lo snovicios, hermanos cooperadores, laicos, o monjas coristas o conversas. Las comunicaciones, sin embargo, eran raras, superficiales, poco intensas y ciertamente no favorecidas o promovidas por la observancia regular. Entonces, ¿qué era lo que aseguraba la cohesión comunitaria, el vínculo mutuo y el sentido de pertenencia a la comunidad? Eran indudablemente otros elementos que no hay que infravalorar o despreciar, porque favorecieron la santidad de innumerables hermanos y hermanas. Muy brevemente, solo esquemáticamente, querría subrayar los siguientes elementos de cohesión. La sincronía y la uniformidad de todos los comportamientos. Levantarse a la misma hora, la asistencia a coro, los actos realizados en sintonía (hábito, genuflexiones, inclinaciones, etc.). Caminar procesionalmente por el pasillo con la recitación del De Profundis, la lectura hecha en común y tantas otras cosas análogas. Por tanto, la sincronía de los gestos, la sacralidad de los lugares (todos), el sentido de misterio que flotaba en el convento/monasterio, todo colaboraba a crear una especie de vínculo recíproco, de cohesión, como si fuese una sola, compleja entidad, que se movía y actuaba. Repito e insisto: esta metodología ha nutrido y dado válida cohesión a innumerables generaciones de frailes y monjas. Ciertamente, no faltaban las limitaciones y los defectos. Las personalidades fuertes y ricas se salvaban y se formaban con más facilidad. Las débiles y frágiles, fácilmente se replegaban, desaparecían en el anonimato, en el bloqueo y el individualismo. B.- El giro realizado por los últimos Capítulos Generales Este es el principio que aporta el Capítulo Genral de Oakland: “Los valores contenidos en nuestras observancias deben ser redescubiertos vividos en nuestra comunidad, de forma adaptada a nuestros tiempos y a las necesidades de las distintas situaciones” (Vida Común, 3.5; cfr. LCM 35; 181) Hay un giro radical, aunque no parece tan evidente. Todos los últimos Capítulos Generales, subrayando uno u otro aspecto, han llevado adelante un discurso lineal y firme, provocando un auténtico giro de 180°. 33 “En muchas sociedades contemporáneas, las relaciones entre las personas y la sociedad conocen cambios considerables. La vida común dominicana no se excluye. En este contexto, corresponde a la Orden renovarse con toda la fuerza de su espíritu”. (Const. Fund. Ordinis VIII) (México, Vida Común, 2.1.3) En el nuevo concepto, el más constitutivo de la comunidad en cuanto tal, son las mutuas relaciones, las relaciones personales y comunitarias, la preeminencia del Capítulo conventual como lugar apropiado y natural de las relaciones interpersonales y de la construcción de la comunidad. Se pasa del concepto de comunidad como lugar de presencia y de uniformidad, al lugar de las relaciones más intensas, y comunicaciones personales y comunitarias. El problema de fondo es mejorar la calidad de las relaciones interpersonales, en beneficio del bien común y particular. En conclusión. Se ha visto cómo la comunidad se construye y se alimenta de relaciones mutuas. Pero es necesario que dichas relaciones sean intensamente positivas, ordenadas a la construcción de un determinado género de comunidad, que examinaremos más ampliamente enseguida. “La comunidad dominicana requiere que los frailes son entreguen a ella con todo su ser. Sin esta adhesión total, la comunidad se debilita y pierde vida. El fraile, a su vez, tiene necesidad de la vida común para que su vocación de seguir a Cristo se desarrolle en toda su plenitud. El sujeto y el fin de toda la institución social es y debe ser la persona humana que, por su naturaleza, tiene absoluta necesidad de la dimensión social” (Gaudium et Spes, 25) (México, Vida Común, 2.1.2; cfr. LCM 4). Pero, así como existen relaciones positivas y constructivas, se pueden también advertir otras negativas, destructivas y enervantes para la comunidad y que, a largo plazo, la disuelven. Querría retomar un concepto de Santo Tomás esbozado con suficiente claridad, aunque en otro contexto, y de eminente valor para ilustrar nuestro tema. Dice que resulta mucho más intensa la unidad de los miembros de una comunidad cuando buscan concordemente el mismo fin, que hacer todos la misma cosa (cfr. I-II, 17, 4; C.G. 1. II, c. 58, 5). Entonces, ¿cuál será el principio que más fuertemente consolida la cohesión de una comunidad? Cuando sus miembros acogen, buscan y persiguen idealmente un mismo fin. Esto significa que las mentes y las voluntades de todos están unidos en una misma finalidad, querida con intenso deseo y conciencia lúcida. En tal caso puede incluso ocurrir que personas que viven en otra comunidad, o distintas bajo algún aspecto, como la cultura, el sexo, la distancia, etc. estén mucho más unidas por compartir el mismo fin, que los miembros de la misma comunidad. Tanto mayor será la cohesión comunitaria, cuanto más coherente resulte el compartir el mismo fin, o los valores unánimemente buscados. El hacer la misma cosa no dice nada, y no es en si mismo fuente de unidad y de cohesión. Así, por ejemplo, cien personas unidas por la misma cadena de montaje de una gran fábrica, hacen ciertamente lo mismo, pero no por esto se sienten unidos en sus ideales e intereses vitales. Paralelamente, llevar el mismo hábito, compartir la mesa y habitar bajo 34 el mismo techo, no son para nada coeficientes de unidad si no intervienen factores muy distintos, más determinantes y unificantes. “No somos comunidad, fundamentalmente, porque vivamos juntos y hagamos muchas cosas en común, sino por lo importantes que son nuestras estructuras comunitarias” (Oakland, 18, 3.2) Non siamo comunitá fondamentalmente, perché viviamo assieme e facciamo molte cose in comune, per quanto possano essere importanti le nostre strutture comunitarie” 35 II – PRINCIPALES VALORES QUE FUNDAN LAS RELACIONES Obviamente, prefiero detenerme sobre elementos que fundan y construyen las relaciones interpersonales. No serviría estudiar con insistencia los aspectos negativos, disgregantes y desintegradores de los vínculos de unión comunitaria. Acentuaré solo algunos que considero más importantes o que, con más frecuencia, se encuentran en los textos de los Capítulos Generales. 1.- DESARROLLO DE UNA RICA HUMANIDAD En las Actas de los Capítulos son muy frecuentes las llamadas a los valores sobrenaturales, derivados de la unión con Cristo, de compartir la misma caridad, don de Dios, y de la cohesión que resulta del anuncio del mismo Evangelio. Como también son subrayados los valores unitivos derivados de la participación del mismo carisma dominicano y la pertenencia a la misma Familia. Sin embargo, no son menos insistentes las llamadas a la adquisición y manifestación de una rica y madura humanidad. Frecuentemente se olvida la convicción de que, si no se construye partiendo de la expansión de la potencialidad humana, corremos el riesgo de construir sobre arena, o de tener, aparentemente, un magnífico edificio sin cimientos. Se entiende fácilmente el reclamo de un sano humanismo, muy querido de Santo Tomás. El, de hecho, hablando del edificio espiritual, reafirma la preeminencia de las virtudes teologales, las cuales nos conducen directamente a Dios. Pero no falta la advertencia, con igual insistencia, de que las virtudes morales son las más fundamentales, el soporte sobre el cual las virtudes teologales encuentran el terreno natural para crecer y desarrollares en orden a la perfección de la persona. En efecto, ¿cómo sería posible cultivar las virtudes teologales en una humanidad no organizada, equilibrada, y profundamente pacificada? Tendremos una constante lucha y un peligroso factor de disgregación. Por tanto, en la base de nuestras relaciones comunitarias es necesario que emerja una humanidad bien formada, que se comuniquen las mayores potencialidades de las personas, y que nada de cuanto es “humano” sea negado o sacrificado (cfr. LCM 6). “Una comunidad dominicana bien ordenada está formada de miembros maduros que se respetan unos a otros, que saben ponerse en relación de modo positivo e interactúan provechosamente unos con otros y con los que encuentran en su ministerio. Vivir en comunidad tiene una influencia positiva sobre cada uno de nosotros. Nos ofrece la posibilidad de crecimiento personal a través de la armonización, comunicación, diálogo, comprensión, que derriban las barreras y los prejuicios, y permiten al verdadero amor fraterno en Cristo, encontrar expresión”. (Oakland, Vida Común, 3.3.; cfr. 3.1) Esta es la relación interpersonal firmemente fundada sobre las virtudes morales bien desarrolladas, que aseguran un soporte válido a la corrección y al respeto en las relaciones mutuas. 36 En modo muy particular, en nuestras comunidades deberá florecer y encontrar expansión aquellas virtudes que llamamos “sociales”, que favorecen la relación humana y se relacionan, en particular, con la justicia y la fortaleza. Simplemente las cito, sin comentario alguno. Son la piedad, la reverencia, la obediencia, la gratitud, la veracidad, la cortesía, la liberalidad, la prodigalidad y la epicheia. Además, la audacia, la magnanimidad, la magnificencia, la paciencia, la perseverancia, la honestidad, la humildad y la estudiosidad. Si tales virtudes fueran largamente practicadas en nuestros ambientes comunitarios, no hay duda de que el nivel de las relaciones interpersonales crecerían y encontrarían manifestaciones más coherentes y constructivas. Querría, por fin, proponer un subrayado, derivado también del pensamiento de Santo Tomás, utilísimo en este contexto, y que podrá arrojar luz sobre nuestras relaciones comunitarias. Con frecuencia, en tiempos pasados, pero las menciones en la actualidad son todavía numerosas, se insistía sobre la práctica de la caridad en nuestras relaciones comunitarias. Son también frecuentes los temores de infringir la caridad y el preeminente escrúpulo de acusarse, en confesión, de la falta con respecto a esta virtud. Existe un notable fundamento de verdad en tal planteamiento, con tal de que se tengan bien presentes las exigencias de la justicia, como virtud moral. Trataré de ilustrar mejor mi pensamiento. La CARIDAD es una virtud teologal que nos une personalmente a Dios de forma siempre más progresiva. Paralelamente, nos hace acoger y apreciar al prójimo con mayor intensidad. Sin embargo, el criterio de la caridad es el don, lo gratuito que ofrezco a los demás. Podremos decir que es un “plus”, al cual el otro no tiene estricto derecho, o es una generosidad no obligatoria por mi parte. Por tanto, el acto de amor o de caridad es una generosidad, un favor, cosas que la otra persona no puede pretender como deberes hacia ella. La JUSTICIA es muy distinta. Comporta, en efecto, un “derecho” fundamental por parte del otro; por tanto, un “deber” por mi parte. Se trata de un “deber”, por diversos motivos, a la otra persona, que yo debo reconocer, respetar y atribuir. Si esto no ocurre, se sigue un error y una injusticia que no se terminan hasta que la verdadera justicia no se realice. Además, es necesario reconocer que si he cometido una injusticia, me incumbe el deber de la “restitución” y de la reparación por el daño causado. Por tanto, la justicia es muy exigente en cuanto subraya vigorosamente la alteridad de los otros, su ser personas, con los respectivos derechos inalienables, objetivos y sagrados. Por tanto, por mi parte, surge el deber y la necesidad de reconocer y respetar tales derechos. A mi juicio, este es el motivo por el que se prefiere hablar con facilidad (pero también con superficialidad) de caridad, porque no hace nacer deberes y obligaciones vinculantes. Nos sentimos generosos si hacemos determinadas cosas, pero no percibimos culpa si las descuidamos. La justicia es mucho más fundamental, objetiva y exigente. No depende de nosotros y de nuestras opiniones o subjetividad. 37 En conclusión, ¿cómo ordenar correctamente las virtudes? La más fundamental, necesaria y respetuosa de la persona y de sus derechos es la justicia. Por tanto, en la base de nuestras relaciones comunitarias debe estar puesta la justicia, como fundamento objetivo e imparcial. Después de haber satisfecho plenamente el “deber”, daremos también el “plus”, con generosidad, abundancia y como expresión de gratuidad. La justicia es el mínimo de la caridad. No existe caridad allí donde falta la justicia. El Capítulo de México tiene una frase muy fuerte, que no hay que minusvalorar: “Si nuestras comunidades no son lugares de convivencia feliz, donde sea bello convivir unidos, “nuestros hermanos van a buscar otras” (fr. D. Byrne) comunidades humanas o espirituales más cálidas. Si nuestros hermanos no son necesariamente nuestros amigos, debemos darles la mismas atenciones que tenemos para nuestros amigos” (Vida Común, 2.3.6) Recordemos la frase de Jesús en la parábola de los viñadores: “Toma lo tuyo y vete” (Mt. 20, 14). A veces la justicia puede acontecer un poco dura e impersonal. Esta laguna se cubre con la caridad, que da lo debido con generosidad y con el “plus”, pero especialmente con delicadas maneras. 2.- LA AFECTIVIDAD Y LA AMISTAD, ALIMENTO VITAL DE LA COMUNIDAD Con una cierta insistencia el Capítulo de México nos habla de la afectividad y la amistad en las relaciones comunitarias. Son, de hecho, elementos esenciales para una relación humanamente fundada, y para nutrir, en modo válido y rico, las relaciones comunitarias. Quiero tomar este estímulo para una profundización sistemática de tal argumento. El término afectividad, como también amistad, han sido históricamente muy equivocados, o cargados de significados que expresaban solo la degeneración o los aspectos negativos. Por tanto, quiero buscar el significado más verdadero y teológicamente más exacto, de estos dos términos: seguirán perspectivas de inmensa riqueza y panorámicas insospechadas. Obviamente, nos acompañará siempre el seguro pensamiento de Santo Tomás. Valor positivo de la afectividad La afectividad es un dinamismo interior, puesto en nosotros por el mismo Creador, que empuja a la persona hacia aquel tipo de realización que es propia y constitutiva de la persona humana. La afectividad es un dinamismo esencialmente relativo, que instintivamente hace percibir que nuestro peor mal es la clausura en nosotros mismos, mientras la auténtica realización es la capacidad y profundidad de las relaciones. El valor y la consistencia de la persona está constituida de la calidad de sus relaciones, de la capacidad de ponerse en contacto vital con otras realidades que son auténticos valores, el primero de todos, las otras personas. La grandeza de la persona no está constituida por cuanto tiene, ni siquiera de tipo intelectual y espiritual, sino de sus relaciones con los valores y las otras personas. 38 Inversamente, se puede decir que la persona no completada y desarrollada se caracteriza por la escasez de relaciones, de contactos vitales, de capacidad de relación. Es la persona cerrada en sí misma que no acoge, ni en su mínima parte, los estímulos que provienen de las otras realidades. Se tiene a sí misma, pero esto constituye su máxima pobreza. Cuanto más se destruyen las relaciones, la persona siente menos la falta y la urgencia: es como un círculo que se cierra cada vez más (cfr. Sto. Tomás sobre el Credo, Liturgia de las horas, Volumen IV). Para comprender mejor esta verdad es necesario relacionarla con su fuente, con Dios. En el libro del Génesis (2,26) se dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. ¿Qué puede significar esto sino nuestra semejanza con la Santísima Trinidad? Santo Tomás, hablando de las personas de la Santísima Trinidad, hace precisiones de gran relieve para entrar, aunque sea tímidamente, en el misterio. La naturaleza divina es perfectamente igual en las tres Personas. Por tanto, bajo este aspecto, no existen distinciones La única diferencia es la “Relación subsistente” que constituye la Personalidad. Por tanto, la Relación constituye la Persona. Así, el Padre se denomina Padre porque toda su realidad está en relación al Verbo, al Hijo. Análogamente, el Hijo dice Relación total al Padre. Y Padre e Hijo, en el amor mutuo, espiran el Espíritu Santo. Queriendo explicar en un modo para nosotros más apropiado y accesible, podemos decir que en las Personas divinas no es que exista la Persona, constituida en sí, y que a ésta se sobreponga una relación, como un añadido. Es lo que ocurre en nosotros, que primero somos y después tenemos relaciones con los otros seres. En Dios, la Persona es la misma Relación, y dice reciprocidad. “Solo la persona es creada a imagen y semejanza de Dios. Ahora bien ,si está llamada a entrar en la comunión trinitaria, hay que reconocer que existe “una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (GS 24)”. (México, Vida Común, 2.1.1). Todo esto, obviamente, debe hacernos comprender lo importantes y constitutivas de nuestra persona que son las relaciones, primero con Dios y con las realidades espirituales, y después con las personas humanas. Las relaciones nos plasman y nos realizan. Amistad Obviamente, la afectividad encuentra su pleno cumplimiento en la amistad. Es necesario tener un claro concepto del término amistad, para que no siga estando equivocado. Una vez más, no tengo más remedio que recurrir a la fineza doctrinal de Santo Tomás, tomando sólo unos pocos puntos significativos. La amistad es un amor de benevolencia, con el cual se desea y se busca el bien auténtico de la otra persona, esto es, su expansión, la plena realización de su ser. Quien ama verdaderamente quiere que la otra persona no sea egoísta, porque permanecería estéril, cerrada en sí misma, perjudicándose. Procura que se abra al verdadero amor, por tanto, que ella también sea persona oblativa. La amistad es el encuentro de dos personas “desinteresadas” y maduras, liberadas del mezquino egoísmo y subjetivismo, abiertas a los valores superiores, universales y nobles. 39 La amistad es fusión y unidad de estos dos seres, pero sin que ninguno quiera reducir al otro, para hacerlo entrar en su esfera subjetiva; más bien reconoce al otro su plena libertad. La suprema veta de la amistad es el descubrimiento de otro ser, distinto de mí y que subsiste sin mí; que tiene un valor intrínseco, casi infinito; que tiene una interioridad propia; un mundo similar, pero muy diverso del mío. Yo me detengo a contemplar este nuevo ser y lo considero como un bien mío. Pero debo resistir a la tentación de tomarlo y de ponerlo a mi servicio, o de buscarle únicamente una utilidad. La amistad se convierte en la fusión de dos almas, el penetrar discretamente en el íntimo del espíritu del otro, la mutua confianza, porque no hay egoísmo. De estos fundamentos nace espontáneamente la reciprocidad. Aristóteles decía: “amicus amico amicus”. El amigo es también amigo de quien lo ama. Es la reciprocidad que nace espontáneamente, como lógica respuesta, entre dos personas adultas y capaces de oblatividad. Sin embargo, este modelo de amistad no es un fruto espontáneo de la vida común. Es un don y una gran gracia que son comprendidos solo por algunas personas, las más abiertas y disponibles a apreciar la profundidad. Lo importante es que cada religioso/a pueda hacer al menos una experiencia en la vida, para que se abran más amplios espacios de maduración (cfr. LCM 26, II). Me gustaría ahora citar algunos aspectos de afectividad y amistad como nos vienen propuestos en el Capítulo de México. Estos son algunos pasajes más significativos: “Como escribía fr. D. Byrne: “todos nosotros tenemos necesidad de aire, de alimento, de dormir y de educación, pero en un modo esencial, de amor...” (carta sobre la Vida Común). La comunidad es para nosotros lugar de compartir, de intercambio y de servicio recíproco. El primero de los servicios es el sostén recíproco del amor fraterno, según el ejemplo de Santo Domingo” (Vida Común, 2.3.3). “En la vida comunitaria se expresa, se acrecienta y se manifiesta el equilibrio afectivo de los hermanos. La celebración de la liturgia, los intercambios cordiales, la mesa común, el compartir el silencio, las atenciones de una respetuosa cortesía, las fiestas celebradas con alegría, las relaciones de amistad son otros tantos elementos de equilibrio y de armonía. La acogida y el sostén de una actividad apostólica por parte de otros hermanos de la comunidad contribuyen a la alegría y a la paz interior” (Vida común, 2.3.4). “Naturalmente, la misión comporta, para cada uno y a distintos niveles, felices relaciones externas de apostolado y de amistad. Es deseable que estas relaciones encuentren espacio y acogida por parte de la comunidad”. (Vida común, 2.3.5) Debe hacernos reflexionar mucho la cita siguiente, cuando en la comunidad faltan las debidas relaciones afectivas y amistosas. Retomo un texto ya citado. “Si nuestras comunidades no son lugares de convivencia feliz, donde sea bello convivir unidos, “nuestros hermanos van a buscar otras” (fr. 40 D. Byrne) comunidades humanas o espirituales más cálidas. Si nuestros hermanos no son necesariamente nuestros amigos, debemos darles la mismas atenciones que tenemos para nuestros amigos” (Vida Común, 2.3.6) Como se puede percibir, el Capítulo de México ha afrontado uno de los temas que más fácilmente pueden poner en crisis la comunidad: la falta de verdadera afectividad y amistad. Es vano e infructuoso pretender construir vínculos sobrenaturales cuando faltan aquellos, mucho más fundamentales y humanos, de la afectividad y la amistad. 3.- LOS CAPÍTULOS: lugar privilegiado de los encuentros comunitarios Sobre el Capítulo se ha tratado largamente en el volumen “El Gobierno Dominicano” (1994), por lo que no me alargaré, con el peligro de repetirme. Me detendré sólo en algunos aspectos, derivados de las Actas de los últimos Capítulos Generales que, más reiterativamente, y bajo diversos aspectos, han hablado del papel y del valor del Capítulo conventual. “Para conseguir el consenso que lleva a la unanimidad es necesario poner en función todos los mecanismos propios de nuestra forma de gobierno. Lugar privilegiado, en este sentido, es el Capítulo conventual” (México, Vida Común, 3.3.1) He aquí, particularmente, algunos aspectos más significativos. A – Proyecto Comunitario Ya hemos recordado, con Santo Tomás, que une mucho más el conseguir el mismo fin, que hacer las mismas cosas. Por tanto, es muy importante tener valores objetivos en los cuales la comunidad entera se reconozca. Tales valores son múltiples, y cada uno tiene su particular fuerza unitiva o congregadora. Pensemos en el Evangelio, en el ideal dominicano, en las Constituciones, etc. Pero también tiene un lugar significativo lo que el Capítulo de México llama “el Proyecto comunitario”. El n. 39 hace petición explicita, mediante una Ordenación: “Ordenamos que en la planificación de la comunidad (proyecto comunitario), además de la organización del apostolado, aparezca también la planificación de los elementos de la vida interna de la comunidad en lo que concierne a las observancias de la Orden y el modo de practicarlas”. Además, en el n. 3.3.3. se dan ulteriores precisiones: “Compete al Capítulo la elaboración y la valoración periódica de un “proyecto comunitario”. Un proyecto expresa aquello que queremos ser o hacer, y se concreta en objetivos a conseguir a corto o largo plazo; integra y realiza las tareas, evitando la dispersión y la disgregación; afirma el principio comunitario contra el individualismo 41 disgregante; hace dinámica la vida y permita valorar lo conseguido; es el punto de referencia obligado en el camino de la comunidad; debe ser celebrado a la luz de las Constituciones, en diálogos comunitarios, teniendo presentes las prioridades de los últimos Capítulos Generales y en sintonía con el proyecto de la Provincia” (México, Vida Común, 3.3.3; cfr Walberberg, n. 17; LCO 100 y 311). Pero YA el Capítulo de Oakland mandaba realizar tal proyecto con referencia particular al apostolado: “Para restructurar mejor la vida común como signo y enriquecimiento de nuestra misión, ordenamos a todas las comunidades, con la colaboración de los frailes, realizar la planificación de la vida apostólica. Uno de los objetivos será eliminar del proyecto comunitario todas las actividades personales que no sean acogidas por la comunidad. Tal proyecto debe ser revisado periódicamente (LCO 6). La planificación, entre otras cosas, deberá contener: • El fin de la misión de la comunidad • La programación y la valoración de las iniciativas • El tiempo y los modos de la oración • Los tiempos y modalidades de las reuniones comunitarias • Tiempos y lugares de silencio • Tiempo de descanso y de vacaciones de los frailes • Las cuestiones económicas La planificación comunitaria deberá ser realista, íntegra, realizable, apreciable y estable” (Oakland, n. 38). Si la comunidad no se prepara un verdadero proyecto de vida, elaborado comunitariamente, ampliamente compartido, revisado en su momento oportuno, se corre el peligro de no tener suficientes instrumentos objetivos por lo que, con facilidad, se multiplican los individualismos y las valoraciones subjetivas. Por esto, el Capítulo de México define “el individualismo, un peligro mortal par ala vida comunitaria” (Vida Comun, 2.2.2). Quizá alguna podría objetar que, teniendo ya los Monasterios los Directorios, añadir un “proyecto comunitario” sería una repetición superflua. Creo poder afirmar que las dos cosas son distintas y no se sobreponen. De hecho, el Directorio es solo un complemente de las Constituciones en puntos particulares y bien definidos; además, el Directorio debe estar a probado por el Maestro de la Orden (cfr. LCM 184, I-II). El proyecto comunitario, al contrario, es elaborado y revisado solo por el Capítulo del Monasterio. Se refiere a la vida y la práctica de la observancia regular, pero con posibilidad de establecer para el Monasterio prioridades, finalidades específicas, equilibrio en el uso de los distintos medios, y la particular vocación apostólica. Considero que la comunidad, en el proyecto comunitario, puede expresarse mejor, darse una fisionomía más definida y coherente, elaborando un proyecto de vida más específico. Ningún mal se debe derivar de un cierto pluralismo de fisionomías, a nivel italiano o de la Orden. Sería una ventaja también para las eventuales vocaciones. 42 B – Compartir la fe “Recomendamos a los frailes que tengan frecuentemente tiempos especiales de oración para celebrar y compartir fraternamente la fe. Tales momentos especiales de oración comunitaria son oportunos para aprender unos de los otros, y para predicarnos mutuamente entre nosotros, compartiendo nuestra experiencia de fe”. (Oakland, 20; cfr. P. D. Byrne, carta sobre la vida común, 2). Esta exigencia conviene también a las monjas, por su propio género de vida. El motivo de la recomendación se intuye fácilmente. Todos nosotros tenemos necesidad de ser confirmados en la fe, y, ¿quién mejor lo podrá o lo deberá llevar a cabo que nuestros propios hermanos y hermanas? “Es una obra de caridad comunicar la propia fe, pero ¿no deberíamos comenzar por nosotros mismos? Nunca podré insistir demasiado en que se tome en serio este aspecto de la vida comunitaria. Muchos religiosos, especialmente los jóvenes, están deseando este modo de compartir la fe. ¿No hemos entrado en la Orden para vivir como hombres de fe? Es urgente que nos comuniquemos unos a otros la riqueza de la fe”. (FR. D. Byrne, Los elementos esenciales de la vida comuniaria dominicana, n. 2; cfr. también LCM 3; 6; 97, II). Cada uno de nosotros tiene momentos de crisis y de oscuridad, con un cierto obnubilamiento de los valores de la fe, que desmoralizan y desaniman, por lo que se hace necesario el aliento comunitario. Además, la fe normalmente se transmite por via del testimonio y de la experiencia personal, no solo a los lejanos o a los incrédulos, sino principalmente a los miembros de la propia comunidad. A fin de cuentas, quien nos tiene congregados y unidos en un mismo objetivo son dios y la radicalidad del Evangelio. ¿Cómo es posible que la conversación sobre Dios y sobre los valores de nuestra fe no emerjan casi nunca en nuestros encuentros comunitarios? Ocurre después que cuando se presenta la necesidad de un testimonio ante los laicos, ya sea reclamada u oportuna, tenemos tantas dificultades y acusamos nuestra falta de preparación. Las metodologías de actuación pueden ser diversas. Pero cuando es fuerte la voluntad de realización, no es difícil encontrar los medios. No es necesario, de hecho, reglamentaciones uniformes. Creo que la experiencia pueda ser la más sabia maestra. C – Capítulo: Lugar del perdón y de la reconciliación También este es un tema frecuentemente tratado en las Actas de los Capítulos Generales, y es para nosotros una fuerte llamada. “Fieles a nuestra tradición dominicana y buscando recuperar el sentido del “capítulo de culpas”, recomendamos a los frailes tener, varias veces al año, especialmente durante el tempo de Adviento y Cuaresma, la celebración comunitaria del perdón. Estas celebraciones 43 pueden ser el momento oportuno par la exortación y la corrección fraterna”. (Oakland, 21; cfr. LCO 7; cfr LCM 5; 84, II). No menos vigoroso e incisivo había sido la intervención del P. D. Byrne en su carta sobre la vida común (3, corrección fraterna): “Es necesario que las reuniones comunitarias recuperen los valores perdidos. Nuestras reuniones deberían ser una ocasión para examinar si la atmósfera de diálogo sincero es tal que cada uno pueda manifestar sus problemas y experiencias a la luz de la fe, y de este modo ayudarnos mutuamente con consejos y aliento. Para que esto pueda llegar a realizarse, es necesario que tales reuniones tengan auténtico carácter religioso y no caigan en rutina y formalismo. La reflexión de la Palabra de Dios y la oración pueden ayudarnos a comprender que Dios está en medio de nosotros. Deberíamos también respetar la “creatividad” de otras comunidades, pero sin dejar nunca tales reuniones a la improvisación. La Orden en cuanto tal podría considerar la conveniencia de publicar unas normas que ayudaran a la celebración de dichas reuniones”. Me gustaría subrayar el valor y la importancia, también terapéutica, que posee el perdón mutuo en la construcción de la comunidad, para hacerla más fraterna y evangélica. Todos nosotros tenemos necesidad de la misericordia divina y la imploramos cotidianamente. A menudo la experimentamos en el Sacramento de la Penitencia. Pero esto ocurre en la sacramentalidad, protegida por el más absoluto secreto. El único testigo es el Sacerdote, que es, por tanto, el ministro de la misericordia de Dios. Pero la celebración de la misericordia de Dios requiere también otra sede: la comunidad. Y los hermanos y hermanas, de algún modo, se convierten en mutuos ministros e instrumentos de la misericordia divina. A veces nos preguntamos, con una cierta ansia e incertidumbre: “¿Habrá perdonado el Señor ciertamente mis pecados y mis numerosas miserias? ¿Qué seguridad puedo tener?” En primer lugar tenemos la certeza fundada sobre la fe y sobre el valor del Sacramento de la Penitencia. Pero es necesario también alguna verificación humana, útil y pacificadora. Hagamos dos hipótesis. Yo puedo, en la fe, creer en el perdón de Dios, pero si percibo un frecuente sentido de condena, de dureza y resentimiento por parte de los hermanos/as, es más difícil imaginar y gustar el perdón de Dios. No tengo confrontación a nivel humano, y tal perdón se convierte solo en un postulado de pura fe. Al contrario, si por parte de los hermanos/as me siento acogido, percibo una benévola actitud de misericordia y de perdón, si mis pobrezas no son un obstáculo para su compasión, será obvio que percibo el perdón de Dios de un modo mucho más evidente. Cuánto bien nos proporciona la experiencia del perdón, la acogida a pesar de todo, la gratuidad. En este sentido se tiene una imagen concreta y moralmente válida del Dios misericordioso. Como los niños no pueden formarse una idea serena y pacificadora de la paternidad si tienen experiencia de un padre severo y quizá cruel, así nos ocurre a nosotros. La 44 experiencia comunitaria es de extrema importancia para vivir gozosamente la misericordia y el perdón divino. Ciertamente, esto deberá verificarse habitualmente, en la vida cotidiana. Pero es bueno que haya momentos privilegiados para el intercambio del perdón, para vivir momentos y quizá también ritos, para celebrar la misericordia mutua. Y ésta es la función propia atribuida al Capítulo Regular, cualquiera que puedan ser los métodos utilizados para su desarrollo. Es importante que sean vivos, que expresen un contenido auténtico y vital, y no solo ritos rutinarios, privados de sentido y de mensaje. 4.- POBREZA Y VIDA COMÚN Santo Tomás habla de la pobreza como fundamento de la caridad. Es una intuición muy aguda y comprensiva de la realidad humana. Pero es necesaria una cierta explicación para comprender toda la profundidad. “El primer fundamento para adquirir la caridad perfecta es la pobreza voluntaria” (II-II 186, 3). Uno de los obstáculos más graves para la comunión con las otras personas y para la fraternidad es el apego y la preocupación por las realidades humanas, en particular por las materiales, con el deseo, siempre creciente, de la posesión. ¿Qué significa la posesión sino la apropiación exclusiva de determinados bienes, privando de ellos a los demás, o limitándoles al máximo su uso? Obviamente la posesión favorece el egoísmo y esto fomenta la exclusión y la división. El exclusivismo es típico de los bienes materiales. La posesión y el uso de tales bienes limita o impide la posesión simultánea o el compartir por parte de los demás. Esto se da, en forma macroscópica, en el egoísmo de los Estados, así como en la vida social en lo que respecta a la economía. Las guerras, las divisiones, los odios y las tensiones de todo tipo tienen este origen común. Pero todo esto, ¿tiene algo que ver con la vida de los conventos-monasterios? ¡Por supuesto! El peligro está cerca de nosotros, igual que de los demás. No importa si el objeto de la contienda o de las tensiones sean riquezas inmensas o pequeñas cosas, más o menos insignificantes. El egoísmo o la preocupación por las cosas materiales puede tener las más sorprendentes motivaciones. Por tanto, el peligro existe también entre nosotros. Justamente Santo Tomás pone de manifiesto el valor de la pobreza como fundamento necesario e indispensable de la caridad. De hecho, las personas verdaderamente pobres, despegados, que no están sometidos al influjo nefasto de las posesiones, adquieren una sorprendente libertad, que favorece la apreciación de otros bienes, no materiales. Quien tiene el corazón libre percibe más fácilmente la fascinación de los bienes espirituales y los valores que enriquecen a la persona. Solo el pobre voluntario aprecia los verdaderos valores, porque no sufre la fascinación de los materiales. “Iría contra la recta razón si uno despilfarrase todos sus bienes en vicios, o sin ninguna utilidad. Pero es según la recta razón que uno abandone las riquezas para dedicarse a la contemplación de la sabiduría: lo cual lo harían también los filósofos. S. Girolamo, en la carta a Paolino, cuenta que un cierto Crate, de Tebas, hombre muy rico, se fue a Atenas para dedicarse a la filosofía, tiró una gran suma 45 de dinero; consideraba que no podría poseer simultáneamente riquezas y virtud” (II-II 186, 3, ad 3). Por otra parte, los bienes espirituales y los auténticos valores tienen la característica de poder poseerse plenamente sin la más mínima exclusión de los otros. Al contrario, el compartir los bienes aumenta el gozo y la plenitud. Cuanto más crece la participación de los bienes espirituales, de los fines y de los valores, mayor será la unidad entre aquellos que lo comparten (cfr. Santo Tomás sobre el Credo, Liturgia de las Horas, vol. IV; cfr. LCM 28, Y) Podremos además, repetir parafraseando, la afirmación de Santo Tomás que une mucho más la unidad de los fones que el hacer todos las mismas cosas, o poseerlas comunitariamente: comida, alojamiento, trabajo, etc. Adquiriendo un espíritu de pobreza más radical, gozaremos la libertad interior y crecerá en nosotros el interés y la alegría compartida de los mismos bienes espirituales, y, proporcionalmente, se afirmará la caridad y la fraternidad. “Estamos destinados a la bienaventuranza futura mediante la caridad. Y debido a que la pobreza voluntaria es un ejercicio eficaz para alcanzar la caridad perfecta, es muy válida para alcanzar también la bienaventuranza celeste. Ve, vende lo que tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo” (II-II, 186, 3, ad 4; cfr. LCM 28, II; 3, II). Esta es la forma en que la pobreza, bien entendida y vivida, se convierte en fundamento de la caridad, y por tanto, de una mejor vida fraterna. Esto está oportunamente confirmado por un texto del Capítulo de Walberberg: “Sabemos que estamos muy preparados para el individualismo y expuestos a las continuas tentaciones que provienen, ya de los bienes materiales, ya de la tendencia a un mejor nivel de vida, sobretodo viviendo en una sociedad donde privan el consumismo y el hedonismo. Por ello, siempre con insistencia, recordamos la necesidad de compartir, sin lo cual la vida común es imposible, y por tanto, falsificada, y que está íntimamente ligada con el voto de pobreza: la total y efectiva comunión de bienes, los cuales deben también ser compartidos con los pobres” (n. 76, 6). Deberá, por tanto, manifestarse, en cualquier manera, la comunión de bienes y el interés por los pobres por parte del convento-monasterio, involucrando a toda la comunidad en la expresión de un espíritu evangélico más radical. No debemos pensar, con fácil superficialidad, que estamos dispensados de la caridad-compartir con los pobres porque nosotros mismos somos pobres. 5.- LA ENTRADA DE UN NUEVO MIEMBRO EN LA COMUNIDAD El grado de cohesión y de madurez de un grupo en general, y de una comunidad en particular, se deduce, en modo significativo, de la capacidad de acogida de uno o más miembros nuevos. Efectivamente, la entrada de una nueva persona en la comunidad no es un hecho secundario o de escasa relevancia, resuelto fácilmente con una celda o una servilleta más. Es un acontecimiento importante, aún más, de extrema relevancia. También 46 la experiencia lo enseña. A veces, la entrada de una sola persona en nuestro ambiente puede turbar el equilibrio ya adquirido de la comunidad. Es como si se mezclaran de nuevo las cartas del juego. Se instaura un nuevo equilibrio; las relaciones se redefinen; lo que era pacífico y ya logrado, se pone en entredicho y todo debe ser planteado de nuevo. Alguna vez pueden ponerse las cosas auténticamente patas arriba. La experiencia nos propone esta reflexión: a) Una comunidad de fuerte cohesión con vínculos recíprocos firmes, sabe adaptarse mas fácilmente a la acogida y hacer un hueco. Todas las personas están capacitadas para rediseñar más o menos fácilmente sus relaciones mutuas, por tanto, de involucrarse para acoger y hacer un sitio al recién llegado. Es verdad que es una tarea muy difícil, y quizá es de prever que no se dé con excesiva frecuencia. Si hay capacidad de adaptación, de revisar la propia posición, de entrelazar las relaciones, el recién llegado percibe la acogida, el espacio suficientemente amplio que la comunidad le otorga. b) En la comunidad con menor cohesión, que no tiene una fisonomía bien definida, donde las relaciones son más conflictivas que fraternas, la acogida de una persona extraña da miedo, desencadena tensiones, hace emerger procesos de autodefensa o de mantenimiento del propio espacio y papel, y es escasa la disponibilidad. El extraño es acogido, pero con una condición fundamental: que se adapte al estado actual de la comunidad, que no pretenda cambiar nada. El principio soterrado, pero evidente, es éste: debe ser él el que se adapte a la comunidad, no la comunidad a él. Quizá en este punto es necesario una precisión: 1) Obviamente no son, y no deben ser puestos en cuestión, los principios constitutivos de la comunidad, o los valores o la finalidad propias del grupo. Como máximo, podrán ser mejor redefinidos y clarificados. Bajo este aspecto, el recién llegado podrá aportar su contribución más libre y menos condicionada por la tradición, que ni siquiera conoce. 2) En general, deben revisarse situaciones metodológicas menos importantes, más usuales y cotidianas, pero que precisamente por esto, entorpecen más el comportamiento de la comunidad. Son a menudo formas individuales de valorar; certezas que se consideran absolutas y no se acepta que sean contestadas; costumbres que no gusta cambiar; equilibrios establecidos que quitan la calma y la seguridad; dudas que se insinúan y disturban. Más bien que aprovechar la ocasión y ser nosotros mismos los obligados a cambiar, se pretende que el recién llegado se adapte, y se le deja un mínimo espacio de movimiento. A veces esta capacidad de adaptación que se pretende, se sublima hasta el punto de erigirla como criterio para valorar la misma vocación. ¡Si no se sabe adaptar, es signo de que no es válida para la vida religiosa! Así, la comunidad pierde la preciosa ocasión para interrogarse y cambiar cuanto sería oportuno renovar. Es un problema que debe interpelar vitalmente cada comunidad: ¿cuál es nuestra disponibilidad para la acogida? ¿Hasta qué punto somos capaces de cambiar para hacer un sitio? (cfr. LCM 14) 47 Cito una significativa llamada del Capítulo de Oakland, en un contexto un poco más amplio: “Debemos ser una comunidad abierta y que ofrece disponibilidad a todos los que buscan un lugar de acogida, especialmente los jóvenes, los pobres, los marginados, los que buscan la justicia y la verdad, los que están a la búsqueda de solidaridad, apoyo, amor. Tal comunidad respetará la dignidad humana de toda persona y buscará alcanzar a Cristo, que está presente en el más pequeño de nuestros hermanos y hermanas” (18, 3.8) 6.- LA APERTURA INTERCOMUNITARIA El capítulo de México se detiene bastante sobre un problema comunitario de doble vertiente, donde se requiere un difícil equilibrio, también por falta de modelos convincentes. Como señalaré más tarde, la propia comunidad no es el fin último o un absoluto que pueda totalizar nuestra vida. Participamos también en plenitud de la Orden Dominicana, de la Iglesia y del mundo. Por tanto, nuestras relaciones no se agotan solo en el interior, de modo exclusivo. Sería un grave empobrecimiento y seguiría una sensación de ahogo. Por otra parte la comunidad, especialmente las más pequeñas, no pueden pretender proporcionar todo lo que necesita la expansión de la persona. Forma parte de la formación, especialmente de la formación permanente, enseñar a regular, con equilibrio, la apertura externa con sus distintas integraciones y el don a la comunidad. Estas son las conclusiones a las que se puede llegar: a) Toda comunidad y toda persona deben encontrar la propia dimensión de expansión, más allá de los confines del convento o monasterio. Cuanto más se acogen y se comparten estos contactos, más se abre la comunidad de forma homogénea y sin traumas. Pero si la comunidad se cierra en la propia autonomía o autosuficiencia, debe darse cuenta que priva a las personas de un validísimo estímulo psicológico y moral hacia la madurez y la plena expansión. Aún más delicada es la situación de las comunidades donde una parte permanece recluida en su interior y rechaza los contactos con el exterior, u otros estímulos análogos, mientras otra parte se abre y siente el influjo benéfico. Se acaba recorriendo un camino paralelo, que muy pronto será divergente y causa de continuas fricciones. Así crecerá la mutua incomprensión, porque existen sensibilidad y madurez distintas. “Naturalmente, la misión comporta, para cada uno y a distintos niveles, gratas relaciones externas de apostolado y de amistad. Es deseable que estas relaciones encuentren espacio de acogida en la comunidad”. (México n. 36, 2.3.5). b) Si esta distinta valoración y participación, ya sea en la propia comunidad, o en las exteriores, más vastas y numerosas, cruza un cierto punto de ruptura, es posible y quizá inevitable que se manifieste un camino siempre más divergente hasta, Dios no lo quiera, a la definitiva ruptura y separación. 48 Pero valoremos bien la recomendación del Capítulo de México: “Si nuestras comunidades no son lugares de convivencia feliz, donde sea bello convivir unidos, “nuestros hermanos van a buscar otras” (fr. D. Byrne) comunidades humanas o espirituales más cálidas”. (n. 36, 2.3.6) Se puede llegar incluso a lo que habitualmente se denomina la “doble pertenencia”. “Este fenómeno de conflicto por la doble pertenencia se ha convertido en una cuestión y un serio problema de nuestras comunidades. Si los hermanos buscan y encuentran fuera de la comunidad su desarrollo espiritual y afectivo, ¿no es, en parte, porque no lo encuentran dentro? Pedimos que cada uno se haga esta pregunta”. (ibid. 36, 2.4.6). En cuanto respecta más directamente a los monasterios, tenemos análoga toma e posición del P. D. Byrne en la carta a las monjas: “Análogamente, como la autoridad de la Priora no es absoluta, así también, creo, que somos invitados por la Iglesia y la Orden a convencernos de que la autonomía de los monasterios no puede ser absoluta, en el sentido de que deben ser acogidas las tendencias que se realizan en otros lugares, disponibilidad para ayudar y prontitud para recibir ayuda de otros monasterios. Creo que falta un largo camino por recorrer antes que las Federaciones o Conferencias exploten toda su potencialidad en temas de renovación y ayuda mutua, especialemtne en el campo de la formación y en el intercambio ocasional de personas particularmente válidas. Si la “reproducción” aislada es malsana e inoportuna desde el punto de vista genético, tanto más inconveniente es el aislamiento desde el punto de vista de la Vida Religiosa”. Y el P. Timothy se explaya en esta misma sintonía cuando escribe a las Prioras italianas con ocasión de su encuentro anual: “Es necesario, por tanto, redescubrir la importancia y las ventajas que aporta la colaboración. De hecho, los problemas generales no pueden resolverse solo a nivel local, sino que requieren una mirada más amplia, profunda solidaridad, sentido de pertenencia a la misma Orden y, por tanto, responsabilidad compartida. A ninguna de vosotras se os puede escapar que la vida contemplativa italiana está recorriendo un período difícil de ajuste y de búsqueda de nuevos equilibrios. Espero que sea un momento transitorio que se abrirá a mejores perspectivas”. (Carta del 7-10-94, Prot. 70/94/2406). Pero será todavía mejor si, además de una toma de conciencia individual, se hace una clara y franca verificación comunitaria, donde cada una pueda expresarse con libertad. Es un problema de auténtico crecimiento para la comunidad, la apertura hacia el externo, pero puede convertirse en un peligro y crear tensiones. El equilibrio, a mi juicio, debe encontrarse anivel comunitario, pero con plena satisfacción de las propias personas. 49 7.- TODA RELACIÓN COMPORTA SACRIFICIO No solo la relación comunitaria comporta sacrificio y sufrimiento, sino toda relación, en el sentido más general del término. También los místicos han puesto de manifiesto con frecuencia la dificultad y el sufrimiento, no en grado atroz, en la relación con Dios. Más aún, cuanto más crece el diálogo y la union con Dios, tanto mayor se hace la purificación del alma. La diferencia entre Dios y nosotros, la distancia relativa a la Trascendencia es tan absoluta, que pone en crisis todo nuestro ser y nuestra capacidad de relación. No es para maravillarse si también el contacto humano, individual y comunitario se manifiesta difícil, conflictivo, lleno de incógnitas y sorpresas. No queremos pensar en la vida comunitaria como un “iuge martirium” (continuo martirio), porque tal concepto no es para nada afín al ideal dominicano en esta materia. La comunidad es elemento esencial y fundante de nuestra vida: pero si esta debe consistir en un martirio, sería muy triste y decepcionante. Se trata de encontrar nuestra justa relación con otros seres que, de algún modo, son también un absoluto, un valor, tienen una personalidad inviolable. La ascesis que exige nuestro autocontrol para evitar todo género de apropiación de la otra persona, para superar la tentación del dominio o de ponerla a nuestro servicio, no es fácil, ni se adquiere de una vez para siempre. Pensemos en todas las formas instintivas de agresividad o de autodefensa que emergen del subconsciente sin saber porqué. Llegar a auténticas formas de gratuidad, de desinterés, de oblatividad y de acogida es cosa muy ardua, jamás completa y para nada connatural. Llegar a dominarnos a nosotros mismos y nuestra agresividad; adquirir la libertad interior y la paz; alcanzar la capacidad de valorar las cosas con lúcida objetividad, son conquistas arduas y nunca completas. Solo poseyéndonos (siendo dueños de nosotros mismos) podemos donarnos. Por tanto, vista en esta dimensión, toda relación es fuente de sufrimiento, de desilusión y necesita reanudarse constantemente. Hay que saber aceptar, con mucho realismo, la inevitable dimensión de sufrimiento consiguiente a las relaciones, no viendo en ello una deformación o degeneración, sino la condición humana normal, que no puede prescindir de las dificultades. Creemos por la fe que, en la otra vida, se abrirá la relación perfecta que conllevará paz, respeto recíproco, la alegría de la comunicación y la intuitiva percepción de la intimidad de las otras personas. Pero tal feliz realidad la conquistamos precisamente con el sufrimiento actual y la escasez de resultados. En este punto quiero mencionar un problema de gran importancia, relacionado con el nuevo concepto de observancia regular, propuesto por los recientes Capítulos Generales. Se afirma con frecuencia, y con una cierta superficialidad, que hoy la Orden no habla más de ascesis, de mortificación y de sacrificio. Parece que tal concepto esté superado y no es actual, quizá por una nefasta influencia del mundo. En realidad no es cierto, y no corresponde a la voluntad orientativa de los Capítulos. Para comprender esta afirmación haría falta una distinción y una aclaración. a. En el concepto tradicional de comunidad (como se ha visto más arriba) eran privilegiados los aspectos de la regularidad, de la uniformidad, de la fidelidad a los compromisos comunitarios en la forma rígidamente ordenada. Hacía falta 50 mucho espíritu de adaptación y fuerte ascesis para uniformarse y caer en el particularismo. La perfección era proporcional a la capacidad de una total adaptación (cfr. LCM 100, II; 105, I). Entendida en este sentido, la ascesis tiene mucho menos obligación y posibilidad de ejercicio hoy en día: por eso se afirma que no es ya necesaria. Ha disminuido el campo para expandirse y crecer. b. Pero los Capítulos no han cesado de insistir y de privilegiar otra forma de ascesis, donde su ejercicio puede tener un vastísimo campo de actuación. Son las relaciones mutuas, la capacidad de comunicación, el diálogo y, en particular, las reuniones comunitarias o capítulos. En este ámbito, el ejercicio de la más auténtica ascesis, la mortificación, el autocontrol, etc. tienen una posibilidad inmensa de aplicación. Bastan algunos ejemplo significativos. La constancia en la escucha de una persona; la perseverancia para no interrumpir el diálogo cuando no se ven resultados; creer en la honestidad y buena fe de cada persona. Cuando, en las reuniones comunitarias, entran ganas de responder a cada provocación, o de tapar la boca a quien nos inquieta con sus afirmaciones; cuando sabemos crear en nosotros aquella calma acogedora que facilita a los otros el manifestarse; cuando vencemos el miedo y el desánimo que hacen parecer inútiles las reuniones comunitarias. En definitiva, los ejemplos se podrían multiplicar hasta el infinito. Por tanto, no es en absoluto cierto que la Orden no aprecie el valor de la ascesis, sino que nos propone una forma distinta de aplicación, decididamente más ardua, incómoda, y con resultados mucho más constructivos. Es la ascesis, no convertida en fin en sí misma, sino puesta directamente al servicio del diálogo, de las reuniones comunitarias y de la construcción de la misma comunidad. ¿Hemos comprendido finalmente la intención de la Orden en este tema, o preferimos perseverar en el error, afirmando la desaparición de la ascesis en nuestra comunidad? 8.- COMUNIDAD NO FINALIZADA EN SI MISMA Será útil y oportuno tener presente que, ya sea la comunidad religiosa o cualquier otro grupo, mantienen su unidad y cohesión en función de una finalidad o por motivaciones bien evidenciadas. Una vez que tal finalidad, o se atenúa hasta cierto límite, o decae, el grupo se disuelve. Sería una grave ilusión considerar que un grupo, una vez formado, continúa manteniendo su identidad casi por inercia. Análogamente, estos principios básicos de la vida de grupo, deben tenerse en cuenta en la dinámica de la vida comunitaria, como también en los monasterios. O el fin y la razón fundamental por los cuales la comunidad está reunida y constituida se renuevan y actualizan, de modo válido y expresivo, o bien comenzarán los hundimientos, deshilachamientos, individualismos, que son como el cáncer de la comunidad. Cuando las motivaciones ideales, que han tenido tanta fuerza de cohesión como para reunir y mantener unidas muchas personas, y durante largo tiempo, se atenúan y pierden eficacia, la comunidad va fatalmente hacia el declive. ¿Cuáles son estas motivaciones válidas, capaces de reagrupar y tener unidas tantas personas? En lo que respecta a la Orden Dominicana, la finalidad principal, como se precisa en la Constitución Fundamental, es que “fue instituida, ya desde el principio, especialmente 51 para la predicación y la salvación de las almas”. Por tanto, es esencialmente una finalidad apostólica. En lo que respecta a las monjas, está el fin general de la Orden, como confirma claramente la Constitución Fundamental, LCM 1, II. “Con su vida, tanto los frailes como las monjas tratan de conseguir, hacia Dios y hacia el prójimo, una perfecta caridad, eficaz para procurar la salvación de los hombres...” “... mientras es propio de las monjas buscarlo, meditarlo e invocarlo (el nombre de Jesucristo), en lo escondido, para que la palabra que sale de la boca de Dios no retorne a él vacía, sino que prospere en aquellos a los cuales ha sido enviada”. (ibid.) A esto se debe unir, obviamente, la búsqueda de la contemplación, no solo como objetivo personal, sino como específica finalidad comunitaria. En palabras muy simples se puede decir que el motivo de nuestro estar y perseverar en la comunidad no es porque se vive bien juntas, porque hay caridad y mucho calor humano, porque gozamos de la mutua presencia y compañía. Sino que vivimos juntas para alcanzar mejor, con más solidaridad, los mismos fines. Si no se alcanza el fin, el calor de la comunidad (suponiendo que exista), nos protegerá poco y no tendrá garantía de perseverancia. Por tanto, nuestras comunidades, para asegurar siempre mejor la cohesión interna y la unidad intensa, deberán reflexionar bien y reproponerse vitalmente las más auténticas finalidades por las cuales están reunidas. Si, de vez en cuando, no encontramos la oportunidad y el modo para confirmarnos mutuamente en el fin de nuestra vida dominicana, si el trabajar y sufrir por algo verdaderamente válido no encuentra un gran consenso comunitario, los vínculos mutuos se disuelven o se hacen añicos. Se buscará igualmente el fin, pero en soledad, o quizá en un pequeño grupo. Así se confirma, una vez más, la necesidad de un proyecto comunitario válido, donde se indiquen claramente las finalidades y las prioridades. Cuanto más claro y compartido resulte el proyecto comunitario, tanto más crecerá y se fortalecerán los vínculos de cohesión comunitaria. 9.- SUGERENCIAS PRÁCTICAS Quiero terminar este tratado sobre la vida común con un texto resumen propuesto por el Capítulo de Walberberg, 1980: “La edificación de una auténtica vida común, requiere de los frailes en particular: - una fe común, no solo presupuesta, sino verdaderamente compartida; - Una explícita relación, siempre más profunda, con los valores esenciales del carisma dominicano; - Un programa de vida, verdaderamente conocido y aprobado por los hermanos 52 - Las relaciones personales que lleven al conocimiento recíproco, al reconocimiento de los valores de cada uno y a la amistad fraterna, enraizada en la caridad de Dios; Tratar de lograr que los hermanos se complementen mutuamente con respecto a las capacidades personales, en lo referente al trabajo y al ministerio y misión evangélica; Constante intento de realizar una adaptación continua y creativa, aunque siempre sea difícil; Sentirse verdaderamente miembros de la propia comunidad (no más bien huéspedes o forasteros) Relaciones abiertas hacia la Provincia, la Orden ,la Iglesia y el mundo, especialmente el mundo de los pobres; Consciente aceptación de vivir en un continuo estado de formación permanente; Participación de todos al servicio del gobierno con quien rige la comunidad, acogiendo y promoviendo la corresponsabilidad” (n. 76, 5) “La misma comunidad es responsable de la construcción de la vida común, para que tenga un pleno significado evangélico. Será provechoso que la misma comunidad se interrogue sobre esto con claridad y profundidad: - si existe la verdadera comunión; - si tal comunión presenta una auténtica dimensión dominicana” Sigue después la exortación a los frailes en estos términos: “Póngase freno a la creciente tendencia al individualismo y a la vida privada, que son verdaderos enemigos de la Orden; - mantengan entre ellos un género tal de relaciones que lleven a una fe compartida y a la amistad fraterna; - se dediquen a las distintas formas de oración común, las acepten, las estimulen y las practiquen; - acojan con prontitud y con sentido de responsabilidad los trabajos y los oficios dentro de la comunidad y de la Provincia; - construyan con nuestras hermanas núcleos de trabajo apostólico. Así, nuestra predicación alcanzará más fácil y eficazmente a cada persona; - participen en las reuniones comunitarias bien preparados (LCO 7)” (ibid. 77). CONCLUSIÓN Después de esta amplia panorámica sobre el tema de la vida común, reconocido por nuestras Constituciones como uno de los principales medios ordinarios para conseguir el fin de la Orden, esto es, la predicación (misión) y la contemplación, es necesario sacar algunas conclusiones. 53 Creo haber ilustrado con suficiente claridad que en la orden, con referencia a la vida común, se ha dado un cambio, ¡no sé si hablar de giro de 180 grados! Todo esto se ha hecho de modo muy coherente en los Capítulos, en particular en los celebrados durante los últimos quince años, esto es, de Walberberg (1980) a México (1992) y hasta hoy. La Orden ha pasado de un concepto estático, basado en las observancias regulares, como elemento de uniformidad y por tanto de cohesión, a una interpretación mucho más dinámica. La vida comunitaria está concebida con base en las RELACIONES: relaciones a nivel interpersonal o comunitario. Ambas son vivamente alentadoras para llegar, si es posible, a la amistad mutua y al intercambio comunitario más fraterno. Por tanto, o se entra en el plano de esta dinámica y se acogen los frutos, o se cae en el equívoco y la incomprensión, como les ocurre a quienes caminan por vías paralelas, más aún, divergentes. No ha sido mi intención querer cambiar eventuales mentalidades distintas, pero solo me atrevo a desear poder infundir en muchas personas la curiosidad de conocer siempre mejor la orientación de la Orden, procurando documentarse personalmente mediante los numerosos textos editados en las Actas de los Capítulos Generales. 54 ORACIÓN LITÚRGICA Y SECRETA EN LA VIDA DE LAS MONJAS DOMINICAS Sor Mary Martín Jacobs, O.P. Monasterio de Nuestra Señora del Rosario. Summit, New Jersey INTRODUCCIÓN Es fundamental en la fe cristiana creer que Dios es un ser personal, capaz de infinito conocimiento y amor, que libremente crea y se revela a los hombres, sus criaturas. Su continua autorrevelación a la humanidad se expresa primeramente en la naturaleza, después en la Alianza y por fin a través de la encarnación en la persona de su Hijo, Palabra del Padre en sí mismo. Esta Palabra autorrevelada provoca en los hombres una respuesta de fe, de amor y de esperanza en Dios, Bien inmutable. La “palabra” con la cual los hombres expresan, a su vez, su respuesta a la propuesta de amor del infinito Ser Divino, es la oración. La oración, que debe involucrar la totalidad de la vida de la persona, está normalmente asociada a dos momentos privilegiados: la liturgia, o culto estructurado de la comunidad; y la oración privada, considerada como un diálogo personal y consciente del individuo con Dios. Estos dos momentos no son contradictorios ni independientes entre sí. Son más bien complementarios y recíprocamente relacionados. El modo con el cual Dios se comunica a la humanidad es por la manifestación a una sola persona (a Abraham, por ejemplo), y a partir de ella, y por medio de ella, formar una comunidad que, testimoniando a Dios a otros, “continúa” para ellos la revelación divina. El culto de la comunidad, que celebra el don que Dios hace de sí mismo, se convierte por tanto en un momento vital del proceso con el cual Dios se revela a sí mismo a los creyentes; mientras la respuesta de cada miembro constituye el alma del culto de la comunidad. Este capítulo examinará la oración litúrgica y privada de una comunidad particular: las monjas de la Orden de Predicadores, nacida del carisma de un hombre llamado Santo Domingo. Se demostrará cómo su oración está en relación con la oración de Cristo y con la de la primera comunidad cristiana, con la oración de la tradición monástica y especialmente dominicana, y, por fin, con las necesidades de la Iglesia de hoy. LA ORACIÓN EN LA SAGRADA ESCRITURA Cuando Dios se reveló a los hijos de Israel y sella con ellos la Alianza, convirtiéndolos en su pueblo elegido, les da sus leyes concernientes al culto y a los ritos. A pesar de las vicisitudes de más de diez siglos, estas prescripciones fueron fielmente observadas hasta la definitiva destrucción de Jerusalén en el 70 d.C. Al celebrar, con el culto, la soberana autoridad de Yahweh, los israelitas conmemoraban sus intervenciones salvíficas a través de su historia, su continua presencia entre ellos, simbolizada por el Templo y sus gloriosas promesas para el futuro de su nación y de su rey. Después del exilio de Babilonia y la dispersión de los hebreos, lejos de su amado Templo, las Escrituras, como 55 documento escrito de las gestas y promesas de Dios, se convierte en el punto focal de su oración y de su culto. Eran veneradas y proclamadas en las asambleas sinanogales de sábado en sábado, mientras el pueblo de Dios esperaba el cumplimiento de sus esperanzas, la venida del Mesías. También las oraciones privadas tuvieron un impulso, ya sea en tiempos de prosperidad que de adversidad, y se pueden encontrar numerosos ejemplos en las páginas del Antiguo Testamento24. A veces, como en el caso del profeta Jeremías, la relación personal con el Dios de la Alianza alcanzaba una sorprendente profundidad en cuanto a sinceridad e intimidad25. Jesús de Nazaret, como todo judío piadoso, compartía plenamente la vida de oración y el culto de su pueblo. Los Evangelios le presentan mientras va al Templo para las grandes fiestas, incluso durante la infancia, ora y enseña los sábados en las sinagogas, se retira a orar en privado, enseña a sus discípulos a rezar. Pero Jesús no solo observó las prácticas religiosas de Israel; como Hijo de Dios y Salvador del mundo, culmen de la comunicación divina con la humanidad, completó plenamente los ritos de la antigua ley, transformándolos desde el interior con su misma persona y comportamiento. Consecuentemente, se dirige a Dios como Padre, dando un evidente testimonio de la singularidad de su relación. Del mismo modo, enseñó a sus discípulos a decir “Padre nuestro”, indicando que les estaba introduciendo en la misma y única relación de la cual él ya gozaba (Mt 26, 39; 6, 9-13). En la sinagoga declaró que las Escrituras se cumplían en su misma persona (Lc 4, 16-21). Durante la fiesta hebrea de las tiendas, fiesta de la luz y del agua, se proclamó a sí mismo luz del mundo e inagotable fuente de agua viva (Jn 7, 37-38; 8, 12). Y durante la última cena, la noche antes de morir, partió el pan y bendijo el cáliz como nuevo pacto en su sangre por la salvación del mundo. Por fin, mandó a los discípulos hacer todo esto “en memoria mía” (Mt 26, 26-28 y paralelos). Con la glorificación de Cristo y la efusión del Espíritu, la oración y la liturgia, por primera vez en la historia, adquieren una dimensión completamente nueva. Ya no eran los simples seres humanos los que rendían homenaje a Dios Creador, o que expresaban fidelidad al Dios de la Alianza. Ahora, los que habían sido bautizados en Cristo, se habían revestido de Cristo (Gal 3, 27), haciéndose un solo Espíritu con Él (1 Cor 6, 17). En él, único mediador, tenían confiado acceso al Padre (Hb 4, 14-16), mientras el Espíritu, dentro de ellos, daba testimonio de que eran hijos de Dios (Rm 8, 16). Su culto era la adoración de Cristo mismo; su oración expresaba la singularidad de su relación con el Padre. Exultantes en la conciencia de su íntima comunión con Cristo y entre ellos, “eran asiduos a escuchar las enseñanzas de los apóstoles y en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración” (Hch 2, 42). Esta breve frase es la síntesis del ideal de la vida cristiana que ha animado a la Iglesia durante todos los siglos sucesivos hasta nuestros días. A esta se puede unir otra frase, la exhortación del apóstol Pablo: “Orad incesantemente” (1 Tes 5, 17). SANTO DOMINGO Y SU ORDEN 24 Cfr. 1 Samuel 1, 9-19; 2 Samuel 7, 19-29; 12, 16ss; 1 Reyes 3, 4-9; 19, 1-8ss; 2Reyes 4, 31-37; Tobías 3, 1-6; Judit 9 25 Cfr. las consideradas “confesiones” de Jeremías: Jeremías 12, 1-6; 15, 10-21; 17, 14-18; 20, 7-18. 56 Cuando Santo Domingo fue ordenado sacerdote, hacia fines del siglo XII e hizo profesión como canónigo regular de S. Agustín, entró en el surco principal de una larga y rica tradición de oración. Desde el fin del siglo III en adelante, los monjes tanto de Oriente como de Occidente se habían esforzado por organizar su vida y purificar sus corazones, para poder así decir que oraban incesantemente. Al mismo tiempo, se reunían al menos cada semana y con frecuencia cada día, para orar en común y para la celebración de la Eucaristía. De diversos modos, pero especialmente a través del contacto asiduo con la Sagrada Escritura, buscaban revestirse de Cristo; su mismo hábito era un símbolo de su intento. Desde el siglo IV, pero especialmente desde el IX, el considerado clero diocesano comenzó a adoptar el mismo ideal, viviendo una austera vida comunitaria, dedicada a la oración, a la contemplación y a la celebración de la liturgia de la Iglesia. Como hombres constituidos en órdenes sagradas, eran encargados por el obispo para esta tarea, en torno al cual se reunían como su cabeza y corazón. A la vez, desarrollaban un ministerio pastoral hacia los fieles de la diócesis, siendo aptos para dedicarse a la enseñanza apostólica, a la mesa eucarística y a la vida de oración. Domingo demostró en su vida personal cuán profundamente había asimilado esta tradición, enriqueciéndola ulteriormente con su carisma particular. Los testigos afirman que deseaba celebrar la misa cantada todos los días, incluso cuando estaba de viaje a pie de un sitio a otro; que celebrada el oficio entero todos los días, junto con sus hermanos; que pasaba la noche entera en la iglesia orando; que hablaba únicamente con Dios en la oración, o de Dios a los hermanos. A esta actividad él aportó toda la apasionada compasión de quien está inflamado del amor de Dios, toda la energía impaciente de quien no podía pararse hasta que todo el mundo se hubiese convertido a Cristo. Mientras la comunidad cantaba el Oficio, él “pasaba de una parte a la otra del coro, exhortando y animando a los frailes a cantar devotamente y con alegría”. “Fuerte”, gritaba “¡como hombres fuertes! Canta las alabanzas a nuestro Rey, pero canta con sabiduría y bien”. Durante la Eucaristía, la intensidad de su devoción lo llevaba frecuentemente hasta las lágrimas. Especialmente durante la oración privada no podía permanecer tranquilo. Se levantaba, se arrodillaba, se postraba, hacía genuflexiones respetuosamente, y todo con agilidad y gracia. “Su oración lo emocionaba tan fuertemente que estallaba en lamentos y exclamaciones. Los hermanos que dormían cerca se despertaban, y algunos rompían a llorar”. Se le podía oír exclamar: “Oh Señor, ten piedad de tu pueblo. ¿Qué será de los pecadores?”. Su oración privada era tan intensa y expresiva en los gestos y en las palabras, que uno de los primeros frailes conservó la memoria de la misma en un pequeño volumen ilustrado: “Los nueve modos de orar de Santo Domingo”. Domingo transmite a su Orden el mismo espíritu de celo apostólico unido al ferviente amor por Dios y dedicación a la comunidad. El prólogo de las primeras Constituciones de los frailes afirma que “nuestra Orden fue fundada desde el principio, especialmente para la predicación y para la salvación de las almas”. Pero los primeros tres capítulos se refieren, completamente o en parte, a la liturgia y cómo debe celebrarse. No estaban previstos en la primitiva legislación de los Frailes Predicadores tiempos específicos para la oración privada, pero la antigua costumbre monástica de orar en la iglesia después de la hora litúrgica de Completas y Maitines permaneció en pleno vigor en toda la Orden durante el siglo XIII. 57 Un indicativo de la importancia que los primeros miembros de la Orden otorgaban a la liturgia fue su interés para formular y publicar idénticos libros litúrgicos para todas las comunidades dominicanas. Para esta tarea se instituyó una comisión en 1245, poco más de veinte años después de la muerte de Santo Domingo, y el monumental proyecto fue concluido en 1256. El “Rito Dominicano” que de ahí derivó permaneció en uso hasta el Concilio Vaticano II, cuando la Orden escogió adoptar el Rito Romano recientemente reformado. Como los frailes fueron penetrados del espíritu de su Padre Domingo, así lo fueron también sus hijas, las monjas. El primer libro de las Constituciones de las monjas, conocido como la Regla de San Sixto, tiene frecuentes referencias a la celebración común de la liturgia y su importancia. Además, prevé explícitamente los tiempos tradicionales de la oración privada después de Completas y Maitines (contrariamente a las primeras Constituciones de los frailes). La antigua práctica monástica de la lectio divina, o la lectura meditada de la Sagrada Escritura, está igualmente prevista, como también un adecuado estudio para preparar el terreno a una lectio fructuosa, a la liturgia y a la oración. Pero esta primitiva legislación ofrece solo un escueto marco con respecto a la vida de las monjas. Para apreciar la realidad y el espíritu es necesario referirse a las cartas escritas por el Beato Jordán de Sajonia, sucesor de Santo Domingo como Maestro de la Orden, a la Beata Diana de Andaló, fundadora del Monasterio de Santa Inés de Bolonia. En estas cartas las exhortaciones a la oración son frecuentes y fervientes, especialmente a la oración contemplativa, que brota de la unión con Cristo esposo, y a la oración de intercesión por las necesidades de los hermanaos y la salvación de las almas. “Sed fuertes, amadas hijas”, escribe a Diana y a sus hermanas “en Jesús vuestro esposo ... que, como espero, permanezcáis firmes en el fuerte abrazo de vuestras oraciones...” (Carta 20). “Entregaos fervorosamente a la oración y rogad por mí ... y por mis compañeros ... que el Señor pueda dirigir nuestros caminos según su voluntad y nos conceda, con su gracia, realizar la salvación de las almas: es por esto que nos hemos puesto a la labor y con vuestras oraciones seréis copartícipes del mismo trabajo” (Carta 14). Con otras palabras, las monjas de la Orden de Predicadores, con su vida de asidua contemplación e insistente intercesión, ya sea en la liturgia o en la oración privada, participan con sus hermanos predicadores en la misión universal de la Iglesia: glorificar a Dios y llevar la buena noticia de Jesucristo a todos los hombres y mujeres. Este ideal, que animó los primeros monasterios de monjas fundados por Santo Domingo, ha perdurado durante todos los siglos, encarnado en las vidas de mujeres como Santa Margarita de Hungría (1242-1270), la beata Margarita Ebner, una de las grandes místicas renanas del siglo XIV (1291-1351), la beata Ana de los Ángeles (1595-1686), que el Papa Juan Pablo II beatificó en 1985 y muchísimas otras de innumerables naciones, hasta nuestros días. LA ORACIÓN EN LA VIDA DE LAS MONJAS DOMINICAS 58 “Por tanto, toda la vida de las monjas se ordena a conservar concordemente el recuerdo constante de Dios. En la celebración de la Eucaristía y del Oficio divino, en la lectura y meditación de los libros sagrados, en la oración privada, en las vigilias y en toda su intercesión, procuren sentir lo mismo que Cristo Jesús. En la quietud y en el silencio, busquen asiduamente el rostro del Señor y no dejen de interpelar al Dios de nuestra salvación para que todos los hombres se salven. Den gracias a Dios Padre que las llamó de las tinieblas a su luz admirable. Fijen en su corazón a Cristo, que por todos nosotros fue fijado en la Cruz. Practicando todo esto son realmente monjas de la Orden de Predicadores” (LCM 74, IV). Este párrafo de la edición de 1987 del LCM establece claramente y con agudeza el lugar que la oración tiene en su vida “Toda su vida se ordena a conservar concordement 26e el recuerdo del Señor”. Comer, dormir, trabajar, distraerse, no son un obstáculo par ala unión con Dios; pero estas diversas actividades se deben vivir serenamente para poder aplicarse a la verdadera contemplación. Más aún, como en la mejor tradición monástica, las monjas tienen a vivir cada momento de su vida en un espíritu de oración, con la imagen de Cristo Crucificado siempre impresa en su corazón. Sin embargo, es en los momentos de oración privada y litúrgica cuando “procurar sentir lo mismo que Jesucristo”27, que informarán todas sus otras actividades y las sumergirán en el único eterno acto de amor por el Padre y por el mundo. La celebración de la Eucaristía es la ocasión por excelencia de esta asimilación con Cristo. Aquí las monjas lo reciben en la proclamación de la Palabra y en la participación en la Cena eucarística. No solo se unen a Él como personas, sino que en Él se hacen al mismo tiempo miembros las unas de las otras. Aquí la auténtica comunidad cristiana, y por tanto la auténtica comunidad religiosa, encuentra su fuente y su culmen. Aquí, las monjas, unidas con Cristo su esposo (cfr. Ef 5, 22-33) y animadas por su Espíritu, agradecen más plenamente y sinceramente al Padre por sus maravillosos dones e interceden ante el por la salvación de todos los hombres y mujeres. Si la Eucaristía es el corazón de la vida de las monjas, el Oficio Divino o Liturgia de las Horas, como se denomina ahora, es como el pulso rítmico del cual depende todo lo demás. El objetivo de este aspecto de la liturgia de la Iglesia es santificar el tiempo, celebrando la Palabra con el canto, el diálogo y el silencio, en cada uno de los momentos cumbre de la jornada. De este modo las monjas se reúnen por la mañana para orar a Dios ya desde el inicio de un nuevo día, símbolo del renacimiento de la creación, de la luz y de la vida. Igualmente, por la tarde se reúnen de nuevo para agradecer a Dios el día que está terminando con sus oportunidades, sus logros y fallos. Estas dos horas litúrgicas, la oración de la mañana y de la tarde, son las bisagras sobre los cuales gira el Oficio entero. Durante el curso de la jornada, las monjas se reúnen brevemente otras tres veces para reclamar la presencia amorosa de Dios y para invocar su bendición en el transcurso del tiempo: a media mañana, a mediodía y a media tarde. Esto recuerda la antigua costumbre hebrea y primitiva cristiana de la oración de las nueve, las doce y las tres. Además, durante el día o, según la 26 27 N.T.: la versión italiana dice “el continuo recuerdo”. Sería interesante comprobar la versión latina. N.T.: la versión italiana dice “hacer propios los sentimientos de Jesucristo”. 59 tradición monástica, durante la noche, se celebra el Oficio de Lecturas, que incluye largos pasajes de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. También la oración de la noche, Completas, se recita en común antes que las monjas se entreguen al descanso nocturno. Este ritmo diario de siete momentos de oración y alabanza, juntamente con la Eucaristía, constituye la estructura en torno a la cual las monjas organizan el reto de su vida. Todas las demás actividades, sea de oración, trabajo o descanso, se desarrolla con referencia a las Horas del Oficio. En el curso de estas celebraciones las monjas expresan la comunión que se forma en la liturgia eucarística. La unión de sus voces en el canto de los salmos; la unión de sus mentes en la escucha de la Escritura y de los Padres de la Iglesia; la unión de sus corazones mientras responden con un silencio sagrado: esta unión refluye en su vida cotidiana infundiendo en ellas una caridad que es expande en la práctica y se acoge nuevamente en la sucesiva celebración del Oficio. Por ser la Liturgia de las Horas la oración oficial de la Iglesia, las monjas, al celebrarla, están unidas no solo mutuamente, sino con el pueblo de Dios entero, en el cielo y en la Tierra. Unidas a Cristo, su cabeza, en un acto litúrgico de envergadura cósmica (Ap 4-5), ofrecen oraciones al Padre en nombre de la entera creación. Especialmente con los salmos se unen con todos los que sufren, imploran que se haga justicia a cuantos son oprimidos, y dan gracias por todas las ocasiones en que triunfa el amor divino. De este modo, toda legítima aspiración humana, como también el mismo misterio de la divinidad se convierten en sujeto de su oración. En la solemne celebración de la liturgia de la Iglesia las monjas cumplen el ideal apostólico de la “fracción del pan y la oración” (Hch 2, 42). Durante la oración privada se disponen a cumplir la exhortación de San Pablo: “Orad incesantemente” (1 Ts 5, 17). Aquí, con la meditación de los misterios de la salvación introduciéndose en la Sagrada Escritura, buscan penetrar siempre más profundamente el misterio de la creación y de la redención. Así, llegan a vivir y experimentar, cada una en su vida individual, la unión con Cristo que se nos entrega en los sacramentos y se celebra en la liturgia. Con la oración ardiente, “se abrazan firmemente a su Esposo”, que las fortalece con su gracia. Con Él, entran en el seno del Padre y reciben el don del amor del Espíritu, que es derramado en sus corazones (cfr. Rm 5,5). Por fin, la contemplación se convierte para ellas no en una cuestión de miradas extáticas, sino en un vivir dinámico por la Trinidad que las inhabita. Todo esto no sucede en una noche. Es necesario mucho trabajo: horas, años de paciente espera, día y noche, y de incansable búsqueda del rostro del Señor. Esto se alcanza dedicando cotidianamente tiempos específicos a la oración privada y a la lectura de la Sagrada Escritura, de modo que las monjas se mantengan fieles a este empeño, sin llenar su vida con fútiles actividades exteriores o conocimientos vanos. También la liturgia corre el riesgo de convertirse en un rito vacío si cada una no la enriquece con una vida de verdadera oración y profundo espíritu interior. La liturgia cotidiana sirve para recordar que también la oración privada no es solo para sí mismo. Una monja que vive en Cristo y tiene a Cristo viviente en ella, experimentará no solo el amor inmenso del Padre y del Hijo en el Espíritu, sino también la manifestación del amor divino por toda la humanidad. Las monjas dominicas, si bien no 60 están comprometidas en el apostolado exterior, sin embargo, como su santo fundador, rebosan de compasión por los pecadores, los pobres y los afligidos. Como él, también gritan en su corazón: “¿Qué será de los pecadores?”. Como Domingo esperaba de ellas, interceden por las necesidades de sus hermanos y hermanas dominicos, cuya misión es predicar en el mundo entero. UN MODO DE VIDA PARA HOY ¿Todo esto es significativo aún hoy? Una primera respuesta a esta pregunta puede encontrarse en los documentos del Concilio Vaticano II. Estos son los párrafos más a propósito: “Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales, y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. 1 Pe 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Hech 2 42-47) han de mostrarse a sí mismos como ostia viva, santa y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1)”. (LG 10) “Por lo cual los miembros de los institutos cultiven con asiduo interés el espíritu de oración, y la oración misma, bebiendo en las genuinas fuentes de la espiritualidad cristiana. En primer lugar, tengan diariamente en sus manos la Sagrada Escritura para aprender con su lectura y meditación el sublime conocimiento de Jesucristo (Flp 3, 8). Realicen con el corazón y los labios, según la mente de la Iglesia, la sagrada Liturgia, sobre todo el sacrosanto misterio de la Eucaristía, y de esta riquísima fuente alimenten su vida espiritual”. (PC 6) “Con todo, la participación en la Sagrada Liturgia no abarca toda la vida espiritual. En efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto (Mt 6, 6); más aún, debe orar incesantemente, según enseña el apóstol (1 Tes 5, 17)”. (SC 12) Por tanto, la vida de oración de las monjas dominicas, según está articulada en sus Constituciones, es bien conforme con las enseñanzas del Vaticano II. Pero queda para cada monasterio y para cada monja el compromiso de encarnar estas enseñanzas en modos adaptados a las diferentes culturas, edades y mentalidades. Se ha dicho muy poco en este capítulo con respecto a las formas específicas de oración, porque las formas pueden y deben cambiar de generación a generación y de un lugar a otro. Un ejemplo obvio es la liturgia renovada por el Vaticano II y plenamente acogida por la Orden dominicana. También las formas usadas en la oración privada deberían ser más flexibles y adecuadas a las necesidades individuales. Los dominicos son famosos por no prescribir ningún “método” formal de oración mental y por no construir su espiritualidad en torno a ninguna devoción particular. También los “Nueve modos de orar de Santo Domingo” son 61 considerados como un incentivo para imitar la santidad de Domingo y su dedicación a la oración, y no como un mandato de imitar sus gestos orantes. Lo que importa es la disposición interior de los que oran. Los cristianos de hoy pueden y deben orar en Cristo y a través de su Espíritu, como los cristianos de los orígenes. Pueden y deben ser además asiduos “en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración” (Hech 2, 42). Las monjas dominicas de hoy pueden y deben arder por la salvación del mundo, tanto como Domingo y sus compañeros del siglo XIII. Pueden y deben ser apasionadas de la unión contemplativa con Dios. Así el culto litúrgico y la oración privada permanecerán siempre frescas y vitales, capaces de conducir a la transformación en Cristo, que es la santidad. EL ESTUDIO COMO ELEMENTO CONSTITUTIVO 62 DE LA ESPIRITUALIDAD DOMINICANA P. Franz Müller, O.P. I.- INTRODUCCIÓN Si yo pregunto a una monja benedictina qué constituye lo esencial de su vida, en cuanto monja de la Orden de S. Benito, para responderme se referirá, antes o después, a la Regla de S. Benito. Ante la cuestión de la propia identidad, como miembro de la Compañía de Jesús, un jesuita me remitirá a los Ejercicios de S. Ignacio. En la respuesta de una Clarisa, cercana a la de Santa Clara, tendrá sin duda un lugar preeminente la personalidad de S. Francisco. Si se nos propone a nosotros la cuestión de la identidad dominicana, nos será mucho más difícil dar una respuesta, porque lo que constituye nuestra vida en cuanto miembros de la Orden de Predicadores, es más complejo y no puede condensarse en un solo punto de referencia, como ocurre en la mayor parte de los casos. Sin embargo, deberemos tener también algo que nos permita identificarnos como frailes o monjas de la Orden de Predicadores. El ser consciente de este “algo” me parece indispensable, no solo para los formadores o formadoras, que tienen la tarea de ayudar a realizar la identidad dominicana en los jóvenes frailes y hermanas, sino para todos nosotros, para que seamos y permanezcamos fieles al carisma de la Orden de Predicadores. Teniendo en cuenta la enorme diversidad de tareas y formas de vida dentro de la Familia Dominicana, me parece que estamos obligados a reflexionar sobre lo que constituye nuestra base común. Esta reflexión nos permitirá conocer la misma vocación plenamente realizada en esta o aquella fraternidad que vive y trabaja en la periferia de una gran ciudad, como también en este o aquel monasterio de monjas, en esta o aquella casa de estudio o también en el laico que lleva conduce la vida dominicana en su familia y profesión. Solo reconociéndonos recíprocamente como dominicos/as podremos realizar juntos nuestra misión común como Iesu Christi praedicatio, “para que la palabra que sale de la boca de Dios no vuelva a Él vacía, sino que prospere en aquellos a quienes ha sido enviada” (LCM 1, II): esto es, la salvación de los hombres. Para responder a la cuestión de la identidad dominicana, la Orden ha elaborado una Constitución Fundamental (LCO 1), con ocasión de la gran revisión de las Constituciones, requerida por el Vaticano II. Nos encontramos las líneas fundamentales que no podrán fácilmente se modificadas, porque fueron trazadas definitivamente por Santo Domingo y el Papa Honorio III. Es por esto que, en algunas ediciones del Libro de las Constituciones de las monjas de la Orden está también incluida tal Constitución Fundamental, y el mismo LCM 180 la cita al lado de la Regla de S. Agustín como ley fundamental. Sin embargo, las Constituciones de las monjas, actualizadas después del Concilio Vaticano II, poseen una Constitución Fundamental propia (LCM 1). También esta quiere resumir lo esencial de la vida de las monjas. 63 Entre los textos oficiales indicadores de los valores y los elementos fundamentales de la vida dominicana, se pueden acentuar los números 20 y 21 de la Ratio Formationis Generalis (RFG) y sobre todo el número 35 de LCM, que los confirma claramente. Sin duda alguna, el estudio (studium) forma parte de los valores y elementos fundamentales de los cuales está constituida la vida dominicana (cfr. LCO 1, IV; LCM 1, V; LCM 35, II; RFG 20-21), hasta el punto de que, donde falta el estudio, la identidad dominicana está, no solo amenazada, sino destruida. ¡Sin estudio no existe vida dominicana! ¿Por qué? Para responder mejor a tales cuestiones, propondré en la primera parte de esta reflexión una mirada a la historia de los orígenes de la Orden, de Domingo y de las primitivas Constituciones. Estrechamente vinculada a esta primera cuestión, tenemos otra: ¿de qué tipo de estudio se trata? En la segunda parte, más sistemática, trataré de encontrar alguna respuesta referente al porqué del estudio, como también el género de estudio esencial en la vida dominicana. Todo esto no podrá hacerse sin una breve mirada conjunta a los valores y los elementos fundamentales de la vida dominicana y, sobre todo, al corazón de la vocación dominicana, corazón o centro en torno al cual se organizan los otros elementos y a los cuales les confiere tonalidad o “color” dominicano. II.- ALGÚN APUNTE HISTÓRICO A – EL ESTUDIO EN SANTO DOMINGO “Fray Domingo aconsejaba y exhortaba con frecuencia a los frailes de la Orden, con su palabra y por medio de cartas para que estudiaran constantemente en el Nuevo y Antiguo Testamento... Llevaba siempre consigo el Evangelio de san Mateo y las Cartas de S. Pablo; estudiaba mucho en estos escritos, hasta el punto de que los sabía casi de memoria”. Este es el testimonio de Fray Juan de Navarra en el proceso de canonización de Santo Domingo: Domingo, un hombre que estudia mucho la Sagrada Escritura (Proceso de Bolonia, 29). En lo que concierne al estudio en la vida de Santo Domingo, encontramos también alguna reflexión en el Libellus de Fr. Jordán de Sajonia. El texto de Jordán, redactado más de dieciséis años después de la muerte de Domingo, habla de sus estudios en Palencia. Más que una descripción histórica, se trata de una reflexión sobre el papel del estudio en la vida de los Predicadores. “En estos estudios sagrados pasó cuatro años. Se dedicaba con tal avidez y constancia a agotar el agua de los arroyos de la Sagrada Escritura que, infatigable cuando se trataba de aprender, pasaba las noches casi sin dormir. La verdad que escuchaba, la guardaba en lo profundo de su mente y la retenía en su tenaaz memoria. Y lo que por su talento comprendía con facilidad, lo regaba con piadosos afectos que fructificaban en obras de salvación; ... Su memoria, como un 64 prontuario de la verdad de Dios, le ofrecía abundantes recursos para pasar de una cosa a otra; mientras que sus costumbres y obras traslucían con toda claridad hacia fuera, cuanto guardaba en el santuario de su corazón”. El fin del estudio no es la erudición, sino una vida más conforme al Evangelio. Así, poco tiempo después, con ocasión de la carestía en Palencia, Domingo no duda en vender su Biblia anotada, instrumento indispensable para sus estudios, con el fin de socorrer a los pobres (Libellus, 10). Fr. Esteban nos transmite el comentario de Domingo: “No quiero estudiar en pieles muertes (mientras) que los hombres mueren de hambre” (Proceso de Bolonia, 35). “Domingo sabe ... que, cuando el Evangelio no se integra y practica, se convierte en letra que mata, piel muerta” (J. R. Bouchet, Saint Dominique, Pris, Cerf 1988, 15) Sin embargo, después del famoso encuentro de Montpellier, donde Domingo y sus compañeros eligen la predicación itinerante en la pobreza mendicante, “se quedaron únicamente los libros necesarios para la recitación de las horas canónicas, el estudio y las controversias ...” (Jordán, Libellus, 22). B – EL ESTUDIO EN EL COMIENZO DE LA ORDEN Una vez fundada la primitiva comunidad de frailes predicadores en Tolosa (1215), Domingo conduce y acompaña a sus hermanos a las clases impartidas por el maestro Alexandre Stavensby, en la escuela de la Catedral de Tolosa U(cfr. B. Humberto, Leggenda, 40). No es tanto una manifestación de humildad por parte de Domingo, ya bien formado, sino más bien un ejemplo que quiere subrayar la importancia del estudio y el valor de cuanto, hoy, se denomina formación permanente. En el momento de la construcción del primer convento de S. Román (1216), esto es lo que se procura: “celdas suficientemente aptas para dormir y estudiar” (Libellus, 44). Para aumentar el número de frailes y para asegurarles la formación indispensable, Domingo piensa en hacer venir maestros de la universidad de París, como confirma una petición por escrito de Domingo al papa Honorio III. El 19 de enero de 1217, el papa firma la carta con la cual invita a los maestros y estudiantes de París a venir a Tolosa. Domingo jamás hará uso de este documento porque, poco tiempo después, los mismos frailes se trasladarán a París. Al tiempo de la dispersión o envío en misión (1217), los frailes son enviados a los grandes centros intelectuales de la época: París y Bolonia, donde, en torno a las universidades, está surgiendo una nueva cultura. Un fraile enviado a París, fray Juan de Navarra, recuerda el mandato que les dio Santo Domingo. Deben ir a París “para estudiar, predicar y fundar allí un convento” (Proceso de Bolonia, 26). No será necesario esperar mucho para que la Orden, como respuesta a las propias necesidades, se de una organización de los estudios, y hará de cada convento, no solo un centro de predicación, sino también una escuela de teología. Esto es lo que confirma una petición del obispo de Metz, fechada el 22 de abril de 1221. Siguiendo el ejemplo del papa y de muchos otros obispos, solicita la presencia de los dominicos en su diócesis, porque su presencia no será útil solo para los laicos, gracias a su predicación, sino también para los clérigos, con los cursos de teología. 65 Por fin, desearía todavía prestar atención a una serie de cartas de agradecimiento, firmadas por el papa Honorio III que datan del año 1220. Domingo y sus colaboradores son presentados como hombres que, por estar sedientos de la salvación de los hombres, sacan agua de las fuentes del Salvador para derramarla sobre todos. En el lenguaje un poco solemne de la Curia pontificia, se expresa la profunda unidad entre la búsqueda de la salvación de los hombres, la predicación y el estudio. C – EL ESTUDIO EN LA PRIMITIVA LEGISLACIÓN DE LA ORDEN Durante su primer Capítulo General celebrado en Bolonia en mayo de 1220, la Orden de Predicadores se dio las “Institutiones”, es decir, elaboró el Libro de las constituciones. Para este trabajo legislativo, Domingo y sus frailes tomaron como base las “Institutiones” (Constituciones) de los Premostratenses, pero las modifican con libertad. Añaden aquello que a ellos les parece necesario para expresar la identidad dominicana y para salvaguardarla, y eliminan cuanto no corresponde a su específica vocación. Además del fin de la Orden, incluido en el Prólogo, estas modificaciones se refieren sobre todo a la organización o la estructura de la Orden, la predicación y el estudio. Se crean las deliberaciones, y se acuerda un amplio abanico de disposiciones para garantizar que todos los frailes, no solo los que están en formación, se dediquen verdaderamente al estudio. Algunas frases del prólogo contienen la esencia del fin de la Orden de Predicadores: “Sabemos que nuestra Orden desde el principio fue instituida especialmente para la predicación y la salvación de las almas y que con todo esmero nuestro estudio debe dirigirse principalmente y con todo ardor a que podamos ser útiles a las almas de los prójimos”. Por esto, “el superior tiene, dentro de su convento, el poder de dispensar a los frailes cada vez que lo estime conveniente, principalmente en lo que sea un obstáculo para el estudio, la predicación y el bien de las almas” (Constituciones primitivas, Prólogo, 2) El principio de la dispensa no prevé solo casos particulares. La totalidad de la vida y la observancia, en conjunto, están involucradas en la preocupación de favorecer, o de no impedir, el estudio. Por esta razón, el oficio deberá ser sobrio y breve (disctinctio I, 4). El capítulo de culpas, tan importante para regular la vida común, podrá posponerse, o incluso omitirse (distinctio I, 1). A los hermanos en formación que estudian, es necesario darles más fácilmente una dispensa de la observancia común (disctinctio II, 29). Después, aquellos que verdaderamente aprovechan el estudio, reciben celdas donde “puedan estudiar, escribir, orar, dormir y también velar durante la noche pro razones de estudio” (distinctio II, 29). En resumen: el estudio se considera un valor al cual deben subordinarse ciertos elementos tradicionales de la vida monástica o canonical (“observantia canonicae religionis). Paralelamente, el examen de este texto legislativo indica que el estudio es en sí mismo un elemento de esta observancia. 66 Pero ya en el programa referente a la formación de los novicios aparece el celo incesante por el estudio (distinctio I, 13). La verificación de si los hermanos son “asiduos al estudio” forma parte de las competencias de los visitadores (distinctio II, 18). El estudio se convierte en objeto de culpa, con la misma categoría que, por ejemplo, la asiduidad al oficio coral (distinctio I, 21), lo cual significa que, para la vida regular o para la observancia dominicana, el estudio no es menos importante que el oficio coral. Es por esto que no podrá fundarse ningún convento dominicano sin la presencia de un lector o doctor responsable del estudio de la comunidad – se trata aquí, ya de la formación inicial, ya de la permanente (distinctio II, 23). Y por fin, es relevante, en nuestro caso, el constatar que los Predicadores no han tomado, en sus constituciones, el párrafo de las constituciones de los Premostratenses correspondiente a la lectio divina. ¿Podremos concluir fácilmente que no la han practicado? Pienso que no. Desde su entrada en la Orden, los jóvenes deben aprender: “a aplicarse con ahínco al estudio (intenti in estudio), de tal manera que de día y de noche, en casa o en el camino, estudien siempre o mediten (legant aliquid vel meditentur) y se esfuercen en retener en la memoria (retiñere cordetenus) cuanto puedan” Se dan a los frailes celdas para que así puedan estudiar (legere) y orar (orare) (cfr. distinctio II, 28). Los términos utilizados (legere, orare, meditari, intentus, cordetenus) pertenecen al vocabulario clásico de la oración contemplativa. Por tanto, no hay oposición entre estudio y la “lectio”. Al contrario, entre los Predicadores, el estudio (un análisis más bien técnico) de la Palabra de Dios y la “lectio” (una lectura más espiritual), no están separados: el estudio precede a la lectio divina. “Rumiando” el texto sagrado, profundizado en el estudio, se pasa a la “lectio divina”, a la “meditación”, para elevarse hacia Dios y entretenerse con Él en la oración (oratio). Por fin, la experiencia de la presencia de Dios se otorga mediante la gracia de la “contemplación”. Aunque la “meditatio” y la “oratio” están puestas en orden inverso, se trata del proceso que se describe en el octavo modo de orar de Santo Domingo. Para Domingo, que desea ver a los demás “aplicados sin interrupción al estudio (lectio), a la oración (oratio), o a la predicación (praedicatio)” (Proceso de Bolonia, 32), la predicación será el fruto de este proceso. Humberto de Romans, para el que el estudio, antes de ser necesario para la predicación es indispensable para la edificación del hombre interior (informatio interioris hominis), se sitúa en la misma línea (Exposición sobre las Constituciones de los Frailes Predicadores, VIII, 5). D – EL ESTUDIO ENTRE LAS MONJAS 67 Por lo que respecta a la historia de los orígenes de las monjas de la Orden de Predicadores, tenemos muchos menos testimonios que para los frailes. Sin entrar en detalles de sus enseñanzas, Sor Cecilia subraya que Domingo en persona ha enseñado a las monjas de S. Sixto “los temas relativos a la Orden, porque no tuvieron ningún otro maestro que les formara en la vida de la Orden” (Sor Cecilia: Milagros, 6). ¡Así no hay lugar a dudas, en lo que respecta a su identidad dominicana, de la cual el estudio es un elemento esencial! En las Constituciones de San Sixto (20) y en las de Montargis (23), el estudio forma parte de la vida regular de las monjas. Como sus hermanos, así “deben ocuparse en la oración, lectura, ... o en formarse en las letras”. (Constituciones de San Sixto). III.- EL FIN (PROPOSITUM) DE LA ORDEN DE PREDICADORES A – EL “CORAZÓN” DE LA VOCACIÓN DOMINICANA: UNA EXPERIENCIA DE DIOS En el corazón o centro de la vocación de Domingo, en cuanto Predicador, y de la vocación dominicana, está la experiencia de Dios. Tal experiencia está estrechamente ligada a la oración y a la contemplación. 1 – La experiencia de Dios otorgada a Santo Domingo En el Libellus de Jordán encontramos, en los capítulos 12 y 13, algunas líneas que hablan, explícitamente, de la oración de Domingo. Será necesaria una lectura atenta de este texto, porque Jordán ha escogido y sopesado bien sus palabras: “Domingo pasaba los días y las noches en la iglesia dedicado sin descanso a la oración; y, como si quisiera recuperar el tiempo dedicado a la contemplación, apenas se dejaba ver fuera del recinto monástico”. Este dato se sitúa en Osma, en la época en que Domingo era todavía canónigo. No deja el monasterio más que cuando los deberes pastorales lo exigen. Los canónigos están encargados de la “cura animarum”, el “cuidado de las almas” de la parroquia del monasterio o de su cabildo, si bien esforzándose en llevar una vida contemplativa retirada. Todo esto correspondía a los usos de los cabildos reformados, de los cuales formaba parte el de Osma. “Dios le había otorgado la gracia particular de llorar por los pecadores, por los desdichados y por los afligidos; sus calamidades las gestaba consigo en el santuario de su compasión, y el amor que le quemaba por dentro, salía bullendo al exterior en forma de lágrimas”. No nos dejemos distraer por un lenguaje inusual para nosotros, sino esforcémonos por comprender lo que se ha dicho. Para Jordán, a Domingo se le ha otorgado una “gracia 68 particular”, especial, esto es, un carisma, que consiste en saber ver y compartir el sufrimiento de los demás. Domingo llora a causa de los pecadores, de los que están en una condición de miseria – los “miseri”, en el original latino – y los afligidos. Se trata de todos los que están en una situación de falta de salvación respecto a la entera persona 28. Por tanto Domingo está preocupado no solo de la angustia espiritual, sino también por la miseria psíquica, moral y física del prójimo. Es sensible a todos estos sufrimientos al punto que no solamente sufre él mismo, sino que lo expresa con lágrimas. Se puede hablar de una compasión auténtica. En Domingo esta compasión, que es expresión de amor, parece no tener límites. En este contexto cito solo un testimonio del proceso de canonización, el de Fray Ventura de Verona, que dice: “Era tan grande su celo por la salvación de las almas, que hacía llegar su caridad y compasión, no sólo a los frailes, sino también a los gentiles e infieles y a los condenados en el infierno, llorando mucho por ellos”. (Proceso de Bolonia, 11). Su compasión y su amor no tienen límites. Ningún ser humano está excluido. Encuentran, por tanto, lugar en su oración aquellos por los que estaba prohibido rezar en tiempos de Domingo. ¿De dónde proviene esta extensión y expansión del corazón? Lo que se expresa es el hecho que Domingo está como invadido de la firme convicción de que la compasión de Dios no conoce límites y que ninguno está fuera del amor de Dios. En Catalina de Siena, encontraremos en efecto una “extensión” de un amor parecido y la certeza de que, al final, nadie podrá “resistir” al amor de Dios. Para Domingo es imposible permanecer indiferente ante el sufrimiento ajeno. E tal sufrimiento no permanece en el exterior, sino que lo toca en lo profundo de su ser. El pasaje de Jordán nos indica el lugar preciso donde Domingo acoge en su corazón a los que sufren: “Llevaba a los pobres en el santuario íntimo de su compasión”. El texto latino usa la expresión “sacrarium intimum” – el “santuario más íntimo”. Los lectores de otros tiempos se hubieran quedado más sorprendidos que nosotros. ¿Por qué? Por el hecho que en la doctrina clásica de la vida espiritual, el término “sacrarium intimum” designaba el lugar, en el corazón del hombre, reservado solo a Dios, el lugar de la inhabitación de Dios, donde nadie ni nada podía tener acceso, sino solo Dios. Y esto, en tal contexto, es bastante desconcertante: en Domingo, encontramos una ingente cantidad de seres humanos, toda la multitud de sufrientes y miserables29. No hay más que dos posibilidades para explicar este fenómeno desconcertante: El primero: se puede seguir la doctrina clásica y decir que Domingo debía estar todavía muy lejos de la perfección de la contemplación y haber progresado poco en la via de la purificación de su santuario más íntimo, en cuanto que todavía hay lugar para otras cosas, además de Dios. La segunda explicación posible consiste en revisar y corregir la doctrina clásica a partir de la experiencia de Domingo – explicación que ciertamente los miembros de la 28 N.T: en adelante, la palabra “miseri” en italiano, se traducirá por “miserables” en español, pero teniendo en cuenta la definición: “todos los que están en una situación de falta de salvación respecto a la entera persona” 29 Ver nota 1 69 Orden de Predicadores toman como propia. Dejando entrar a Dios en el santuario íntimo del propio corazón, Domingo deja entrar también todos los miserables 2, porque entran con Dios. Dios mismo les introduce, de hecho los lleva en su propio corazón. Imposible dejar entrar a este Dios, sin permitir el acceso a aquellos que Dios mismo, en su compasión hacia ellos, lleva en su corazón amoroso. Encontrando un Dios tal en la propia contemplación, necesariamente se encuentran también todos los miserables 30 que habitan en el corazón de Dios; ofreciéndose a un Dios así en la contemplación, no se puede no compartir y hacer propia la compasión de Dios por todos los míseros del mundo. El dios del cual Domingo hace experiencia, es un Dios que comunica a quien le acoge en su corazón, su compasión por los que sufren, y su pasión por la salvación de los hombres, que es la expresión de su amor por ellos. El amor de Dios por todos los hombres se encarna en Jesús de Nazaret, que, como testigo fiel de tal amor, se ha entregado hasta el extremo, convirtiéndose así en “salvador”, el Salvador de todos los hombres. Por esto, la petición frecuente de Domingo, transmitida por Jordán, es la consecuencia inmediata de esta experiencia de Dios, concedida al mismo Domingo. 2 – La oración de Domingo “Hacía frecuentemente a Dios una súplica especial: que se dignara concederle la verdadera y eficaz caridad, para cuidar con interés y velar por la salvación de los hombres. Pensaba que sólo comenzaría a ser de verdad miembro de Cristo, cuando pusiera todo su empeño en desgastarse para ganar almas (1 Co 9, 19), al modo cómo el Señor Jesús, Salvador de todos, se inmoló totalmente por nuestra salvación”. Lo que podremos esperar, como primera consecuencia de la experiencia de Dios otorgada a Domingo, será una oración de intercesión por todos los necesitados. Y la intercesión ocupa mucho espacio, efectivamente, en la oración de Domingo. Recuerdo el testimonio del abad Guglielmo Peyre de Narbona, en el proceso de canonización de Domingo en Tolosa. El testigo declara: “No he visto a nadie que orara con tanta frecuencia, ni con tanta abundancia de lágrimas. Dijo también que cuando estaba en oración era tal su clamor que se le oía por todas partes. Decía a gritos: “Señor, ten misericordia de tu pueblo. ¿Qué será de los pecadores?”. Y así pasaba las noches insomne, llorando y gimiendo por los pecados de los demás” (Proceso de Tolosa, 18). A pesar del espacio otorgado a la oración de intercesión, la primera petición espontánea que Domingo dirige a Dios va en otra dirección. Dios le está concediendo su propia compasión por todos los miserables3, y la pasión por su salvación. Así Domingo tiene la certeza de que Dios ya los lleva en su propio corazón, y que no es necesario que sea instruido sobre sus necesidades, porque ya las conoce bien. Por tanto, la primera petición 30 Ver nota 1 70 que Domingo dirige a Dios se refiere a su misma persona. Pide a Dios que le conceda una “caridad auténtica y eficaz para cultivar y procurar la salvación de los hombres”. Domingo suplica al Señor que le agrande el corazón, aún demasiado estrecho y seco, ante todas las miserias que intuye. Ora al Señor para que le dé un amor auténtico; amor cuya autenticidad se exprese por la eficacia hacia los demás. Para Domingo tal amor debe encarnarse en la preocupación activa hacia la salvación de los hombres y con acciones eficaces en su favor y esto a imagen del amor que Dios manifestó en Jesucristo. La compasión comunicada por Dios empuja a Domingo a comprometerse a sí mismo a favor de todos los miserables31 que Dios lleva en su corazón. “Domingo pensaba que sólo comenzaría a ser de verdad miembro de Cristo, cuando pusiera todo su empeño en desgastarse para ganar almas (1 Co 9, 19), al modo cómo el Señor Jesús, Salvador de todos, se inmoló totalmente por nuestra salvación”. Dios mismo, según se ha revelado en y a través de Cristo, se convierte en el modelo de Domingo: el Dios Salvador, solícito por la salvación de todos los hombres y activo en su favor. Para manifestar y comunicar la salvación ofrecida por Dios, Jesús se compromete con todas sus fuerzas, hasta el don supremo de su vida por los hombres. Por tanto, la comunión con un Dios así –esta es la convicción de Domingo – no podrá realizarse más que con un empeño por la salvación de los hombres, similar al de Jesús, que es el Salvador por excelencia. Se hace verdaderamente miembro de Cristo, si se está en comunión profunda y real con Dios, actuando como ha hecho Jesús y con El, “para procurar la salvación de los hombres”. Esta acción no aleja de Dios, al cual se está unido mediante la contemplación; es otro modo de vivir la unión, la comunión con él; de hecho se trata de la obra de Dios, a la cual nos unimos mediante la cooperación con Él. Otro dominico, el Maestro Eckhart, el gran representante de la mística renana, hablaba de la “Wirkeinheit mit Gott”, de la unión con Dios en la y mediante la acción con Él. En la contemplación expuesta, entregarse y unirse a Dios, que quiere la salvación de todos los hombres y en la acción estar obrando con el mismo Dios para comunicar y procurar la salvación, son dos polos, dos expresiones complementarias de una misma e idéntica comunión con el Dios que es amor y compasión y que no excluye a ningún ser humano de su amor y de su compasión. La experiencia concedida a Domingo nos explica cómo se convierte y permanece como un ser compasivo, sensible al sufrimiento de los demás, infatigable en su esfuerzo a favor de todos los miserables4. Al mismo tiempo, tal experiencia de Dios, que es el corazón de la vocación dominicana, nos indica cómo podemos y debemos ser activos y contemplativos al mismo tiempo, y cómo podemos encontrar la unidad profunda de la existencia dominicana. Compartiendo con Domingo esta experiencia de Dios, los miembros de la Orden de Predicadores comparten también su compasión y su pasión por la salvación de los hombres. En este sentido, el P. Duval tiene toda la razón al decir que Domingo ha creado la Orden de Predicadores “para que se multipliquen en el mundo los santuarios de la compasión”. 31 Ver nota 1 71 B – LOS VALORES Y LOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA VIDA DOMINICANA 1 – Los diversos elementos que forman la vida dominicana Nuestra reflexión sobre la experiencia de Dios concedida a Domingo y sobre su oración, nos ha llevado ya a descubrir dos elementos esenciales de la realidad dominicana. Son los dos elementos que forman como el “motor” de la vida dominicana, esto es, los que la ponen y la mantienen en movimiento. Por tanto, yo los llamo elementos “dinamizantes”. Al mismo tiempo, confieren a la vida dominicana su profunda unidad. Se trata de la experiencia de Dios que es misericordia o de la experiencia de la compasión de Dios, que transforma a aquellos que son escogidos en seres misericordiosos y compasivos. Colmados de la misericordia y de la compasión de Dios, no se puede conservar tal tesoro para sí mismos, es necesario comunicarlo a los otros, compartirlo con ellos, ir hacia los demás para decirles que existe un Dios que les ama, y para que se beneficien de la experiencia. Cuanto más comunica Dios, más sucede esto, con su compasión, también con la pasión por la salvación de todos los hombres. Así la experiencia de la misericordia de Dios, que es nuestra salvación, impulsa a la comunicación de la salvación; la experiencia de la compasión de Dios empuja a la evangelización. Este es el movimiento de base – se instaura una especia de vaivén entre Dios y los hombres: Domingo descubre en Dios al hombre sufriente, y a Dios presente en el hombre que sufre. Durante los años de la predicación itinerante en Languedoc, Domingo se da cuenta que una vida vivida al servicio de la evangelización, una vida marcada por este vaivén necesita estructurarse; como las demás, la suya fue plasmada y organizada con todo lo que él vivió antes de ponerse en acción, como predicador itinerante en Languedoc. Algunos de estos elementos “estructurantes” son, por tanto, indispensables, no solo para el mismo predicador, sino también para poder desarrollar su propia misión. El primer elemento estructurante que debemos recordar es la contemplación, la búsqueda de Dios en la lectio divina, la meditación y la oración contemplativa. Domingo fue marcado ya desde su entrada en el capítulo catedralicio de Osma, y ha permanecido marcado hasta el fin de su vida. Esta búsqueda contemplativa no aleja a Domingo de los hombres, porque les encuentra en el corazón mismo de Dios. Por tanto, esta contemplación lleva necesariamente a lo que el P. Vincent de Couesnongle gustaba de llamar “la contemplación de la calle”. Esta contemplación familiariza a los/las que se dedican a ella, ya sea con Dios o con los que sufren. Inseparable de este primer elemento “estructurante” hay otro: el estudio. El fin del estudio no es hacernos eruditos o sabios, sino a hacernos más aptos de transmitir la Buena Nueva de la salvación. ¿Cómo? Haciendo uso de nuestra inteligencia, que es un don de Dios, nos esforzamos por penetrar en el misterio de Dios y de su amor por los hombres. Al mismo tiempo, nos esforzamos por comprender a los hombres a quienes somos enviados como testigos y mensajeros de la Buena Nueva. Conociendo sus dificultades y angustias, sus interrogantes y las situaciones de sufrimiento, que es necesario analizar, encontraremos 72 acceso más fácilmente hacia ellos, descubriendo también los medios para alcanzarlos. Así el estudio y la contemplación nos permitirán realizar nuestra misión de evangelizadores con un corazón inteligente y una inteligencia cordial. Para Domingo, otro elemento estructurante de su vida de fraile predicador consiste en la “vida común y regular”, como S. Agustín la ha entendido y Domingo la ha practidao en Osma. Se podría hablar de herencia agustiniana, ciertamente transformada en su integración al fin específico de la Orden de Predicadores, en cuanto puesta completamente al servicio de la evangelización, pero siempre presente en lo que concierne a lo esencial: la comunidad fraterna y todo lo que es necesario para construirla. ¿Por qué la necesidad de la dimensión comunitaria? Las Constituciones actuales de los Frailes (LCO 2) y de las Monjas (LCM 2), la expresan del siguiente modo: “Según se nos advierte en la Regla, lo primero por lo que nos hemos congregado en comunidad es para vivir unánimes en casa, teniendo una sola alma y un solo corazón en Dios.... La unanimidad de nuestra vida, enraizada en el amor de Dios, debe ser testimonio de la reconciliación en Cristo”; en LCO 2 continúa: “que anunciamos con la palabra”; y en LCM 2: “que nuestros hermanos anuncian también con la palabra”. En la comunidad de vida concreta, toma cuerpo la misericordia de Dios, en cuanto fuerza reconciliadora; la comunidad fraterna de predicadoras y predicadores es una “ilustración”. Por tal motivo, ya desde el inicio, Domingo da a los conventos, esto es, a la comunidad fraterna, el nombre de “Iesu Christi praedicatio”. Como la ciudad puesta sobre un monte no puede ocultarse (cfr. Mt 5, 14), la comunidad fraterna es, en su misma existencia, una predicación viviente del Evangelio. Es una parábola del Reino, un lugar donde el amor de Dios se encarna y donde se puede experimentar. El P. Jean-René Bouchet gustaba de llamar tales comunidades “fraguas de misericordia”. Además, en su compromiso hacia los hombres, los frailes y las hermanas no actúan jamás en solitario, sino que son enviados y sostenidos por la comunidad, que es el “apoyo” de la evangelización. Esto nos lleva a otro elemento “estructurante” de la existencia dominicana. Pienso a las mismas estructuras o “instituciones”, de las cuales Domingo ha dotado a la Orden de Predicadores. Para Domingo la evangelización no puede ser sino un proyecto comunitario. Por tanto, requiere la participación activa y la corresponsabilidad de todos/as, lo cual se expresa en la estructura democrática de la Orden y en la búsqueda de la unanimidad. La obediencia dominicana debe situarse en este contexto, inserta en un proyecto comunitario. Sin la estructura democrática, que no funciona si cada uno no asume su parte de responsabilidad en el conjunto, la Orden de Predicadores perdería su identidad. Después del encuentro con los Legados Pontificios en Montpellier en 1206, Domingo se convence de que el modo de vivir del predicador debe corresponder al mensaje que quiere comunicar. En esta coherencia entre la vida del predicador y el mensaje que transmite, la pobreza ocupa un lugar importante. Conlleva aspectos espirituales (la 73 humildad, por ejemplo) y materiales. El fin es siempre evitar que el modo de vivir y de actuar sea un antitestimonio que aleje a aquellos a quienes se dirige. La fórmula explícita escogida por Domingo para caracterizar este estado de pobreza, y contenida en los documentos pontificios (por ejemplo, la Bula de recomendación del 8 de diciembre de 1219; privilegio concedido a la Orden del 12 de diciembre de 1219), me parece muy significativa. Domingo quiere que sus frailes vivan “in abiectione voluntariae paupertatis”. El término “in abiectione” significa el ínfimo puesto de la escala social, que los frailes deben escoger por sí mismos (puesto ocupado en aquella época por los mendigos, y por esto la mendicidad). Compartiendo su estado de vida, los frailes y las hermanas se hacen solidarios con los que viven al margen de la sociedad. (En el tiempo en que Tomás de Aquino entraba en la Orden era aún así. Es explicable, por tanto, el horror de sus padres al ver a su hijo unirse a aquellos frailes, considerados aún como “los últimos de los últimos”). No hay duda que tal aspecto de solidaridad activa sobrepasa el aspecto ascético de la pobreza, que ciertamente no está ausente. Por fin, un último elemento estructurante: la itinerancia. Mediante ésta, el movimiento de base de la existencia dominicana, el vaivén entre Dios y los hombres, se encarna en la vida concreta. Esta puede y debe, sobre todo en la vida de los frailes, expresarse en la predicación itinerante, pero teniendo ante todo la preocupación constante de alcanzar a los hombres en lo que constituye su vida, y estar cercanos a ellos. Comporta, además, el rechazo a estar instalados/as. En el curso de su itinerario personal, Domingo descubre la importancia de todos estos elementos que voy citando, porque su mismo “ser predicador” ha sido plasmado por ellos. Por ello, incluidos en las Constituciones primitivas y en los documentos solicitados al Soberano Pontífice (Bula de confirmación, de recomendación y privilegios otorgados a la Orden), Domingo los vincula así a su Orden, si bien dejando a las monjas y a los frailes la incumbencia y la responsabilidad de encontrar la forma concreta para aplicarlos en las circunstancias que forman su vida –trabajo de actualización que los Capítulos Generales se comprometen a concretar. Tal actualización, en lo que concierne a la vida y los ministerios concretos, forman parte de las “institutiones” de la Orden de Predicadores y son esenciales a su fin. Si el predicador quiere alcanzar a los hombres de su tiempo, es necesario que se haga contemporáneo de ellos. (Esta es la razón de que Domingo, a diferencia de todos los Fundadores y Fundadoras, no ha pedido nunca la confirmación pontificia de la regla de vida de la Orden de Predicadores; no hace más que conservar, mediante las intervenciones pontificias, los elementos que considera necesarios e indispensables). 2 – La unidad en tensión entre todos los elementos. Considerando todos estos elementos en su conjunto, no se puede esquivar la enorme tensión que está oculta. A pesar de que Domingo introduce el principio de la dispensa, para hacer que esta tensión sea vital en esta o aquella situación concreta –se trataría de una dispensa “funcional” en vistas a la evangelización, para mantener orientados y tensos el conjunto de los elementos hacia el fin de la Orden – y, aunque sea posible poner los acentos – entre las monjas, por ejemplo, se ponen de modo diverso que en una comunidad en ambiente activo 74 – la tensión en cuanto tal forma parte integrante de la realidad dominicana. No puede y no debe ser resuelta de una vez por todas. Por tanto, cada miembro de cada comunidad de la Orden está obligado a verificar y reorientar incesantemente la propia vida, sin jamás encontrar una solución definitiva. Aprender a vivir la unidad en tensión de todos los elementos, permanece como el desafío lanzado a los miembros de la Orden de Predicadores en todos los momentos de su vida. En cuanto concierne a la unidad profunda de una existencia tal, somos remitidos, una vez más, a la experiencia de Dios de Domingo. El Dios Salvador de todos los hombres encontrado en la contemplación, no deja dilaciones a Domingo hasta que se dona por entero a la salvación de los hombres y se implica, con su Dios, en la obra de la salvación por todos los hombres. En este trabajo “apostólico”, la comunión con Dios no es menos intensa que en la contemplación. Al contrario, la cooperación con Dios, en la obra de la salvación es, para aquellos que se lanzan, un modo de acercarse más a Dios y de asemejarse a Él. Pero para que este trabajo “apostólico” sea obra de Dios y no se convierta en una ostentación de nosotros mismos, continuamente tendremos la necesidad de exponernos a Dios en la contemplación, de dejarnos interpelar por la miseria humana, de emprender una valoración crítica mediante el estudio y de acoger la corrección fraterna de nuestros hermanos y hermanas. Quizá una imagen podría servirnos para expresar lo esencial de la vida dominicana. He encontrado una, pero modificándola un poco, en el libro de Simon Tugwell “The way of the Preacher” (El camino del Predicador). Es la imagen de la tubería del agua. Con esta imagen puede expresarse la convicción profunda de Domingo y el aspecto característico de su espiritualidad apostólica que el predicador o el evangelizador recibe de la fuente, esto es, de parte de Dios, en la medida en que la da. Cuando una tubería no suministra más agua, debe cerrarse y no puede recibir más agua fresca de la fuente. Aplicado a nuestra vida: si dejamos de predicar, de evangelizar, de estar en la obra de Dios por la salvación de los hombre, Dios no puede estar más en la obra en nosotros. El agua proveniente de la fuente, no puede fluir en nosotros más que en la medida en que la transmitimos. Así nos hacemos Predicadores o Predicadoras y permanecemos predicando, dándonos y comprometiéndonos por la salvación de los hombres. No hay otros caminos. Ya en la tradición encontramos la imagen de la tubería de aguan comparada con la del pozo, que derrama fuera solo en el momento en que está lleno. Se trata de dos modos diversos de concebir la vida espiritual y la relación con Dios, quizá dos modos diversos de concebir a Dios y su acción. En mi transformación, o en mi “actualización” puedo sustituir la imagen de la tubería con la de la conexión del cable eléctrico. La razón de ser de un cable es permitir pasar a la corriente. Nuestra razón de ser es permitir pasar el mensaje de la salvación. Para que la corriente pueda pasar por el cable, es necesario que esté conectado a la fuente de alimentación, pero también al aparato que debe ponerse en movimiento. Igualmente, es necesario que estemos en comunión con Dios, pero también con los hombres a los cuales queremos “procurar la salvación” (según la expresión de la oración de Domingo). El principio que por fin podemos observar es el mismo de la tubería. Si el cable no transmite la corriente, no recibe tampoco de la fuente. Ocurre lo mismo en el movimiento de base de la vida dominicana. 75 Esta imagen del cable me permite además expresar una realidad importante de la vida dominicana. Para estar verdaderamente en condiciones de transmitir la corriente, este cable no puede estar compuesto de cualquier material. Es necesario, por el contrario, una aleación especial que transmita la corriente. Y bien, en nuestro caso, la “aleación” especial que permite pasar la corriente del amor de Dios está formada por los elementos que yo llamo “estructurantes” de la vida dominicana”. Estos elementos “estructurantes” no tienen su fin en sí mismos, sino que están al servicio de la evangelización para hacernos capaces de ser Predicadores y Predicadoras. Sin embargo, son indispensables; si falta uno, la aleación se destruye, y ello implica que no puede pasar la corriente. IV – LA COLOCACIÓN DEL ESTUDIO EN EL FIN DE LA ORDEN DE PREDICADORES Después de este recorrido, estamos más preparados para dar al estudio su justo lugar en el interior del fin de la Orden. Lejos de ser un pasatiempo para aquellos o aquellas que no tienen nada que hacer, lejos de estar reservado a algunos hermanos o hermanas que son (o que se creen) más inteligentes que los demás, el estudio debe considerarse como un elemento esencial de la vida religiosa dominicana, “característica de la observancia de la Orden” (cfr. LCM 100, II). Y este, con todos los demás elementos “estructurantes” (cfr. III, B, 1), y a la par de ellos, puede y debe “hacernos capaces de ser útiles a las almas del prójimo” (Constituciones primitivas, Prólogo, 2). Este es el fin del estudio que no debe, en ningún caso, llevarnos a un intelectualismo estéril, que no sirve a nadie. “Útiles al prójimo” podemos serlo, cuando hacemos en nosotros, en nuestro corazón y en nuestro espíritu, el espacio, todo su espacio, a la Palabra de Dios. Es la Palabra la que se encontrará en el centro de nuestra atención, de nuestro estudio. Condensada en la Biblia, la Palabra de Dios nos conduce también a través de la Tradición de la Iglesia y la reflexión teológica, desarrollada en ella. Por fin, como durante toda la historia de la fe cristiana, existen aún hoy interrogantes de los hombres que nos estimulan a abrirnos a la riqueza de la Palabra de Dios, siendo Palabra de salvación destinada a todos los hombres. A – ESTUDIO Y PREDICACIÓN Es evidente que la predicación, en cuanto anuncio de la Palabra de Dios en todas sus formas, requiere una seria preparación. Para convertirse en instrumento que permita a la Palabra de Dios alcanzar a los hombres del propio tiempo, la Predicadora y el Predicador deben , en la medida de lo posible, conocer a Dios y al mundo. Es necesario escrutar contemporáneamente las Escrituras y los signos de los tiempos. Esto requiere un esfuerzo intelectual considerable, un paciente trabajo de reflexión. Por ello, el estudio con “la perseverancia que requiere y por su dificultad ... constituye una forma de ascesis y de equilibrio” (cfr. LCM 100, II) en nuestra Orden. Pero, ¿cómo hablar con Dios y de Dios si nuestras palabras son ininteligibles, si nuestro testimonio es incomprensible, porque eluden no solo la realidad de Dios como se ha revelado, sino también la del hombre de hoy, con todo lo que constituye su vida? 76 B- ESTUDIO Y CONTEMPLACIÓN Nuestra mirada sobre los orígenes de la Orden (cfr. en particular el apartado II, C), nos ha permitido descubrir el estrecho nexo entre el estudio y la lectio divina. “La lectio divina provechosa debe prepararse mediante el estudio metódico de la verdad sagrada” (LCM 100, I). Así dispuestos, somos llevados “a la oración, de la oración a la meditación y de la meditación a la contemplación” (LCM 98, I) y a la predicación. Al igual que no puede existir predicación dominicana sin estudio, no habrá contemplación dominicana sin el mismo. El estudio y la contemplación tienen a un único fin: el conocimiento del Dios revelado en y por Jesucristo, presente en el mundo de hoy y en lo profundo de nuestro corazón. En este conocimiento, o más bien familiaridad, no se puede progresar sin discernimiento. El estudio protege la contemplación de la ilusión y de la beatería. La condena de Jordán en la confrontación de los frailes que rehuyen el peso del estudio “para dedicarse más libremente a la indiscreta devoción” (Jordán, Carta encíclica de 1233) demuestra que se trata de un peligro real. Impidiéndonos hacer de Dios la defensa de nuestras prevenciones, el estudio nos prepara a encontrar a Dios y a acoger su Palabra así como es, en su verdad, y no como nosotros la imaginamos. Solo cuando se trata verdaderamente de la Palabra de Dios, acogida en la verdad, esta puede habitar abundantemente en nosotros y dentro de nuestra comunidad (cfr. LCM 96, II). Debido a que el Dios encontrado en la contemplación nos envía al hombre en su sufrimiento y miseria, la “contemplación de la calle” forma parte de la contemplación dominicana. Esta no puede hacerse sin el “estudio de la calle”, esto es, sin una mirada lúcida sobre el mundo. Esta mirada lúcida nos preserva de la tentación de “despegar”, de huir a un mundo o un paraíso soñado, y nos hace efectivamente solidarios de todos aquellos/as que sufren la falta de salvación. Solo en estas condiciones les podremos alcanzar con nuestra predicación y en nuestra oración. Brevemente: el estudio y la contemplación, como el resto, también la predicación, son expresiones diversas pero complementarias, de una sola e idéntica pasión: con todas las fuerzas creadoras confiadas a cada uno, con la inteligencia y el corazón, nos esforzamos en comprender. Y deseamos comprender para a mar en verdad. C – EL ESTUDIO EN LA VIDA DE LAS MONJAS Todo lo dicho, con respecto al estudio, la predicación y la contemplación sirve, a mi juicio, igualmente para las monjas que para los frailes de la Orden de Predicadores. Cierto, la predicación de las monjas se realiza de otro modo que la de los frailes, o más bien, los acentos están puestos de forma distinta. Sin embargo, las monjas y los frailes nacen de idéntica pasión, de la misma compasión que empuja a convertirse en “Evangelio”, “Buena Noticia” en y para el mundo lacerado y en búsqueda de la salvación. Pertenece a las monjas hacerse primeramente lugar de acogida de esta Buena Nueva. En cuanto Dominicas, “sedientas de la salvación de los hombres” (cfr. LCM 1, II), la desean también para transmitirla. Como del resto referente a los frailes, su existencia, el testimonio de su vida, es el primer “soporte” de esta transmisión. 77 “Escuchando, celebrando y guardando la Palabra de Dios, anuncian, con el ejemplo de su vida, el Evangelio de Dios” (LCM 96, I). Se trata de la vida personal, hecha transparente para el Evangelio, más aún, “evangélica”, como la de Domingo, que “en su hablar y actuar se mostraba siempre como un hombre evangélico (vir evangelicus)” (Libellus, 104). Por la Palabra de Dios “se transforman interiormente y se configuran más y más con Cristo” (LCM 99), las monjas, “transformadas en su imagen”, reflejan “la gloria del Señor” (LCM 1, IV) Se trata también de la existencia comunitaria. Por el “clima”, por la calidad de las relaciones interpersonales en su interior, convertida en una “fragua de misericordia” la comunidad será una predicación viviente del Evangelio de la Misericordia y de la reconciliación universal (cfr. LCM 2, II). Para que se trate verdaderamente de la Palabra de Dios que es acogida, que se “encarna” y se transmite, y para que la Palabra de Dios pueda efectivamente alcanzar los propios destinatarios, ni los frailes ni las monjas pueden dispensarse del esfuerzo del estudio. V – CONCLUSIÓN A modo de conclusión, una pregunta: ¿cómo, a ejemplo de Juan el Bautista, preparar los caminos del Señor en el desierto de este mundo, cómo descubrir las huellas de la presencia del Señor (cfr. LCM 96, II) sin escrutar, como Juan Bautista, las Escrituras y los signos de los tiempos? Pues bien, para realizar esta misión debemos movilizar todas nuestras fuerzas, por tanto también las de la inteligencia, en proporción a nuestra capacidad y de los dones que el Señor mismo nos ha confiado. Así nuestra vida se convertirá en un “anuncio profético de Cristo” (cfr. LCM 1, V). Como Santo Domingo nuestro Padre y sus primeros frailes y hermanas, nosotros haremos visible y audible a Dios y en nuestro mundo, que tan necesitado está de ello. Dominikanergemeinschaft Misión Catholique de langue francaise – ZÜRICH 78 LA CLAUSURA Monasterio Matris Domini – BERGAMO INTRODUCCIÓN La clausura está puesta en nuestras Constituciones entre los medios que ayudan a vivir la observancia regular (cfr. LCM 35, II), juntamente al silencio, el hábito, el trabajo y las obras de penitencia; está ordenada a contribuir al desarrollo fecundo de la vida común, de la oración litúrgica y personal, de la práctica de los votos y del estudio: esto es, los elementos que constituyen la vida dominicana y que nos permiten conseguir más fácilmente la vida contemplativa (cfr. LCM 35, I). La atribución explícita a la clausura de su carácter de medio de los medios32 aparece solo en la última edición del LCM (1987), mientras que en nuestra legislación precedente desde los orígenes no se preocupa de especificar la función de la clausura y sus vínculos con los otros aspectos de la vida regular, sino que se limita a precisar las formas y las estructuras externas. Y esto porque, para motivar fundadamente la asunción de los distintos medios y elementos de la observancia regular (por tanto, también la clausura) se estimaban suficientes los principios expuestos en el Prólogo33. La diferente formulación no merma la continuidad y unidad interna de nuestros textos constitucionales; más aún, muestra la capacidad de la identidad dominicana de expresarse con formas expresivas y culturales diversas, haciendo emerger siempre mejor cuanto el genio de Santo Domingo nos ha dejado en herencia. Queremos comprender el significado que LCM da a la clausura y las perspectivas que se abren ante nosotras para el futuro de la vida contemplativa dominicana a través de tres etapas: 1) La clausura en la intuición original de Santo Domingo 2) La clausura en la legislación de la Iglesia 3) La clausura en una actual síntesis dominicana 32 Cfr. C. Avagnina, Teología de la clausura en La clausura monástica. Aspectos típicos dominicanos. Así se expresa el Prologus del Liber Constitutionum Sororum Ordinis Praedicatorum del 1256/7 conservado de modo sustancialmente idéntico hasta la edición del LCM 1934: “Puesto que por preceptos de la Regla (de S. Agustín) se ordena a las Monjas tener un solo corazón y una sola alma en el Señor, es justo, que las que viven sometidas a una misma Regla y bajo el voto de una misma profesión, sean también uniformes en la observancia de unas mismas Constituciones, a fin de que la uniformidad exterior guardada en las costumbres, acreciente y manifieste la unidad que debe reinar en lo íntimo de los corazones. Llegará esto a conseguirse más adecuada y plenamente, si constare por escrito lo que se debe observar, de manera que todas puedan ver en el texto aprobado, el género de vida que están obligadas a llevar, sin que a nadie sea lícito mudar, añadir o disminuir cosa alguna por su propia voluntad; no venga a suceder que teniendo en poco las cosas pequeñas, insensiblemente se relajen” (las negritas son nuestras). El texto está transcrito también en la carta con la cual el Maestro de la Orden, P. D. Byrne op, presenta la edición de 1987 del LCM. La edición reformada del LCM de 1971, si bien hace preceder a las disposiciones jurídicas sobre la clausura de una introducción sobre su significado espiritual (cfr. n° 41), explícitamente todavía no establece una jerarquía entre los distintos elementos que componen la observancia regular. 33 79 1 - LA CLAUSURA EN LA INTUICIÓN ORIGINAL DE SANTO DOMINGO TRADICIÓN Y RENOVACIÓN “La observancia regular, recogida de la tradición por santo Domingo o renovada por él dispone el estilo de vida de las monjas en forma tal que les ayuda en su decisión de seguir más de cerca de Cristo ... en la Orden de Predicadores” (LCM 35, I) Santo Domingo, al definir la forma de vida de las comunidades de su Orden, se deja guiar por dos criterios de fondo: seguir la tradición en lo que propone de válido y consolidado; y renovar parte de esta misma tradición para adecuarla a las exigencias de los tiempos y de la misión específica de la Orden de Predicadores 34. La aplicación de estos criterios es muy evidente en la legislación de los frailes, sea por alguna “pincelada” añadida a las normas que regulan la vida común, el estudio y la predicación; sea –sobre todo- por la innovadora estructura de gobierno a nivel conventual, provincial y general. En lo que respecta a las monjas, la orientación de Santo Domingo no emerge primariamente de los textos legislativos, codificados tardíamente y más bien homogéneos en su totalidad con las formas tradicionales de la vida religiosa femenina 35; pero se aprecia en el espíritu y en el estilo que animan e informan las primeras fundaciones: Prulla, Madrid, Roma y Bolonia. Como se sabe, las cuatro comunidades monásticas del principio de la Orden no surgen de un monasterio-madre, sino más bien de la onda carismática de Santo Domingo así como esta se manifiesta en circunstancias y contextos diversos; por tanto es importante, para remontarse al espíritu originario, considerarlos conjuntamente. Santa María de Prulla se caracteriza por un clima de conversión, penitencia y oración que, ya experimentado por las mujeres en el interior de la herejía cátara, ahora expresa las exigencias de la fe en el Dios verdadero y en el Evangelio. Asociadas a la Santa Predicación, las religiosas encarnan este papel sobre todo con el testimonio de la vida, pero también con su ofrecimiento a ser punto de apoyo para los predicadores itinerantes, según el estilo de un monasterio doble; y prestando servicio apostólico de enseñanza de la fe, paralelamente a cuanto hacen las perfectas cátaras36. El monasterio de Madrid, surgido no muchos meses después de la fundación de la primera comunidad de frailes en la ciudad, repropone la coordinación entre la rama 34 Cfr. Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum, n. 42. Una legislación común a todos los monasterios dominicanos no entra en vigor hasta 1259, y es una versión femenina de las Constituciones de los frailes, excluyendo las partes que se refieren más directamente al ministerio presbiteral y alas estructuras de gobierno provincial y general, esto es, las más típicas de la renovación obrada por Santo Domingo 36 Los movimientos heréticos se distinguen por una fuerte presencia femenina entre sus adeptos, explicable con una menor estructuración y jerarquización en su interior con respecto a la Iglesia, que permite a las mujeres más posibilidades de participación, palabra y acción. 35 80 masculina y la femenina de la Orden, que en seguida se convertirá casi en una constante. La carta dirigida por Santo Domingo a las monjas madrileñas, revela la presencia en la vida regular de elementos tradicionales: ayuno, clausura, vigilias, obediencia y silencio; y de aspectos dominicanos: dispensa, autonomía de las hermanas para aceptar novicias, posibilidad de aprovechar la tutela de los frailes. San Sixto de Roma, que reunió religiosas provenientes de diversas experiencias de vida regular, expresa la capacidad de superar el estado de decadencia y desorientación gracias a la asunción de una espiritualidad fuerte –garantizada por el contacto directo con Santo Domingo – y de una estructura adecuada a la gravedad de la situación. Santa Inés de Bolonia, en su edificación auspiciada por Santo Domingo y realizada por su inmediato sucesor por la firme voluntad de Diana de Andaló, se ofrece como testimonio del espíritu apostólico de la oración de las monjas, y de su intensa participación en la tensión ideal y operativa de la Orden. Además, la incorporación a la naciente comunidad de cuatro hermanas provenientes de San Sixto, que tiene un precedente en la venida a Roma de ocho monjas de Prulla, indica el estilo fraterno de las relaciones entre los monasterios primitivos, como también la conciencia de pertenecer a una espiritualidad no genéricamente monástica, sino ya propia, dominicana. La configuración de las comunidades primitivas revelan cómo la incidencia innovadora de Santo Domingo se tiene sobre todo a nivel de tensión espiritual, en el involucrarse en el testimonio evangélico y de instaurar un particular modelo de la relación hombre/mujer; sobre el plano de la vida regular, prevalece en cambio la aportación de la tradición. LA CLAUSURA “Tal fue la clausura querida por el Santísimo Patriarca para las monjas, desde el principio de la Orden, y fielmente conservada hasta hoy”. (LCM 36). La clausura pertenece al conjunto de los elementos que Santo Domingo asume de la tradición sin aportar particulares revisiones; tanto con respecto a los frailes, como a las monjas, se introduce en las observancias dominicanas en la medida y en la forma con las cuales está en uso en las comunidades canonicales y en los cenobios religiosos femeninos. Esto nos induce a pensar que ha sido acogida por el fundador en toda la complejidad de sus dimensiones, que son de orden tanto ascético como espiritual, histórico y socio-cultural ¿Cuáles son los valores que la clausura testimonia y trasmite a durante la baja Edad Media? Al ideal de la búsqueda de solo Dios y de la conversión de las costumbres en la obediencia y en la estabilidad, típico de la Regla benedictina, se va afianzando el de la Iglesia primitiva (cfr. Hch 4, 32; Regla de S. Agustín, n. 3). La forma “apostólica” de la vida religiosa comprende intrínsecamente también el ejercicio presbiteral del ministerio de la oración y de la Palabra (cfr. Hch 6, 4) y, por tanto, la adopción de una clausura compatible. Y, de hecho, para los sacerdotes, y en general para los hombres, el 81 ordenamiento de la clausura se consolida en términos de una oportuna reserva para el cuidado de la vida común, de la oración y del estudio. Para las religiosas, que encuentran su punto fuerte en la vida compartida y en la virginidad, se asiste, en cambio, a una progresiva acentuación del carácter de apartamiento de su forma de vida, con lo cual se intenta favorecer la unión y la autonomía de la comunidad, y sobre todo la salvaguarda de la castidad. A esto se añade un cierto espíritu sobreprotector con respecto a las mujeres, pero también las dificultades experimentadas en el seno de movimientos laicales espontáneos y al beguinaje, con frecuencia expuestos a la burla y, por su elevado número, no siempre en situación de garantizar a sus miembros una sólida asistencia espiritual y material. Así se llega a considerar la estricta clausura como la condición esencial para que la vida religiosa y ascética de las mujeres pueda ordenarse y desarrollarse sin turbaciones, gozar de respeto y reconocimiento. Otro aspecto a tomar en cuenta es la tensión por lo sacro. En el contexto medieval esta tensión aparece indisociablemente con la radicalidad perseguida por el evangelismo, y empuja a la vida religiosa – sobre todo la monástica- a autocomprendense siempre más como intermediaria e intercesora de la gracia de Dios. 37 En este contexto la clausura es vista como un signo excelente para indicar el rostro sagrado del estado religioso; encarna bien la expectativa de ver lugares y personas separadas de las realidades profanas y como interpuestas entre el mundo y Dios. La dimensión de “prestigio”, que deriva de la separación, puede leerse también desde un punto de vista socio-económico y cultural. La observancia de la clausura, imponiendo amplios límites a las actividades laborales, de intercambio y de servicio – por otra parte comparable también a los de las mujeres de fuera de la clausura – genera la necesidad de sostenerse a través de rentas y dotes. Esto favorece una particular selección con respecto a las aspirantes, que se traduce de hecho en una constitución generalmente nobiliaria y burguesa de los monasterios. La clase social de las religiosas, por su homogeneidad y el clima de privilegio, a su vez, tiende a fijar la vida consagrada y contemplativa como la única forma claustral, y a no despuntar en otras direcciones, que serán, sin embargo, el inicio de las emergentes Terceras Órdenes laicales. En su conjunto, por tanto, la institución de la clausura garantiza al género de vida de la mujer consagrada dignidad y consistencia; el reconocimiento de una auténtica responsabilidad espiritual; la atribución de un rol social. Todo esto se ofrece a la intuición de Santo Domingo como una buena estructura, preparada para coordinarse con los fuertes valores que caracterizan y animan su proyecto. Pero la clausura tiene también sus puntos débiles: favorece el aislamiento y la absolutización de las costumbres internas; reduce la posibilidad de una directa incidencia eclesial; expone a las monjas a asumir una espiritualidad “cerrada” y, creando dependencia a nivel administrativo y económico, es una sobrecarga en las tareas de quien debe asumir la cura monialium38. San Domingo, por tanto, mientras acoge la clausura le aporta particulares 37 38 Recuérdese, por ejemplo, al extraordinario “éxito” cluniacense fundado preferentemente en la celebración de Misas y sufragios: análogas funciones – si bien en forma más reducida- se reconocen a los monasterios femeninos. Es notable a este respecto la desafección de los Cistercienses –como después de la segunda generación de los Dominicos y Franciscanos – por las religiosas claustrales, causada precisamente de la modalidad 82 “correcciones”: la interacción entre las diversas comunidades monásticas; una guía espiritual solícita; la coparticipación de las religiosas en ideales y proyectos de amplias miras. En relación con la intuición del fundador, la clausura emerge sobre todo como un elemento que, mediado por la común experiencia religiosas, a su vez se hace mediador de un espíritu nuevo y de una vocación original. Un medio, por tanto, del cual Santo Domingo sabe genialmente servirse, sin dejarse determinar por él. 2 – LA CLAUSURA EN LA LEGISLACIÓN DE LA IGLESIA “Os conceda el Señor que observéis todas estas cosas como amantes de vuestra hermosura espiritual, esparciendo con vuestra conducta edificante el buen olor de Cristo, no como esclavas bajo el yugo de la ley, sino como hijas libres bajo la dirección de la gracia” (Regla, n° 76) Desde el siglo VI se preocupa la Iglesia en su legislación de definir la clausura de las comunidades monásticas femeninas; un válido y sintético cuadro histórico de tales legislaciones nos ha sido proporcionado por J. Leclercq bajo la voz Clausura en el Dizionario degli Istituti di Perfezione (Edizioni Paoline) e incluido en la publicación La clausura monástica. Típicos aspectos dominicanos, a cuya lectura remitimos, evitando así el repetirla en este lugar. En seguida querremos, sin embargo, detenernos sobre documentos más recientes, a partir de la Constitución Sponsa Christi de Pío XII hasta las prospectivas ofrecidas por el reciente Sínodo de Obispos sobre la Vida Consagrada (1994) LA CONSTITUCIÓN SPONSA CHRISTI (1950) La lectura de este documento resulta particularmente útil e iluminador para comprender el papel y el sentido atribuido a la clausura, en cuanto que nos presenta en síntesis el desarrollo del “instituto sagrado de las monjas” La Sponsa Christi considera que para las mujeres solo es posible un verdadero tipo de vida religiosa, el único con una definición canónica precisa: el del instituto monástico heredero de la experiencia primitiva de las vírgenes consagradas. En ellos las mujeres se consagran a Dios con votos solemnes y llevan una vida dedicada totalmente a su gloria; el magisterio de la Iglesia se preocupa después de defender su estado de vida con la introducción de la norma de la clausura, cuyas leyes evolucionaron, con el pasar del tiempo, a una severidad cada vez mayor. Sobre todo a partir de la Edad Media en adelante la vida religiosa de las mujeres, precisamente por esta norma específica, termina por identificarse tanto con ella que la Iglesia se esfuerza por hacerla adoptar también a las Congregaciones femeninas surgidas sucesivamente a partir del siglo XVI y XVII. El intento de unir todas las diversas formas de vida religiosa femenina bajo la norma de la clausura, de hecho determina una compleja situación: el único instituto de monjas comprende religiosas no solo pertenecientes a diversas Órdenes y Familias religiosas, sino también portadoras de diversos carismas39. 39 demasiado vinculante de la asistencia a los monasterios. Los miembros de los institutos religiosos femeninos que no se sometían a la norma de la clausura, emitían votos simples que comportaban un status jurídico diferente, simplificado y disminuido en su contenido 83 De hecho, sobre todo en el siglo XIX, surgían muchos Institutos Religiosos femeninos dedicados a la asistencia y enseñanza de los pobres, los niños, como también de los enfermos y de todo tipo de personas necesitadas, actividades todas ellas difícilmente compatibles con la clausura y radicalmente diversas de la orientación propia del instituto monástico, donde la tarea fundamental era la oración y la ofrenda de sí a Dios. Se trataba de verdaderos Institutos Religiosos, propiamente dichos, en los cuales las mujeres se consagraban a Dios, pero esto se hacía desarrollando simultáneamente un servicio específico, de carácter caritativo o apostólico, en el cual se concretaba su carisma, y que orientaba también la práctica de los votos y la misma vida religiosa. La Sponsa Christi hace emerger la problemática de esta situación y trata de formular una respuesta adecuada, disponiendo la introducción de un orden doble de clausura, la mayor y la menor40, pero sin captar, a nuestro parecer, la cuestión de fondo. Lo que a la Constitución y a la mentalidad corriente le cuesta comprender todavía es el hecho de que no han surgido solamente nuevas familias religiosas, sino que ha nacido un nuevo tipo, una nueva concepción de vida religiosa (entendida como servicio en la Iglesia a favor de los pobres), que comporta un estilo y un ministerio específico, distinto del de las monjas (primacía de la alabanza y de la intercesión; cfr. CIC 1917, can. 610), que busca un estilo de vida propio y adaptado, y necesita una normativa canónica. Las normas de la clausura que regulan la vida monástica, son, de hecho, incompatibles totalmente con actividades como la enseñanza, el cuidado de los enfermos, la asistencia a los pobres, etc., que exigen una organización de la vida religiosa apropiada, donde se tenga en cuenta no solo la vida espiritual de las religiosas, sino también de la específica “obra” a la cual se dedican y que constituye su modo propio de dedicarse a Dios con toda la vida41. EL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II Y LA REFLEXIÓN POSTERIOR (1963-1971) La reflexión del Concilio Ecuménico Vaticano II supera esta dificultad y define, primero en la Constitución Lumen Gentium (nn. 43-37) y después en el Decreto Perfectae Caritatis la variada y multiforme presencia de los consagrados, hombres y mujeres, en la Iglesia. Los Padres conciliares reconocen y sancionan la posibilidad y la existencia de una pluralidad de estados de vida para las personas consagradas, con elementos ya comunes, ya específicos (respectivamente los nn. 1-2 y 5-11). Se establece42 que la clausura permanece como una prerrogativa de aquellos que son llamados a una vida enteramente contemplativa. El adjetivo enteramente va inmerso en su contexto inmediato (el n. 16 del Perfectae Caritatis) y con referencia a la Sponsa Christi, y trata de distinguir las personas pertenecientes a las Órdenes o Institutos dedicados a las teológico y, consiguientemente, en sus efectos (posesión de bienes, eventual matrimonio). Estos mismos votos eran asumidos por los hermanos no clérigos y por las hermanas conversas de las diversas órdenes y familias religiosas, como también por las monjas mismas, sobre todo por motivos de orden económico; de esto también hace mención la Sponsa Christi. La distinción ha sido eliminada con el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983. 40 Las normas propias están contenidas en la Instrucción Inter. Praeclara (23.11.1950) de la Sagrada Congregación de los Religiosos, publicada con la Constitución Sponsa Christi (21.11.1950) 41 Cfr. LCM 37 42 PC 16; cfr. también los nn. 7-9 84 obras de apostolado (PC 8) de las de vida contemplativa (PC 7), como también de aquellas que unen a la vida apostólica el oficio coral y las observancias monásticas (PC 10). Surge en el texto conciliar la distinción entre el fin, la vida contemplativa, y el medio, la clausura. La deseada renovación de la vida religiosa (PC 1-2), en lo que respecta a la clausura encuentra una primera expresión en la Instrucción Venite Seorsum (S. Congregación para los Religiosos e Institutos seculares, 15.8.1968), que lamentblementemente se somete todavía a las normativa del CIC de 1917, donde se da un tratamiento legislativo discriminatorio entre hombres y mujeres. Es interesante, por la concepción de la función de la clausura, el punto VI de su primera parte, donde se precisa que cada familia religiosa tiene una característica propia, que debe conservarse fielmente y esto también con respecto a “el modo como cada Instituto entiende y realiza la separación material del mundo por medio de la clausura”. Por lo demás, la normativa propuesta, que no parece tener una estrecha relación con la exposición teológico-espiritual de la Primera parte, permanece muy cauta y, parece, a pesar de los principios expuestos, más preocupada de “conservar” que de “expresar”. La Venite Seorsum, de todas formas, distingue el valor, la vida contemplativa, del medio con el que tradicionalmente se ha expresado, la clausura (el texto, no muy exactamente, habla de principios fundamentales de la clausura y de las normas prácticas que la regulan); adquisición importante y estímulo directo a las familias religiosas particulares para una búsqueda, fiel al propio carisma, de los modos de concretar el valor (la vida contemplativa) en normas adaptadas. La edición de 1971 del LCM es un ejemplo de redescubrimiento y relectura de la clausura dentro del carisma propio de Santo Domingo. Esto se nota sobre todo en el n. 41, centrando el objetivo que la clausura se propone en una comunidad dominicana: comprensión de la amplitud del amor de Dios en la obra de la salvación y búsqueda del Reino de Dios. Se trata no solo de favorecer una mayor intimidad personal con Dios, sino de cultivar un espíritu apostólico; esta idea se expresa también en la carta de presentación del LCM redactada por el P. Aniceto Fernández, OP, Maestro de la Orden en aquel entonces. Las disposiciones concretas sobre la clausura están en los números siguientes (del 42 al 50) y remiten ampliamente a las determinaciones de los Directorios de cada comunidad. DEL NUEVO CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO AL SÍNODO SOBRE LA VIDA CONSAGRADA (1983-1994) Con la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico (CIC) en 1983, se ha dado un cambio significativo a nivel normativo general en lo que respecta a la vida religiosa. En el nuevo Código confluye la reflexión que desde el Concilio, a través de los sucesivos documentos43, del magisterio y del trabajo de las familias religiosas para renovar la propia legislación, han contribuido a clarificar y expresar más adecuadamente el sentido de la vida religiosa y su misión eclesial. Para la renovación del derecho sobre la vida consagrada resulta fundamental la noción de carisma, en referencia al n. 13 de la Lumen Gentium. 43 En particular: la Exhortación Apostólica Evangelica Testificatio (1971), las Notas directivas Mutuae relationes (1978) y Dimensión contemplativa de la vida religiosa (1980) 85 El nuevo CIC dedica a la clausura solamente el canon 667, en el cual está vista como un elemento común a todas las comunidades religiosas, con formas más o menos acentuadas, que tiende a crear un clima de reserva y recogimiento en la comunidad religiosa, protegiéndola de todo lo que podría turbar su oración y la vida fraterna. Para los monasterios de vida contemplativa, el canon (§ 2) dispone una disciplina más rigurosa de la clausura; sucesivamente se precisa que para las monjas dedicadas íntegramente a la vida contemplativa44 las normas son establecidas por la Sede Apostólica 45, remitiendo implícitamente a la Venite Seorsum. En la última edición del LCM (1987) las normas referentes a la clausura (nn. 36-45) han sufrido solo algunas variaciones con respecto a las precedentes. Sin embargo, en el n. 35, II, referente a la observancia regular, se especifica significativamente que la clausura está subordinada a los elementos que caracterizan la vida dominicana, y es, por tanto, “medio de los medios”. Además el n. 96 II, dice que con el silencio, la clausura tiende a hacer que “la palabra de Dios habite abundantemente en el monasterio”: dos acentuaciones importantes para vivir la clausura dominicana. Otra etapa importante de la reflexión general para la renovación de la vida consagrada en la Iglesia ha sido el reciente Sínodo de los Obispos, celebrado en Roma en Octubre de 1994. En el amplio análisis, en la discusión y después en las Propositiones (en particular nn. 22-23), que los obispos han entregado al Papa, se ha hablado de la clausura, y a veinticinco años de la publicación de la Venite Seorsum ha parecido necesaria una revisión. Se ha constatado que la vida contemplativa y la clausura, aunque coordinados, son dos elementos distintos y de naturaleza diversa. La vida contemplativa, como condición estable de vida, es compartida por diversas Órdenes y Familias Religiosas muy distintas entre sí, ya sea por el carisma del que son portadoras, ya por la época en la que han surgido, o por las condiciones en las cuales viven hoy sus comunidades; una norma de clausura general no es ya adecuada para expresar toda esta rica variedad. En las Propositiones se espera por tanto la adopción de una normativa más flexible que permita a cada uno adoptar formas concretas de clausura consonantes al propio carisma y que lo expresen eficazmente. Además la clausura, como norma canónica, debe volver a ser comprensible para la sociedad actual, profundamente transformada en cuanto a su relación con la Iglesia y con la vida religiosa. La reflexión del Sínodo ha hecho emerger que si es urgente una auténtica adecuación de la clausura al carisma de las distintas Familias Religiosas, es también necesario que sea realizado por las mismas monjas a las que se va a pedir la tarea de gestionar las normas establecidas acerca de la clausura, sin depender del Obispo para cada pequeña cosa. La tutela masculina sobre la vida religiosa femenina, heredada del pasado, parece de hecho en contraposición con la dignidad de la mujer y de la misma consagración; no es lo mismo el plano de la autoridad de la Iglesia con una determinada subordinación solo para la condición femenina. La nueva normativa de la clausura deberá, por tanto, 44 También aquí, como en la Venite Seorsum, el adjetivo íntegramente sirve para distinguirlas de las religiosas que desarrollan labores de cualquier tipo. 45 Por eso la clausura se define como papal 86 según las Propositiones, valorar el papel de cada familia religiosa; promover la colaboración fraterna entre los monasterios y dentro de cada uno de ellos; el crecimiento espiritual y cultural para que las monjas puedan buscar a Dios más libertad y ardor espiritual cada vez; transmitir una idea más espiritual y responsabilizante, menos materializada, de la misma clausura, que exprese eficazmente la elección radical de Dios y su preeminencia en la vida de las monjas y de la Iglesia; eliminar la discriminación aún existente en la normativa entre hombres y mujeres; facilitar la realización de la actividad laboral y de las prácticas administrativas. De esta breve panorámica sobre la reciente legislación de la Iglesia relativa a la clausura podemos subrayar un cambio en el planteamiento de fono: se ha pasado de una posición marcadamente legalista, que determinaba detalladamente e imponía universalmente las normas, a una forma más pastoral, atenta a los valores espirituales, que las normas no solo deben regular, sino también favorecer y expresar46 Así, en lugar de una normativa igual para todos, y de tipo “casuístico”, propia de la legislación hasta la Sponsa Christi, y en parte a la Venite Seorsum, ahora la Iglesia está privilegiando leyes aptas para promover y proteger la vida contemplativa, remitiendo a las distintas Familias Religiosas y a las comunidades monásticas la elección y la determinación de la modalidad práctica de la clausura. Se trata de un cambio de mentalidad, propuesto y que hay que asumir: no es ya una vida subordinada a leyes predeterminadas, sino una práctica de la clausura que surge de la exigencia de la vida contemplativa y se pone a su servicio. 3 – LA CLAUSURA EN UNA SÍNTESIS DOMINICANA ACTUAL La intuición de Santo Domingo y la orientación legislativa de la Iglesia encuentran un armónico punto de encuentro en LCM: en las Constituciones, de hecho, la clausura es considerada no como una forma previa dentro de la cual hay que adaptar las exigencias de la vida contemplativa, sino más bien como un elemento del cual servirse, referido a la vida dominicana en su conjunto y a cada una de sus dimensiones. Al profundizar en el tema de la clausura, con el fin de trazar algunas líneas para distinguir un estilo dominicano, trataremos por tanto, sobre todo, de captar, en un primer momento, la relación entre la clausura y la misión de la Orden; después, su conexión con los elementos de nuestra vida, la vida común, la celebración de la liturgia y la oración secreta, los votos, el estudio; y por último, su relación con el trabajo, que, entro los otros medios, nos parece en este ámbito el más significativo. LA CLAUSURA Y LA MISIÓN DE LA ORDEN Insertas vitalmente en la Orden y en su misión47 estamos llamadas, como monjas, a responder, hoy como ayer, a la vocación divina acogiendo los desafíos que la Iglesia y el 46 Cfr. V. Hoffstetter, La clausura en la legislación de la Iglesia, en La clausura monástica. Típicos aspectos dominicanos. 1993. 47 Cfr. LCM 1, I-II.V; 18; 96 87 mundo nos presentan. Por esto es necesario reflexionar juntas, sintiéndonos involucradas en el camino que la Orden, con los últimos Capítulos Generales, ha recorrido; a esto nos invita la Iglesia y de un modo significativo también el Maestro de la Orden. Un primer ámbito es el de nuestra presencia en la Familia Dominicana: los nuevos campos en los cuales la misión solícita de la Orden espera también nuestra contribución. No podemos renunciar o aplazar los análisis, y las consiguientes decisiones, si queremos vivir plenamente como miembros de la Orden. Se presenta como fundamental una mayor colaboración e interacción entre nuestros monasterios, no solo para encontrar respuestas a los problemas urgentes o más graves, sino sobre todo para presentarnos de modo significativo y concorde como realidad monástica, unida en la elección de los valores de fondo, si bien manteniendo cada comunidad su propia fisionomía. En consecuencia, debemos preguntarnos qué estilo de clausura puede realmente ayudarnos en este camino y tomar decisiones sabias. Otro aspecto es el de la presencia en la Iglesia local que debe ser un signo auténtico y eficaz del primado de Dios, un signo, por tanto, visible y comprensible. La fecundidad real de nuestro estilo de vida (cfr. LC 44, 46; PC 7) no parece que debe encontrar expresiones efectivas también en formas y espacios nuevos adaptados a los hombres y mujeres de hoy, tan distintos, en el plano de la sensibilidad religiosa, de las generaciones precedentes. Las formas acostumbradas quizá ya no bastan para visibilizar el absoluto de Dios; debemos buscar, con coraje, algo nuevo, para hablar a las nuevas generaciones y, sobre todo, hacernos entender por ellas. Podremos después preguntarnos si, como comunidad, estamos realmente comprometidas a hacer crecer nuestra cohesión interna para expresar la fuerza de la caridad divina; si valoramos los dones que, en cuanto mujeres, recibimos de Dios para promover la vida y si estamos dispuestas a ofrecerlos a nuestras hermanas y al pueblo de Dios; si reflexionamos juntas para vivir una clausura que transmita todos estos valores. Como parte viva de la Iglesia, además, es necesario que compartamos las esperanzas, las alegrías, los problemas de los creyentes para poder ofrecer adecuadamente nuestro ministerio de acogida y oración en relación a los individuos y a las realidades comunitarias, para transmitir el don de la espiritualidad de Santo Domingo. La necesidad de responder a las urgencias de la Iglesia y de vivir fielmente nuestro carisma en las situaciones actuales, nos pide un mayor sentido de responsabilidad y una auténtica libertad de espíritu que se expresan: - en la búsqueda seria y comunitaria de una clausura adecuada y orientada a los valores; -en el crecimiento de nuestra vida fraterna y contemplativa; -en un estilo de presencia activa, intencionada, solidaria. Conscientes del valor inmenso de la contemplación y de la tarea e actuar con un estilo de vida que la favorezca y la incremente, debemos repensar y experimentar el verdadero sentido de la clausura, de modo que se ponga al servicio de nuestro testimonio y de la búsqueda y del coloquio con Dios. LA CLAUSURA Y LOS ELEMENTOS DE LA OBSERVANCIA REGULAR La vida común 88 La clausura, en la medida en que realiza las condiciones para compartir la vida con un grupo estable de hermanas, favorece el crecimiento de la fraternidad y el instaurar un clima de familia en la cual la transmisión de los valores ocurre como por “contagio”. Esta es una preciosa herencia de la tradición monástica que, sobre todo hoy, en un clima de individualismo y dificultad en vivir unidos, ya sea en familia o en comunidad, permite realizar y experimentar un fuerte sentido de pertenencia y de comunión. Sin embargo esta dimensión no agota la riqueza de la vida fraterna comunitaria, que posee intrínsecamente también un valor apostólico compartido con la experiencia agustiniana. Consecuentemente, nuestro vivir juntas, además de testimoniar el valor de la fraternidad cristiana, debe generar y hacer emerger una tensión apostólica que hace de nuestra vida un servicio, un ministerio atento a las exigencias concretas del contexto eclesial y social en el cual estamos insertas. La clausura dominicana está destinada a favorecer la armónica experiencia de ambas dimensiones: el crecimiento de la cohesión interna y la calidad de las relaciones con el exterior. Particularmente importantes son también, en este ámbito, las relaciones entre los diversos monasterios que van marcadas por una efectiva y siempre más profunda colaboración, en espíritu de servicio recíproco y participación de la misma experiencia contemplativa dominicana, convirtiéndose en testimonio concorde de los valores de los que Santo Domingo nos ha hecho depositarias48. La liturgia y la oración Del LCM emerge una descripción de alto nivel de la oración común y personal, y la invitación a vivirla siempre con mayor intensidad espiritual. La unanimidad, fruto de la oración comunitaria, se acompaña con la alabanza y la intercesión por todo el mundo, extendiéndose hasta alcanzar a todo creyente y todo hombre, según el ejemplo de Santo Domingo. Elegidas para el oficio de la alabanza (n. 75) en la Iglesia y por la Iglesia, somos expresamente invitadas a orar también con la Iglesia (n. 83). Repetidamente el magisterio de la Iglesia y la misma Orden se vuelven a nosotras para que nos pongamos al lado de nuestros hermanos y hermanas en su camino de oración, y nuestros monasterios sean lugar para compartir la fe y esparcir el espíritu y compartir la fe. Nos parece este uno de los retos más urgentes y fuertes para nuestras comunidades dominicanas. La liturgia, oración de la Iglesia celebrada solemnemente en nuestras comunidades, como también las otras formas de oración, como el Rosario o la Lectio Divina, son por tanto la primera predicación que debemos ofrecer con solicitud y belleza. El compartir la liturgia y su animación, la hospitalidad a personas individuales, la acogida de grupos, los ejercicios espirituales o días de retiro, las escuelas de oración, no son más que algunas de las formas de expresar y ofrecer la riqueza de la oración que Cristo otorga a la Iglesia también a través de nuestro ministerio de monjas dominicas. Cada comunidad está por tanto comprometida a orientar la propia clausura con sabiduría y equilibrio, para que pueda dar una respuesta adecuada y típicamente dominicana a la sed de oración y contemplación de los hombres y mujeres de hoy. 48 Cfr. la carta que el Maestro de la Orden Fr. Timothy Radcliffe op dirigió a las Federaciones francesas en enero de 1995 89 Los votos En lo que respecta a la relación entre los votos y la clausura, LCM no indica puntos específicos de contacto entre estas dos dimensiones, a diferencia de planteamientos precedentes, que ponían en estrecha relación la observancia de la clausura con la defensa de la castidad, e incluso, en algunos casos, estaba incluida la clausura misma entre las materias de los votos49. La clausura está dispuesta para favorecer la práctica de los votos solo en sentido indirecto, en cuanto contribuye al mantenimiento del clima y estilo de vida que procede a nuestra vocación religiosa. Los votos, al tener hacia el Amor de Dios, ofrecen una vida para segur a Cristo y hacerse partícipe de su vida en el Espíritu (152, I-II); además, en nuestra tradición religiosa, comportan también el conservarse fieles al espíritu y al proyecto de Santo Domingo (152, IV). Esta última acepción recientemente ha sido expresada por el Maestro de la Orden 50 en términos de “vida enviada a la misión”: “los votos, para nosotros, dominicos, son medios para convertirnos verdaderamente en misioneros, y su valor está en que nos hacen libres para la misión de la Orden, con un poco del coraje y de la alegría de Domingo”. La clausura, si quiere sostenernos en la fidelidad a la profesión, no puede permanecer extraña a este llamamiento, tanto a nivel de aplicación concreta, estructural, que de incidencia sobre el modo de pensar y de vivir nuestra profesión. Una clausura que nos recluyese en perspectivas estrechas, o apagara en nosotras el coraje de atreverse, ¿expresaría realmente la fuente de vida y de dinamismo que los votos generan en nosotras? El estudio Como cuarto y último elemento fundamental de la vida dominicana, LCM indica el estudio, cuyas características están expuestas en el capítulo dedicado a la escucha y custodia de la Palabra de Dios y en el contexto de la normativa sobre la formación. De su conjunto se advierte cómo el estudio dominicano es momento y expresión de la vida apostólica y eclesial de nuestras comunidades (3, I), y por tanto cómo por medio de él perpetuamos la dimensión de la escucha y la enseñanza de los apóstoles (Hech 2, 42) y contribuimos al crecimiento de la Tradición en la Iglesia (cfr. Dei Verbum 8b). El carácter de nuestro estudio es, por tanto, ponernos en relación con Dios y con Cristo, su Palabra (101, I) mediante la Palabra proclamada por los apóstoles, y transmitida fiel y creativamente por la Iglesia en la Sagrada Escritura y en la Tradición (101, II-III). El estudio es la otra cara de la liturgia, lugar de escucha de la palabra celebrada (101, II). Para alcanzar su fin, nuestro estudio debe desarrollarse según la siguiente modalidad: adquisición de método (100;121), valoración de las actitudes y capacidades personales (100; 119), determinación de un programa de las disciplinas a estudiar (101; 49 Citamos el ejemplo de la imposición del voto de perpetua clausura obrada por la reforma de San Carlos Borromeo para todas las religiosas de los monasterios de la Provincia de Milán, cualquiera que fuese la Orden a la que pertenecieran. Este voto de clausura en los monasterios dominicanos lombardos se mantuvo hasta los años ’30. 50 Carta a la Orden “Enviados a la Misión” del Maestro de la Orden, fr. Timothy Radcliffe O.P. Roma, 1994. 90 119,II), posibilidad de seguir lecciones y conferencias con momentos de coloquios fraternos (102), aplicación y reflexión individual (102, I), adecuada bibliografía (102, II). Así planteado, el estudio se convierte en instrumento de ascesis y de equilibrio por la constancia que requiere y la dificultad que debe afrontar; venciendo la ignorancia y educando el juicio práctico, sostiene la práctica de los consejos evangélicos y contribuye a formar la unanimidad de mentes (100, II). Todo lo indicado en el LCM está después relacionado con el contexto en el que vivimos, que se caracteriza: por un nivel de escolaridad y de preparación cultural más alto que en el pasado (la cual, sin embargo, no fácilmente incluye un correspondiente nivel de formación catequética); por una especialización grande, pero poco correlacionado entre las diversos conocimientos; por la igualdad de posibilidades de estudio y formación ofrecidas a hombres y mujeres; por el reconocimiento de la aportación femenina en la transmisión y el crecimiento de la cultura. Nuestra clausura debe favorecer el estudio en todas estas dimensiones. La organización tradicional custodia las características referentes a la creación de un clima adaptado al estudio: da espacio y tiempo, unifica los intereses; favorece la comunicación fraterna. Sin embargo, hay que preguntarse si la clausura, en las aplicaciones actuales está todavía adecuada a las otras exigencias del estudio: tener profesores, aprender un método, organización en el plano del estudio, utilización de medios didácticos adecuados; y si pueden efectivamente promover las aptitudes y las capacidades de cada una sin limitarse dentro de un standard mínimo. La capacidad de estudio plantea después la pregunta si cada comunidad puede sola asumir el esfuerzo necesario para garantizar tal plenitud en el estudio. Las insuficiencias que, realistamente se constatan en este campo, han encontrado una primera y fecunda respuesta en el desarrollo de los cursos a nivel nacional, pero quizás se pueden afianzar otros a través de una clausura más adecuada y funcional. La clausura y el trabajo Junto a las perspectivas que emergen de la relación entre la clausura y los elementos constitutivos de la vida dominicana, queremos subrayar alguna también en orden al trabajo, que, entre los medios de la observancia regular, recibe en LCM un tratamiento propio bastante extenso (103 ss), y además asume formas diversas proporcionadamente al estilo de clausura adaptado. De nuestras constituciones se desprende expresamente cómo el trabajo está subordinado no solo a la contemplación (105, II), sino también a las específicas exigencias de la oración, de la lectura divina y del estudio (106, I). Este “recto orden entre las actividades terrenas según el espíritu de las bienaventuranzas” (105, II) se hace manifiesto en actividades laborales que tengan las siguientes características: empleen energías de la mente y de la voluntad, como también de los dones de natura y de gracia (104); expresen solidaridad con el trabajo de otros hombres (105, II) y sobre todo con la condición de los pobres; sean cualificados y suficientemente remunerados (107); estén acordes con las leyes civiles (109), constituyan un momento de contacto e información recíproca entre los monasterios (110). Otra consideración concerniente a la elección del tipo de trabajo que da LCM está puesta en relación a las condiciones económicas de la región (107). Nos preguntamos si las posibilidades y la expectativas de la sociedad y cultura occidental en la que estamos 91 inmersas no permiten pensar en nuestro trabajo no solo como una actividad genérica de sustento, sino también como un servicio, que sea testimonio y expresión de nuestra vida religiosa dominicana y no solo como una respuesta de mercado. En LCM el respeto y la subordinación a las exigencias de la vocación contemplativa se conjugan con las exigencias objetivas del trabajo; organizar correctamente el trabajo contribuye al crecimiento y a mantener un clima contemplativo. A la clausura le corresponde facilitar esta correcta organización; y lo hace ordinariamente ayudando a custodiar el clima de recogimiento y de oración y haciendo posible una cierta autonomía de organización, por ejemplo a nivel de horarios, de modo que no prevalezcan las otras tareas comunitarias a las de la oración o estudio. Es necesario, sin embargo, repensar la aplicaciones de la clausura en relación con el trabajo a nivel por ejemplo de preparación profesional, de organización administrativa, de conocimiento del mercado, de adecuación a las leyes civiles, etc51. A modo de conclusión de esto que quería ser un estímulo fraterno para la reflexión de todas y cada una de las comunidades monásticas dominicanas, nos parece importante subrayar dos aspectos que deben caracterizar nuestra relación con LCM y por tanto también con las normas acerca de la clausura. Se trata de la libertad y de la responsabilidad; lo deducimos del párrafo VI de la Constitución Fundamental, donde leemos: Haciendo profesión de obediencia, según las mismas Constituciones, “no como esclavas bajo la ley, sino como libres por la gracia”, mírenlas cuidadosamente52 como el ejemplar de la propia fidelidad a su vocación divina… Las normas que Santo Domingo y la Iglesia nos ofrecen no son vividas como un peso impuesto del exterior. Son indicaciones y medios para alcanzar más fácilmente y en plena concordia (cfr. Regla, n. 1) nuestro fin: la vida contemplativa. Es necesario, por tanto, confrontarse con las normas de nuestras Constituciones con libertad de espíritu, captando en ellas esta intención de fondo, y decidiendo, interiormente y con convicción, vivirlas de modo que comprendamos su utilidad e idoneidad. Esta disposición nos permitirá percibir cuándo se hacen necesarias las modificaciones y adaptaciones para que la norma esté siempre más al servicio mejor de los valores y del crecimiento de las personas. Consecuentemente, las normas, la clausura, se viven con gran responsabilidad. Conscientes de la grandeza y belleza de nuestra vocación, asumimos su compromiso, confiando en la ayuda de Dios y empeñándonos sabiamente para crecer en la comprensión 51 Transcribimos un párrafo de la intervención en el Sínodo de los Obispos de Octubre 1994 de Sor Cristina Piccardo, Priora del Monasterio Cisterciense de N. S. de Coromoto (Venezuela): “Otro asunto que hoy interpela de manera distinta que en el pasado a las comunidades es el trabajo. La necesidad de contactos externos, de precisión administrativa, frecuente búsqueda de mercado, requieren, entre otros, una concepción de la clausura más flexible”. Cfr. también el opúsculo “¿Qué estructuras de madurez en la vida religiosa? de E. Bianchi sobre el tema del trabajo; en la conclusión, escribe: “Para los monasterios femeninos el gran riesgo que se corre al no afrontar este tema del trabajo es vivir en un mundo liliputiense, en el que se cultivan ramos de flores o se hacen trabajillos que rinden económicamente solamente porque no están sujetos a las leyes normales del mercado, pero aprovechan canales de intercambio vinculados a la oferta”. 52 El texto italiano traduce: “… obsérvenlas sabiamente como espejo de su propia fidelidad…” 92 de los valores, en la elección y en la práctica de los medios que la expresen del modo más pleno posible. EL SILENCIO Monasterio “Madonna della Neve” – PRATOVECCHIO Nuestras Constituciones dedican al silencio un capítulo, porque siempre ha sido y es, en la Orden, uno de los medios que ayudan a realizar nuestra vida contemplativa. Este capítulo comienza diciendo cómo lo observaba el Bienaventurado Padre Domingo: 93 “Hablaba raramente a no ser con Dios, es decir, orando, o de Dios, y sobre esto amonestaba a los hermanos”(LCM 46) Pensamos que, más que callar, Santo Domingo quería, como escribía a las primeras hermanas de Madrid, que no nos perdiéramos en chácharas, es decir, en palabras inútiles, porque el tiempo dedicado a estas cosas es ciertamente sustraído a nuestro “hablar con Dios”. Pero nos gustaría, tratándose del silencio, comenzar descubriendo cómo y cuánto está presente en la Sagrada Escritura, fundamento y centro de atención y de estudio de nuestro ser contemplativas dominicas. EL SILENCIO EN LA SAGRADA ESCRITURA La “palabra”, en cuanto lenguaje simbólico, surge gracias al ser humano como forma especialísima de comunicación. En la Sagrada Escritura son muchos los sinónimos para expresar la relación Dioshombre: baste pensar en “hablar, llamar, mandar, acusar, jurar, bendecir, maldecir, cantar, confesar, orar…”, y también, aunque no podamos citarlos uno a uno, es significativa la página con la que se abren los libros bíblicos. En la narración de la creación, por ejemplo, el narrador presenta la acción de Dios más de diez veces con la fórmula “y dijo Dios…”; entre ellas entra también la palabra eficaz que transmite el don de la vida al ser humano y a los seres vivientes (Gen 1, 3-31). Pero en la Sagrada Escritura el silencio es también una necesidad y un valor espiritual que encuentra gran espacio. La misma vida de Dios se desenvuelve en el silencio. El Misterio Trinitario se realiza en el silencio. Si queremos referirnos a algunos personajes que han contribuido, en la historia humano-divina, a nuestra salvación, encontramos que el corazón y el centro generador de la experiencia de Moisés, es el Éxodo y la alianza que Dios establece con su pueblo, precisamente a través de la experiencia en el monte Orbe. “Moisés se alejó del faraón y se estableció en el país de Madián” (Ex 2, 15) donde, en la inmensa soledad del desierto, huye para esconderse y, mientras apacienta el rebaño de Jetró, sacerdote de Madián, se encuentra con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob que se revela en la zarza ardiente. Desde la profundidad del fuego una voz fuerte y suave a la vez, lo llama por el nombre: “Moisés, Moisés”, y lo constituye pastor de su pueblo y su portavoz. En este desierto, cuya soledad facilita el encuentro con sí mismo y el silencio hace descubrir la simplicidad de la vida, su desnudez le permite centrarse en lo esencial y su aridez ayuda a sus ojos a ver, a penetrar el invisible. Moisés se siente un fracasado, todavía no ha encontrado su identidad y, en el fundo, continúa siendo inseguro, incapaz de asumir las propias responsabilidades, pero el silencio en que está envuelto en este desierto, le ha permitido formar la propia personalidad, le ha predispuesto a la escucha de sí mismo y de la propia interioridad más profunda. Condiciones todas ellas necesarias para que surja la relación con Dios, como nos dice Kerkegaard: 94 “Solamente cando todo se ha hecho silencio en torno a nosotros, solemne como una noche estrellada, cuando el alma se siente sola en el mundo entero, entonces se le muestra de frente no a un hombre famoso, sino la misma potencia eterna, entonces el cielo, por así decirlo, se divide y el yo se elige a sí mismo, o, mejor dicho, se recibe a sí mismo” En estas pocas líneas se puede notar cómo Kerkegaard llega a la categoría de la elección de Moisés, que posee la capacidad de la escucha por la cual están en condiciones de poder responder su “Heme aquí”, junto a la capacidad de la soledad y del silencio del mundo (desierto), porque éstos son los presupuestos necesarios para decidir por uno mismo y el propio destino. En la Sagrada Escritura, las experiencias de silencio son siempre fecundas. El silencio no es mutismo, no es un estado de vacío, de ausencia, sino que se distingue por su carácter positivo. Es la condición que hace madurar las decisiones, que prepara para acoger algo nuevo, grande, importante. Podemos todavía estudiar qué ha significado el silencio para Jonás cuando, arrojado al mar e ingerido por el pez, permanece en su vientre durante tres días y tres noches (Jon 2, 1). Cuando el Señor le habla para confiarle la misión de recorrer la gran ciudad de Nínive para anunciar que será destruida a causa de su maldad, Jonás intenta huir lejos del Señor. Tiene miedo y va en la dirección opuesta a la indicada por el Señor. Será más tarde, en la soledad que experimentará en el vientre del pez, cuando encontrará una gran fe, hasta el punto de fiarse del que le ha llamado. De su corazón entonces saldrá un cántico de invocación y de gracias, y dará su consentimiento al Señor. Pero está también el silencio de Abraham, vivido en el drama humano del sacrificio del propio hijo Isaac. Es un silencio interior el suyo, vivido dentro del alma, que asume la característica de una oración que lo acompaña durante tres días de camino para llegar al monte Moria y que refuerza su relación con Dios. Abraham está solo con su dolor, y ni siquiera Sara lo sabe. En el silencio que le rodea, está contenido no sólo el dolor del padre afectuoso hacia el joven hijo que, inexplicablemente, le ha sido pedido en sacrificio, sino también la fe radical, derivada del amor de un hombre hacia su Dios. Cuando Abraham alzará sus ojos de su silencio, verá la respuesta de Dios a su oración (Gen 22, 1-4). Pero, al menos para introducirnos en el Nuevo Testamento no podemos no citar el silencio de María, la Madre de Jesús. En ella, el silencio es gratuidad y grandeza humana. Ella se deja penetrar, se deja usar y todo en el silencio, en el silencio desconcertante de Dios, precisamente porque Él es gratuidad. María lo ha entendido y ahora calla. Cree que todo es gracia y por ello responde a su vez con el silencio gratuito y abierto, conservando y meditando todo en su corazón. Por fin, el silencio de Jesús. El enseña el silencio, no solo cuando exhorta a no decir palabras sin fundamento, sino también cuando pasa las noches en oración en lugares silenciosos y, aún más, cuando calla delante de Pilato, elevando el silencio a virtud heroica. EL SILENCIO EN LA ORDEN DOMINICANA 95 “Silentium Tibi laus” es la clásica definición que los antiguos cultivadores de la virtud del silencio habían hecho propia. Si hay un medio, en la vida espiritual, entre los más adaptado para favorecer a un alma su más íntima relación con Dios, se cree que precisamente sea el silencio. La contemplación, o madura en el silencio, o bien permanecerá como una realidad carente, amputada de aquello que le es más sustancial. Si el dominico no tiene cuidado de dar espacio a su relación con Dios en un silencio absoluto, no será jamás un contemplativo del cual rebosarán las llamas de la divina Sabiduría, del cual debe ser dispensador. Si estas llamas de la divina Sabiduría no toma su humus del arenal del silencio, será simplemente “eco que se pierde en el valle”, y no llevará a las almas nada sustancioso. El Santo Padre Domingo, esta exigencia de la vida religiosa dominicana la había comprendido muy bien, por lo que estableció lugares y tiempos de silencio en el convento, en los cuales fuese observado por todos más rigurosamente. Los frailes que, en el proceso de Canonización declararon sus más que fiables testimonios sobre su vida virtuosa, estuvieron todos de acuerdo en hacer resaltar que Santo Domingo, aun yendo de camino, cuando iba a predicar o de viaje, observaba fielmente la máxima de la silenciosa escucha de Dios, conversando con Él en lo íntimo, para poder después predicar con fruto y hablar de Él a los hombres. Es bien conocida la frase de Jordán, casi una exageración: “No hablaba jamás, sino con Dios o de Dios”, para demostrar cómo tenía en el corazón aquella ley que, en la primera Legislación llamó la “sanctissima silentii lex”. Esta ha sido puesta como salvaguardia de toda la vida comunitaria, convirtiéndose en “ancilla charitatis fraternae”, que llega a los lugares más sagrados: coro, capítulo, dormitorio con celdas, refectorio. Son estos los lugares donde el silencio es obligatorio, donde se hace más clara la voz de Dios que habla, “quasi amicus solus ad amicam solam” es más fácil elevar el ánimo a pensamientos nobles y santos. Quien entra en la biblioteca de nuestros conventos no se da tanta cuenta de la numerosa presencia de códices, cuanto de la atmósfera de silencio que todo lo envuelve e invita a bajar el tono de voz. Es de estos ambientes conventuales silenciosos de donde surgen las palabras que la Gracia de Dios siembra en las ánimas dóciles; de allí saldrá todavía el testimonio de una vida dominicana basada en la iluminada sabiduría que amaestra y difunde la luz de la Verdad. Todo esto, ya lo sabemos bien, es mérito primero del áureo silencio que S. Antonio consideraba “el padre de los Predicadores”. De aquí deriva también la amonestación a observarlo, hacerlo vivo, para que los hijos de Santo Domingo no corran el peligro de dejar caer su gran valor, o de excluirlo de la vida común, para no ser “hijos huérfanos” de tal padre (cfr. Mariano Cordovani, O.P.) Nos gustaría cerrar este apartado con un elocuente elogio exhortativo, que nos ha dejado nuestro máximo Doctor, el “buey mudo”, Tomás de Aquino: “Cella, quasi caelum tibi, sit: qua caelica cernas. Hic mane, hic ora, hic plange! Pax est in cella, foris autem plurima bella!” 96 EL SILENCIO EN NUESTRAS CONSTITUCIONES También nuestras constituciones en los números 46-49, nos hablan de la observancia del silencio como medio eficaz para poder mejor: meditar en lo profundo del corazón, orar mejor, estudiar, descansar, conseguir la paz interior, contemplar mejor. Además, es defensa de la buena observancia. Silencio y meditación El silencio por tanto es uno de los medios que debe ser acogido como exigencia interior, para poder organizar toda nuestra vida, sumergida en la contemplación. Debería convertirse, para nosotras, como una ley para organizar mejor nuestra vida. Pero el término “ley” da un poco miedo, porque antes o después se puede correr el riesgo de hacer del silencio un fin en sí mismo. Al contrario, si lo sabemos acoger para que Dios hable a nuestra vida, el silencio se hace provocativo. Pero este es el punto: ¿es fácil hacer silencio? ¿Es fácil acoger el silencio y dejar que ahonde en lo profundo de nuestro corazón, donde la verdad se hace grito, lucha, oferta? No hay duda que nuestro avance personal pasa por la meditación, y solo quien hace experiencia, aunque sea por poco, sabe que es precisamente del silencio de donde todo nace, todo se transforma y el corazón se hace de carne... Cierto, a veces el silencio es un servidor incómodo e inquietante, porque pone al desnudo nuestra humanidad y nos llama continuamente a conversión. Por esto tanto lo temen, pero no puede temerlo la dominica, la cual es llamada a vivir, pensar y actuar siempre en la verdad. Silencio y oración “El verdadero orante es aquel que calla”. Esta afirmación dice brevemente la extrema importancia que tiene el silencio para un alma de oración. Está claro que, para que hablemos nosotros, Dios calla, pero si nosotros estamos en silencio, Dios habla. También en las comunidades contemplativas, como entre los seglares, se dicen aún muchas palabras a Dios, corriendo el riesgo de no darle espacios de tiempo para que El hable a nuestro corazón. El “decir” nos gusta más que el “callar”, cuando, en cambio, el silencio es la condición necesaria para la oración, para el encuentro íntimo con Dios. Es en la oración, de hecho, la que lo descubre cercano, lo siente vivo, y así alimenta el deseo de buscarlo continuamente. Los salmos nos lo repiten con frecuencia. En el Salmo 4, 5, por ejemplo, nos exhorta precisamente a reflexionar en nuestro corazón, en nuestro lecho, y nos invita a alcanzar la quietud en el silencio. El Salmo 37, 7, sin embargo, dice: “permanece en silencio ante tu Dios y espera en el”. Y a quien ya obtenido la capacidad de asumir este comportamiento, el salmista dice: “Estoy en silencio, no abro mi boca, porque eres tú quien lo ha hecho” (Sal 38, 10). Orar, por tanto, es asumir un estado de abandono, de rendición, de desarme interior. Este comportamiento, nos parece, podemos encontrarlo en Santo Domingo cuando, después del coro o el refectorio, se retiraba solitario a leer y a orar. En el silencio sus ojos se fijaban en Dios experimentando así una dulce emoción, como dicen sus contemporáneos. El silencio y el estudio 97 Todos los grandes, todos los pensadores prefieren el silencio y la soledad al demasiado hablar, e incluso al demasiado leer. De hecho, es en el silencio donde se desarrolla la inteligencia, la fantasía, la sensibilidad y el pensamiento. Las Constituciones en el n. 100, II nos dicen que el estudio es “parte genuina de la Observancia de la Orden”, que no solo alimenta la contemplación, sino que también educa. En el n. 101 dicen que “la luz y fuente de nuestro estudio es Dios”. En el n. 46, II el silencio se recomienda en lugares y tiempos donde se estudia. Es el mismo silencio que llevaba a Domingo a la profundización y a la escucha sabia de la Palabra, hasta dejarse llenar de dones celestes. Y gracias a este clima exterior e interior la comunidad y las personas individuales se hacen capaces de acoger la Palabra que renueva los espíritus. El mismo Santo Tomás, de cuando en cuando, mientras estudiaba y pensaba, ¿no se iba cerca del altar donde permanecía en silencio para comprender mejor? Allí, en el silencio con Dios, su mente encontraba frescura y claridad. En los pasillos desde los cuales se accede a las celdas el silencio es una regla para favorecer el amor al estudio, a la profundización de la Palabra de Dios, además que para el merecido y justo reposo. (LCM 50). Silencio y paz interior Es más que sabido que la paz interior la puede poseer solo quien está unificado dentro, aquél que vive sin conflicto. Tal paz es algo que se experimenta en lo profundo del alma y es participación de la misma alegría de Dios. Santa Teresa de Ávila invitaba a “ despejar el palacio del alma de recuerdos que turban la paz” (Camino de Perfección). El monasterio, de hecho, debería ser el lugar donde, en el silencio, todas las cosas son iluminadas por aquella Palabra de la cual toman sentido y donde todo es dicho y hecho en la paz. Silencio y contemplación Nuestra espiritualidad nos compromete no solo a estar en la presencia de Dios, sino sobre todo a contemplarle a Él, Verdad Eterna. La condición para llegar a la contemplación, es la separación de la solicitud y vanidades del mundo (LCM III; Const. Fundam.), porque se puede estar en el monasterio físicamente, pero vivir fuera con la mente y el corazón. Ahora, no es posible hacer una experiencia de verdadera contemplación sin la valiosa aportación del silencio. El silencio, tanto exterior como interior, es la condición esencial para experimentar las cosas de Dios, para adquirir la armonización y el gusto y para afinar nuestra sensibilidad receptiva. De hecho, toda verdadera contemplación parte del estupor y de la maravilla (que son realidades inexpresables) y se consuma en un ambiente de acogida silenciosa, amorosa y de profunda adoración. En fin, las Constituciones dicen cuando es conveniente hablar: por la caridad fraterna o por razones prácticas de trabajo, etc. Por la caridad no hay reglas que puedan impedirla, sin embargo, si puede decir que también en la caridad, el silencio, en algunas circunstancias es tan valioso como el hablar. La caridad habla. La caridad calla. 98 Es por falta de silencio interior que se “charla”, se critica, si dicen palabras perjudiciales. El silencio, en cambio, refuerza en el dominio de sí mismo, permite ser más reflexivo, no precipitarse. Del silencio podemos aprender cómo, cuándo y cuánto hablar, convirtiéndose en nosotros en un equilibrio virtuoso. Dice el Señor a Catalina de Siena: “La lengua está hecha solo para darme honor a mi y para confesar los propios defectos y para emplearla en la salvación del prójimo” (Libro de la Divina Doctrina). EL HABITO Monasterio “Ara Crucis” – FAENZA NOTAS HISTÓRICAS 99 La historia del hábito religioso comienza prácticamente en torno al siglo IV, ya que en los tres primeros siglos los escasos documentos que se conservan no traslucen que los ascetas y las vírgenes se diferenciaran en el modo de vestir de las costumbres de la época, a no ser por una austeridad y modestia más destacadas, según la exhortación de los Apóstoles (cfr. 1 Tm 2, 9; 1 Pe 3, 3). Los primeros testimonios de un modo característico y distintivo del vestir en los ambientes monásticos son de S. Basilio (320 – 379) y Casiano (350 – 435). “El vestido – escribe S. Basilio – debe corresponder al estilo de vida propio de cada uno … El monje debe tener su vestido de tal modo que con una simple mirada se pueda saber que se trata de un monje”. Casiano subraya cómo, en el vestir, el monje debe tener presente la situación geográfica y las costumbres locales; además se debe vestir en modo tal que no suscite en los otros desprecio en lugar de edificación. El objetivo por el cual el monje se viste no debe ser la novedad del hábito, que podría escandalizar a los mundanos, sino el comportamiento honesto y humilde (Casiano, Instituciones, 1, 10). En occidente, siempre en el siglo IV, tenemos un gran florecimiento de vírgenes que practican la vida solitaria o, con más frecuencia, se reúnen en comunidad. S. Girolamo, S. Ambrosio y S. Agustín se ocupan más veces del hábito de las vírgenes, que se debe inspirar en la simplicidad y la modestia. Ambrosio habla también explícitamente de la ceremonia de la velación. La adopción de un hábito distinto del secular por parte tanto de los anacoretas como de los cenobitas, constituye de hecho la forma de profesión más antigua, como subraya el pseudo-Dionisio describiendo el rito de una vestición: el cambio del hábito implica el abandono de la vieja vida y el paso a una nueva y más perfecta. S. Benito (480-547) en su Regla, enumera las distintas prendas de vestir de los monjes. Sin embargo, el cambio del hábito secular por el monástico, con que se concluye el rito de la profesión, tiene sobre todo el significado de un despojo de toda propiedad, más que la vestición de un uniforme. Con la renovación monástica se consolidan los diferentes hábitos que caracterizarán, desde entonces, las distintas Órdenes de la familia benedictina. Se refuerza el simbolismo religioso conferido al hábito monástico y a sus componentes, cuya bendición y vestición forman ya parte integrante del rito de la profesión. En los siglos XI y XII se van difundiendo más y más las comunidades de canónigos regulares, clérigos que habían aceptado vivir en comunidad cerca de las catedrales, o en otras iglesias insignes, observando una forma de vida regular similar a la monástica. Al cabildo de Osma pertenece inicialmente también SANTO DOMINGO, que vistió el hábito, consistente en una túnica blanca, con una capucha que se alargaba sobre el pecho y sobre el dorso como un pequeño escapulario, una sobrepelliz de lino de manga larga y una capa negra con capucha acabada en punta. Este es el hábito que Domingo continuó vistiendo durante los años de predicación en Francia y también después del nacimiento de la nueva Orden de Frailes Predicadores con algunas leves modificaciones. En el libro de las Consuetudines, de hecho, bien poco se dice de la forma y el color del hábito, (ya se daba por descontado); solo se precisa que la túnica debía llegar hasta el tobillo, mientras la capa debía ser más corta (I, 19) y se insiste particularmente en la 100 pobreza del hábito recordando a la Regla de S. Agustín: “Vuestro hábito no sea vistoso, no busquéis agradar con el vestido, sino con el comportamiento” y sgún el ejemplo de Santo Domingo, que “verdadero amante de la pobreza, usaba vestidos de poco valor” (Jordán, 108) y “una túnica pobrísima” (Actas de Tolosa). El Beato Humberto (De Vita Regulari II, 323) habla también de una correa ceñida sobre la túnica, correa que, según un escritor anónimo del 1300, era de cuero y a la cual los frailes solían llevar colgados algunos objetos de uso inmediato o necesario mientras iban de viaje, y los conversos llevaban también una corona con la que contaban los Padrenuestros que debían rezar cada día en lugar del Oficio Divino, reservado a los clérigos. Después de un primer período, en el cual los hermanos predicadores llevaban todavía la sobrepelliz de los canónigos regulares, esta se suprimió. En cuanto al escapulario, en su forma más antigua, le estaba unido una capucha que después se ha transformado en una prenda aparte. El origen del escapulario era la “cocolla”, especie de mantón cerrado con capucha, típico de los campesinos italianos, del cual sería una transformación. Mientras para los Benedictinos el escapulario era considerado accesorio, para los Dominicos se convierte en elemento específico del hábito y como tal, enriquecido de significados espirituales y de particulares privilegios e indulgencias. Lo vestirán en vida también los Terciarios de la Orden, y en la muerte, para tener beneficios espirituales, también tanto amigos como benefactores. En el origen de una devoción tal por el escapulario está seguramente la convicción de que fue la misma Virgen quien sugirió su adopción según la narración de Fr. Bartolomeo de Trento (1190-1251) sobre la curación milagrosa del Beato Reginaldo de Orleáns ocurrida en Roma en 1218 por obra de la Virgen. El escapulario no debía sobrepasar la rodilla y estaba cosida la capucha. También una capucha negra estaba añadida a la capa. Ésta debía ponerse cuando los frailes salían del Convento, cuando se acercaban a la Comunión o celebraban Misa y desde la Fiesta de Todos los Santos a Pascua, también durante las Horas Canónicas. Por pobreza, la túnica y capa debían ser toscas, y los escapularios sin pliegues ni orlas. El hábito de la Orden se completaba con calcetines y calzado cerrado. Las Constituciones precisaban además (I, 19) que no se usase ropa interior de lino a raíz de carne, ni siquiera en caso de enfermedad, y esto no solo por penitencia, sino por pobreza, ya que la gente común, en la Edad Media, no usaba ropa de lino. Con frecuencia, por motivos penitenciales, los frailes llevaban en contacto con la carne un “cilicio”, cubierto de áspero pelo de cabra, como se afirma también de Santo Domingo en fuentes seguras. Él pronto lo sustituyó por una cadena de hierro que llevó hasta la muerte. El hábito de las MONJAS no se diferenciaba mucho del de los frailes: en lugar de la capucha, el velo, negro para las profesas, blanco para las novicias y las conversas; el escapulario era blanco para las coristas y negro para las conversas. Las “Constituciones de las Hermanas Dominicas de la Segunda Orden” (con los relativos comentarios de 1881) en el capítulo X, titulado “Del vestido”, no presenta sustanciales diferencias respecto a las antiguas Constituciones de los frailes, salvo que hasta aquella época el hábito dominicano se había mantenido casi invariable en sus formas tradicionales en cuanto a la forma exterior y al uso. En las “Constituciones de las Monjas de la Orden de Predicadores” aprobadas por Su Santidad el Papa Pío XI (1929) en el capítulo VIII apartado I y II: “Hábito de la Orden 101 y Vestición”, respecto a las Constituciones precedentes del 1881 presenta solo leves diferencias: se habla de modo más explícito del SOGGOLO (capitegium) – n. 59 – (en las Constituciones de 1881 se hablaba solo genéricamente de “BENDE”); ya no se estipula el escapulario negro para las hermanas conversas, mientras que permanece el velo blanco incluso después de la profesión solemne; se habla del uso del hábito también fuera del Monasterio, salvo dispensa o necesidad (n. 63). Junto a la historia del hábito de nuestra Orden, volvamos por un momento a la historia del hábito religioso en general. Con el fin de la Edad Medio (siglos XIV-XV), se sigue una profunda transformación de la moda, sobre todo masculina, que exalta la figura del cuerpo con ropas cortas y ajustadas, lo cual acentúa la diferencia entre la indumentaria secular y la religiosa. El Concilio de Constanza, de hecho (1414- 1418) –y posteriormente el Concilio de Trento – prohibe a los clérigos el uso de estos vestidos mundanos, por lo que se continuará vistiendo la túnica tradicional. El CONCILIO DE TRENTO confiere un nuevo vigor a las antiguas Órdenes monásticas. Con la aparición de los clérigos regulares (teatinos, barnabitas, jesuitas) los hábitos religiosos tienden a una mayor simplicidad, conservando, sin embargo, las líneas tradicionales del vestir medieval. El espíritu barroco de finales del siglo XVII influye sobretodo en el hábito de las religiosas, con una profusión de elementos distintivos. Y con estas características de fondo, sin grandes novedades, se llega al Concilio Vaticano II. El CONCILIO VATICANO II (Perfectae Caritatis, 17) afirma: “El hábito religioso, en cuanto signo de consagración, sea sencillo y modesto, pobre y al mismo tiempo decoroso, conveniente a lo que requiere la salud y adaptado a las circunstancias de tiempos y lugares, así como a las necesidades de su ministerio. Los hábitos, tanto de religiosos como de religiosas que no se ajusten a estas normas, deben cambiarse”. En el 1º de los 4 artículos del esquema preparatorio, se decía que el hábito es signo de “consagración personal”, de “separación del mundo” y de “santidad de vida”. Dos años después del decreto conciliar, Pablo VI, dirigiéndose a las superioras generales de las congregaciones religiosas, afirmaba que el hábito exterior tiene su influencia en la salvaguardia de una verdadera y auténtica vida religiosa. Y después de haber recordado que son necesarios algunos cambios, añadía: “Préstese atención, sin embargo, de no pasar de un extremo al otro, y que el hábito religioso, por su simplicidad y modestia, continúe siendo, según la larga tradición de la Iglesia y la sabia prescripción del decreto conciliar “signum consecrationis”, signo visible, reconocible por todos, del estado de vida abrazado por las vírgenes consagradas” (7/3/67) 102 La exhortación apostólica “EVANGELICA TESTIFICATIO” (1971), después de haber reasumido las normas conciliares, afirmaba la oportunidad que el hábito religioso “se diferencie de algún modo de las formas abiertamente seculares”. A propósito del hábito como signo de consagración, son también interesantes diversas indicaciones de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares (25/2/72; 10/7/72; marzo 74). El actual Papa, JUAN PABLO II, en sus discursos, ha insistido frecuentemente sobre el valor del hábito religioso, profundizando y explicando el simbolismo como “signo de consagración”. Todos los motivos de fondo más importantes subrayados en las distintas intervenciones están sintetizados en la carta al Caardenal Poletti para la Diócesis de Roma, 18 de Septiembre de 1982: “Enviados por Cristo para el anuncio del Evangelio, tenemos un mensaje que transmitir, que se expresa bien con las palabras, bien con los signos externos, sobre todo en el mundo actual, que se muestra tan sensible al lenguaje de las imágenes. El hábito eclesiástico, como el religioso, tiene un significado particular: para el sacerdote diocesano tiene principalmente un carácter de signo que lo distingue del ambiente secular en el que vive; para el religioso y religiosa expresa también el carácter de consagración y pone en evidencia el fin escatológico de la vida religiosa. El hábito, por tanto, es útil para el fin de la evangelización e induce a reflexionar sobre las realidades que nosotros representamos en el mundo y sobre el primado de los valores espirituales que afirmamos en la existencia del hombre. Por medio de tal signo, es más fácil a los demás llegar al Misterio, del cual somos portadores, a Aquél al cual pertenecemos y que deseamos anunciar con todo nuestro ser. No ignoro las motivaciones de orden histórico, ambiental, psicológico y social, que pueden proponerse en contra. Podría sin embargo decir que existen motivaciones de la misma naturaleza a favor. Debo sin embargo sobre todo destacar que razones o pretextos en contra, confrontados objetivamente y serenamente con el sentido religioso y con las expectativas de pueblo de Dios, y con el fruto positivo del testimonio valiente también del hábito, aparecen más de carácter puramente humano que eclesiológico. En la moderna vida secular donde se está tan temiblemente apagado el sentido de lo sagrado, la gente tiene necesidad también de estas referencias a Dios, que no pueden ser descuidados, sin un cierto empobrecimiento de nuestro servicio sacerdotal”. El nuevo CODIGO DE DERECHO CANÓNICO (1983) confirma el significado del hábito religioso como signo de consagración (can. 669,1). 103 “Los religiosos vistan el hábito del Instituto hecho según las normas del derecho propio, como signo de su consagración y testimonio de pobreza”. Las CONSTITUCIONES DE LAS MONJAS O.P. de 1971, en lo que respecta al hábito (n. 64) reflejan el espíritu del Concilio Vaticano II, que subraya sobre todo su valor como signo de consagración, de pobreza, de simplicidad y de funcionalidad, y la necesidad de proceder a las necesarias modificaciones. Por tanto, se percibe una notable simplificación de todas las normas particulares sobre las distintas prendas, los tejidos, etc. Desaparece definitivamente, también en lo referente al hábito, las diferencias entre monjas coristas y conversas, siendo abolidas las dos categorías. A los Directorios se les deja la facultad de decidir algunas cosas particulares (uso de la capa, de vestidos para el trabajo o cuando se sale del Monasterio). Las CONSTITUCIONES DE LAS MONJAS DE 1986 permanecen prácticamente iguales. El n. 64 se completa con la expresión literal del canon 669,1: “el hábito de las monjas: signo de su consagración y testimonio de pobreza…”. Por fin, también al reciente SÍNODO DE LOS OBISPOS sobre la VIDA CONSAGRADA (Octubre 1994) no le ha faltado pronunciarse acerca de la cuestión del hábito. Ya el “Instrumentum Laboris” (n. 25) señalaba como: “el legítimo deseo de responder a los signos de los tiempos y de una mayor integración en el mundo se ha convertido en algunos casos en una adaptación que ha hecho débil e irrelevante el testimonio público de la vida consagrada, hasta el extremo, en algunos, de una mimetización sin discernimiento con la cultura burguesa y secularizada. Algunos notan con dolor cómo muchos religiosos y religiosas han abandonado el signo del hábito propio del instituto.” Y todavía, en la Asamblea Sinodal: “En los cambios actuales, el estilo de vida de los consagrados asume una importancia particular. Debe expresar la autenticidad de la consagración, ser signo de la fuerza liberadora del Evangelio y una alternativa a las modas mundanas… En este contexto ha llegado el momento de reabrir el debate también sobre el hábito, como signo de la persona consagrada, y que de hecho, dentro y fuera de la comunidad, tiene más importancia de lo que se afirma en ciertos ambientes” (1ª Congregación General – Card. Hume, n. 24). Queda, por tanto, subrayada la actualidad del hábito religioso como “fuerza del testimonio visible”. Conclusiones A través de estas notas históricas, nos es posible estudiar el camino recorrido para hacer emerger cada vez más claramente el valor del hábito como SIGNO. 104 Por SIGNO entendemos una cosa visible que nos hace conocer otra menos evidente, pero más importante, con la cual está relacionada. Existen signos naturales que, por su misma naturaleza, están destinados a representar la cosa por ellos significada, y signos arbitrarios en cuanto que su relación con la cosa que significan depende de la decisión del hombre. El hábito no es signo natural de la vida religiosa, como si uno no pudiera ser religioso sin llevarlo, sino un signo artificial o arbitrario establecido por la tradición, por las leyes de la Iglesia y de la Orden. “En cuanto al hábito, aunque sea simple, tiene una función. En una sociedad en la que todo es simbólico, el hábito no se puede suprimir sin suprimir también la capacidad de comunicar. La palabra, de hecho, dice poquísimo hoy; aquello que llama la atención es el testimonio, es el símbolo” (Sabino Acquaviva, sociologo). Como en el rito del Bautismo se impone una vestidura blanca que significa que el bautizado se ha revestido de Cristo (cfr. Gal 3, 27), resucitando con Cristo a una vida nueva (cfr. Col 3, 9-10), así la vestición del hábito religioso significa la conversión a un nuevo estilo de vida y tal signo sirve para recordar no solo al mundo, sino sobre todo a nosotros mismos, nuestra nueva identidad y el motivo por el cual vivimos juntas. Nuestro hábito es sobre todo, como se ha subrayado particularmente desde el Concilio Vaticano II en adelante, signo de nuestra consagración. Y esto ya lo había expresado claramente Santo Tomás (Summa Teologica II-II q. 186 a.7 y 2) cuando dice: “El hábito después se refiere a los tres votos como signo de las obligaciones asumidas (Signum obligationis). Por eso se pone y se bendice en el acto de la profesión. Nuestra consagración, aunque sea pública, permanece siempre como un acto personal, conocido por la mayor parte de las personas con las que entramos en contacto. Es el hábito el que revela nuestra identidad de consagrados al servicio de Dios y por tanto capaces de ofrecer a cuantos se nos acercan aquello que se espera de nosotros. Y por tanto, por eso mismo, una predicación silenciosa, pero elocuente, por ser testimonio de fe y de servicio a Dios y a los hermanos, un reclamo a los valores sobrenaturales e invitación a reflexionar sobre ellos. Si el testimonio del hábito es objetivamente menos válido que el de las obras, en cuanto que es ciertamente más importante vivir como religiosos que hacerse reconocer como tales por el hábito que se viste, sin embargo no por esto es menos eficaz, también por ser más inmediatamente visible. Por lo que respecta a nuestro hábito dominicano, para el Beato Humberto de Romans, expresa el espíritu de penitencia, por lo que se concede a quien debe predicar la penitencia. El predicador debe predicar también con el ejemplo, no solo con la palabra. Pero las penitencias del predicador no son manifiestas, el hábito, en cambio, se ve (De vita regulari I). Santa Catalina de Siena subraya el valor simbólico del hábito dominicano. La túnica blanca significa la pureza, siembras la capa negra, la separación del mundo. El hábito se convierte por tanto también en un medio, quizá el más inmediato, para hacer conocer la Orden de Santo Domingo, por lo que puede ejercer su papel en el 105 discernimiento vocacional. Entra, por fin, en los medios que ayudan al religioso y a la monja (LCM 35, II) en la observancia regular. Resumiendo: el hábito religioso es signo de consagración, de testimonio, de disciplina, recuerdo del fin escatológico de la vida religiosa. Es un signo permanente, silencioso pero elocuente, por tanto un medio para dar más eficacia a nuestra evangelización, para hacer saber al mundo de hoy, dominado por el consumismo y el deseo de placer y libertad, que existen aún hombre y mujeres capaces de seguir a Cristo y como Él hacerse pobres, castos y obedientes. EL HÁBITO RELIGIOSO, MEDIO PARA ALCANZAR EL FIN DE LA VIDA CONTEMPLATIVA El hábito es para nosotras, como para todos los consagrados, signo exterior de una realidad interior a la cual debería recordar continuamente a quien lo lleva y quien lo ve llevar. Tal realidad interior es la consagración religiosa, para nosotras específicamente realizada en una forma de vida completamente y exclusivamente ordenada a la contemplación del Misterio de Dios y a la comunión íntima y profunda con Cristo. También esta característica peculiar de nuestra consagración debería emerger en la expresión exterior de nuestra persona humana. Sin embargo, de nada serviría llevar un hábito religioso si nuestra vida desmiente nuestra identidad de consagradas y de contemplativas: seríamos para ser contadas entre aquellos que “llevan el hábito sobre el cuerpo, pero no sobre el corazón” (Santa Catalina – Diálogo, cap. 161) Si, por tanto, la contemplativa es una persona que vive “una relación particularmente intensa con Dios, tiene una visión sapiencial del mundo, como quien juzga las cosas humanas desde el punto de vista de Dios” (Teología de la clausura – P. Carlo Avagnina, O.P.), también el hecho de llevar un hábito religioso no puede huir de esta estructura de su personalidad. Por esto, como contemplativas, no podemos no entender tantas llamadas que, desde la Escritura, los Santos Padres, el Magisterio, los Santos –en particular aquellos de nuestra Orden- e, innumerables autores espirituales y místicos, nos invitan a enriquecer con un contenido de interioridad también esta expresión exterior de la consagración religiosa, que es el hábito. Es sobretodo en la Escritura, donde comenzamos a entender, en el cambio del hábito, el significado de una más profunda transformación interior, de una verdadera conversión de lo profano a lo sagrado, esto es, el signo de una “consagración” que se inicia con el Bautismo y alcanza una más plena expresión en la consagración religiosa (PC 5). “Te revestirás de la sabiduría como de un vestido de gloria… de la justicia como de un manto” (Sir 6, 31; 27, 8). “Habéis sido despojados del hombre viejo con sus acciones y os habéis revestido del nuevo, que se renueva por una plena conciencia, a imagen de su Creador…” (Col 3, 9-10; 12). En cuanto, después, a nuestro hábito de contemplativas dominicas, negro y blanco, no faltan referencias bíblicas que subrayan esta simbología: 106 “Me he vestido el hábito de la paz, me he puesto el cilicio de la súplica, gritaré al Eterno todos los días de mi vida” (Bar 4, 20).4 “La Iglesia, con esta vestidura que os ha puesto mediante el baño de regeneración (cfr. Tt 3, 5) dice con las palabras del Cántico: Negra soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén (cfr. Ct 1, 5). “Negra a causa de la condición humana, bella por la gracia. Negra por estar formada de pecadores, bella por el sacramento de la fe. Viendo estos vestidos las hijas de Jerusalén exclamarán estupefactas: ¿Quién es esa que sale toda vestida de blanco? Era negra, ¿cómo es que de pronto se ha vuelto blanca?” (Del Tratado sobre los misterios de S. Ambrosio – L.H. vol. III). Son frecuentes, en la Escritura y en los Padres, las referencias a estos vestidos blancos con los que todos los elegidos serán revestidos en la eternidad y que desde ahora debemos buscar como expresión de inocencia de vida, recuperada a través de una continua conversión y purificación. El Apocalipsis, en su lenguaje simbólico, continuamente cita la imagen de estos vestidos blancos (cfr. Ap.cap. 3, 6, 7, 19). Por tanto, vestidos blancos significan que los redimidos han recuperado aquel “esplendor de gracia y de justicia” perdido con el pecado. Vestidos blancos, que son vestidos nupciales, sin los cuales no se puede entrar al banquete de bodas del Cordero. Vestidos blancos, que son vestidos de luces, de los cuales serán revestidos “los justos, que brillarán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43) y de los cuales los apóstoles podrán tener una visión anticipada en la contemplación estática de Cristo transfigurado. ¿Como adquiriremos después los vestidos interiores, espirituales, mucho más preciosos que los exteriores, a los que sin embargo deberíamos aspirar? Por medio de Cristo. “El fue nuestra justicia, que cargó sobre sí nuestra injusticia para ser castigado y hacerse obediente a ti, Padre, vistiéndose de nuestra humanidad, asumiendo la semejanza y la naturaleza humana” (Santa Catalina, Diálogo, 13). Cristo, por tanto, ha vestido nuestra humanidad para que nosotros pudiésemos llevar la vestidura blanca de la vida inmortal. A ella llegaremos a través de la gracia que brota de la cruz, de los sacramentos, de la oración y del ejercicio de todas las virtudes. “Nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a transformarnos en aquello que recibimos, a revestirnos totalmente, en el cuerpo y en el espíritu, de Aquel en el cual hemos muerto, estamos sepultados y hemos resucitado” (De los “Sermones” de S. León Magno. L.H. vol. II). “… porque al conocimiento sigue el amor, amando, el alma buscaba seguir la verdad y vestirse de ella. Con ningún otro medio que con la oración el alma puede gustar la verdad y ser iluminada por ella: con tal que la oración sea humilde y continua, fundada en el conocimiento de sí misma y de Dios” (Sta. Catalina, Diálogo, 1). 107 “En la belleza que Yo he dado al alma creándola a mi imagen y semejanza, considera a aquellos que están vestidos del hábito nupcial de la caridad, adornado de muchas y auténticas virtudes: esos están unidos a mí gracias al amor… Esos son otro yo mismo; de hecho, han perdido y anulado la propia voluntad, revistiéndose de mi voluntad, a la cual se han unido y conformado” (Sta. Catalina, Diálogo, 29). “Vísteme, vísteme de Ti, Verdad eterna, para que yo corra esta vida mortal con verdadera obediencia y con la luz de la santísima fe, con la cual me parece que tú todavía embriagas mi alma” (Sta. Catalina, Diálogo, 167). Estos no son más que algunos puntos, recopilados día a día, para enriquecer de significado el gesto cotidiano de vestir el hábito religioso, gesto que una contemplativa no podrá jamás considerar banal. Entonces, el hábito religioso que lleva se convierte en un medio excelente para elevarse a Dios, porque es un continuo recuerdo y estímulo a caminar por encima de las apariencias, sirviéndose de las realidades visibles para dejarse cautivar por el amor de aquellas realidades que, si bien son invisibles, no por ello son menos auténticas y reales. Y es así que, elevándose, podrá introducir en la Iglesia y en el mundo una viva corriente de interioridad y de espiritualidad. EL TRABAJO Monasterio “Beata Margarita de Saboya” – ALBA 108 1.- UN AMPLIO HORIZONTE El trabajo ocupa un lugar de primer plano en el proceso del desarrollo socio-cultural de la época contemporánea y está incluido con razón entre los “signos de los tiempos” junto a otras realidades que caracterizan nuestros días, como son: la liberación de la mujer, la justicia, los derechos humanos, la vida. Desde el Concilio Vaticano II en adelante, la Iglesia ha afrontado, con particular interés, estos problemas, ya sea desde el punto de vista moral que del dogmático y espiritual (cfr. Gaudium et Spes, Laborem exercens, Sollicitudo Rei Socialis, Mulieris Dignitatem), invitando también a los contemplativos, hombres y mujeres, a un replanteamiento y actualización (aggiornamento) del propio rol en el mundo y en la Iglesia de hoy. Con respecto al tema específico de nuestra reflexión, ya en 1950 Pío XII, con la Constitución Sponsa Christi, se dirigía a las monjas con estas palabras: “Al trabajo, manual o intelectual, están obligados todos, sin excluir a los hombres y mujeres que se dedican a la vida contemplativa, no solo por ley natural, sino también por un deber de penitencia y de satisfacción… Todos los trabajos y ministerios en los cuales puedan y deban ejercitarse, deben estar ordenados y dispuestos de manera, en cuanto al lugar, al tiempo y al modo, que una vida verdadera y sólidamente contemplativa, tanto de toda la comunidad como de las Monjas particulares, esté no solo protegida, sino alimentada revitalizada. Del mismo modo se han pronunciado Pablo VI (cfr. Evangelica Testificatio, 20) y Juan Pablo II en sus intervenciones. La actualización de las Constituciones debe hacerse, por tanto, teniendo en cuenta los tiempos y lugares (LCM 27, 34, …), con el compromiso de “promover la vida contemplativa dominicana según las condiciones de todo tiempo” (LCM 181). La atención a las realidades contemporáneas es, por tanto, necesaria para “presentar a Dios las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy” (LCM 45). 2. – LA COLOCACIÓN DEL TRABAJO EN LCM El capítulo IV y los otros textos que tratan del trabajo, van leídos teniendo presente la totalidad del LCM y particularmente el n. 35, donde se dice que el trabajo forma parte de la observancia regular. El P. Damian Byrne, en su “Carta a las Monjas”, lo define –como se indica en LCM- como uno de los “medios segundos” de la misma observancia, que a su vez “tiende a que la palabra de Dios habite abundantemente en el monasterio” (96, II). En el n. 74 IV se recuerda: “Toda la vida de las monjas debe ordenarse a custodiar de modo concorde el continuo recuerdo de Dios” Se deduce que el trabajo está subordinado a la contemplación (LCM 105, III) y a aquellos elementos que están más directamente dirigidos a ella: vida litúrgica y oración personal, lectura divina y estudio (LCM 106, I – 103, 3); este recto orden entre los valores y los medios da a nuestra vida estilo y fisionomía dominicanas. 109 No falta la componente ascética, consecuencia del esfuerzo que conlleva todo trabajo, como “pequeña parte de la cruz de Cristo” (Laborem exercens, 27) y la componente de la pobreza, ya sea como “sequela Christi”, ya como compartir con los pobres (LCM 105, I-II-III). Además está indicado como factor importante de equilibrio, y contribuye a la madurez de la monja (LCM 105, I); por su dimensión comunitaria (LCM 105, II) es útil a la caridad con motivo de la ayuda y atención mutua que requiere; en cuanto procura el sustento de las monjas, es de válida ayuda en conseguir el bien común. 3.- REQUISITOS Y CARACTERÍSTICAS DEL TRABAJO EN LCM El trabajo en nuestras Constituciones, como hemos visto, tiene una colocación precisa. Para permanecer en el lugar apropiado y en la justa medida, debe responder a ciertos requisitos y características que examinaremos, quizá con anticipaciones y repeticiones. a) Está subordinado a la contemplación (LCM 105, III). Para Santo Tomás, la actividad humana, si bien necesaria en la vida presente, debe estar ordenada a la contemplación en cuanto bien superior, y no puede perjudicarla (Suma Teológica II-II, 182, a. 1, ad 3). b) Comprende “toda actividad, sea manual o intelectual” (LCM 106, II). Esta es una novedad con respeto a las Constituciones de 1881 y 1931; es una revalorización de la actividad humana, que a su vez favorece el crecimiento y el equilibrio de la persona; reconoce los dones, los pone al servicio del bien común y, como dice Santo Tomás, “nos hace ejercitar las virtudes prácticas” (Suma Teológica II-II, 182, a 3). c) “Mantiene la salud del alma y del cuerpo” (LCM 26, IV), en cuanto que, utilizando nuestras energías, favorece el equilibrio, que redundará en beneficio de la castidad. d) No debe ser “excesivamente pesado ni provocar tensión de ánimo” por lo que se debe evitar “todo exceso de actividad” (activismo), que, absorbiendo más energías físicas y mentales, de las que la vida contemplativa tiene necesidad, puede impedir conseguirla (LCM 106, III-IV). Es tarea del superior vigilar para que esto no ocurra, pero también cada monja es personalmente responsable. e) Siendo un “medio segundo”, que ayuda a vivir los “medios primeros” de la observancia regular, debe permitir que “la palabra de Dios habite abundantemente en el monasterio”. f) “Brillen por la calidad y la perfección los trabajos de las monjas” (LCM 107, II), participando de la potencia creadora de Dios, y requiere una preparación no solo de carácter práctico-profesional (cfr. LCM 119, IV). La monja es siempre una contemplativa, por lo que la formación la deberá permitir considerar y vivir también el trabajo como mujer y como contemplativa. No parece inútil recordar que la monja es una mujer: esto implica que el trabajo debe favorecer el desarrollo de la feminidad y sensibilidad propias, para ser así el fruto gozoso de una persona que en la consagración a Dios ha encontrado pleno desarrollo para sus dones de naturaleza y de gracia. g) Proveer al mantenimiento de las monjas y a cuanto sea necesario para su vida (LCM 107, I – 265, II). Se sigue que cada monja no trabaja para sí, sino para 110 h) todas, por lo cual las ganancias se destinan al bien común, y conlleva desprendimiento personal, pobreza y caridad. Se debe evitar una excesiva preocupación para determinar la retribución, si bien reclamando un justo reconocimiento que es sobre todo respeto por la monja y valoración por el trabajo realizado. “En lo que al trabajo se refiere, los monasterios procuren informarse y ayudarse mutuamente” (LCM 110). Formar una mentalidad de disponibilidad a la ayuda real y efectiva, dado y aceptado, es una tarea para no minusvalorar en una sociedad en que los problemas inherentes al trabajo son siempre más complejos. En otras naciones, ya hace tiempo, los monasterios de diversas Órdenes han creado redes comerciales para vender los propios productos: también esto es un ejemplo de solidaridad entre monasterios y entre éstos y los laicos. 4.- TEOLOGÍA DEL TRABAJO “Alegrándose de cumplir así el designio del Creador y de cooperar a la obra del Redentor, las hermanas dedíquense con gusto al trabajo con todos los recursos de su inteligencia y voluntad, y con todos los dones de naturaleza y de gracia” (LCM 104). Este artículo (que ha tenido una colocación distinta con respecto a las Constituciones de 1971) es fundamental para comprender el significado teológico del trabajo: es una cita de la Gaudium et Spes (cfr. GS 67). Conviene reflexionar sobre el significado de cada expresión. Con gusto Este adverbio lo encontramos muchas veces en las Constituciones. Si se acoge, contribuye ciertamente a que la monja esté más contenta, más libre, más disponible. También para el trabajo, “es muy importante la participación unánime de todas las monjas en el régimen del monasterio, porque ‘el bien aprobado comunitariamente, es promovido con rapidez y facilidad’ ” (LCM 7). También el trabajo se convierte así en un lugar donde nos realizamos mediante el don de sí, único verdadero camino para el crecimiento personal: no donación de sí al trabajo, sino al bien común que se persigue también con el trabajo. Por este motivo, LCM 4, II, pide tanto disponibilidad como desprendimiento de los distintas tareas en el ámbito del monasterio, precisamente como viene subrayado también de las “Directrices sobre la formación en los institutos religiosos” en la parte IV dedicada a los contemplativos: “Nadie, en comunidad, puede identificares con un determinado trabajo, con riesgo de convertirse en su propietario, sino que todos debe estar disponibles para cualquier trabajo que se les pida” (n. 79). Es evidente que en la base de todo está la humildad, virtud requerida a cada una para estimarse recíprocamente, reconociéndose “distintas, ciertamente por su carácter y funciones, pero iguales en el vínculo del amor y de la profesión” (LCM 4, I) y 111 “conscientes de su responsabilidad en orden a la vida económica del monasterio” (LCM 33). Con todos los recursos de su inteligencia y voluntad Podemos leer estas palabras teniendo presente a Santo Tomás, para el cual inteligencia y voluntad indican las dos facultades del alma que la persona posee para recorrer de modo virtuoso, con la ayuda de la gracia, el camino que la conduce dinámicamente a ser “ imagen y semejanza de Dios”, o sea, la impulsa a conseguir la perfección, como nuestro Padre celestial (cfr. Mt 5, 48). Esto comporta en la práctica una aplicación inteligente y voluntaria a la tarea asignada por la obediencia, no minusvalorando la belleza de los trabajos, aún siendo los más humildes, si son desarrollados con la mente y el corazón como asignados a hijas de Dios. Con todos los dones de naturaleza y de gracia Acogiendo esta expresión conciliar, las Constituciones han introducido una novedad respecto a las ediciones precedentes: se trata de una profunda llamada a la humanización del trabajo. En un artículo de Sor Mary Agnes Kasasig O.P. se lee: “Las primeras hermanas dominicanas desarrollaban su trabajo manual individualmente y en común. Los proyectos de la comunidad eran hechos en el laboratorio común. Las hermanas cosían, o hacían hábitos nuevos, o reparaban los viejos. Eran también expertas en bordado. El silencio se observaba durante el trabajo mientras una hermana leía en voz alta párrafos de la Regla, de las Constituciones o de un libro espiritual. El trabajo era considerado consagrado, complemento de la adoración litúrgica del coro. En los siglos XIV y XV, muchas hermanas se ocuparon en un trabajo intelectual. Conocían el latín y algunas lo hablaban con fluidez. La copia de manuscritos y el miniado de libros para el coro o la biblioteca fueron adaptados a su estilo de vida monástica. Las hermanas encuadernaban también muchos de los libros destinados a la lectura privada o para la lectura en el refectorio. El beato Giovanni Dominici, uno de los líderes de la reforma dominicana en Italia, animó a las hermanas a pintar miniaturas. Él mismo era un consumado miniaturista, y bajo su influencia, el arte floreció en los monasterios reformados. Los talentos son fácilmente discernidos en la caridad laboriosa. La hermana cultiva su don natural y espiritual y en su trabajo va más allá de sí misma.” El concepto de “sacrificio” siempre ha estado presente en la espiritualidad monástica e interpretado con un subrayado particular en referencia al trabajo. Con frecuencia se entendía y vivía como “renuncia de sí”, expresión de humildad, también a través de la renuncia a desarrollar los dones de dios presentes en la persona. Hoy se nos invita a descubrir un significado más profundo. La misma espiritualidad dominicana pone siempre el acento sobre la “humanización de la persona”, entendida como desarrollo positivo de todo el ser. La persona debe ser ayudada a tomar conciencia y hacer 112 fructificar cuanto más mejor las energías y potencialidades recibidas como don de Dios, para devolvérselas a Él en un acto de amor libre, reconocido y gozoso. Vivir todo esto significa también comprometerse en un camino virtuoso que contiene un claro elemento de purificación y de ascesis. Pero es una ascesis positiva, que ayuda a la persona a expandirse y la convierte en una “alabanza viviente, sacrificio agradable a Dios”. Si bien sin olvidar que, a veces, Dios puede pedir el holocausto de los talentos que ha dado, normalmente el promover el desarrollo de las propias potencialidades y energías, crea los presupuestos para una experiencia de plenitud interior de vida que abre al don de sí mismo. No lleva al orgullo porque se “descubre” que aquello que se ha recibido como don, se debe compartir con la comunidad, poniéndolo a su servicio. Haciéndolo así, cada monja se orienta y participa a la búsqueda y a la construcción de aquel bien común que redunda sobre cada persona individual y sobre toda la comunidad. Alegrándose de cumplir así el designio del Creador y de cooperar a la obra del Redentor Este es el punto focal del n. 104 de LCM y nos lleva a la Creación y a la Redención. El trabajo humano está asociado a la acción de la Palabra creadora de Dios y colabora en la conducción del universo a su conclusión (Gn. 2, 15). Después del pecado original, sin embargo, el trabajo humano se convierte en colaboración fatigosa, no siempre dócil al designio de Dios, y pone al hombre de frente al riesgo de “usar la tierra” como un adversario del Creador. Será Jesús quien, sometiéndose a la ley del trabajo (cfr. Mc 6, 3), reconducirá la actividad humana a una colaboración obediente, valorándola con su divinidad hasta asociarla, precisamente por su aspecto de esfuerzo y de sufrimiento, a su obra redentora, que El con el Padre continuamente lleva a cabo (cfr. Jn 5, 17; Laborem exercens, 27). Estos acentos ofrecen motivación suficiente para sentirse “alegres” de estar llamadas a tal colaboración, que exige de la monja sobre todo, en cuanto mujer, una capacidad de atención femenina, sensible, diremos maternal, a las realidades y necesidades de su ambiente, abriéndola a una concreta fecundidad en la cual el trabajo es una contribución para la construcción de una comunidad a la medida del hombre perfecto, Cristo (cfr. Col 1, 24). A propósito de esto, es útil reconsiderar aún las llamadas del Papa Juan Pablo II en la exhortación Mulieris Dignitatem y en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis. También la consagrada está llamada a repensar su actividad laboral precisamente en cuanto mujer y porque a ella se le ha confiado, de modo particular, el hombre y su humanidad, que en nuestros tiempos están en grave riesgo de la pérdida de sensibilidad para aquello que es esencialmente humano (cfr. MD 30). En la Sollicitudo Rei Socialis, la capacidad de la mujer de estar atenta a los imprevistos se indica como esperanza de un mundo más solidario y mejor encaminado hacia los cielos nuevos y la tierra nueva hacia los cuales nos dirigimos. Se impone únicamente, en este punto, la referencia a María, mujer perfecta. Los episodios de la Visitación y de Caná son emblemáticos: revelan la solicitud de la Virgen hacia las necesidades más normales del vivir humano. El Evangelio, si bien escaso de noticias en relación a María, no nos priva de los puntos para una fecunda meditación sobre 113 la Madre de Jesús que, si bien en profunda escucha y custodia de la Palabra, sabe entender, en las ocasiones cotidianas, una posibilidad de práctica evangélica. No en vano María es la síntesis perfecta de la vida cristiana: contemplación y acción. 5.- EL TRABAJO EN RELACIÓN A LOS VOTOS Hay que tener presente que somos personas consagradas a Dios mediante los votos; se sigue que estos imprimen un estilo particular a nuestra relación con Dios, con los otros y con las cosas; en una palabra, “marcan” nuestra vida. • • • El trabajo, lo hemos ya señalado con anterioridad, está ordenado al bien común que la comunidad busca y la obediencia custodia, siendo la Priora garante de su realización (cfr. LCM 20; 4). También a través del trabajo, por tanto, expresamos nuestro compromiso de vivir con espíritu de obediencia, “pronta y alegra, sin demora; sencilla, sin inútiles indagaciones” (LCM 20, IV). Aceptamos servir a la voluntad de Dios en el hoy de nuestra realidad, mediante la adhesión a un proyecto comunitario. El equilibrio psico-físico-moral de la persona es indispensable para poder servir al Señor en libertad y alegría, con una donación plena y generosa que se expresa también en una vida casta. El trabajo favorece tal equilibrio, dando por tanto una aportación positiva para la formación y el desarrollo armónico de la personalidad (cfr. LCM 105, I). Además el trabajo es exigido por la pobreza religiosa. Mientras nos igualamos a los hermanos que deben trabajar con fatiga para procurarse el pan, al mismo tiempo nos diferenciamos de ellos en el modo y en la mentalidad con las cuales afrontamos la común ley del trabajo. Habiendo elegido libremente el permanecer pobres, queremos imprimir a nuestro trabajo un estilo, óptica e intencionalidad que permitan tender a Dios, como único Bien supremo, subordinando a tal fin también las necesidades de nuestra condición humana (cfr. LCM 105, II-III). 6.- POSIBLES RIESGOS Completamos esta reflexión considerando algunos riesgos en los que se puede caer desarrollando una actividad. - El trabajo puede absorber demasiado la atención personal, desviándola de lo esencial (cfr. LCM 105, III); - puede procurar un bienestar contrario a la pobreza, favoreciendo el surgimiento de pseudo-necesidades y de una mentalidad consumista y preocupada por la eficacia (cfr. LCM 107, I; 265, II); - puede condicionar el ritmo de la jornada y subordinar los compromisos “primeros” de nuestro estado de vida (cfr. LCM 106, I); - si es demasiado pesado, obstaculiza la disponibilidad para la oración; 114 - si crea tensión de ánimo, provocando ansiedad, no favorece la paz interior y comunitaria, indispensable para la vida contemplativa (cfr. LCM 106, III-IV); - puede ser fuente de gratificación ambigua, sobre todo cuando Dios permite aridez y cansancio en la oración; - si es demasiado especializado, hace difícil el intercambio y la rotación en los distintos trabajos y más difícil la realización del bien común. 7.- CONCLUSIÓN Con el conjunto de estas reflexiones podemos poner de relieve la sabiduría de nuestras Constituciones que, indicándonos la justa jerarquía de valores y el espacio que corresponde a cada uno, nos guían hacia una armonía de vida personal y comunitaria, que redunda en beneficio de una fraternidad más sólida. El “espíritu” de las Constituciones sobrepasa notablemente el aspecto jurídico: es espíritu de libertad, de alegría, de profunda y auténtica humanidad, típico de la espiritualidad dominicana; impregnándonos cada vez más de ella, viviremos la “sequela Christi” como respuesta libre y madura, en una palabra “con gusto”. LAS OBRAS DE PENITENCIA Monasterio “Santa Ana” – NOCERA Nuestras Constituciones, en número 35, I, describe la vida de las monjas en pocas expresiones, extremadamente sintetizadoras, y la presenta como personas dedicadas completamente a Dios. Al mismo tiempo, para explicar el concepto de donación, citan 115 algunos elementos dentro de los cuales ésta se concreta, y son: el silencio, la penitencia, la oración y la caridad mutua. Las obras de penitencia, argumento del presente artículo, están más específicamente desarrolladas en el número 61 de las mismas Constituciones. Éstas, aunque no están incluidas entre los elementos principales de la observancia regular de la vida dominicana, como son: la vida común, la celebración de la liturgia y la oración secreta, la práctica de los votos, el estudio de la verdad sagrada, sin embargo son de ayuda a que dicha vida dominicana se realice en toda su plenitud. NECESIDAD DE LA PENITENCIA Santo Tomás, cuando habla del Sacramento de la penitencia, afirma que no puede perdonarnos los pecados si no encuentra en nosotros la virtud de la penitencia, esto es, la actitud de fondo que rechaza el pecado y hace espacio a la acción transformante de la gracia de Cristo que quiere, de día en día, asimilarnos a sí. El discurso de la mortificación, de la renuncia, de la lucha contra toda forma de mal como condición absoluta para seguir a Cristo está clarísimo y es central en el Evangelio, pero siempre está en oposición con las tendencias naturales al interior del hombre, y con el espíritu del mundo que predica lo contrario. Hoy de modo especial, tal discurso corre el riesgo de encontrar especial dificultad en la mentalidad común, a causa del particular clima de hedonismo en el que vivimos, de la civilización del bienestar y del consumismo en el que todos estamos inmersos. Si bien la Iglesia ha creído oportuno modificar y aliviar ciertas formas de penitencia o ascesis, no puede, sin embargo, renunciar a la fundamental exigencia evangélica de la necesidad del sacrificio. La misma Constitución Apostólica de Pablo VI Paenitemini, que ha mitigado y adaptado las antiguas formas penitenciales a la nueva situación, sin embargo ha proclamado con fuerza: “Por ley divina todos los fieles están obligados a hacer penitencia”. Se trata entonces no de disminuir el vigor y el rigor de la invitación evangélica a acoger aquella fundamental renuncia que se pide desde el bautismo, sino de encontrar nuevos modos de expresarla. Si Dios nos ha purificado y renovado en las aguas bautismales, y nos ha hecho nuevas criaturas y sus hijos, nosotros debemos traslucir cotidianamente, en las realidades que vivimos, aquello que, por puro don, somos en lo profundo. LA PENITENCIA EN NUESTRAS CONSTITUCIONES Progresando en la vida espiritual, se está dispuesto a llevar a cabo todo tipo de renuncias, especialmente cuando nos damos cuenta de que las limitaciones de la naturaleza obstaculizan la propia libertad y la búsqueda de Dios. Con mayor razón quien, por seguir a Cristo más de cerca, abraza la vida religiosa, debe ser consciente de caminar para correr su misma suerte: debe morir con él para resucitar con él y convertirse en una criatura nueva. Como dice LCM 61, I: 116 “La consagración religiosa y la vocación apostólica de la Orden exigen de las monjas más que del resto de los fieles, negarse a sí mismas, cargar con la Cruz y llevar en el cuerpo y en el alma la mortificación de Cristo, para merecer de esta forma para sí mismas y para los demás hombres la gloria de la resurrección”. El párrafo segundo del mismo número nos pone delante el ejemplo de Santo Domingo, que “viviendo en la carne caminaba en el espíritu y no sólo no obraba a impulsos de la carne sino que los apagaba”. Un vasto campo para ejercitar la virtud de la penitencia es ciertamente el tejido cotidiano de la vida de cada uno. La Constitución Apostólica Paenitemini, de hecho, insiste sobretodo en que se ejercite la virtud de la penitencia en la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, en la aceptación de las dificultades provenientes del propio trabajo y de la convivencia humana, en soportar pacientemente las pruebas de la vida terrena y de la profunda inseguridad que la invade. De estas afirmaciones se hacen eco nuestras Constituciones donde dicen que “las monjas practiquen la virtud de la penitencia, sobre todo cumpliendo con fidelidad todo lo que comprende su vida” (LCM 61, II). Otro aspecto a considerar en las obras de penitencia es su valor apostólico. El seguimiento de Cristo se encamina a que nosotras entremos en su misterio, para que se realice también en nosotras. La gloria de Dios y la salvación de los hombres deben convertirse para nosotras, como lo han sido para Cristo, el objetivo de toda nuestra vida. Si el grito de Santo Domingo: “Señor, ¿qué será de los pecadores?” nos comunica su misma ansia apostólica, al mismo tiempo, abre horizontes más amplios a nuestra penitencia. PENITENCIA Y VIDA COMÚN Mirando a fondo nuestra vida, para captar los frutos de penitencia de la fidelidad a la misma, las Constituciones nos iluminan en nuestra búsqueda. Estamos llamadas a realizar el seguimiento de Cristo en la vida común. Por tanto, es en este contexto donde nace y se desarrolla lo que hacemos y ante todo, lo que somos. Las obras de penitencia, entonces, asumen un rostro nuevo; superando el estrecho ámbito de la ascesis y de la mortificación, siempre válidas, apuntan a la conversión del corazón a Dios y a las hermanas. La conversión, de hecho, que se expresa en el abandono del modo precedente de vivir, incluye la penitencia como su momento irrenunciable. Tal conversión, que se desarrolla en un fluir continuo, y se profundiza en intervalos sucesivos, comporta un salir progresivo del yo, de su egoísmo, para abrirse al don de sí a favor de la Comunidad. Cuando la penitencia personal se acompasa con la comunitaria, nos sentimos animadas, desaparece tanto lo extraordinario como el individualismo, para dejar lugar al esfuerzo de la comunidad, que día tras día se deja inundar por la misericordia del Padre. Las obras de penitencia esporádicas, lejos de perder su eficacia, deben confluir en el tejido de la vida comunitaria, que es el lugar de crecimiento, ocasión de verificación, don propicio de Dios. Si en el monasterio debe reinar un clima de silencio, de contemplación, de caridad, no es menos cierto hablar de clima de penitencia, según la describe la Constitución Fundamental en el párrafo V: “Ejercitando con alegría la penitencia”. 117 PENITENCIA Y VOTOS “Olvidando lo que quedó atrás y lanzándose a sí mismas a lo que tienen delante (Flp 3, 13), mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, se consagran a Dios por votos públicos”. Así, hablando de nuestros votos, la Constitución Fundamental en el párrafo III hace referencia a la carta de S. Pablo a los filipenses, que invita a los cristianos a caminar adelante, en respuesta a una llamada. Por tanto, la práctica de los votos implica un dejar, un olvidar, y al mismo tiempo un aceptar las incomodidades y las luchas del camino. Es evidente el papel insustituible que asumen las obras de penitencia. Es en su terreno fecundo donde nacen y se desarrollan nuestra obediencia, que nos hace abrazar el anonadamiento de cristo, la pobreza en el espíritu y en la realidad, la castidad por el reino de los cielos. La renuncia a los bienes, también de máxima estima, que es condición indispensable para observar los consejos evangélicos, no se realiza de forma global y definitivamente. Ahí están, entonces, las obras de penitencia que la actualizan momento a momento, día tras día. PENITENCIA Y ORACIÓN La perfección de la vida cristiana consiste en la unión con Dios. Par alcanzar esta meta, es necesario el paso obligado por la renuncia total y el desprendimiento radical de todo aquello que aleja, o simplemente retarda, el alcanzar este ideal. La vida de oración requiere una lucha constante contra la tendencia a la dispersión fuera de sí. Es necesario además cambiar nuestro comportamiento, frenando el deseo de afirmarnos a nosotros mismos con un querer hacer, para ponernos en un estado de receptividad y de espera. Un cambio de este género, requiere un esfuerzo tanto más considerable cuanto la persona más está llevada a actuar. Cuesta abandonar una actividad eficaz para dedicarse a la oración, cuya fecundidad es tangible sólo en ciertos momentos. Se necesita coraje para preferir la vida oscura presentada por la fe más que la falsa luz de las gratificaciones. Para una auténtica vida de oración es indispensable cultivar un comportamiento interior hecho de receptividad, y fortalecerse en una disciplina de vida muy sólida, fundada sobre verdaderos valores. Todo esto implica penitencia, requiriendo libertad interior, renuncia de sí, ascesis. Así, quien quiere acceder a una profunda experiencia de oración debe actuar enérgicamente para asegurarse el tiempo, la paz y también el estudio, presupuestos indispensables para disponerse a la contemplación. Como demuestra la experiencia, la vida de oración presupone un alma pacificada, libre de las pasiones que ocupan continuamente la mente y la impiden unirse a Dios. Exige un esfuerzo continuo para liberarse de la presión que el mundo ejerce sobre nosotros, y para hacerse cada vez más sensible a los valores del espíritu. La vida de oración exige además abnegación profunda y la voluntad de buscar solo a Dios. De hecho, si bien nos sentimos atraídos por la oración y orientados hacia valores altos, estos son difíciles de alcanzar, y consecuentemente, con frecuencia nos dejamos seducir por valores menos altos e incluso también por el pecado. Tal situación no 118 desaparece fácilmente, por lo que se afirma con fuerza la necesidad de una severa disciplina penitencial con el fin de eliminar los obstáculos que dificultan la vida espiritual. La renuncia al mundo, a sus falsas alegrías, la negación de sí mismo, no son un anonadamiento absurdo, sino condiciones providenciales para alcanzar la plena libertad y el más alto desarrollo de la personalidad. Morimos a todo para llenarnos de Dios y estar dominados por la caridad. También Eckhart, Taulero y Suson ponen la penitencia en relación con la contemplación, a la cual dispone. PENITENCIA Y ESTUDIO “Por eso, mi queridísimo fr. Juan, como tú tienes que estudiar para conquistar el tesoro del saber, este es mi (primer) consejo. No te metas de repente en el mar, sino entra a través de los arroyos, porque hay que llegar a las cosas más difíciles por las más fáciles. Ésta, por tanto, es mi amonestación y tu norma de conducta. Te aconsejo ser tardo para hablar y reacio a frecuentar el locutorio; cuida la pureza de la conciencia; no descuides la oración; ama la soledad de la celda, si quieres ser introducido en la bodega (de la Sabiduría). Muéstrate afable con todos; no te metas en los asuntos ajenos; no tengas demasiada familiaridad con nadie; porque la excesiva familiaridad genera desprecio y ofrece materia de distracción para el estudio. No te intereses en absoluto de las palabras y obras de los seglares. Sobre todo evita callejear. No olvides imitar a los santos y buenos; pon en claro las dudas, y trata de colocar en el cofre de la mente cuanto puedas, como quien quiere llenar un baso. No busques las cosas que te sobrepasan. Siguiendo estas normas producirás hojas y frutos útiles en la viña del Señor de los ejércitos, durante toda tu vida. Uniformándote a ellas, podrás alcanzar aquello que anhelas” (Opus 61). Esta carta de Santo Tomás proyecta un rayo de luz sobre una de las principales observancias de la vida dominicana, como es el estudio. Tal luz, posándose ora sobre las normas que lo regulan (especialmente el método progresivo), ora sobre las condiciones mejores que aseguran su desarrollo (como la reflexión al hablar, la pureza de conciencia, la oración, la soledad de la celda, la afabilidad con todos), lo evidencia como el camino que introduce en la bodega de la Sabiduría. El estudio que nos piden las Constituciones, de hecho, está destinado a alimentar la contemplación. Pero el camino para alcanzar esta meta es de todo menos fácil. Es aquí donde se realiza la combinación entre el estudio y la penitencia. El esfuerzo intelectual, la constancia del estudio metódico, junto a la firmeza para crear las condiciones adecuadas, todo ello sugerido por Santo Tomás, constituyen precisamente la forma de ascesis y de equilibrio reconocidos como válidos por las Constituciones. 119 AYUNO Lugar de penitencia particularmente privilegiado es el ayuno. Es el signo de nuestra participación en el misterio de Cristo que por nosotros se hace penitente con el ayuno en el desierto. La Iglesia, en uno de los Prefacios de Cuaresma, habla de un ayuno mediante el cual, Dios vence nuestras pasiones, eleva el espíritu, infunde la fuerza y da el premio. La penitencia ligada al ayuno es particularmente saludable a la vida del espíritu y favorece las condiciones necesarias para una intensa vida de oración y de estudio. S. Girolamo en una carta a Eustoquio dice: “ Deberías comer siempre de modo que pudieras orar y leer inmediatamente después de la comida”. CONCLUSIÓN Profundamente convencidas de la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia, acogemos la invitación de la Iglesia que, en la Constitución Apostólica Paenitemini, nos invita a acompañar la conversión interna del espíritu con el ejercicio voluntario de acciones exteriores de penitencia. Si echamos un vistazo a la legislación dominicana en las Constituciones hasta el 1917 veremos como las penitencias ocupan una parte relevante. A cada culpa corresponde una penitencia ya establecida. Tal práctica respondía a la mentalidad del tiempo en que también la Iglesia se inspiraba en su moral casuística. En las actuales Constituciones, en cambio, haciendo hincapié sobre la mayor responsabilidad otorgada a cada persona y a las comunidades, se pide adecuar la disciplina penitencial a los tiempos, lugares, circunstancias y personas particulares. De hecho: “En los Directorios deberán determinarse nuevas formas de penitencia en consonancia con las circunstancias de lugares y personas, adaptadas al nuevo estilo de vida ... Cada una de las monjas en particular añadirá también otras obras de mortificación para satisfacer más plenamente el deber de la penitencia”. (LCM 62, I - II). Ciertamente, la vida común, superando las dificultades para realizarla, se convierte en ocasión de penitencia, pero el esfuerzo comunitario para otorgarse un estilo de vida conforme al Evangelio y en fidelidad al carisma de la propia Orden, convierte a la comunidad en signo significativo y eficaz para el mundo. 120