Ajustar el cuerpo al traje: la productividad paratextual en la creación y recepción de textos literarios Prof. María Victoria Riobó Universidad Católica Argentina El paulatino pero constante cambio que la tecnología está provocando en materia de soportes de textos ha dado lugar a una amplia reflexión que trata de interpretar este fenómeno y sus posibles escenarios futuros recurriendo a la comparación entre sus soportes tradicionales –entre ellos, el libro– y la “pantalla”. La inquietud generada desde el mundo editorial ante una posible desaparición del libro ciertamente ha incitado esta reflexión. Paralelamente a la investigación histórica del libro y la lectura, la crítica literaria ha desarrollado la noción de “paratexto”, categoría que engloba las prácticas que ofrecen un texto al conocimiento público, ya sea bajo la forma de libro, de periódico, de publicación digital, etc. Del conjunto de este tipo de análisis se desprende una manera peculiar de enfocar el estudio de un texto que presta especial atención a las relaciones que éste mantiene con su soporte –incluyendo las mediaciones que en dicho proceso han tenido lugar– y el público. El contraste entre el texto electrónico y el texto impreso hace que en la actualidad tengamos una particular “sensibilidad” o conciencia de la importancia del vehículo del texto. Esto no significa que en el pasado no haya habido autores, editores o lectores para quienes la materialidad del texto fuera indiferente, pero es claro que la posibilidades que ofrece el soporte electrónico han suscitado, por la revolución que implica, una mirada muy atenta sobre este aspecto tanto en la esfera de la producción como en la esfera de la recepción. La forma en que se materializa un texto incide en la compresión del mismo, puede acompañar mejor o peor su significado, pero es indudable que interviene en la construcción de su sentido. La adaptación de un texto que ha sido concebido como libro o parte de libro, para un periódico o revista, a un nuevo soporte ha mostrado que cada medio tiene características propias y que es necesario una “traducción” para que su efectividad permanezca intacta. El periódico digital es un claro ejemplo de ello en la medida que no reproduce las versiones impresas. Como observa Antonio Rodríguez de las Heras, todavía está arraigada la ilusión –que tiene que ver con la tradición de la cultura impresa– de que la pantalla es como una página de papel1 y de que un procesador de textos es una máquina de escribir, cuando realmente el medio virtual tiene una lógica completamente distinta: Cuando comenzó a difundirse el códice, el lector de volúmenes enrollados se resistía con el fundamento de que la lectura se le fracturaba al pasar la hoja, acostumbrado como estaba al suave desplazamiento de las columnas de texto en el rollo. ¿Por qué seguimos empeñados, una vez que nos hemos acostumbrado a leer con esa brusca fractura, a que también se fracture nuestra lectura en la pantalla? ¿Por qué no pueden diluirse lentamente esas palabras blancas en el negro de la pantalla, y quizá no todas a la vez, para que otras nuevas encajen en la parte del texto que ha quedado aún pendiente?¿Por qué no incitar con estos recursos de la sinestesia a percibir –y explotar– la profundidad de la pantalla? Aparecerían entonces unas capacidades expresivas que no son alcanzables sobre el papel, pero que pertenecen al libro digital. El resultado sería que emergería un libro en la pantalla que no es la imagen virtual del códice de papel. Ya no hay papel, ni tampoco página. (Rodríguez de las Heras 1999) Esta necesidad de “traducción” ha puesto de relieve los recursos de los que dispone cada medio. Esto es cierto no sólo para los nuevos soportes, la investigación sobre la llamada “literatura oral” ha detectado las estrategias propias con las que trabaja la oralidad2. Es sabido que las novelas que fueron publicadas inicialmente en folletín, al pasar al libro conservan marcas características de su formato anterior, el suspenso que el autor debe crear hacia el final del episodio responde a la necesidad de mantener capturada la atención del lector de manera tal que compre el periódico siguiente. En las publicaciones periódicas, la relación autor-lector, por la posibilidad de retroalimentación, crea un espacio de diálogo inexistente en el caso del libro3. Cada vehículo tiene su propia lógica y tanto los autores como los lectores aplicamos, en cada caso, modelos de producción/ recepción que responden a ella. En nuestra manera de vincularnos con lo escrito existen una serie de códigos, ceremonias y estrategias que observamos según el material que tengamos entre las manos. El autor de un texto considera, si decide publicarlo, qué medio es el más apropiado para su transmisión y su elección tiene implicancias en la organización textual. Los testimonios de los escritores que se quejan a sus editores de las adaptaciones que se ven obligados a realizar son muy numerosas, a propósito de 62/ Modelo para armar, Cortázar, en cartas a Porrúa, dice: Yo sé que los imprenteros aborrecen dejar en blanco lo alto de una página, pero no me importa en este caso, y asumo toda la responsabilidad y la arbitrariedad necesaria. De una manera misteriosa, se las han ingeniado para hacer terminar una cantidad de pasajes a pie de página, con el resultado de que el siguiente parece continuar a reglón seguido (aunque sea en la página siguiente). Eso no puede ser. [...] Desde luego, una vez más me he encontrado con el triste problema de ajustar el cuerpo al traje en vez del traje al cuerpo. (CORTÁZAR, 2000:1259) Esta función de adaptación puede estar o no a cargo del autor. Cuando estamos frente a textos publicados póstumamente o textos sobre los que no rige la ley de propiedad intelectual, suele ser el editor y su equipo quien desempeña esta función. Otro tanto debe decirse en cuanto a los lectores y las actitudes que adoptan frente a la diversidad del mundo textual. Podemos tomar, por ejemplo, el caso del periódico. Este no exige una lectura exhaustiva de principio a fin ni un orden determinado. Los lectores de periódicos se mueven rápidamente entre los titulares y resúmenes, y, según sus intereses, leen ciertos artículos o no. El periódico, una vez leído, es generalmente destinado a otros usos o simplemente tirado a la basura. La “forma” y los contenidos están estrechamente vinculados. Por ejemplo, la calidad del papel del diario se relaciona con su ciclo de vida útil, porque, a diferencia de los libros o una inscripción en la piedra, no ha sido concebido para durar, y esto tiene que ver, por supuesto, con el tipo de contenidos que ofrece, cuya característica principal es su condición de “novedad”; el tiempo del diario es un presente que se metamorfosea a cada instante, tanto es así que las ediciones online, que se actualizan momento a momento, crean diferencias con la versión impresa de la misma. Como apunta Roger Chartier, “los textos no existen fuera de una materialidad que les da existencia” (CHARTIER, 1999:36) y ésta involucra una serie de códigos no verbales igualmente significativos para su interpretación. Nos encontramos en este punto frente a la clásica dicotomía fondo-forma. Al abstraer un texto de sus “encarnaciones” particulares, corremos el riesgo de caer en interpretaciones limitadas o erróneas. El mayor problema con el que se enfrenta el crítico literario en un análisis de este tipo es la necesidad de recurrir a disciplinas que no están inscriptas estrictamente dentro de su campo y que, sin embargo, tienen peso a la hora de analizar el proceso de creación y apropiación de los textos. A una concepción estática, fija, cerrada del texto, se opone hoy una concepción dinámica en donde los múltiples actores que interactúan con el mismo lo abren más allá de las fronteras delimitadas por el autor. El libro considerado como objeto es el resultado de técnicas y de artes que superan los límites de la escritura. La figura del editor tiene ciertas correspondencias con la del director teatral, ambos hacen una primera interpretación de la obra, plasmando su visión de ésta en una determinada realización material. El libro considerado como un espacio en donde convergen una serie de disciplinas tiene ciertas analogías con el concepto de teatralidad, que hace hincapié en que una obra de teatro no es únicamente texto, es vestuario, luces, dirección, actuación, escenografía, ubicación del público. Cuando se lee una obra teatral, hay que tener presente que ha sido concebida para la representación, que es allí donde adquiere su verdadero sentido. Aunque esta analogía tenga grandes restricciones, porque los elementos no textuales del teatro forman parte de su naturaleza específica, mientras que en los libros estos elementos tienen una importancia relativa, nos puede sin embargo ser útil para reflexionar sobre la convivencia de los distintos oficios que forman parte de él. El proceso por el cual un texto cobra determinada forma supone una serie de decisiones que pueden estar o no controladas por autor. La identificación de las responsabilidades de cada actor en el objeto finalmente ofrecido al público, es clave para su correcta interpretación. El paratexto verbal, en este sentido, cumple una función, no única, pero fundamental: deslindar estas intervenciones. En el caso del libro en particular, es interesante notar que el desarrollo de muchos de sus elementos se relaciona con la situación comunicativa que supone la palabra escrita (ALVARADO 1994): la distancia espacial y temporal entre productor y receptor y las consecuencias que este diferimiento provoca en la interpretación. Buena parte del paratexto verbal se origina para ayudar al lector a restablecer los componentes de la situación comunicativa: quién es el emisor, cuándo tuvo lugar el enunciado, bajo qué circunstancias, con qué intenciones. Lo que en una comunicación in praesentia no necesita enunciarse, debe reconstruirse en lo escrito. Dicho esto, cabe notar que legalmente sólo es obligatoria la mención del autor o responsable de lo escrito (compilador, editor), el título, el sello editorial y el colofón, -pero no siempre fue así- y que depende del autor/ editor dotar a un texto de los elementos suficientes para privilegiar una interpretación particular, limitando la “inestabilidad de sentido” –en palabras de Chartier–, restringiendo las ambigüedades que la ausencia de un contexto compartido puede provocar en la recepción de un enunciado. El libro habla al público desde su forma. “La cultura impresa –dice Chartier– realizó clasificaciones, estableció jerarquías, asociaciones entre formatos, géneros y lecturas” (CHARTIER, 2000:85). Los tamaños, la tipografía, los colores, la elección de imágenes, la presencia de cubiertas, le permite al posible lector, sin necesidad de leer el texto, prever su contenido. Difícilmente se confunda un libro de cuentos para niños con una novela, o una novela con un libro de autoayuda, o un libro de autoayuda con un libro de leyes. Existe una codificación implícita de las prácticas editoriales. Sin embargo, las trasgresiones son también muy comunes, y suponen un gesto de libertad, de cuestionamiento: un autor puede presentar su obra en un formato tal que sorprenda al lector en sus expectativas imitando un formato que corresponde a otro género de libros. En el campo de la creación literaria, los elementos paratextuales pueden ficcionalizarse y hacer patente, por oposición, la norma, el código. Pero este desplazamiento siempre se realiza con respecto a un código establecido. Consideramos imprescindible el aporte de enfoques como los de Roger Chartier en cuanto ponen de relieve la importancia de las características de los canales de transmisión de lo escrito y, sobre todo en lo que hace a nuestro estudio en particular, el impacto que éstos tienen en la organización textual. Por otro lado, encontramos que el concepto de paratexto elaborado por Gerard Genette es no sólo más amplio, sino que su perspectiva articula de una manera más adecuada la relación que el texto establece con los elementos que lo hacen presente –más allá del soporte– al lector. Más amplio porque la categoría “paratexto” es, ante todo, una función susceptible de ser activada por una variedad muy amplia y heterogénea de discursos y prácticas dentro y fuera del libro. Esta distinción se refleja en la división espacial que Genette hace entre peritexto y epitexto. El primero está constituido por todos aquellos mensajes paratextuales ubicados dentro de los límites del libro: formato, tipo de papel, ilustraciones, tipografía, títulos, nombre del autor, nombre del editor, prólogos, estudios introductorios, estudios críticos, notas, epígrafes, epílogos, índices, glosarios, anexos, etc; el segundo, por los que se ubican fuera de él: presentaciones, entrevistas a los autores, publicidades, debates académicos, cartas privadas, pretextos, trayectoria del autor, etc. En cuanto a la articulación, establece claramente su función de “discurso auxiliar” al servicio del texto, que es la razón de su existencia. El “paratexto” es un comentario del texto, y el soporte, como paratexto, tiene justamente esta función. Reconociendo entonces las variaciones de significación que provoca la utilización del soporte, no se incurre, sin embargo, en una sobrevaloración que termina por liquidar la autonomía del texto respecto a sus posibles encarnaciones. El sentido de un texto escrito no puede ser controlado absolutamente por su autor, cosa que ya advertía Platón en el Fedro: El que piensa que al dejar un arte por escrito, y, de la misma manera, el que lo recibe, deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa de ingenuidad [...] Porque es que es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras. [...] con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes les conviene hablar y a quienes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre de la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni ayudarse a sí mismas. (PLATÓN, 1995:321-322) Tampoco los lectores poseen una libertad absoluta a la hora de apropiarse de un texto cuyo orden, para dar un ejemplo, no eligen. En todo texto hay un núcleo de significación trascendente a su corporización. La existencia de muy variadas ediciones de un mismo texto incluso en vida del autor, hacen pensar que, pese a las alteraciones del aparato paratextual y de los soportes, no se puede llegar al extremo de afirmar que cada realización material implica un texto nuevo con respecto a sus anteriores. Genette (1997), al hablar del modo de ser de las obras literarias como pertenecientes a las artes alográficas, señala justamente como distintivo de estas últimas el hecho de que permiten la distinción entre las propiedades constitutivas de la obra y sus propiedades contingentes, las últimas referidas no a la obra sino a sus posibles manifestaciones. Esta distinción supone un acto de reducción mediante el cual se identifican las dos series de propiedades, que es lo que hace posible la iterabilidad de la obra. Esta identificación está basada en el uso, en la cultura: [...] el número de propiedades postuladas como constitutivas puede variar de una circunstancia a otra: se puede, por ejemplo, considerar contingentes los valores rítmicos, pero, al contrario, exigir el respeto de la tonalidad4 o a la inversa, etc. Esos grados variables de exigencia sólo pueden establecerse mediante normas culturales colectivas. [...] esa posibilidad [la distinción entre propiedades constitutivas y contingentes] no es un hecho de la “naturaleza” que distinga efectivamente ciertos objetos de ciertos otros, sino un hecho de cultura y uso: consenso más o menos institucional y codificado que resulta de un choque, o de un equilibrio, entre necesidades y medios. (GENETTE, 1997:102). Señala Genette que hay ciertas obras en donde el nivel de individuación de las propiedades constitutivas es tan elevado que puede imposibilitar la distinción entre la serie propiedades constitutivas/ propiedades contingentes cuando “todo detalle cuenta, hasta el grano de papel o el tono de la voz” (GENETTE, 1997:152). Esto sucede generalmente cuando estamos frente a obras “mixtas”, “como esos caligramas que combinan la idealidad del texto con la materialidad del grafismo” (GENETTE, 1997:32). También McKenzie (1999) aborda la problemática referida a las distintas versiones de un texto, a la identidad histórica específica de cada una de ellas, sobre todo cuando no sólo varía su materialización sino la cadena léxica que es, para la crítica literaria de raíz estructuralista, lo que define una obra. Señala que a la vez que esta crítica rechaza la idea de “obra” como distinta de cada una de sus versiones y de la intención del autor como medio de crear una “copia ideal del texto” que las trascienda todas y permanezca no obstante fiel a la intención esencial de la obra, no termina de abrazar la noción de una “edición creativa” en la construcción de nuevas versiones. De ahí que proponga la siguiente manera de pensar esta problemática: [...] la obra puede ser la forma tradicionalmente atribuida a un arquetipo; puede ser una forma vista como inmanente en cada una de las versiones, pero no enteramente realizada en ninguna de ellas; o puede ser concebida como siempre potencial, como en las obras teatrales, donde el texto está abierto y genera nuevos significados de acuerdo a las nuevas necesidades, en un perpetuo diferimiento de clausura.5 (McKENZIE, 1999:38) Desde este otro punto de vista y en un análisis de distinto alcance, arriba a lo que Genette considera propio de las artes alográficas, esto es, constituir objetos, “individuos de inmanencia ideal” (GENETTE, 1997:116). El paratexto es, siguiendo la definición de Genette (2001), lo que rodea a un texto, presentándolo al público, comentándolo. Es una zona de transición y transacción que prepara el posible encuentro entre el texto y el lector. Es un aparato dispuesto en función de la recepción y que está motivado por distintos intereses. Como mencionamos en lo que precede, responde, en parte, a crear un contexto compartido que posibilite una lectura determinada, pero también obedece a motivos legales, comerciales6 e incluso bibliotecológicos, o una mezcla de ambos, como es el caso, por ejemplo, del ISBN, que permite identificar determinado libro tanto para fines comerciales –es utilísimo a los libreros– como para una rápida y fácil catalogación. Se lo define como un conjunto de discursos heterogéneos. Genette (2001) lo divide en verbal (títulos, prólogos, notas), icónico (ilustraciones), material (formato, tamaño de caja, tipo de papel, tipografías, colores) y factual (contexto autoral, genérico, histórico). Se lo puede clasificar según su destinador, destinatario, grado de autoridad y fuerza ilocutoria, que conforman su “status pragmático”. Su función, como se ha dicho, es la de “comentar”, “interpretar” el texto, que cada elemento paratextual cumple de diversa manera. El paratexto es particularmente inestable, el autoral suele tener –aunque no siempre– mayor permanencia que el editorial, pero tanto uno como otro son susceptibles de sufrir modificaciones, pérdidas, reemplazos, aumentos. El análisis del paratexto de determinada obra tiene valor pues ofrece al lector una primera interpretación de ésta, al tiempo que pone a su disposición herramientas de acceso a ese mundo textual particular. No se trata de elementos con valor puramente ornamental, aunque sea completamente legítimo y deseable una presentación “estética” y constituya esto un valor en sí mismo. La competencia lectora podría medirse según el grado de conciencia de los efectos del manejo paratextual en la construcción de sentido de un texto, pues, dentro de la diversidad de lecturas que puede recibir, hay unas más ingenuas que otras, unas más apropiadas que otras. Desde el punto de vista de la producción, el manejo del paratexto dentro de la dinámica creadora por parte de los autores –que puede tener muy diversos grados– es un índice que destaca la importancia que éstos confieren al rol del lector de sus textos y a su vehículo. Dentro de las publicaciones de un mismo autor, se verifica que hay casos en donde su intervención es mayor que en otros. Se dice que los escritores no escriben libros, sino textos, y esto es cierto en la mayoría de los casos, pero hay textos concebidos de tal manera que no son imaginables, sin una gran pérdida de sentido, en otro formato que no sea el libro. El espacio paratextual puede transformarse en un recurso que el autor utiliza persiguiendo diversos fines, pudiendo incluso perder su carácter de discurso subsidiario. Pensemos en los innumerables prólogos de La novela de la Eterna de Macedonio Fernández, en una nota que se va extendiendo al punto de ocupar la zona del texto, en la incorporación del paratexto a la ficción del texto, al cual prolonga. En un autor como Julio Cortázar observamos una exploración y utilización deliberada de los recursos paratextuales que va desde Rayuela hasta sus libros misceláneos La vuelta al día en ochenta mundos y Último Round. Como observa Genette, la presencia del paratexto, cuando es muy profusa, desvía la atención del texto al libro como tal. Esto sucede, por ejemplo, cuando hay referencias cruzadas, notas al pie, cuando se utilizan las cornisas para recordar el nombre del libro, del capítulo o del autor, cuando se resaltan mediante cuadros determinados fragmentos que se consideran importantes, etc. Estas “marcas” interrumpen la lectura corrida, suponen otro tipo de desplazamientos sobre el espacio del libro, otra manipulación y utilización de los textos. Los libros escolares, los manuales, se caracterizan por su pirotecnia paratextual, pero es poco común, por ejemplo, en géneros de ficción como la novela o el cuento, a excepción, por supuesto, de las ediciones universitarias. La linealidad de una trama narrativa se ve incrementada por el hecho de leerla de corrido y provoca en el lector una suerte de “olvido” del mundo que lo rodea, sumergido como está en el universo del texto. El carácter “hipnótico” de la narrativa ha sido señalado con insistencia por Cortázar7, por eso es que en Rayuela la justificación los capítulos prescindibles se funda sobre un modelo de lector activo: “Con Rayuela yo me acuerdo de que mi intención era despatetizar, deshipnotizar al lector mediante un brusco pasaje que lo sacaba de situaciones emocionales que arriesgaban convertirlo en un lector-hembra” (CORTÁZAR, 1994:775). En la entrevista publicada bajo el nombre La fascinación de las palabras, que Omar Prego Gadea hace a Cortázar, éste habla de que en Rayuela, vista como libro, es decir, como objeto, se simbolizan las nociones de un tiempo y un espacio no lineal a través de un tablero de direcciones que obliga a marchas y contramarchas. “El lector se encuentra con un libro –dice– que se le mueve un poco en la mano”. Y agrega, un poco más adelante, que buscaba que los lectores no fueran pasivos, que no se dejaran hipnotizar por el libro [...] Las opciones de forma ya eran una manera de ir contra esa aceptación pasiva de ir de la página uno a la página quinientos. (PREGO GADEA-CORTÁZAR, 1997:186-187) Cortázar tiene una conciencia aguda de los efectos del uso del paratexto: [...] la repetición en las páginas impares del título y el subtítulo me parece mal. Pido que quede solamente 62. Si resulta incómodo que haya una cifra en mitad de la línea y luego la correspondiente a la paginación, pues que paginen abajo en vez de hacerlo arriba y se acabó. Pero esa repetición monótona de «Modelo para armar» a lo largo de todo el libro le quita todo sentido, lo vuelve irritante y pedante, parecería obligar al lector a recordar cada dos páginas que lo que tiene entre las manos le exige participación; es cierto que se lo exige, pero discretamente, al comienzo, y pare de contar. (CORTÁZAR, 2000:1258) Como se ve, las estrategias para sabotear una lectura pasiva son diversas. Los procedimientos que Cortázar propone en Rayuela, 62/Modelo para armar o, por ejemplo, en Último Round son distintos, pero todos están inspirados por el deseo de un lector copartícipe, copadeciente de la experiencia del autor, en donde se derriben las barreras que separan el escenario en el que se ejecuta la obra de arte y el espectador en calidad de observador, y comprobamos cómo se utilizan los elementos paratextuales para suscitarlo. Como observa D.F. McKenzie, existe una tradición de autores que no son indiferentes a la manera en que sus obras son publicadas –entre los que se encuentra, por ejemplo, Cortázar–, que han pensado en los detalles de cómo sus textos deberían ser impresos, que guían al editor o colaboran con él, que se enfurecen o se lamentan al no ver colmadas sus expectativas: “[...] existe una tradición en la que los autores que sienten afinidad por lo impreso asumen esto [la idea del libro como una forma expresiva] Usan, y esperan que sus casas de impresión usen, los recursos de las formas del libro para mediar su significado con la mayor claridad posible“8 (McKENZIE, 1999:32). Como señala Gerard Genette, los textos se definen en principio por una determinada cadena léxica, pero “el nivel de individuación se puede reducir excepcionalmente, cuando un autor especifica, por ejemplo, una fuente tipográfica o un color de impresión. En esos casos raros, y no siempre respetados por los editores póstumos [...], el tipo se define en un nivel infralingüístico” (GENETTE, 1997:131). Esto es particularmente aplicable a obras mixtas9. El estudio del paratexto es particularmente pertinente cuando nos hallamos ante el tipo de obras arriba mencionadas, pero incluso fuera de los límites de ese corpus, creemos que su aplicación integra elementos que la crítica literaria ha tratado aisladamente o marginado, y que resulta valioso en cuanto aporta una mirada integral sobre la obra literaria no reducida ya a su texto sino a su modo de existir concreto en el mundo y la historia. Bibliografía citada -ALVARADO, Maite. 1994. Paratexto. Buenos Aires: Oficina de Publicaciones del C.B.C, Universidad de Buenos Aires. -CHARTIER, Roger. 1999. Cultura escrita, literatura e historia. Conversaciones con Roger Chartier. Ed. Alberto Cue. México: Fondo de Cultura Económica. –––––. 2000. Las revoluciones de la cultura escrita. Diálogos e intervenciones. Barcelona: Gedisa. -CORTÁZAR, Julio. 1994. Rayuela. Edición Crítica Archivos. Julio Ortega-Raúl Yurkievich coordinadores. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. –––––. 2000. Cartas 1964-1968. Buenos Aires: Alfaguara, T.2. -CORTÁZAR, Julio; PREGO GADEA, Omar. 1997. La fascinación de las palabras. Buenos Aires: Alfaguara. -GENETTE, Gerard. 1997. La obra de arte. Barcelona: Editorial Lumen. –––––. 2001. Umbrales. México: Siglo XXI. -McKENZIE, D. F. 1999. Bibliography and the Sociology of Texts. Cambridge: Cambridge University Press. -ONG, Walter. 1997. Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. -PLATÓN. 1995. Apología de Sócrates. Banquete. Fedro. Madrid: Gredos. -RODRÍGUEZ DE LAS HERAS, Antonio. 1999. “El libro digital”, en: Revista digital d’ Humanitats (www. www.uoc.edu/web/esp/articles/digitum_art_eras.html). Conferencia pronunciada en Barcelona el 21 de octubre en el marco de la II Semana de Debate sobre la enseñanza universitaria de las Humanidades “Tecnología de la Información y Humanidades” organizadas por la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra y los Estudios de Humanidades y Filología de la UOC. 1 De ahí la denominación “página web”. Señala Walter Ong (1997), entre otras características, el uso de fórmulas como recurso mnemotécnico, la preferencia por la acumulación frente a las subordinadas, la redundancia, etc. 3 Cortázar dice al respecto: “[...] en las buenas épocas de los folletines, los novelistas hubieran podido valerse de que el lector viviría días o semanas insertables entre capítulo y capítulo de esas otra vidas fabulosas por las que a su vez corría una duración diferente. [...] He buscado en Dickens, en Balzac o en Dumas el posible aprovechamiento de esa situación a la vez peligrosa y privilegiada, sin encontrar indicios concluyentes. Un Dickens, sin embargo, sabía que sus lectores de Estados Unidos esperaban ansiosos en el puerto la llegada del barco que les traería los últimos episodios de The Old Curiosity Shop, y que mucho antes de que echaran los cabos al amarre se alzaba en los muelles la pregunta angustiada a los de abordo: «¿Ha muerto la pequeña Nell?» (CORTÁZAR, 1969: Primer Piso, 106). 4 La literatura, así como la música, son clasificadas por Genette como artes alográficas. 5 “[…] the work may be the form traditionally imputed to an archetype; it may be a form seen as immanent in each of the versions but not fully realized in any one of them; or it may be conceived of as always potential, like that of a play, where the text is open and generates new meanings according to new needs in a perpetual deferral of closure. 6 Es ilustrativo este comentario de Cortázar: “[...] mi mujer se encontró por pura casualidad, en un supermarket, con Hopscotch en edición paperback. Yo me quedé aterrado al leer eso de LOVE/SEX: by the author of Blow-Up, etc. Después comprendí que todos los pocket-books son iguales, y que en cambio la edición era buena y no tenía, creo, errores importantes. Pero esa pareja desnuda (¡y de arcilla, por si fuera poco!) me deprimió bastante. Es increíble cómo las ediciones masivas pueden degradar una obra que trataba de apuntar mucho más alto. Cada día odio más las sociedades de consumo [...]” (CORTÁZAR, 2000:1247). 7 Cortázar atribuye la distinción que una parte del público hace entre sus cuentos y el resto de su obra, no a razones de calidad literaria, sino a la comodidad del lector: “Para qué volver sobre el hecho ya sabido de que cuánto más se parece un libro a una pipa de opio más satisfecho queda el chino que la fuma, dispuesto a lo sumo a discutir la calidad del opio pero no sus efectos letárgicos. Los partidarios de esos cuentos pasan por alto que la anécdota de cada relato es también un testimonio de extrañamiento, cuando no una provocación tendiente a suscitarla en el lector. Se ha dicho que en mis relatos lo fantástico se desgaja de lo real o se inserta en él, y que ese brusco y casi inesperado desajuste entre un satisfactorio horizonte razonable y la irrupción de lo insólito es lo que les da eficacia como materia literaria. Pero entonces, ¿qué importa que en esos cuentos se narre sin solución de continuidad una acción capaz de seducir al lector, si lo que subliminalmente lo seduce no es la unidad del proceso narrativo sino la disrupción en plena apariencia unívoca? Un eficaz oficio puede avasallar al lector sin darle oportunidad de ejercer su sentido crítico en el curso de la lectura, pero no es por el oficio que esas narraciones se distinguen de otras tentativas [...]” (CORTÁZAR, 1967:25). 8 “[...] there is a tradition in which print-inclined authors assume this [the idea of the book as an expressive form] They use, and they expect their printers to use, the resources of book forms to mediate their meaning with the utmost clarity” (McKENZIE, 1999:32). 9 Entre las cuales Genette cita, a modo de ejemplo: “Los poemas «figurados» de la Antigüedad (la Siringe de Teócrito, de versos decrecientes como los tubos de una flauta de Pan) o de la Edad Media, las fantasías gráficas de Tristam Shandy, la elección por Thackeray de una fuente tipográfica Anne Queen para Henry Esmond (remedo temático, estilístico y tipográfico de una novela del siglo XVIII), las constelaciones de caracteres de la Tirada de dados mallarmeana, los caligramas de Apollinare, el juego de colores de tinta en el Boomerang de Butor o la Estética generalizada de Caillois, los efectos del blanco en la poesía contemporánea constituyen otros tantos elementos paratextuales intransmisibles en la dicción, pero en principio inherentes a la obra y que reducen su umbral de idealidad muy por debajo del nivel estrictamente lingüístico. Por lo demás, se los puede calificar también de característicos de obras mixtas, recurriendo a la vez a los 2 recursos de la lengua y a los (figurativos, decorativos, connotativos) de las artes gráficas, como lo indica perfectamente el término mismo «caligrama» [...]” (GENETTE, 2001:146)