La elección y nombramiento de obispos

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La elección y nombramiento de obispos:
universalizar la confirmación papal de los
legítimamente elegidos
Jesús Martínez Gordo,
Facultad de Teología de Vitoria,
Gasteiz.
El nombramiento de nuevos obispos reabre en muchas diócesis el problema
de la participación del pueblo de Dios en la elección y nombramiento de sus
prelados. Es la consecuencia de haberse consolidado una importante convicción:
el presidente de las iglesias locales debe ser nombrado, después de escuchar el
parecer de los directamente afectados.
Al papa san Celestino I (422-432) se debe lo que, desde el siglo V, es un cri­
terio rector incuestionable en la organización de la vida eclesial: ningún obispo
debe ser impuesto. A lo largo de la historia esto ha sido llevado a la práctica de
diferentes formas, pero una insoportable injerencia de los poderes civiles y la
influencia de la eclesiología protestante (negadora del sacramento del orden)
hicieron que la legítima participación del pueblo de Dios quedara suplantada o
pervertida.
Tal injerencia y eclesiología llevaron a que el obispo de Roma se reservara
para sí dicho derecho, movido por la urgente necesidad de defender la libertad
de los prelados y el sacramento del orden, como ministerio constitutivo y consti­
tuyente de la Iglesia católica. Sólo así se garantizaba debidamente la fidelidad de
los sucesores de los apóstoles sólo y exclusivamente al evangelio, y sólo así se
preservaba la apostolicidad de la Iglesia católica.
El concilio Vaticano II sostuvo con toda claridad la libertad de la comunidad
cristiana para elegir a sus obispos, sin consentir ninguna transacción con las
autoridades civiles (CD 20). De ello se hace eco el código de derecho canónico
de 1983, cuando proclama que “en lo sucesivo no se concederá a las autoridades
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civiles ningún derecho ni privilegio de elección, nombramiento, presentación y
designación de Obispos” (377 & 5). Los padres conciliares eran conscientes de
que la crisis galicana había quedado superada. La intromisión de la autoridad ci­
vil en la elección de los obispos pertenecía al pasado, aunque en el presente que­
daran algunos restos de ella, lo que explica su decisión a respetar el privilegio de
presentación de obispos, allí donde se hubiera pactado, junto con su llamada a
renunciar a tal privilegio1.
Además, los padres conciliares tuvieron mucho cuidado en reconocer el
sacerdocio común de los fieles sin confundirlo con el sacerdocio ministerial
(diaconado, presbiterado y episcopado). Y también en diferenciar ambos sacer­
docios, señalando una distinción fundamental entre ellos, no sólo de grado. Al
proceder de esta forma, posibilitaban aproximarse a lo mejor de los aportes de
las iglesias evangélicas, sin renunciar, por ello, a la singularidad del sacramento
del orden según la comprensión católica: el ministro (particularmente, el sacer­
dote y el obispo) no es un simple delegado de la comunidad —como lo es en la
eclesiología evangélica—, sino sacramento de Cristo. Y lo es por la imposición
de manos, la invocación del Espíritu y la presidencia de una Iglesia local.
El Vaticano II reconoce que el sacerdocio común no diluye, ni menos deja
de lado, la identidad cristológica del ministerio ordenado. Y al mismo tiempo,
queda bien articulada con el sacerdocio de todos los bautizados. No oculta ni
disuelve el sacerdocio común de todos los fieles cristianos.
A la luz de estas aportaciones conciliares, no es extraño que reaparezca la
exigencia de recuperar el protagonismo que, tradicionalmente, ha tenido el pue­
blo de Dios en la elección de sus obispos.
Esto no se exige por simple mimetismo con el modo de proceder en las de­
mocracias formales burguesas, sino porque ya se ha superado la injerencia de
los poderes civiles, que provocaron que tal derecho de la comunidad quedase
en suspenso y reservado a la sede primada de Roma. Y, sobre todo, porque el
1. En España el procedimiento acordado con la santa sede el 7 de junio de 1941 para
el nombramiento de obispos era el siguiente. El ministerio de asuntos exteriores, en
contacto con la nunciatura, proponía seis candidatos al Vaticano; la santa sede escogía
tres y, finalmente, el gobierno español elegía a uno de esos tres. En abril de 1968 Pa­
blo VI solicita —en aplicación del concilio— que el estado español renuncie al privi­
legio de presentación. F. Franco contesta dos meses después, argumentando que no se
trataba de un derecho de presentación, sino de negociación, querido en su día por la
santa sede e inscrito en un concordato. Si se cambiaba este punto, sería preciso ir a la
negociación de un nuevo concordato. Una vez instaurada la democracia, el marqués
de Mondéjar entregó la misiva de renuncia el año 1976. Así se daba por concluido un
privilegio que —ejercido desde el siglo XV e interrumpido en la segunda república—
había sido retomado en el régimen de F. Franco.
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Vaticano II ha recuperado para todos los bautizados una dignidad eclesial, que
no es creíble sin ejercer la corresponsabilidad en los asuntos que afectan a la co­
munidad cristiana. Por tanto, sin participar en la elección y nombramiento de los
obispos. Al exigir la devolución de tal derecho, se pide que la autoridad eclesial
sea fiel a una tradición multisecular en la iglesia.
Es hora —se recuerda en muchas comunidades cristianas— de dar la voz
al pueblo de Dios en cuestiones que afectan a la vida ordinaria, sobre todo, en
aquellas decisiones que comprometen su futuro a mediano y largo plazo. Tal es
el caso de la elección del obispo que les ha de presidir.
Ésta es la convicción, bien argumentada, que asiste, por ejemplo, a la gran
mayoría de las iglesias locales catalanas cuando piden intervenir en el nombra­
miento de sus obispos. Tiene raíces muy hondas en su tradición eclesial y se ha
reactivado después del Vaticano II. Y éste es, igualmente, el contexto social y
eclesiológico, en cuyo marco hay que entender el malestar causado entre la gran
mayoría de los miembros que integran los consejos diocesanos de pastoral y
del presbiterio de la diócesis de Bilbao por el modo como se ha procedido en el
nombramiento de Mons. M. Iceta (2008).
Las reiteradas demandas de las iglesias catalanas y la explicitación de dicho
malestar en el caso de la de Bilbao ofrece una magnífica ocasión para refrescar
algunos puntos capitales que reaparecen, periódicamente, en algunas diócesis
cuando se asiste al nombramiento de un nuevo obispo: la normativa jurídica
sobre la elección de los obispos, la teología del ministerio episcopal que la fun­
damenta y su recepción en el postconcilio2.
Comenzamos con el análisis de la actual normativa canónica sobre el nom­
bramiento de obispos que aparece en un canon tan importante como desconoci­
do, al menos en una de las dos vías que reconoce y sanciona.
Se trata del canon 377 & 1: “el Sumo Pontífice nombra libremente a los
Obispos o confirma a los que han sido legítimamente elegidos”.
1. El papa “nombra libremente”
La primera parte del canon formula taxativamente lo que para la gran mayo­
ría de los cristianos parece ser la única vía posible: el papa nombra libremente a
todos los obispos del mundo. Veamos su significado.
La creación del colegio cardenalicio fue una de las determinaciones más im­
portantes en la reivindicación del derecho que tenía la iglesia de Roma a elegir
2. Dejo, por razones de espacio, para una publicación posterior, el estudio de la rica
e interesante intervención de algunas iglesias catalanas en el nombramiento de sus
obispos.
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libremente al papa. A la misma lógica obedece asumir la responsabilidad última
en la elección de los obispos: preservar el derecho del pueblo de Dios a elegir
libremente a sus prelados en armonía con la sede primada. Estando así las cosas,
lo coherente es que —una vez superada la crisis galicana y asumida la verdad
extrapolada en el protestantismo— se restituya al pueblo de Dios el protago­
nismo perdido, armonizado con la responsabilidad que tiene la sede primada de
garantizar la unidad de fe y la comunión entre todas las iglesias.
Sin embargo, no fue éste el interés de los redactores del código de 1983
quienes —al enfatizar, cargados de razones, la libertad papal— descuidaron la
práctica más tradicional, y acabaron sancionando una forma de gobierno eclesial
más próxima al absolutismo político que a la colegialidad y corresponsabilidad
eclesiales.
Semejante opción explica el desarrollo detallado del procedimiento que se ha
de seguir para preservar la libertad del papa en la elección de los obispos, ya sea
diocesanos, coadjutores o auxiliares.
Cuando se trata de elegir un obispo diocesano o un prelado coadjutor,
corresponde al nuncio proponer a la sede apostólica una terna de candidatos,
acompañada de un informe valorativo de los mismos. Al discernimiento aporta­
do por el nuncio hay que añadir el parecer del arzobispo y de los obispos de la
provincia eclesiástica a la que se ha de proveer, así como el del presidente de la
conferencia episcopal. Además, el nuncio tendrá que oír la opinión de “algunos”
miembros del colegio de consultores y del cabildo catedralicio “y si lo juzgare
conveniente, pida en secreto y separadamente el parecer de algunos de uno y
otro clero, y también de laicos que destaquen por su sabiduría” (377 & 3). Éste
es el procedimiento habitual “a no ser que se establezca legítimamente de otra
manera”.
Cuando se trata de la elección de un obispo auxiliar, corresponde al obispo
diocesano solicitante proponer “a la sede apostólica una lista de al menos tres de
los presbíteros que sean idóneos para ese oficio” (377 & 4). También en el inicio
de este canon se indica que se ha de proceder de esta manera “si no se ha provis­
to legítimamente de otro modo”.
Esta normativa canónica merece ser comentada en varios puntos, por su im­
portancia teológica, pastoral y gubernativa: en qué consiste la diferencia entre
estas tres modalidades de ser obispo; la implicación personal del papa y de la
curia vaticana en la elección de los prelados; la responsabilidad del obispo dio­
cesano en la elección de un auxiliar y la relación del obispo con la sede primada
y con su iglesia.
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1.1. La responsabilidad del obispo diocesano en el nombramiento de un
coadjutor y auxiliar
La diferencia entre un obispo coadjutor y otro auxiliar radica en que el pri­
mero de ellos tiene derecho a suceder al titular, mientras que el segundo es un
ayudante. El código de derecho canónico deja ver con toda claridad la diferente
responsabilidad de uno y otro en el mismo procedimiento electivo: el diocesano
y el coadjutor son elegidos por la santa sede a propuesta del nuncio; el auxiliar,
a propuesta del obispo diocesano.
Desde hace tiempo circula una anécdota, no exenta de buen humor, que
ayuda a percibir tal diferencia. Un obispo diocesano (presumiblemente mayor
o enfermo) contaba con la ayuda de otros dos prelados: uno de ellos era coad­
jutor y, por tanto, era el llamado a sucederle, una vez retirado, y, el otro, era
auxiliar. La diferencia sobre el status jurídico de cada uno de ellos la expresaban
los fieles recogiendo la forma desigual de saludar cada uno de ellos al obispo
diocesano, cuando iniciaban cada mañana la tarea. El auxiliar se limitaba a pre­
guntar: “Monseñor, ¿qué hay que hacer hoy?”. El saludo del coadjutor era bien
distinto: “Monseñor, ¿cómo se encuentra esta mañana?”. “Se non é vero, é bene
trovato”... La responsabilidad del obispo diocesano es, pues, muy grande en el
nombramiento de un obispo auxiliar; no así en el de un prelado coadjutor.
Es cierto que el margen de maniobra para los obispos, en cuyas manos se
encuentra, frecuentemente, la decisión penúltima, puede quedar recortado como
fruto de negociaciones con el nuncio o con algunos de los cardenales que inte­
gran el dicasterio. Pero es igualmente cierto que la responsabilidad de presentar
una terna u otra es del obispo titular o diocesano.
1.2. Ordenación absoluta y obispo auxiliar
La figura del obispo auxiliar (no así la del coadjutor) sigue presentando mu­
chas reservas teológicas, por más que su institucionalización sirviera, por ejem­
plo, para renovar el colectivo episcopal durante el pontificado de Pablo VI, tal
como sucedió en España.
Sin embargo, esa forma de ser sucesor de los apóstoles no acaba de distanciar­
se de lo que tan contundentemente sostiene el canon 6 del concilio de Calcedonia
(451), cuando declara nula toda ordenación episcopal que no se efectúe para una
iglesia determinada: “ninguno debe ser ordenado de manera libre ni obispo, ni
diácono, ni en general para funciones eclesiásticas, si no ha sido asignado en
particular a una iglesia de una ciudad o aldea, a una capilla de mártir o a un mo­
nasterio. El santo concilio ha decidido, para los que sean ordenados de manera
absoluta, que la ordenación quede sin efecto y que, por la maldad del que les ha
impuesto las manos, éstos no puedan en parte alguna ejercer (sus funciones)”3.
3. P Th. Camelot, ”Efeso y Calcedonia”, Vitoria, 1971, pp. 240-241.
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Según este canon, lo que habilita para ser considerado sucesor de los apóstoles y
formar parte del colegio episcopal es la ordenación para presidir una comunidad.
La aceptación de esta verdad es de tal entidad, que en el concilio Vaticano I se
planteaba si los obispos sin diócesis tienen derecho a sentarse en el aula conci­
liar, y a participar, por tanto, en los debates y decisiones conciliares.
La vigencia del decreto calcedonense explica, además, que las listas de las
sucesiones episcopales, a veces determinantes para poder atestiguar la verdadera
fe, jamás sean establecidas según la línea de la imposición de manos, sino según
la sucesión en la cátedra, esto es, según la presidencia de una iglesia.
No tiene nada de extraño que bastantes teólogos cuestionen la figura del
obispo auxiliar, a pesar de los esfuerzos actuales por cumplir la formalidad
exigida, adjudicando a estos obispos la presidencia de diócesis antiguas, exis­
tentes en su tiempo, pero sin vida en la actualidad. Es lo que se conoce como el
nombramiento “in partibus infidelium” (“en tierras de infieles”). Decantarse por
esta práctica —con la fragilidad que presenta— indica que sigue pendiente la re­
cepción institucional de la teología conciliar sobre el episcopado, formulada, por
cierto, en conformidad con lo mejor de la tradición eclesial4.
1.3. El peso de la curia vaticana
Es evidente que el sucesor de Pedro no puede gobernar por sí solo una igle­
sia de casi 1.200 millones de católicos, y con más de 4.500 obispos. Necesita de
la curia, y la curia, obviamente, actúa en su nombre.
Pero es igualmente cierto que el papa tampoco puede controlar todos los m o­
vimientos y personas de la curia, ni estar al tanto de todo lo que está en juego,
cuando se están fraguando disposiciones intermedias con el fin de facilitar una
decisión suya. Es entonces cuando se pone de manifiesto el importante papel que
desempeñan los miembros de la curia y el peso de sus convicciones, “filias” y
“fobias”. Nadie pone en tela de juicio que se esfuercen —y la gran mayoría de
las veces así sucede— por anticipar una decisión que sea conforme con lo que
entienden ser las convicciones del papa. Pero es difícilmente refutable que siem­
pre existen márgenes de maniobra en los que frecuentemente tienen una enorme
importancia sus diagnósticos y criterios personales.
Estas grietas, propias de una forma de gobernar muy centralizada y centralizadora, son las que explican la suma importancia de la curia en muchas de las
decisiones que se toman. Y también las dificultades que desde hace tiempo ex­
4. Cfr. H. Legrand, “Les évêques, les églises locales et l’église entière. Évolutions insti­
tutionnelles depuis Vatican II et chantiers actuels de recherche“, en H. Legrand et C.
Theobald, Le ministère des évêques au concile Vatican II et depuis. Hommage à Mgr.
Guy Herbulot, Paris, 2001, pp. 231-260.
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perimentan muchos obispos en su relación con ella. En los últimos decenios, la
curia ha pasado de ser la administración del papa con el colegio episcopal —tal
y como se diseñó en el Vaticano II— a interponerse como un diafragma en la re­
lación sacramental, que vincula a los sucesores de los apóstoles con el obispo de
Roma y a éste con el resto de los prelados dispersos por el mundo.
Es difícil negar la desmedida conciencia que tiene el sector mayoritario de la
curia vaticana de actuar en nombre del papa y de estar, incluso, por encima de
los mismos obispos. Al respecto es paradigmático lo que afirmó A. Amato ante
la problemática recepción de la declaración “Dominus Jesus” sobre el diálogo
interreligioso entre algunos prelados. “Si bien es cierto que la publicación de
observaciones críticas por parte de algunos obispos católicos es señal de libertad
y serenidad de espíritu, plantea, sin embargo, el problema de la recepción de los
documentos magisteriales por parte de los pastores de la Iglesia”5. El documento
tendría que ser “conocido integralmente y previamente estudiado por todos los
obispos y sacerdotes, quienes, el día mismo de la promulgación oficial, tendrían
que hacer interpretaciones autorizadas en la prensa católica, organizando confe­
rencias, encuentros con los fieles, distribuyendo el texto”6.
Cuando se adopta semejante forma de gobierno el peso de la curia es enor­
me y la relación sacramental, que vincula al colegio episcopal y al papa, quede
diluida por la capacidad de gestionar de la curia, incluso cuando se trata de nom­
brar nuevos obispos o de cambiarlos a otras diócesis.
Así, pues, es cierto que el papa “nombra libremente” a los obispos, pero tam­
bién lo es que su intervención en dichos nombramientos se ha de entender —si
se exceptúan algunos casos muy concretos— en sentido lato, es decir, con la
ayuda, frecuentemente determinante, de la curia, y, más en concreto, del dicasterio para los obispos en el que no faltan personas con un protagonismo indiscutido. Y más, si son de la nación a la que pertenecen algunos de los candidatos
presentados —en este caso, por un obispo diocesano— , aunque en el momento
de su presentación haya sido presidente de la conferencia episcopal de su país.
Frecuentemente, un ejemplo ilustra esta singular relación entre la curia vati­
cana y el papa mejor que cualquier argumentación.
En su día fue muy comentado el diálogo entre el obispo Felipe Fernández
y el papa Juan Pablo II en una audiencia concedida a un grupo de prelados
españoles con ocasión de una de las visitas “ad limina”, es decir, la visita que
preceptivamente han de realizar todos los obispos del mundo a la sede primada
cada cinco años.
5. A. Amato, “‘Dominus Jesus’: recezione e problematiche. Una prima rassegna”, Path
1 (2002) 110.
6. Ibid., p. 111.
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En el origen de este diálogo parece ser que estaba el interés de Juan Pablo II
por visitar las ciudades de Ávila y Alba de Tormes en el primero de sus viajes a
España; un interés enraizado en sus trabajos —siendo un joven estudiante— so­
bre san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila. El papa visitó las citadas ciuda­
des el 1 de noviembre de 1982 y tuvo en ellas sendos encuentros con los monjes
y monjas de clausura. Es bien sabido que quedó gratamente impresionado por
los lugares visitados y por los encuentros tenidos, tanto, que retuvo el nombre
del obispo abulense: Monseñor Felipe Fernández.
Años después, el episcopado español realizó un visita “ad limina”. Después
de pulsar la situación de las diferentes diócesis en los dicasterios vaticanos, los
prelados tuvieron una audiencia con Juan Pablo II. Como es de suponer, son
muy pocos los obispos diocesanos que el papa conoce personalmente y por su
nombre. Sin embargo, había uno en el grupo español del que se acordaba per­
fectamente: Monseñor Felipe Fernández, obispo de Ávila. Y así lo identificó y
saludó Juan Pablo II. La reacción de don Felipe fue inmediata:
“Santidad. Soy, efectivamente, Felipe Fernández, pero no soy el obispo de Ávila”.
La sorpresa del papa fue casi mayor que la del obispo tan inusualmente iden­
tificado:
“¿Cómo? ¿No eres el obispo de Ávila?”.
“Efectivamente, Santidad, soy el obispo de Tenerife. Y lo soy desde el año 1991”.
La pregunta de Juan Pablo II fue directa y sorprendente para los no iniciados
en los procedimientos curiales:
“¿Y quién te ha mandado allí?
“Usted, Santidad”
La reacción final del papa expresa con toda elocuencia el peso de la curia
vaticana:
“¿Yo?”.
Esta anécdota —verídica en lo sustancial— muestra perfectamente cómo se
ha de entender la primera parte del canon 377 & 1 cuando sostiene que el papa
“nombra libremente” los obispos.
2. Primado de Pedro y colegialidad episcopal
Una de las asignaturas pendientes de la Iglesia católica no es sólo la relación
del primado papal con los hermanos separados, sino también la manera de ejer­
cer el ministerio petrino, la participación del colegio episcopal en dicho gobierno
y el papel de la curia vaticana.
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El mismo Juan Pablo II lo reconoció el año 1995 en una de sus encíclicas
más memorables e importantes: la forma como se ha ejercido el primado, decía,
ha marcado de recuerdos dolorosos la memoria de muchos cristianos. “Por aque­
llo de lo que somos responsables, con mi predecesor Pablo VI imploro perdón”7.
Un poco más adelante manifestaba su deseo de que el Espíritu Santo ilumi­
nara “a todos los pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos,
por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un ser­
vicio de fe y de amor reconocido por unos y otros”8. Ésta —apuntaba Juan Pa­
blo II— es una “tarea ingente que no podemos rechazar y que no puedo llevar a
término solo. La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos noso­
tros, ¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer
conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos
escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo presente sólo la voluntad
de Cristo para su Iglesia?”9.
El objeto de esta singular propuesta de diálogo ya lo había indicado el papa
un poco antes cuando pedía ayuda para “encontrar una forma de ejercicio del
primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a
una situación nueva”, marcada por una acrecentada voluntad ecuménica10.
Juan Pablo II manifestaba de esta manera su deseo de encontrar una nueva
forma de ejercer el primado en consonancia con los nuevos tiempos. Y lo hacía
distinguiendo entre su sustancia intocable (“lo que es esencial a su misión”) y
las formas históricas en las que se expresa e institucionaliza. Entendía que tal ta­
rea había de realizarse de una manera nueva y diferente, de modo que fuera más
creíble y se pudiera expresar más eficazmente en nuestros días.
Sin embargo, el audaz posicionamiento del papa no ha supuesto un cambio
de rumbo en la forma gobernar la Iglesia. Es más, se ha seguido tomando de­
cisiones que han subrayado el ejercicio absolutista del mismo. Quizá, por ello,
algunas de las respuestas más interesantes a esta petición papal han pasado des­
apercibidas. Y también, quizás por ello, no se han acallado las voces críticas en
el seno de la Iglesia católica. Basten un par de comentarios de dos cardenales de
cierto peso.
El 24 de abril de 2001 el cardenal K. Lehmann declaraba al diario italiano La
Stampa que era necesario convocar un tercer concilio Vaticano para revisar los
7. Juan Pablo II, “Ut Unum sint”, n° 88, Vaticano, 1995. Intervención en el Consejo
Ecuménico de las Iglesias enGinebra, el 12 de junio de 1984.
8. Juan Pablo II, op. cit., n° 95, Homilía en la Basílica deSan Pedro en presencia de Dimitrios I, Arzobispo de Constantinopla y Patriarca ecuménico, 6 de diciembre, 1987,
3: AAS 80 (1988), 714.
9. Juan Pablo II, op. cit., n° 96.
10. Juan Pablo II, op. cit, n° 95.
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actuales planteamientos de la Iglesia católica en materia de liderazgo11. “Hace
tiempo —manifestaba— me parecía inútil pedir la convocatoria de un Concilio
Vaticano III. Sin embargo, seguramente ha llegado ya el momento de pensar de
qué manera deberá tomar la Iglesia sus decisiones en el futuro sobre algunas
cuestiones fundamentales de la pastoral”12.
Está fuera de toda duda —manifestaba a continuación— que el gobierno
eclesial descansa sobre el papa, la curia, los sínodos, las conferencias episco­
pales y el colegio cardenalicio. Nadie discute la autoridad del papa, de la curia
o de los sínodos. Sin embargo —abundaba en su argumentación— es preciso
encontrar alguna fórmula que permita ganar en colegialidad, sobre todo, con las
conferencias episcopales. Además —proseguía— tenemos que seguir ahondando
en el primado del obispo de Roma, no sólo por razones domésticas, sino tam­
bién ecuménicas: “hace mucho tiempo que este tema se está estudiando, aunque
es difícil decir cómo se podría superar. Podrán cambiar las normas sobre las que
se basa el ejercicio de este primado, aunque quedará intacto el fundamento”13.
Éste es igualmente el marco en el que también hay que entender las declaracio­
nes del cardenal brasileño A. Lorscheider, poco antes del consistorio de 2001: “el
papa —manifestaba— es prisionero de los círculos que le rodean y que le separan
de la base de la Iglesia”. En la actualidad hay que reclamar “más descentralización
y más colegialidad”. “La santa sede debe escuchar más a los obispos. Nosotros
estamos en primera línea y sufrimos una burocracia lejana cada vez más sorda”14.
Es cierto que en el postconcilio hubo, fundamentalmente de la mano de Pablo
VI, una primera fase de revalorización del episcopado y de las iglesias locales,
pero también lo es que a esta etapa le siguió otra —que llega hasta nuestros
días— marcada por un estricto encuadramiento en torno a la figura del papa. Se­
mejante giro hunde sus raíces en un diagnóstico socio-eclesial que empezó a ser
asumido por el mismo Pablo VI en el tiempo inmediatamente posterior a la finali­
zación del concilio Vaticano II: el modo como se está procediendo a la recepción
conciliar hace peligrar la unidad de fe y la comunión con el sucesor de Pedro.
La urgencia con que se irá formulando tal diagnóstico llevará a subrayar con
inusitada contundencia la centralidad de la fe en la verdad, y a entender el amor
a partir de su anclaje veritativo. Sólo así —sentenciará J. Ratzinger— se evitará
pactar con la falsedad, la deslealtad, la mentira y el mal. Y sólo así se denunciará
a quienes están dispuestos “a comprar el bienestar, el éxito personal, el prestigio
social y el aplauso de la opinión dominante al precio de la Verdad”15.
11. Cfr. El País, 24 de abril de 2001.
12. Ibíd.
13. Ibíd.
14. Cfr. “La Croix”, mayo de 2001.
15. J. Ratzinger, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia católica ante el nuevo milenio,
Madrid, 1997, pp. 74-75.
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Se entiende que un diagnóstico de este calibre va a afectar a la comprensión
de dos cuestiones de enorme trascendencia para el gobierno de la iglesia: la apli­
cación de LG 25 (que empezará a realizarse desde la “nota explicativa previa”
del final) y el posterior olvido, en el código de derecho canónico de 1983, de lo
que se proclama en LG 27 sobre los obispos.
2.1. La “plenitud del sacramento del orden”, fundamento de la “potestad”
En LG 25 los padres conciliares abordan la cuestión del primado de Pedro.
Según A. Carrasco, el Vaticano II se limitó “a reafirmar plena y cuidadosamente
la definición dogmática (del) primado de jurisdicción”16. Nada más lejano de la
realidad, si se analiza el modo como abordan esta cuestión los padres conciliares
en el Vaticano I y en el Vaticano II.
Es cierto que el primado del papa no fue un tema que suscitara muchos deba­
tes entre los padres conciliares. Se aceptaba —así lo recoge K. Rahner— como
una verdad incuestionada e incuestionable. Sin embargo, ello no impidió que se
dejasen de lado algunas expresiones recibidas del primero de los concilios, y
que se introdujeran determinadas matizaciones buscando encontrar el deseado
equilibrio entre la afirmación del primado y su inexcusable articulación con la
corresponsabilidad, derivada de la sacramentalidad episcopal. Esto se puede
apreciar en la ausencia de una referencia al primado, entendido como primado
de jurisdicción; en la apelación al primado de la sede de Pedro como presidencia
de toda la comunidad en el amor (LG 13); en la vinculación del primado a la
cátedra o sede de Pedro; y en la comprensión de la iglesia universal como “co­
munión de iglesias” incluyendo la iglesia de Roma cuya misión es “presidir toda
la comunidad de amor” (LG 13).
Estas ausencias y matices eran la consecuencia de subrayar la sacramentalidad de toda la Iglesia y, particularmente, del episcopado, comprendido como
“plenitud del sacramento del orden” (LG 12). Tal tesis teológica explica que los
padres conciliares ya no se refieran a las potestades del papa y de los obispos
como concurrentes, sino como coincidentes y reguladas en último termino por la
“potestad suprema”, es decir, por el obispo de Roma y el colegio episcopal con
él “en vistas al bien común” (LG 27).
Según G. Philips, el relator principal de la “Lumen Gentium”, cuando los
padres conciliares se decantan “por la expresión ‘último término’ (‘ultimatim’)
pretenden expresar que el sucesor de Pedro no está continuamente interviniendo
en la administración de las demás diócesis. La autoridad central distribuye las
tareas y ejerce la función de apelación en última instancia para proteger, ya a los
16. A. Carrasco, “Notas a propósito de la recepción en el Vaticano II de la enseñananza
dogmática sobre el primado petrino”, Compostelanum 43 (1998) 435.
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obispos, ya a sus diocesanos”17. La intervención en “ultimo término” de la sede
primada recoge una práctica secular en la Iglesia que tiene su punto de partida
en el reconocimiento de la potestad propia del obispo en la “cura pastoral ha­
bitual y cotidiana” (LG 27), y tiene la instancia ultima en el sucesor de Pedro,
particularmente cuando están en juego la verdad y la unidad de la fe.
2.2. El retorno al primado de jurisdicción
Ésta es —como se puede constatar— una importante afirmación teológica
que incide directamente en la forma de gobernar la Iglesia. y que, sin embargo,
no va a ser recogida por el código de derecho canónico, de modo que queda su­
mida en un silencio postconciliar tan sorprendente como elocuente.
Es evidente que los redactores del código de derecho canónico dan más im­
portancia a la “Nota explicativa previa”, como clave de comprensión de la cons­
titución dogmática sobre la Iglesia. Al proceder de esta manera descuidan que
no se trata de un texto constitucional sino de una interpretación del mismo que
puede traicionar —cuando se constituye en principio interpretativo incuestionado— lo aprobado por los padres conciliares y ratificado por el papa.
La consecuencia —muy probablemente buscada— ha sido una vuelta al
desequilibrio existente antes del concilio y, por tanto, a una recuperación de la
concepción absolutista del poder primacial vigente antes del Vaticano II.
Según esta “nota” el papa puede actuar “según su propio criterio” (“propia
discretio”) y “como le parezca” (“ad placitum”). Ya en su día K. Rahner indicó
que eran afirmaciones poco felices y que nunca hasta entonces se había proce­
dido a una tesis sobre el primado en ese tono. Es cierto, matizaba el teólogo
alemán, que el texto de la nota se auto-corrige cuando apela al “bien de las igle­
sias”, como explicación de este modo de proceder18, pero es innegable que abre
las puertas a una comprensión del texto conciliar en las antípodas de lo explíci­
tamente aprobado y de lo que forma parte del cuerpo constituyente de la Iglesia.
Siendo ésta la lectura incuestionada de la LG, es normal que el ministerio
petrino no sea presentado en el código de derecho canónico como un servicio a
la unidad de la Iglesia sino como una autoridad suprema, investida de un poder
de jurisdicción sobre toda la cristiandad19. Al proceder de esta manera, los redac­
17. G. Philips, “La iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II”, 1, Barcelona, 1966,
p. 436. Cfr. G. Bier, Die Rechtsstellung des Diözesanbischofs, Bonn, 2001, p. 155.
18. K. Rahner, “La colegialidad episcopal”, en G. Barauna (ed.), La iglesia del Vaticano
II, Barcelona, 1966, p. 773.
19. Cfr. B. Ries, “Amt und Vollmacht des Papstes. Eine theologisch-rechtliche Untersu­
chung zur Gestalt des Petrusamtes in der Kanonistik des 19. und 20. Jahrhunderts”,
Münster, 2003, pp. 319-324.
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y n o m b r a m ie n t o d e o b is p o s
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tores del código de derecho canónico de 1983 se limitan a recuperar la formula­
ción del código anterior (canon 196) y dejan de lado las equilibradas aportacio­
nes conciliares entre el primado petrino y la colegialidad episcopal. Es así como
se vuelve, en expresión de A. Antón, a una posición preconciliar20.
El precio que se paga es un regreso —por vía práctica— a la distinción entre
los poderes de orden y de jurisdicción, a la disolución de la sacramentalidad de
la Iglesia y del episcopado y, por tanto, a una lamentable pérdida de la teología
sobre la “potestad sacramental” (LG 22).
No hay que extrañarse de que reaparezca —con inusitada fuerza y por vía
práctica— la teología preconciliar sobre el primado de jurisdicción del papa.
En medio de esta situación, es un alivio constatar que Juan Pablo II se refiera a
la olvidada “potestad sacramental” en este tiempo postconciliar cuando —eva­
luando los problemas que ocasiona la actual forma de gobernar la iglesia— pide
ayuda en la encíclica Ut unum sint21.
2.3. Los obispos no son los vicarios del papa
Como se puede prever, esta manera de entender la relación entre primado pa­
pal y colegio episcopal al margen de la “potestad sacramental” acaba favorecien­
do una concepción absolutista del papado. Las consecuencias de tal deslizamien­
to u olvido son de una enorme importancia cuando hay que abordar el ministerio
episcopal en el conjunto del gobierno eclesial.
Según LG 27, los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y “no deben ser
considerados como los vicarios de los pontífices romanos”. No deja de ser sor­
prendente —una vez más— que el actual código de derecho canónico haya si­
lenciado este punto capital de la doctrina conciliar reservando, al papa los títulos
de “jefe del colegio de los obispos, vicario de Cristo y pastor de toda la iglesia”
(CIC 313), y que haya proclamado consecuentemente que “contra una sentencia
o un decreto del pontífice romano no hay apelación ni recurso” (CIC 333.3).
Semejante proceso de concentración del poder lleva a proclamar, finalmente,
que “pertenece al pontífice romano, según las necesidades de la Iglesia, escoger
y promover las formas según las cuales el colegio de los obispos ejercerá cole­
gialmente su tarea en función de la iglesia entera” (CIC 337.3).
20. Cfr. A. Antón, “Eclesiología postconciliar: esperanzas, resultados y perspectivas para
el futuro”, en R. Latourelle (ed), Vaticano II: balance y perspectivas, Salamanca,
1989, p. 291.
21. Cfr. S. Pié - Ninot, “¿Hacia un ‘ordo communionis primatus’? La recepción católica
y ecuménica del ejercicio del ministerio petrino a partir de la ‘Ut unum sint’”, Gregorianum 89, 1 (2008) 21.
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Esto quiere decir que cada obispo y todo el cuerpo episcopal queda sometido
a la autoridad de la santa sede, a pesar de la autoridad reconocida al ministerio
de los obispos en el concilio Vaticano II. Una vez consumada la concentración
de poder papal, se procede a su reparto en la curia vaticana. Ello explica, por
ejemplo, que la prohibición de apelar o recurrir una sentencia o un decreto del
papa se haya ampliado a las decisiones tomadas por la congregación para la doc­
trina de la fe22.
Tal concentración de poder en la sede primada afecta también a los sucesores
de los apóstoles que son los obispos. Según el canon 380 “antes de tomar pose­
sión canónica de su oficio, el que ha sido promovido al episcopado debe hacer la
profesión de fe y prestar el juramento de fidelidad a la sede apostólica, según la
formula aprobada por la misma sede apostólica”.
Y la formula del juramento de fidelidad vigente desde el 1 de julio de 1987
es del siguiente tenor:
Juro permanecer siempre fiel a la Iglesia católica y al obispo de Roma, su
pastor supremo, al vicario de Jesucristo y al sucesor de Pedro en el prima­
do así como a la cabeza del colegio de los obispos (...). Obedeceré el libre
ejercicio del poder primacial del papa sobre toda la Iglesia, me esforzaré por
promover y defender sus derechos y su autoridad. Reconoceré y respetaré las
prerrogativas y el ejercicio del ministerio de los enviados del papa, que le
representan (...). Daré cuentas de mi mandato pastoral a la sede apostólica
en las fechas fijadas de antemano o en las ocasiones determinadas y aceptaré
muy gustosamente sus mandatos o consejos y los pondré en práctica23.
Estamos lejos de Calcedonia y de toda la teología que tradicionalmente re­
curría al imaginario matrimonial para referirse a la relación del obispo con su
diócesis.
22. “Ratio agendi in doctrinarum examine”, 26 de junio de 1997, art. 27; AAS 89 (1997)
834.
23. Fórmula para el Juramento de fidelidad. Formula qua iusiurandum fidelitatis ab iis
dandum erit qui episcopi dioecesani nominati sunt, 1972 EV S1, pp. 450-453; REspDCan 32 (1976) 379. Juramento de fidelidad de los cardenales, antes de recibir el
capelo cardenalicio: “Yo [nombre y apellidos], cardenal de la Santa Romana Iglesia,
prometo y juro ser fiel desde ahora y para siempre mientras viva a Cristo y a su Evan­
gelio, siendo constantemente obediente a la Santa Iglesia Apostólica Romana, al bien­
aventurado Pedro en la persona del Sumo Pontífice Juan Pablo II y de sus sucesores
canónicamente elegidos; mantener siempre con palabras y obras la comunión con la
Iglesia católica; no revelar a nadie lo que se me confíe en secreto ni divulgar aquello
que podría acarrear daño o deshonra a la Santa Iglesia; desempeñar con gran diligen­
cia y fidelidad las tareas a las que estoy llamado en mi servicio a la Iglesia, según las
normas del derecho”.
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y n o m b r a m ie n t o d e o b is p o s
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Pero siendo grave la situación teológica y eclesial del ministerio episcopal en
el postconcilio, las cosas no han quedado ahí. Ha habido desarrollos posteriores
que han seguido agrandando este olvido de la doctrina conciliar. Probablemen­
te uno de los más sorprendentes ha sido el motu propio “Ad tuendam fidem”
(1998), en el que se sostiene que un obispo, que, por ejemplo, exprese pública­
mente un desacuerdo con el papa en algunas de los puntos doctrinales a los que
se refiere este “motu propio” (particularmente, las llamadas verdades “definiti­
vas”), podría ser “castigado con una pena justa” que, sin llegar a la excomunión,
podría comportar la privación de su oficio, en el caso de que se mantuviera en su
posición después de haber sido debidamente advertido.
A pesar de lo que sostiene la LG 27 (y que no ha sido revocado) y teniendo
presente el canon 48024, el estatuto de un obispo católico en relación con el papa
no está muy alejado del de un vicario general en relación con su obispo.
He aquí otra puntilla —por vía práctica— a la teología conciliar sobre “la
plenitud del sacramento del Orden” (LG 12). Y he aquí la razón principal por la
que han aumentado, en el caso de Suiza, las dificultades para encontrar sacerdo­
tes dispuestos a ser candidatos al episcopado25. Concretamente, en la diócesis de
Lausana-Ginebra-Friburgo ha habido alguien que no ha aceptado ser nominado,
aduciendo no estar dispuesto a suscribir “la sumisión de la inteligencia” a Roma
en la solución de los problemas pastorales locales. Semejantes dificultades se
pueden encontrar en la Suiza germanoparlante. Según reconoció públicamente,
Mons. Koch anduvo buscando durante bastante tiempo un sacerdote dispuesto a
ser obispo auxiliar. El año 1999 ascendían a seis las personas que habían decli­
nado la invitación26.
Pero la capacidad de sorprender que tiene el sector mayoritario de la curia
vaticana no parece tener limites: desde 1997 el obispo diocesano “tiene el deber
de excluir de la discusión tesis o proposiciones —planteadas quizá con la pre­
tensión de transmitir a la santa sede “votos” al respecto— que sean discordan­
tes de la perenne doctrina de la Iglesia o del magisterio pontificio o referentes
a materias disciplinarias reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad
eclesiástica”27. Dicho de otra manera: los obispos tienen prohibido presentar a la
santa sede peticiones de cambio en determinadas decisiones magisteriales o dis­
ciplinarias, en las que no entra en juego el asentimiento de fe sino la “obediencia
24. CIC 480: “El vicario general y el vicario episcopal deben informar al obispo dioce­
sano sobre los asuntos más importantes por resolver o ya resueltos, y nunca actuarán
contra la voluntad e intenciones del obispo diocesano”.
25. Cfr. A. Lepori, “I nuovi leader”, Il Regno-att. 8 (1999) 229.
26. Cfr. J. Martínez Gordo, Los laicos y el futuro de la iglesia. Una revolución silenciosa,
Madrid, 2002, p. 251.
27. Cfr. Congregación para los obispos. Congregación para la evangelización de los pueblos,
“Instructio de Synodis diocesanis agendas”, n IV, 4. AAS 89 (1997) 706-727, IV, 4.
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REVISTA LATINOAMERICANA DE TEOLOGÍA
religiosa”. Es así como se sanciona y refuerza un preocupante aislamiento de la
sede primada en relación con las iglesias locales, y —lo que es igualmente pre­
ocupante— de los obispos con sus respectivas iglesias locales.
Y
la sorpresa se torna en perplejidad cuando se conoce que este mismo crite­
rio es aplicado a la relación que los sínodos episcopales —incluidos los sínodos
continentales— han de mantener con el papa. Tampoco los obispos pueden pre­
sentar peticiones de modificación para alguno de los asuntos reservados a la sede
primada.
Nos encontramos con la eclesiología vigente la víspera del concilio: la je ­
rarquía sofoca la comunión de las iglesias locales —siendo sujetos de derecho e
iniciativa— en el seno de la comunión de la Iglesia entera. La santa sede, si no
se reserva el monopolio de la interpretación de la fe cristiana en todas las cultu­
ras del mundo entero, ejerce, cuando menos, un control estricto y actúa como si
fuera la guía inmediata, conservando —y si es el caso, reclamando— la iniciati­
va en este campo.
Es normal que en una situación eclesial como la descrita hayan caído en
picado la celebración de sínodos, con los problemas anexos que semejante ca­
rencia presenta en la capacidad evangelizadora de las iglesias locales y en el
ejercicio de la corresponsabilidad.
Estando así las cosas, se impone proceder —por fidelidad a la tradición y al
concilio Vaticano II— a un cambio sustancial en la manera de gobernar la Igle­
sia. Una señal en esta dirección sería, obviamente, que el pueblo de Dios volvie­
ra a participar en la elección de sus obispos.
3. El papa “confirma a los que han sido legítimamente elegidos”
Hay lectores del canon 377 & 1 que se fijan únicamente en la primera parte
del mismo. Enfatizan que la elección de los obispos ha de ser libre por parte
del papa, pero desconocen o dejan de lado la segunda parte. Sostiene, con igual
contundencia, que el sumo pontífice “confirma a los que han sido legítimamen­
te elegidos”. Esto es bastante desconocido por muchas iglesias locales: la inter­
vención —ciertamente muy restringida— de algunas diócesis en la elección de
sus obispos.
En la actualidad, unas treinta diócesis alemanas, austriacas y suizas tienen
capacidad —en algunos casos, por derecho concordatario— para intervenir en
la elección de sus obispos, bien sea presentando una terna a Roma o eligiendo
—normalmente por el cabildo catedralicio— a uno de los tres presentados por el
Vaticano. Es un procedimiento mixto que permite alcanzar el tan añorado punto
de equilibrio entre los deseos de la iglesia local y la responsabilidad apostólica
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LA ELECCIÓN Y NOMBRAMIENTO DE OBISPOS
173
del primado. Ésta es una práctica generalizada en todas las diócesis de Suiza que
admite diferentes articulaciones28.
3.1. Basilea, San Gallo, Valais, St. Maurice
Por ejemplo, es habitual que las autoridades civiles de Basilea sean consul­
tadas antes de la elección de un nuevo obispo, y que —lo más importante desde
el punto de vista pastoral y eclesiológico— la investigación de la nunciatura
apostólica sólo pueda realizarse sobre el candidato elegido por el capítulo de la
catedral. A la santa sede le compete ratificar al propuesto o rechazarlo, solicitan­
do otro.
Similar es el procedimiento en la diócesis de San Gallo. Las autoridades
civiles también son consultadas, y la indagación de la nunciatura gira en torno
a los tres candidatos propuestos por el capitulo catedralicio. A la santa sede le
compete elegir uno o pedir la apertura de un nuevo proceso de presentación de
candidaturas, si ninguno de los propuestos en la terna es de su agrado.
En 1918 el Gran Consejo de Valais renunció a la costumbre de elegir obispo
a partir de una lista de cuatro nombres propuestos por los canónigos.
La diócesis de St. Maurice está formada por la abadía del mismo nombre y
algunas parroquias. El abad, aunque no ha de ser obligatoriamente obispo, es
miembro de pleno derecho de la conferencia episcopal. Su nombramiento ha de
salir necesariamente del resultado que arroje la votación democrática realizada
por los 67 miembros, sacerdotes y laicos, que forman parte del capítulo abacial.
3.2. Coira: el caso de Mons. W. Haas
Distinto es el procedimiento en la diócesis de Coira —aunque las opciones y
motivaciones de fondo sean las mismas— ya que es la santa sede la que presen­
ta una lista de tres candidatos y el capítulo catedralicio elige uno. Este procedi­
miento fue aprobado por León XII y renegociado en 1948 (decreto “Etsi salva”).
Es un derecho que, sin embargo, no ha sido respetado en tres de los cuatro
últimos nombramientos. Concretamente, en la última de las ocasiones, el obispo
titular de Coira, Mons. Vonderach, solicitó un obispo auxiliar y el Vaticano nom­
bró un obispo coadjutor el 22 de mayo de 199029. Al proceder a un nombramien­
28. Cfr. J. Martínez Gordo, op. cit., J. - B. Fellay, “Éditorial. Nominations episcopales”,
Choisir, 342 (1988); J. Bruhin, “Coire: une Eglise locale maltraitée”, Choisir, 387
(1992) 12; J. - B. Fellay, “L’affaire Haas: deux visions de l’Eglise”, Choisir, juilletaoût (1990) 14-18.
29. Cfr. A. Lepori, “Coira: la nomina contestata”, Il Regno-att. 14 (1990) 409; ibíd.,
“Verso una diocesi a Zurigo”, Il Regno-att. 18 (1990) 565; ibíd, “Coira: il gruppo di
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to de estas características, se recurría a una artimaña legal: la intervención del
capitulo catedralicio es exigible cuando la sede episcopal queda vacante, cosa
que no sucede cuando se procede al nombramiento de un obispo con derecho a
sucesión. En este segundo caso, la santa sede tiene las manos libres para nom­
brar a quien considere conveniente.
Semejante manera de actuar no fue bien acogida porque hacía peligrar el
ejercicio de un derecho, pues, aunque formalmente se respetara la literalidad del
decreto “Etsi salva”, no se tenía ninguna consideración con su espíritu claramen­
te favorable a nombramientos pactados. Y tampoco fue bien acogida porque la
elección recayó en Wolfgang Haas, sobradamente conocido por sus posicionamientos conservadores, bastante cerrado al diálogo y muy cercano al Opus Dei.
Esto fue interpretado como una maniobra para imponer a una diócesis, mayoritariamente abierta y progresista, un candidato muy alejado a su sensibilidad, en
particular a la feligresía de Zurich. La crisis estaba servida.
La protesta se extendió rápidamente, sobre todo, entre las parroquias y or­
ganizaciones eclesiales de Zurich, que al domingo siguiente hicieron sonar las
campanas en señal de protesta durante un cuarto de hora.
No faltó una minoría que recibió el nombramiento de Mons. Haas con ale­
gría, alabó su coraje, al afrontar la impopularidad a la que se enfrentaba, y elo­
gió su valor para resolver la crisis por la que atravesaba la fe católica en Suiza,
la cual, en su opinión, se manifestaba, entre otros puntos, en la práctica de la
intercomunión eucarística, en la crisis de veneración a María y en el escaso cui­
dado de la comunión con el papa.
Comenzaba un periodo de siete años, marcados por decisiones polémicas,
enfrentamientos y una ruptura seria de la comunión entre Mons. Haas y la ma­
yor parte de los sacerdotes y diocesanos de Coira. El conflicto fue objeto de es­
tudio por parte de la conferencia episcopal suiza en diferentes ocasiones, ya que
en algunos momentos los enfrentamientos llegaron a ser incluso violentos. El
obispo, en vez de buscar soluciones pacificadoras, apoyó las iniciativas de carác­
ter anticonciliar, recibiendo el apoyo de grupos tradicionalistas extradiocesanos,
fundamentalmente de Alemania y Austria.
El asunto adquirió tal volumen que el Vaticano se vio en la obligación de
nombrar el año 1993 dos obispos auxiliares que le ayudaran a atemperar sus
dialogo non può continuare”, Il Regno-att. 8 (1991) 202; ibfd., “Riunione dei vescovi
in Vaticano”, Il Regno-att. 12 (1991) 394; ibfd., “Haas e Coira: Dal caso ai proble­
mi”, Il Regno-att. 20 (1991) 666; ibfd., “Coira interviene il governo”, Il Regno-att.
4 (1992) 108; ibfd., “Coira: tre vescovi per ritrovare l’unità”, Il Regno-att. 8 (1993)
200; ibfd. , “Colmare i fossati. Intervista a Mons. Henrici”, Il Regno-att. 16 (1993)
475; ibfd, “Haas se ne deve andare”, Il Regno-att. 22 (1996) 655; ibfd, “Coira: senza
via d’uscita”, Il Regno-att. 2 (1997) 17. ibid., “Da Coira a Vaduz”, Il Regno-att. 2
(1998) 17; ibfd., “I nuovi leader”, Il Regno-att. 8 (1999) 229.
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LA ELECCIÓN Y NOMBRAMIENTO DE OBISPOS
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actitudes y a tomar decisiones más conciliadoras y menos agresivas: Mons. P
Henrici y P. Vollmar. Tres años después, en 1996, ambos obispos auxiliares con­
fesaban no haber alcanzado el objetivo para el que habían sido nombrados.
La misma conferencia episcopal suiza acabó reconociendo que la situación
se presentaba “objetivamente casi sin vías de salida”, y que había fracasado
“el intento de solución” con el nombramiento de los auxiliares. Valoraban, par­
ticularmente, como muy positivo, los esfuerzos realizados por Mons. Henrici y
Vollmar en la recomposición del tejido eclesial, y constataban una “grave falta
de confianza” entre la iglesia diocesana y el obispo titular. Concluían mani­
festando que la llave para la solución se encontraba únicamente en Coira y en
el Vaticano, y que, concretamente, pasaba “por un cambio de personas” (5 de
diciembre, 1996).
Mons. Henrici, obispo auxiliar, declaraba a finales de 1997 que el conflicto
no giraba sólo sobre una visión más o menos conservadora de la Iglesia, o en
torno al lugar de las mujeres y de los laicos en la comunidad cristiana. Se trata
—matizaba— de la estructura sacramental de la Iglesia, de la colaboración de
los laicos en el servicio eclesial y del papel del sacerdote en las parroquias30.
El 2 de diciembre de 1997 Mons. Haas fue nombrado arzobispo de Vaduz,
Liechtenstein, y hacía su entrada en la catedral el 20 del mismo mes. Es una
diócesis de nueva creación que comprende el territorio del Principado de Lie­
chtenstein, estado soberano entre Suiza y Austria, con 22.000 católicos y una
veintena de sacerdotes. La doble decisión —creación de una nueva diócesis y
nombramiento de Mons. Haas— tampoco gustó a la mayor parte de los nuevos
diocesanos ni al gobierno ni al parlamento del principado. Sin embargo, contó
con el “placet” del príncipe.
Se cumplía la máxima, que, al decir de algunos especialistas en la curia va­
ticana, suele presidir sus rectificaciones, o cuando se trata de personas que le
son fieles, pero que no han acertado en su gestión: “ascendatur ut removeatur”,
es decir, para retirarle del encargo que le fue confiado se le asciende a una res­
ponsabilidad formalmente mayor, pero de escaso o nulo contenido. Es la manera
que tiene la curia vaticana para no desautorizar a la persona, y es también la
estrategia que emplea para no reconocer —al menos, explícitamente— el error
cometido por los responsables de su nombramiento.
El sucesor del obispo W. Haas, Monseñor Amadeo Grab, tuvo que invertir
una buena parte de su tiempo intentando recuperar los cauces de diálogo rotos y
en restañar la herida de una comunión seriamente deteriorada.
30. APIC, 8 de diciembre de 1997.
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REVISTA LATINOAMERICANA DE TEOLOGÍA
3.3. El caso de la Iglesia de Colonia
Otro conflicto similar al de Coira fue vivido entre la diócesis de Colonia y
el papa Juan Pablo II por el nombramiento de Mons. J. Meissner. También la
iglesia alemana experimentó que la intervención del pueblo de Dios en el nom­
bramiento de sus obispos no gusta en la curia vaticana31.
En este caso, el cabildo no se sintió capacitado para escoger un candidato de
la lista propuesta en 1988. Ninguno le parecía idóneo. Concretamente, las obje­
ciones formuladas en contra de la candidatura de Mons. J. Meissner se centraban
en haber estado toda su vida en la República Democrática Alemana, y ser, por
ello, una persona que desconocía la situación pastoral y social de Alemania del
Oeste. Por ello, el cabildo catedralicio decidió solicitar una nueva lista, a lo que
el papa se negó.
El presidente de la conferencia episcopal alemana negoció con Roma, tra­
tando de llegar a una solución amigable y a un equilibrio de intereses. El mismo
gobierno alemán intervino, recordando el respeto que se debía al acuerdo con­
cordatario, en el que se aseguraba al cabildo el derecho de elección.
A su vuelta de Roma, Mons. K. Lehmann declaró a la televisión que el papa
quería que el nuevo obispo de Colonia fuera Mons. Meissner y que se sentía au­
torizado a proceder a su nominación, una vez que el cabildo había sido consulta­
do, aunque no se hubiera decantado por ninguno de los candidatos presentados.
Este comportamiento fue considerado en Alemania como una utilización de
la jurisdicción contra el sentido del derecho, y reabrió el debate sobre la opor­
tunidad de que en la Iglesia exista una “lex fundamentalis” que —conforme al
espíritu del evangelio— acabe obligando a todos, incluido el papa. Coherente­
mente, se lamentó la inexistencia de una instancia eclesial que proponga —a
semejanza de los tribunales constitucionales— una interpretación conforme al
sentido del derecho.
3.4. Algunas reflexiones
El conocimiento de esta segunda vía y las dificultades que ha experimentado
su aplicación durante el pontificado de Juan Pablo II se presta a algunas conside­
raciones.
3.4.1.
La curia y la comunión eclesial
La decisión finalmente tomada en el caso de la diócesis de Coira muestra
cómo la disposición y el procedimiento seguidos no han sido correctos, y que
31. Cfr. P Hünermann, “Autorité épiscopale et primatiale dans l’église catholique alle­
mande”. L&V 247 (2000) 76-77.
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LA ELECCIÓN Y NOMBRAMIENTO DE OBISPOS
177
el cuidado de la comunión es algo que no sólo atañe a los fieles en relación
con sus obispos y con el papa, sino también a la curia y a los prelados con
sus fieles. La crisis vivida ha permitido caer en la cuenta de la necesidad de
operativizar de manera creíble la imagen espiritual y teológica, que —desde
Calcedonia— entiende la relación entre el obispo y la diócesis en términos del
imaginario matrimonial.
La relación del obispo con su diócesis también está presidida por un equili­
brio permanentemente inestable, que pasa por articular sin confundir y por dis­
tinguir sin separar la cercanía y la exigencia, el aguijón y la caricia, la crítica y
la acogida. Cuando la caricia no está contrapunteada por el aguijón que se nutre
de la fidelidad al evangelio, se incurre en compadreo y camarillismo. Pero cuan­
do el aguijón no está articulado con la caricia, aparece el autoritarismo y, parejo
con ello, se fomenta la desafección y el alejamiento.
El cuidado de la comunión se encuentra, por tanto, en la entraña misma del
ministerio episcopal y de su instrumento administrativo, lo que es toda curia, no
sólo la vaticana.
3.4.2. El rechazo de una tradición bimilenaria
Los casos de Coira y Colonia muestran también que a la actual curia vaticana
no le gusta que el pueblo de Dios intervenga —aunque sea mínimamente— en el
nombramiento de sus obispos.
Tal derecho tradicional sigue siendo considerado como una injerencia o un
privilegio que obstaculiza la libertad del papa para elegir a los que la curia vati­
cana considere idóneos. Este diagnóstico —y la mentalidad que genera— es lo
que acaba poniendo trabas a la aplicación de la segunda parte del canon 377 &
1. Pensar en su universalización se antoja un sueño imposible, pero en la entraña
de la fe cristiana está esperar contra toda esperanza e insistir a tiempo y a des­
tiempo, con ocasión y sin ella.
La legítima e histórica reacción de la sede primada frente a las injerencias
de los poderes civiles en el nombramiento de los obispos y el temor a la pro­
pagación de eclesiología protestante se han transformado actualmente en una
intervención casi exclusiva y excluyente. No hay interés alguno por restituir la
capacidad de intervención de las iglesias locales en la elección de sus respecti­
vos obispos.
3.4.3. Recuperar la “catolicidad” en la elección de los obispos
Pocos discuten el acierto de que la sede primada se reserve la última palabra
en la gran mayoría de las elecciones episcopales frente a las inaceptables inje­
rencias galicanas y la extensión de la eclesiología protestante. Son igualmente
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REVISTA LATINOAMERICANA DE TEOLOGÍA
pocos los que niegan, argumentadamente, la tesis de que en el postconcilio se
ha realizado una relectura de la constitución dogmática sobre la iglesia desde la
“nota previa explicativa”. Y son todavía menos los que niegan que el temor de la
curia vaticana a un gobierno policéntrico —liderado por las conferencias episco­
pales— ha propiciado reactivamente una mentalidad centralista y centralizadora.
Todo esto es indudable. Cuando se potencia una forma de gobierno presidida
por el encuadramiento en torno a la sede primada también se hace peligrar el
equilibrio inestable —propio de la lógica católica— entre primado y colegialidad, iglesia local e iglesia universal, y, por el otro extremo, entre responsabilidad
evangelizadora e intereses humanos difícilmente compatibles con dicha respon­
sabilidad. Por eso, la elección de los obispos ha sido —en la tradición más vene­
rable y prolongada de la iglesia— el resultado de un acuerdo “católico” entre la
voluntad de los fieles directamente concernidos y la responsabilidad de la sede
primada en velar y garantizar la unidad de fe y la comunión eclesial.
Apelar exclusivamente a la elección de los obispos por votación popular
puede presentar, si se llega al extremo, algún riesgo de fidelidad al evangelio.
Un ejemplo sería la hipótesis de una diócesis mayoritariamente xenófoba y ra­
cista que acabara eligiendo un obispo racista o xenófobo. Hay ocasiones en las
que la elección democrática y la fidelidad debida al evangelio pueden colisionar.
Esta cautela es la que ha estado fundamentando una necesaria “reserva” papal
(“reservatio”) en toda elección. Semejante cautela pasaba por la necesidad de
que la sede primada confirmara, ratificara o “reconociera” (“recognitio”) a los
legítimamente nombrados. Pues bien, esta responsabilidad de garantizar la fide­
lidad debida al evangelio es la que sigue fundamentando en nuestros días la con­
veniencia de que la sede primada siga teniendo dicha “reserva” en la elección de
cualquier obispo. Sin embargo, cuando la legítima y necesaria “reserva” acaba
independizándose y desoyendo el parecer de la iglesia local a la que va destina­
do el obispo elegido, también se incurren en crasos errores, como ha sucedido en
la historia de la Iglesia y sigue sucediendo en la actualidad.
Es cierto que el código de derecho canónico faculta al nuncio para consul­
tar (en algunos casos) a determinadas personas. Pero también es cierto que di­
chas consultas son insuficientes si se pretende recoger el sentir mayoritario del
pueblo de Dios. Los procedimientos arbitrados no respetan como sería desea­
ble la “lógica católica” que ha de presidir toda la vida de la Iglesia y también,
obviamente, su organización, su funcionamiento interno y la elección de sus
obispos. Cuando no se cuida debidamente dicha “lógica católica” no sólo se
puede caer en el error de elegir un obispo racista o xenófobo, sino que también
se pueden sacrificar diócesis enteras por criticables intereses (frecuentemente
políticos) de personas influyentes en la curia vaticana. Baste como recordato­
rio un botón de muestra.
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LA e l e c c i ó n
y n o m b r a m ie n t o d e o b is p o s
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Los canónigos ginebrinos nombraron a finales del siglo XV e inicios del XVI
candidatos para obispos que Roma rechazó porque se decantaba a favor de can­
didatos cercanos a la familia Saboya. Ello hizo que quienes estaban contra esta
casa ducal tomaran sus distancias frente a un obispo-príncipe que había sido, al
menos hasta entonces, el garante de su independencia, y que solicitaran la ayuda
de la Berna reformada. Es así como Roma sacrificó Ginebra a sus intereses polí­
ticos en Italia, lo que fue nefasto para la Iglesia suiza.
Es un ejemplo duro y contundente, que puede parecer extremo e imposible
en nuestros días. Pero una vez expuesta la situación extrema, es posible imaginar
(y a veces la realidad supera a la imaginación) los diagnósticos e intereses cruza­
dos —y hasta enfrentados— que entran en juego en el nombramiento de algunos
obispos. Y, obviamente, también en el nombramiento de los obispos para unas
diócesis tan singulares como son las del país vasco. El precio pagado —o no
pagado cuando se ha procedido con cierta mesura— está a la vista de quien lo
quiera ver.
Por tanto, una vez superada la época lamentable de las injerencias del poder
civil en la elección de los obispos (aunque no del todo), es urgente recuperar la
“lógica católica” que ha presidido la tradición casi bimilenaria de la Iglesia en la
elección de sus pastores. El respeto debido a dicha “lógica católica” sigue afec­
tando por igual en nuestros días —como así sucedió en el pasado— a las iglesias
locales y a la sede primada.
Por eso, lo normal es que el cuidado y operativización de dicha “lógica cató­
lica” pase por un acuerdo en el que se indiquen los procedimientos que se van a
activar con el fin de garantizar la voluntad del pueblo de Dios (“ningún obispo
impuesto”) y el reconocimiento papal de que la elección realizada garantiza la
ineludible fidelidad al evangelio del elegido (el cuidado de la “reservatio” y “recognitio” papales).
4. El nombramiento de obispos en las Iglesias católicas orientales
El Vaticano II se refiere a las Iglesias católicas orientales, y reconoce su im­
plantación apostólica, su unidad de fe y su comunión con el sucesor de Pedro.
También indica que estas comunidades —minoritarias en Oriente— se han re­
unido en numerosos grupos estables, orgánicamente vinculados por ritos litúrgi­
cos propios, por herencias teológicas y espirituales propias y por una disciplina
eclesiástica propia. Con este modo de proceder han mostrado que en ellas se
“manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa”32.
Éstas son iglesias que, a pesar de la ruptura de comunión entre Oriente y
Occidente, han conservado la unión con la sede primada de Roma o se han re­
32. LG 23. Cfr. ibíd., OE 1-4.
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REVISTA LATINOAMERICANA DE TEOLOGÍA
incorporado en un momento posterior a la comunión católica. Suelen ser comu­
nidades minoritarias en países de confesión mayoritariamente ortodoxa, o donde
otra religión es más numerosa. Incluso se puede tratar de pequeñas comunidades
que, procedentes de estos países orientales, han emigrado a Occidente.
Los fieles de estas confesiones se encuentran fuera de la jurisdicción de los
obispos de rito latino, y no se rigen por el código de derecho canónico, sino por
el código de los cánones de las iglesias orientales, promulgado por Juan Pablo II
en 1990 y vigente desde 199133. En este código, se respeta el derecho de las Igle­
sias católicas orientales a “regirse según sus respectivas disciplinas peculiares”34.
Por lo que toca al nombramiento de obispos, ante esta singular realidad
eclesial, se hace uso de procedimientos diversificados y pactados entre las res­
pectivas Iglesias y la sede primada. Esto lo recoge el mismo concilio Vaticano
II, cuando proclama que “los patriarcas con sus sínodos constituyen la instancia
superior para todos los asuntos del patriarcado, sin excluir el derecho de erigir
nuevas eparquías (diócesis) y de nombrar obispos de su rito dentro de los límites
de su territorio patriarcal, sin prejuicio del derecho inalienable del romano pontí­
fice de intervenir en cada caso”35. Y lo que se dice de los patriarcas, vale para los
arzobispos mayores que presiden toda una Iglesia local o rito36.
Semejantes principios teológicos llevan a que en el nombramiento de obispos
se respete escrupulosamente el espíritu pactado que fundamenta la segunda parte
del canon 377 & 1 en el rito latino. La particularidad es que, mientras en una
treintena de iglesias locales de Occidente interviene el cabildo catedralicio, en
las de Oriente dicho papel es ocupado por el sínodo de obispos. Siendo éste el
criterio fundamental, lo excepcional es un nombramiento episcopal sin consulta,
algo que, por otra parte, también sucede —sobre todo cuando se trata de iglesias
perseguidas o muy debilitadas.
Así, por ejemplo, en el caso de las Iglesias patriarcales (maronita, copta, ar­
menia, siria, caldea y greco-católica melquita) es el sínodo patriarcal el que elige
los obispos a partir de una lista de candidatos previamente aprobada por la santa
sede. Corresponde, igualmente, a dicho sínodo patriarcal elegir al patriarca, que,
una vez votado, es proclamado y entronizado sin la intervención del papa, a quien
se solicita en un momento posterior su “comunión”, es decir, su conformidad.
En las iglesias arzobispales mayores compete al sínodo elegir al arzobispo
mayor, pero, a diferencia de las iglesias patriarcales, debe ser confirmado por
33. “Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium”, Città del Vaticano, 1990. Cfr.
ibíd., M. Brogli, “Le chiese sui iuris nel Codex Canonum Ecclesiarum Orien­
talium”, Revista española de derecho canónico, 131 (1991) 517-544
34. OE, 5.
35. OE, 9.
36. Cfr. OE 10.
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LA e l e c c i ó n
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el obispo de Roma antes de ser entronizado. Forman parte de esta unión la
Iglesia greco-católica ucraniana, la greco-católica rumana, la siro-malabar y la
siro-malankar.
La congregación de las Iglesias metropolitanas autónomas —o sui iuris—
está formada por las comunidades católicas etíope, la greco-católica eslovaca y
la católica bizantina en América. En el caso de estas iglesias, es el concilio de
obispos el que envía una lista de tres o más candidatos a la sede primada, corres­
pondiendo al papa elegir a uno de entre los propuestos.
Finalmente las Iglesias orientales autónomas o sui iuris se agrupan en dos
secciones: las que tiene jerarquía propia y las que carecen de ella.
En el caso del primer grupo, el obispo es elegido directamente por el sucesor
de Pedro, entre otras razones, porque carecen de sínodo o concilio. Forman parte
de este grupo la Iglesia católica bizantina búlgara, la bizantina húngara, la bizan­
tina ítalo-albanesa, la bizantina griega, la bizantina rutena, la greco-católica de
Croacia, Serbia y Montenegro, así como la greco-católica de Macedonia.
El segundo grupo de Iglesias está integrado por la Iglesia católica bizantina
albanesa, la bizantina rusa y la greco-latina bielorrusa. Son comunidades católi­
cas que carecen, hasta el momento, de jerarquía propia por diferentes motivos.
Lo común a todas ellas es que han padecido la persecución comunista e, inclu­
so, alguna de ellas todavía la sufre en el caso del exarcado apostólico de China
(de la Iglesia católica bizantina rusa), que depende de obispos de rito latino. En
cambio el exarcado de Rusia —de la misma Iglesia católica bizantina rusa— de­
pende de los obispos latinos y ucranianos.
Diferentes son las decisiones tomadas por la sede primada de Roma en el
caso de la Iglesia católica bizantina albanesa. Se trata de una pequeña Iglesia
catalogada como de rito oriental, que, sin embargo, está presidida por un obispo
latino: el administrador apostólico del sur de Albania.
La Iglesia greco-latina bielorrusa es la más numerosa de esta congregación,
pero la Santa Sede no ha nombrado todavía obispo alguno como consecuencia
de las diferencias con el Patriarcado Ortodoxo de Moscú. Sus fieles dependen
directamente de la Congregación para la Iglesia Oriental.
Más allá de las singularidades de cada Iglesia, es manifiesto el exquisito trato
que recibe cada una de ellas por parte de la sede primada. Como también lo es el
protagonismo de estas iglesias locales en la elección de sus respectivos obispos
y el papel subsidiario del sucesor de Pedro cuando no es posible tal protagonis­
mo. En semejante procedimiento se sigue visualizando la tradición católica más
genuina y lo excepcional de una intervención de la sede primada al margen de
dichas iglesias Estamos lejos, afortunadamente, de los recelos que provocó la
aplicación de la segunda parte del canon 377 & 1 en algunas de las diócesis centroeuropeas.
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5. Conclusión
Siendo ésta la situación, lo deseable es que aumente el número de iglesias
locales que eligen a sus obispos y el papa los confirme.
Tal petición no entra en colisión con la habitual consulta a los obispos de las
iglesias cercanas, al arzobispo de la región eclesiástica y al presidente de la con­
ferencia episcopal. Más bien, se complementa con ella, enriqueciéndola.
Obviamente, una iniciativa de este estilo tendría que ser debatida y aprobada
tanto por el Consejo Presbiteral como por el Consejo Pastoral Diocesano (donde
lo haya). Evidentemente, tendría que ser discernida y avalada por el obispo dio­
cesano.
Y
si el obispo no lo considerara oportuno, siempre es posible apelar a LG 37
y al canon 212 & 2 & 3 donde se recuerda que los fieles tienen el “derecho” y
el “deber” “de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que
pertenece al bien de la Iglesia”.
Con este fundamento jurídico, se podría dirigir personal o colectivamente
una solicitud al papa que podría que ser coordinada por los vicepresidentes del
consejo pastoral diocesano y del consejo presbiteral.
Los términos y el tenor de esta carta podrían ser, más o menos, los siguientes:
“A Benedicto XVI, obispo de Roma:
Como miembros de la diócesis de .................solicitamos que nuestra iglesia
local forme parte del colectivo de comunidades cristianas a las que se aplica el
canon 377 & 1 en su segunda parte con el fin de que confirme, como sucesor de
Pedro, a los candidatos para el ministerio episcopal libremente elegidos.
Avalan esta petición el contrastado rechazo de esta iglesia local a cualquier
injerencia de los poderes civiles en el nombramiento de sus pastores, su neta
proclama de la raíz cristológica del ministerio ordenado, su trayectoria de un go­
bierno crecientemente corresponsable y su firme voluntad de vivir en comunión
con las restantes iglesias locales.
Nos gustaría que esta solicitud no fuera comprendida como la demanda de
un privilegio sino como la puerta abierta para recuperar una tradición venerable
y bimilenaria. Y que, además, fuera una puerta que pudieran traspasar todas las
iglesias que así lo soliciten y que presenten las garantías adecuadas.
Esperamos que tenga en cuenta esta petición y que arbitre el procedimiento
pactado que se estime más idóneo para recuperar una tradición que articulaba
respetuosamente la voluntad del pueblo de Dios y la responsabilidad de la Sede
Primada por conservar la unidad de fe y la comunión eclesial”.
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América Latina en estado de misión
Víctor Codina, S.J.,
Universidad Católica Boliviana,
Centro de Espiritualidad Ignaciana,
Cochabamba, Bolivia.
1. De la Lumen Gentium al decreto A d Gentes
En una reunión del equipo pastoral que trabajamos en la parroquia suburbana
de Santa Vera Cruz, ubicada en la zona del Sur, la más pobre de la ciudad de
Cochabamba, en Bolivia, unas religiosas recién llegadas para vivir insertas en un
barrio muy pobre, se cuestionaban sobre cómo actuar pastoralmente con la gente
del barrio. Es un barrio de reciente formación, sus habitantes son emigrantes
provenientes de otras zonas del país. En el barrio no hay agua, ni alcantarillado,
ni electricidad. Hay problemas sobre loteamiento de las tierras y recogida de ba­
suras. Mucha gente desocupada vive de una economía sumergida.
Con un gran sentido común, humano y cristiano, las religiosas habían optado
por acercarse primero a la gente, escuchar y conocer sus problemas, ser buenas
vecinas, visitar las casas, reunir a los niños, asistir a las asambleas de las juntas
vecinales... Más adelante empezarían a formar comunidad, buscarían un lugar
de reunión, evangelizarían a los niños.
Entonces intuí claramente, y así se lo comuniqué a los participantes de la re­
unión pastoral, que había que pasar de la constitución Lumen gentium al decreto
Ad gentes. Sólo lo insinué, sin explicarlo en detalle, y seguramente no se enten­
dió mi propuesta. Quisiera ahora desarrollar y justificar qué significa y por qué
pasar de la Lumen Gentium al decreto A d gentes.
2. Iglesia, ¿qué dices de ti misma?
Pablo VI en su discurso de apertura de la segunda sesión del Vaticano II pi­
dió a los obispos que trabajaban el esquema sobre la Iglesia, que respondiesen a
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la pregunta: “Iglesia ¿qué dices de ti misma?”1. A esta cuestión intentó responder
el Vaticano II con la constitución dogmática Lumen Gentium: la Iglesia radica en
el misterio trinitario de Dios (LG I), es pueblo de Dios, un pueblo mesiánico que
tiene a Cristo por cabeza (LG II), llamado a la santidad (LG V), que camina ha­
cia la escatología (LG VII), constituido por jerarquía (LG III), laicos (LG IV) y
vida religiosa (LG VI), y que tiene a María por modelo, prototipo y signo de es­
peranza (LG VIII). Esta Iglesia de Cristo que subsiste en la Iglesia católica (LG
8), tiene estrechos vínculos con los cristianos no católicos (LG 15), pero también
se relaciona con los no cristianos, ya que Dios quiere que todos se salven y la di­
vina providencia no niega sus auxilios necesarios para la salvación a cuantos se
esfuerzan por vivir una vida recta (LG 16).
Lumen Gentium presenta de hecho una Iglesia ya establecida y plenamente
constituida, tal como se considera que existe en los países de tradición católica,
aunque reconoce el carácter misionero de la Iglesia, la necesidad de enseñar y
bautizar a todas las gentes, conforme al mandato evangélico (Mt 28, 18-20), de
enviar evangelizadores a todo el mundo (LG 17).
Gaudium et spes reflexionará sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo,
la Iglesia “ad extra”, pero la dimensión propiamente misionera de la Iglesia se
expone en el decreto A d gentes. Este decreto en el transcurso de las discusiones,
por influjo sobre todo de Congar y Ratzinger, pasó de ser un texto sobre “las mi­
siones” a convertirse en un decreto sobre la actividad misionera de toda la Iglesia2. La Iglesia peregrina es misionera por su misma naturaleza y esta dimensión
misionera nace del designio del Padre (AG 2), de las misiones del Hijo y del
Espíritu (AG 3-4) y se dirige a toda la humanidad. Su finalidad es la evangelización y la implantación de la Iglesia en los grupos humanos donde todavía no
ha arraigado la fe. Se refiere a los territorios llamados comúnmente “misiones”,
a los grupos humanos que no creen en Cristo. El decreto distingue claramente la
actividad misionera en los territorios que todavía no conocen a Cristo y en los
cuales todavía no hay una Iglesia local madura, de la actividad pastoral en los
que ya son católicos (AG 6).
Frente a estos pueblos a donde no ha llegado todavía el anuncio del evan­
gelio, Ad gentes propone una pedagogía misionera peculiar: testimonio de vida,
diálogo cultural, reconocer las semillas de la palabra allí presentes (LG 11), so­
lidaridad y caridad sobre todo con los pobres y afligidos como hizo Jesús en su
tiempo, colaboración en lo económico y social (AG 12) y, cuando sea oportuno,
anuncio del evangelio y llamado a la conversión (AG 13), admisión al catecu1. Pablo VI, Discurso de Apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, 29
septiembre de 1963.
2. J. Gorsky, Lo que cada católico debe saber sobre “las misiones”, la actividad misio­
nera, la misión “ad gentes”y la evangelización, Cochabamba, 2007, pp. 6-8.
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AMÉRICA LATINA EN ESTADO DE MISION
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menado y a la iniciación cristiana como en la Iglesia primitiva (AG 14), forma­
ción de la comunidad cristiana (AG 15), suscitar y cultivar los ministerios para
constituir un clero local (AG 16), formar catequistas laicos (AG 17), promover
la vida religiosa tanto activa como contemplativa (AG 18), hasta ir formando
Iglesias particulares arraigadas y establecidas que puedan a su vez ser misione­
ras en otros territorios por evangelizar (AG 19-22).
El resto del decreto trata de los misioneros y de los institutos que trabajan en
las misiones (AG 23-27), de la ordenación de la actividad misionera (AG 28-34)
y de la cooperación de toda la Iglesia con estas misiones (35-42), en estrecha
conexión con la congregación para la propagación de la fe (AG 29).
Pero este decreto, aunque pasa de las “misiones” a la “actividad misionera”
de toda la Iglesia, distingue claramente la actividad pastoral entre los fieles de
la actividad misionera entre los infieles. El concilio Vaticano II distingue, pues,
claramente dos situaciones o momentos eclesiales diferentes: la Iglesia estable­
cida y constituida (LG) y la Iglesia que envía misioneros a territorios no evan­
gelizados donde ella no está presente (AG). Lumen Gentium posee un carácter
más estático y conservador, mientras Ad gentes es más dinámico, constituye una
verdadera eclesiogénesis, se nos describe cómo hacer nacer la Iglesia en lugares
donde no estaba presente.
Los dos documentos se refieren a dos sectores eclesiales claramente diferen­
ciados, que corresponden básicamente a zonas geográficas determinadas: Europa
y América, por una parte, que necesitan una atención pastoral ordinaria (LG),
Asia y África, por otra parte, que requieren una actividad misionera (AG).
3. La situación eclesial está cambiando
Después de casi 50 años del Vaticano II la situación de la Iglesia ha cambia­
do profundamente en todo el mundo.
Esta mutación no se debe sólo al Vaticano II, como algunos han hecho creer,
sino que ya venía de lejos. Ya en 1943 el libro del abbé Godin Francia ¿país
de misión? alertó sobre el fenómeno de la descristianización de Francia, nación
considerada durante siglos como la hija predilecta de la Iglesia. Muchos se es­
candalizaron, pero el proceso ha seguido adelante.
K. Rahner, ya desde antes del Concilio, afirmaba que se estaba pasando de
una Iglesia de masas ( Volkskirche), fuertemente unida a la sociedad y a la cultura
cristiana, típica de la época de cristiandad, a una Iglesia de pequeña grey, mino­
ritaria, a un cristianismo de diáspora, donde los cristianos lo serían no por simple
tradición sociológica, sino por convicción personal, con una verdadera calidad
cristiana3. Se hizo célebre la afirmación del gran teólogo alemán de que el cris­
3. K. Rahner, Cambio estructural en la Iglesia, Madrid, 1974, pp. 31-43.
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tiano del siglo XXI o será místico o no será cristiano4. Se pasa de una Iglesia de
masas a una comunidad de creyentes. La iglesia de cristiandad, ciertamente en
muchos lugares, todavía no ha desaparecido ni hay que hacerla desaparecer, pero
—dice Rahner— tiene un carácter residual, por más que a algunos esto les duela
y no lo acepten, añorando siglos pasados.
El teólogo Ratzinger hace ya años, en una entrevista con P. Seeweld, afirma­
ba en términos proféticos que la Iglesia del futuro se reduciría numéricamente,
sobre todo en Europa, y que ya no se podría identificar la Iglesia con el pueblo.
Le llovieron muchas críticas antes estas afirmaciones, pero la historia le ha dado
la razón5.
La división tan neta del Vaticano II entre una Iglesia ya establecida y estruc­
turada (LG) y una Iglesia en germen en zonas geográficas y jurídicas de misión
a pueblos “paganos” (AG), ha desaparecido en buena parte. Ahora, la Iglesia se
halla toda ella “en estado de misión”, misión no sólo para a zonas geográficas
alejadas donde viven los pueblos llamados “infieles o paganos” (lo que se llama­
rá luego misión “ad gentes”), sino misión hacia grupos humanos muy diversos
que viven en territorios de tradición católica pero que están alejados de la Igle­
sia. Es lo que P. Suess llama misión “inter gentes”.
En efecto, muchos territorios tradicionalmente cristianos-católicos son aho­
ra tierra de misión: crece el número de católicos no practicantes, la fe ya no se
transmite de padres a hijos, muchos abandonan la Iglesia en un cisma silencioso,
otros apostatan públicamente, disminuyen aceleradamente las vocaciones a la
vida religiosa y al ministerio ordenado, aumentan los cristianos “sin Iglesia”,
hay crisis de las instituciones religiosas, hay crisis de fe en Cristo y en Dios,
crece el indiferentismo y el agnosticismo.
La Lumen gentium, al hablar del Pueblo de Dios, reconocía diversas formas
de participación de los cristianos en la Iglesia de Cristo (LG 13), pero no con­
templaba estas diversas formas de pertenencia eclesial entre los mismos católi­
cos. La realidad eclesial se ha complejizado y problematizado.
Pablo VI ya habló de pertenencia “parcial” a la Iglesia y de “cristianos no prac­
ticantes” (EN 21). Los sociólogos de la religión establecen diversas tipologías
según la praxis eclesial: militantes, practicantes habituales, practicantes oca­
sionales y disidentes (Le Bras); el practicante moderno es como un peregrino,
voluntario, autónomo, variante, individual, móvil y excepcional (D. HervieuLéger); aumenta la creencia sin pertenencia (G. Davie). Los teólogos también
estudian esta situación y hablan de “Iglesia abierta“ (K.Rahner), “Iglesia del
4. K. Rahner, Escritos de teología, VII, Madrid, 1967, p. 25.
5. P Seeweld, Dios y el mundo, cita en Quaderns de pastoral, Barcelona, n° 206-207
(2007) 72.
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a m é r ic a l a t in a e n e s t a d o d e m is ió n
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umbral” (église du seuil) o Iglesia “catecumenal” (Y. M. Congar), de pertenencia
débil (S. Dianich), de cristianos de las cuatros estaciones de la religiosidad po­
pular (D. Borobio)6.
Juan Pablo II, en su exhortación post-sinodal Chrisfideles laici de 1989,
después del sínodo de los laicos, escribe unos párrafos de gran lucidez eclesial y
pastoral:
Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la fe cristia­
na fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y
operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez
son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentis­
mo, del secularismo y del ateísmo. Se trata en concreto del Primer mundo,
en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado
con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una
existencia vivida “como si no hubiera Dios” (ChL 34).
Este proceso de descristianización desde 1989 a nuestros días sin duda se ha
agravado y difundido mucho más todavía.
Juan Pablo II contrapone después a esta situación de descristianización, tí­
pica del primer mundo, la de otros países donde la tradición cristiana está viva,
aunque amenazada:
En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las
tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristianas; pero este patrimo­
nio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto
de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión
de las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento
de una fe límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza
de auténtica libertad” (Ch L 34).
Junto a esta problematización de los cristianos que tradicionalmente forma­
ban parte de la Iglesia, también la misión “ad gentes” ha sufrido un cambio. Al
abandonar el Vaticano II el viejo axioma “extra ecclesiam nulla salus” y refor­
mularlo positivamente, afirmando que la Iglesia es “sacramento universal de
salvación” (LG 1; 9; 48) y que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de
salvación asociándolos al misterio pascual de una forma de sólo Dios conocida
(GS 22), en muchos sectores cristianos el tema misional ha entrado en crisis. Se
ha pasado del “siglo de las misiones a la era de las religiones” (J. Masiá), y se
abre una problemática totalmente nueva frente a la misionología clásica: diálo­
go intercultural e inter-religioso, visión positiva de las religiones no cristianas,
libertad religiosa, el problema de la única mediación de Cristo, la posibilidad de
6. Sobre esta cuestión puede consultarse S.Pié-Ninot, Eclesiología, Salamanca, 2007,
pp. 281-286.
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REVISTA LATINOAMERICANA DE TEOLOGíA
considerar como inspiradas las escrituras religiosas de las religiones de la huma­
nidad... Rahner, comentando que la Iglesia es sacramento de la salvación para el
mundo, reconoce que la mayoría de la humanidad se salva fuera de la institución
eclesial7. Ahora parece que el problema fundamental ya no son tanto los que
están lejos (los paganos, “ad gentes”), pues se pueden salvar fuera de la Iglesia,
sino los alejados de dentro de la misma Iglesia.
Esto explica que en 1990, Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio,
a los 50 años del Decreto conciliar A d gentes, quisiera relanzar la misión “ad
gentes”, que había sido un tanto cuestionada en los últimos años. En dicho docu­
mento establece una triple tipología pastoral de la Iglesia de hoy:
a) actividad pastoral en países que tienen comunidades cristianas formadas
sólidamente,
b) nueva evangelización para países de antigua cristiandad o Iglesias jóvenes
que han perdido el sentido de la fe y las exigencias del evangelio,
c) la misión “ad gentes”, en los países donde Cristo y el evangelio no son
conocidos (RMi 33).
Estamos, pues, viviendo un proceso de cambio: del esquema eclesiológico
claro del Vaticano II que establecía una neta división entre la Iglesia ya estable­
cida de los países de tradición católica, donde se requiere una pastoral tradicio­
nal de conservación (LG) y la Iglesia que se tenía que implantar en tierras de
misión (AG). Estamos viviendo una situación mucho más compleja y problematizada, con otros elementos nuevos. No sólo hay una actividad pastoral para la
Iglesia ya establecida y una actividad misional para los no cristianos, sino que se
necesita una nueva evangelización para territorios que han perdido el sentido de
la fe o las exigencias del evangelio. En este sentido afirma Benedicto XVI:
El campo de la misión “ad gentes” se ha ampliado notablemente y no se
puede definir sólo basándose en consideraciones geográficas o jurídicas. En
efecto, los verdaderos destinatarios de la actividad misionera del pueblo de
Dios no son sólo los pueblos no cristianos y las tierras lejanas sino también
los ámbitos socioculturales y, sobre todo, los corazones8.
4. En busca de las causas de esta nueva situación
Las causas de esta nueva situación de crisis eclesial son muy complejas y de
distinta índole. Nos limitaremos tan sólo a insinuar algunos aspectos9.
7. K.Rahner, op. cit., p. 78
8. Benedicto XVI, Discurso a los miembros del Consejo Superior de Obras Misionales
Pontificias, 5 de mayo de 2007, citado en el Documento de Aparecida 374.
9. Puede verse para este tema V. Codina, Sentirse Iglesia en el invierno eclesial, Cristianisme i justicia, Barcelona, 2006.
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AMÉRICA LATINA EN ESTADO DE MISION
189
Para muchos sectores eclesiales, sobre todo del primer mundo, la desafec­
ción eclesial es debida a los recientes escándalos sexuales causados por algunos
ministros de la Iglesia, a la falta de respeto a los derechos humanos dentro de la
misma institución eclesial, a las posturas conservadoras y rígidas del magisterio
eclesiástico en materias de moral sexual, familiar y bioética, a la poca apertura
de la Iglesia a nuevas formas de ministerio ordenado, a la discriminación de la
mujer en la Iglesia, al autoritarismo y centralismo romano, al poco respeto a las
Iglesias locales, etc
Pero hay otros problemas eclesiales y teológicos más de fondo, que van más
allá de las cuestiones de sexualidad, gobierno o derechos humanos.
En el Vaticano II oficialmente la Iglesia se aleja del paradigma de cristiandad
vigente desde Constantino hasta el siglo XX. Pero el nuevo paradigma de Iglesia
pueblo de Dios todavía no ha sido plenamente recibido en muchos sectores y
todavía no se aceptan las consecuencias que este cambio va a suponer. El paso
de una Iglesia clerical, donde los laicos son sujetos pasivos, a una Iglesia laical
donde todos los bautizados se sienten responsables de la comunidad eclesial,
todavía es un proceso lento, y además esta toma de conciencia de la Iglesia del
laicado va a conllevar una disminución de vocaciones al ministerio sacerdotal y
sobre todo a la vida religiosa.
Formar parte del ministerio ordenado tenía en la época de cristiandad un
gran apoyo social, era algo socialmente reconocido y estimado. Ahora es cues­
tionado y minusvalorado. De hecho, las vocaciones sacerdotales han disminuido
drásticamente en los países de vieja tradición católica, muchas parroquias han
quedado sin sacerdote.
La vida religiosa también ha quedado afectada. La vida religiosa nació pre­
cisamente como respuesta profética al surgimiento de la Iglesia de cristiandad
(siglo IV), y los sucesivos ciclos de vida religiosa (siglos XII, XVI, XVIII, XIX)
querían responder a situaciones críticas de la Iglesia de cristiandad, a las que ni
la Iglesia jerárquica, ni los laicos, ni los estados eran capaces de responder. Una
vez superada esta etapa eclesial de cristiandad, la vida religiosa sufre en los paí­
ses del primer mundo una disminución numérica de efectivos, mientras que las
vocaciones religiosas se mantienen y aumentan en lugares donde todavía está
vigente la Iglesia de cristiandad.
La gran masa de cristianos bautizados ya no podrá apoyarse en el respaldo
sociológico y cultural de una “sociedad cristiana”, como sucedía en la época
de cristiandad, sino que tendrá que optar personalmente en una sociedad con
un gran abanico de ofertas religiosas y culturales. Lo que mantenía la unidad
católica en la Iglesia de cristiandad no era necesariamente la fe sino una cierta
homogeneidad cultural, que ahora se ha roto10.
10. K.Rahner, op. cit., p. 32
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Además, si hay salvación fuera de la Iglesia, ¿qué sentido y función tiene la
Iglesia? Esto está ligado al tema de la cristología que se ha convertido hoy en el
ojo del huracán, no sólo por los nuevos avances exegéticos, sino por la proble­
mática surgida ante el pluralismo religioso, como ya hemos insinuado antes. De
cara a la vida eclesial es cuestionante el silencio que durante siglos ha reinado
sobre el concepto de reino de Dios, que fue el centro de la predicación y anuncio
de Jesús, pero luego fue desapareciendo o transformándose. El reino de Dios se
identificó con Jesús, luego con la Iglesia (sobre todo con su estructura jerárqui­
ca), luego con la escatología. El redescubrimiento del reino obliga a resituar la
eclesiología de forma diferente a la habitual11. Lo mismo cabe decir acerca del
redescubrimiento de la pneumatología.
Pero todavía no hemos tocado fondo. La crisis ya no es de Iglesia, ni de Cris­
to, sino de Dios. Las huellas de Dios están muy ocultas en un mundo seculariza­
do. Por esto no es casual que Pablo VI, que en el Vaticano II pedía que la Iglesia
dijese qué pensaba de sí misma, después del Concilio, en una Semana Social de
Francia pidiese que la Iglesia dijese qué pensaba de Dios. Y Juan Pablo II exhor­
ta a los teólogos que abran caminos de acceso al misterio de Dios12.
Esta crisis de fe, silencio y eclipse de Dios, esta noche oscura, parece respon­
der a una crisis epocal que según algunos (K. Jaspers) supone la crisis de un pe­
ríodo axial de creencia en Dios que ha estado vigente durante los últimos 6000
años. Otros hablan de una espiritualidad laica, sin creencias, sin religiones, sin
dioses, ya que hemos superado la era pre-industrial (M. Corbí). La modernidad
ilustrada, secular y globalizada ha producido una gran conmoción, un auténtico
“tsunami” (J. Comblin) a la Iglesia tradicional pre-moderna de cristiandad. Aho­
ra la trascendencia de Dios queda cuestionada, la religión parece reducirse a la
inmanencia, a una autonomía encerrada en sí misma (J. Martín Velasco). Por eso
aumenta el agnosticismo, el nihilismo, la indiferencia. Ni siquiera los grandes
ateismos del siglo XIX interesan. Se requiere un nuevo paradigma religioso.
En este contexto se explica la afirmación tantas veces citada de K. Rahner
de que el cristianos del siglo XXI o será místico o no será cristiano13. El mismo
Rahner se pregunta si hay que buscar salvar a los perdidos o conseguir testigos
que sean signos de la gracia de Dios que actúa en todo el mundo14.
5. Problemática eclesial y pastoral de América Latina
A todo lo dicho hasta ahora sobre el malestar eclesial se podría objetar que
esta situación refleja más al primer mundo que a América Latina, que mantiene
11. J. Sobrino, La fe en Jesucristo, Madrid, 1999, pp. 469-470
12. Juan Pablo II, Discurso a los teólogos en Alttóting, noviembre de 1980.
13. Cfr. nota 4.
14. K.Rahner, op. cit., p. 78.
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un profundo sentido religioso, está mucho menos secularizada que las naciones
técnicamente avanzadas, no vive tan fuertemente el proceso de descristianiza­
ción que se da por ejemplo en Europa occidental. América Latina era consi­
derada hasta hace poco como una especie de “Amazonia católica”, un pulmón
oxigenante de la Iglesia católica frente a la asfixia religiosa del primer mundo.
Esto hoy es muy discutible.
América latina forma parte de estas regiones o naciones que, según Juan
Pablo II, conservan vivas las tradiciones de la piedad popular. Pero a pesar de
ello hay que reconocer que América Latina y el Caribe es una de estas Iglesias
jóvenes que han perdido el sentido de la fe y la exigencia del evangelio. Por esto
el magisterio latinoamericano desde hace tiempo habla de la necesidad de una
nueva evangelización.
Ya Medellín en 1968 habló de la necesidad de una evangelización, re-evangelización y nueva evangelización para América Latina (Medellín 6, 8; Mensaje
a los pueblos de América Latina).
Juan Pablo II en Haití en 1983 lanzó el programa de una nueva evangelización para América Latina para prepararse a los 500 años de la primera evangelización y dijo que la nueva evangelización debía ser nueva en el ardor, en sus
métodos y en sus expresiones15.
La nueva evangelización fue el tema central de Santo Domingo, que un sec­
tor la entendió como diferente de la propugnada por Medellín, a la que conside­
raban excesivamente horizontalista y sociológica; por esto en Santo Domingo se
cambió la metodología típica latinoamericana del ver, juzgar y actuar.
6. Perspectiva misionera desde Aparecida
Aparecida, en 2007, vuelve a insistir en el tema de “Discípulos y misioneros
de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida”. El tema de la misión
es central en Aparecida. A su luz podemos establecer las siguientes afirmaciones.
1. La fe y la religiosidad popular son la gran riqueza de América Latina
Tanto el discurso del papa Benedicto XVI como el documento conclusivo de
Aparecida ponderan la riqueza y valor de la religiosidad popular:
- es el precioso tesoro de la Iglesia católica de América Latina, refleja la sed
de Dios que sólo los pobres y sencillos reconocen (Aparecida 258; cfr. 549).
- esta religiosidad popular confiesa amor a Cristo sufriente, profesa su fe en
el Dios de la compasión, del perdón y la reconciliación, en el Señor presente
en la eucaristía, en el Dios cercano a los pobres, tiene una profunda devoción
15. AAS 75 (1983) 778.
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a la Virgen en sus diversas advocaciones (Aparecida 7, con cita del discurso
inaugural 1).
- esta fe está presente en la lucha por la justicia, la esperanza contra toda es­
peranza, la alegría de vivir aun en condiciones muy difíciles, se manifiesta en
el arte, el lenguaje, tradiciones y fiestas (Aparecida 7), se expresa en las fies­
tas patronales, novenas, rosarios, vía crucis, procesiones, danzas religiosas,
cariño a santos y ángeles, promesas, oraciones en familia, peregrinaciones a
santuarios (Aparecida 259), donde se realizan historias de conversión y per­
dón (Aparecida 260).
- no es una espiritualidad de masas, sino que cada persona la vive de forma
personal en su vida cotidiana, con gestos muy concretos hacia el Señor o
María (Aparecida 261).
- es punto de partida para que la fe del pueblo madure, para que se profundi­
ce su riqueza evangélica (Aparecida 262), consiguientemente no se puede de­
valuar como un modo secundario de vivir la fe cristiana, pues en ella hay una
experiencia teologal, una sabiduría sobrenatural, una verdadera espiritualidad
encarnada en la cultura de los sencillos (Aparecida 263), un modo legítimo
de vivir la fe, una síntesis entre culturas y fe cristiana (Aparecida 264).
- en ella se expresa el alma de los pueblos latinoamericanos (Aparecida
258), hace tomar consciencia de la común condición de hijos de Dios y de la
común dignidad, más allá de las diferencias sociales, étnicas o de otro tipo
(Aparecida 37; cfr. 99b).
2. La fe de América Latina se debilita y erosiona
Sin embargo, Benedicto XVI, tras haber alabado la rica tradición de la fe
popular cristiana de América Latina, afirma: “Se percibe, sin embargo, un cierto
debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia
pertenencia a la Iglesia católica” (discurso inaugural, 2). Y el documento conclu­
sivo, a pesar de reconocer las realizaciones positivas de la Iglesia en sus diversas
pastorales (Aparecida 98-99), constata una crisis y debilitamiento de la fe cris­
tiana:
- la fe se erosiona (Aparecida 13; 38).
- existe mucho individualismo, débil pertenencia a la Iglesia, sacramentalismo, poco compromiso de los laicos, disminución de vocaciones ministe­
riales, marginación de la mujer, clericalismo, materialismo, falta de sentido
de la trascendencia, abandono de prácticas religiosas, paso a otros grupos
religiosos, agnosticismo (Aparecida 100).
- llama la atención la multitud de bautizados no suficientemente evangeliza­
dos (Aparecida 293).
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- el continente con mayor número de católicos es el de mayor desigualdad
social (Aparecida 527).
- se advierte que una fe reducida a prácticas de devoción fragmentadas, parti­
cipación ocasional en algunos sacramentos, repetición de principios doctrina­
les y moralismo, no resistirá a la larga el embate del tiempo (Aparecida 12).
Así como K. Rahner afirmaba que la mayoría de la humanidad se salva al mar­
gen de la pertenencia a la Iglesia, podemos añadir nosotros, que desde América
Latina, la mayoría de los cristianos católicos viven su fe y se salvan no fuera, pero
sí al margen de la Iglesia institucional, es decir, viven su fe cristiana en el umbral
de la Iglesia oficial, forman parte de “la Iglesia informal”, poseen una identifica­
ción parcial con la Iglesia, viven mayormente en el mundo de la religiosidad po­
pular: los sacramentales y los cuatro sacramentos de las estaciones de la vida16.
Sería largo examinar las causas de este deterioro de la fe en América Latina.
Además de las causas generales y universales, tanto socio-culturales como teológico-eclesiales, que hemos enumerado antes al hablar de la Iglesia universal,
habría que añadir las peculiares de América latina.
Hay sin duda causas históricas ligadas a la ambigüedad de la primera evan­
gelización, donde se mezclaron luces y sombras (Puebla 13). Pero hay que reco­
nocer causas más recientes, como la débil implantación de la eclesiología y de la
pastoral del Vaticano II en América Latina, y sobre todo la critica sistemática que
ha sufrido el intento de una Iglesia liberadora, tanto de parte de sectores políticos
y económicos del continente y del mundo, como de parte de sectores de la Iglesia
romana y latinoamericana. Hoy padecemos las consecuencias de todo ello.
3. América Latina está en estado de misión
Como consecuencia de lo anterior, todo el continente debe colocarse “en es­
tado de misión” (Aparecida 213). De fieles bautizados hay que pasar a discípulos
y misioneros.
Podemos afirmar desde esta nueva perspectiva, que también América Latina
ha de pasar de la pastoral tradicional de Lumen Gentium a la misionera del de­
creto A d gentes. Este decreto ha pasado de ser un documento un tanto territorial
y geográfico para algunos países de misión a ser un documento emblemático,
inspirador de la nueva situación eclesial: una Iglesia toda ella misionera que
evangeliza nuevas situaciones de misión, los nuevos areópagos. Paulo Suess la­
menta que Aparecida, que habla de esta situación misionera y cuyo tema central
es la misión, no cite más que dos veces el decreto Ad gentes (Aparecida 347;
376), que podría ser la espinal dorsal de Aparecida, de una Iglesia misionera17.
16. V. Codina, “La Iglesia informal”, Enfoque 139 (2007) 12-17.
17. P. Suess, Dicionario de Aparecida, Sao Paulo, 2007, p. 25
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La religiosidad popular, la religión de los pobres, de la “Iglesia informal”
que ha sobrevivido durante siglos y ha demostrado tener una gran capacidad de
resistencia, ¿se podrá mantener en el futuro, resistirá al embate del tiempo, o es
algo residual de la época de cristiandad que va a desaparecer? ¿Llegará a Amé­
rica Latina el proceso de secularización y la situación de descristianización de
Europa? He aquí unas preguntas difíciles de responder pero que no nos exhiben
de adoptar una postura misionera.
4. Hay que pasar de una pastoral de conservación a una pastoral misionera
Aparecida propone pasar de una pastoral de conservación a una pastoral mi­
sionera (Aparecida 370), estamos en estado de misión, viviendo una nueva época,
un nuevo paradigma. Una pastoral misionera supone una nueva evangelización,
no simplemente re-evangelizar, pues no se parte de cero (Santo Domingo 24).
Evangelizar es hacer lo que hizo Jesús con sus palabras y obras, anunciar y
hacer presente el reino de Dios (Santo Domingo 279), un reino de vida (Apare­
cida 359, 361), que implica la liberación de toda muerte y esclavitud, para que
nuestros pueblos tengan vida. La evangelización ha de ser integral, no ha de
buscar el aumento de los católicos sino el servicio al mundo, una evangelización
liberadora, que incluya la opción preferencial por los pobres, la promoción hu­
mana integral y la auténtica liberación cristiana (Aparecida 146; cfr. caps. 7-8),
para transformar los criterios, los valores, los intereses, los modelos de vida de
la humanidad que están en contradicción con la palabra de Dios y el designio de
salvación (EN 19; Aparecida 331).
Esta evangelización supone el anuncio del kerigma (EN 22), de modo que se
pueda llegar a una experiencia personal con el Señor, sin la cual no es posible
llegar a ser cristianos (Aparecida 243, con cita de Dios es amor, 1).
Esta experiencia espiritual ha de profundizarse en una verdadera formación
cristiana en un proceso que vaya conduciendo a una conversión, al discipulado,
a la inserción comunitaria y a la misión (Aparecida 278).
Esta misión se orienta al reino de Dios y a la promoción humana (Aparecida
capítulo 8, 380-430), superando cualquier visión individualista, intimista y espi­
ritualista de la vida cristiana.
Esto implica una conversión de las estructuras eclesiales actualmente exis­
tentes que ya no responden a la realidad latinoamericana de hoy.
5. Los pobres han de tener prioridad en el proceso evangelizador
Si la opción por los pobres forma parte de las prioridades de la Iglesia lati­
noamericana y del Caribe (Aparecida 391-398) y se reafirma que ellos poseen un
potencial evangelizador (Aparecida 398), hay que deducir que, en este proyecto
misionero, los pobres también han de tener prioridad. Este punto, que Aparecida
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no desarrolla, es muy importante, pues según como se entienda la misión evangelizadora, los pobres pueden quedar excluidos de ella.
Hay el riesgo de optar por evangelizar prioritariamente a los ricos, a los ca­
tólicos de siempre, a los practicantes dominicales, que tienen mayor formación
humana y cristiana (muchos de ellos han sido alumnos de nuestros colegios y
universidades católicas), poseen tiempo y recursos para su formación cristiana
y para colaborar apostólicamente (ser catequistas, dar cursillos...). Sin embargo,
estos sectores que tradicionalmente han sido muy atendidos por la Iglesia no han
logrado transformar las estructuras sociales, ni han sido agentes de cambio en la
sociedad. Los cambios siempre han venido de abajo. A estos sectores no se les
podrá abandonar, pero habrá que evangelizarlos desde los pobres, desde abajo,
pidiendo que colaboren con los cambios que desde la base se propicien y que,
por lo menos, no los frenen...
Evangelizar a los pobres tiene muchas dificultades. ¿Cómo evangelizar y
formar a los pobres, que son la mayoría de América Latina y el Caribe, que
constituyen la base de la “Iglesia informal”, son los practicantes ocasionales de
las cuatros estaciones de la vida, viven una religiosidad popular tradicional de
fiestas y peregrinaciones, muchas veces conservadora, que no logra transformar
sus vidas ni menos aún las estructuras sociales? Estos pobres tienen poca for­
mación cristiana, poco tiempo para dedicarse a participar en cursos y reuniones,
llegan a sus casas por las noches cansados del duro trabajo del día, dedican los
fines de semana a comprar en el mercado, lavar su ropa, arreglar su casa, asistir
a reuniones de barrio, hacer trabajos comunes.
Y
sin embargo, estos pobres son los predilectos de Jesús, uno de cuyos sig­
nos mesiánicos es el que los pobres sean evangelizados (Lc 7, 22), a ellos han
sido revelados los misterios del reino (Lc 10, 21).
La solución parece debería ser no anular su religiosidad popular típica de
Cristiandad y residual, sino partir de ella para evangelizar a los pobres. Evange­
lizar a los pobres no equivale a “enseñarles el catecismo”, sino que consiste en
anunciarles que el reino de Dios que Jesús proclama es la alianza de Dios con
los pobres en contra de la pobreza. Habría que evangelizar su misma religio­
sidad popular, iluminarla con la palabra, partiendo de sus mismas expresiones
populares, anunciar el kerigma pascual, iniciarles en una experiencia espiritual
de fe que lleve a la conversión personal, invitarles a formar comunidades tipo
comunidades eclesiales de base. Hay que aplicar a esta pastoral misionera el iti­
nerario misionero que propone A d gentes (11-22).
¿No podrían servir de modelo los grupos evangélicos, pentecostales y carismáticos que han logrado interesar al pueblo pobre con la palabra, han formado comuni­
dades vivas de culto y participación, donde los laicos se sienten protagonistas y res­
ponsables? ¿No podrían ser inspiradores para esta pastoral misionera los ejemplos
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de las misiones de franciscanos, dominicos, mercedarios, agustinos, jesuitas, del
tiempo de la primera evangelización de América Latina que lograron con sus méto­
dos de reducciones formar comunidades humanas y cristianas vivas e inculturadas,
auténticas síntesis de evangelización y promoción humana? (Puebla 9).
Seguramente no todos van a entrar en este proceso, habrá que renunciar a
una Iglesia de masas en América Latina (P. Trigo), pero sí surgirá una Iglesia de
los pobres, sacramento de salvación y de liberación histórica, donde se muestren
los valores realmente evangélicos del reino, signo de la acción del Espíritu que
actúa en todo el mundo, fermento para todo el pueblo y toda la Iglesia. Vale
también para nosotros lo que K. Rahner escribió hace años:
Un cristianismo vivo y concreto no puede transmitirse hoy, ni sobre todo ma­
ñana, simplemente con el poder de una sociedad cristiana homogénea, que
cada vez se da en menor medida, ni con medidas administrativas de arriba, ni
con la enseñanza religiosa, por mucho que se den en todas las escuelas públi­
cas y llegue a todos los niños, sino que ha de ser llevado al futuro mediante
el testimonio y la vida de una comunidad cristiana auténtica, que vive en lo
concreto lo que quiere decir propiamente cristianismo18.
7. Conclusión
Un continente en estado de misión no puede seguir como hasta ahora con
una pastoral de conservación. Esta pastoral misionera, más inspirada en A d gen­
tes que en Lumen Gentium, implica profundos cambios personales y estructura­
les en la Iglesia. Hemos de abandonar el estilo y ambiciones de la Iglesia masiva
de cristiandad y volver a ser fermento para una nueva eclesiogénesis misionera
desde abajo. Hemos de pasar:
- de una pastoral clerical a una pastoral laical, donde los laicos, no sólo va­
rones, sino las mujeres, asuman su responsabilidad.
- de una pastoral centrada en el templo a una pastoral centrada en las casas
del pueblo.
- de una pastoral eminentemente y a veces exclusivamente sacramental a una
pastoral centrada ante todo en el anuncio de la Palabra y la evangelización.
- de una pastoral dirigida preferentemente a los sectores de la clase media y
alta a una pastoral dirigida preferentemente a los pobres.
- de una pastoral centrada en lo doctrinal y moral a una pastoral mistagógica
que ante todo busca la iniciación a la experiencia espiritual y a la conversión
interior.
18. K. Rahner, op. cit., p. 144.
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- de una pastoral que se limita a acoger a los que vienen a una pastoral que
sale a la calle y va a buscar al pueblo, visita sus casas.
-de una pastoral centrada en la palabra oral a una pastoral que tiene en cuenta
otros medios de expresión, tradicionales y modernos.
-de una pastoral individualista que no forma comunidades a una pastoral
orientada sobre todo a formar comunidades.
- de una pastoral desligada de la vida, abstracta y ahistórica, que no transfor­
ma la realidad, a una pastoral que parta de la realidad, la ilumine con la pala­
bra y conduzca a la praxis histórica, que transforme la vida de las personas y
de la sociedad.
- de una pastoral centrada en la parroquia, centro de culto, a una pastoral que
busque formar comunidad de comunidades.
- de una pastoral que tiene como eje básico el bautismo de los niños a una
pastoral que promueva una auténtica iniciación cristiana asumida personal y
libremente.
- de una pastoral que añora la confesionalidad y apoyo del Estado a una pas­
toral para una sociedad pluralista en lo cultural y en lo religioso.
- de una pastoral romanizada y centralizada desde arriba a una pastoral que,
siempre en comunión con Roma, respete la autonomía de las Iglesias locales
y que sea realmente intercultural.
- de una pastoral que tiene como modelo subyacente la gran Iglesia de cris­
tiandad medieval a una pastoral que se acerca más al modelo sociológico de
los pequeños grupos, de las “sectas”.
-de una pastoral basada en la pedagogía de Iglesia establecida (tipo LG) a
una pastoral de pedagogía misionera en la línea del decreto A d gentes: una
verdadera eclesiogénesis.
Esto supone pasar de un continente de bautizados a un continente de discípu­
los y misioneros.
***
Esto es lo que quise insinuar en aquella reunión parroquial del barrio sur de
Cochabamba, al decir a las religiosas que hoy había que pasar de la Lumen Gen­
tium al A d gentes, pero que seguramente no pudo ser comprendido.
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